Banjo-Kazooie volvió a mi vida

En Chihuahua, de la que ya hablo en una entrada en difícil preparación. Pero me acordé de este texto publicado en cierto medio zionista en en el que ya no me permitiría publicar, pero en ese entonces Daniel Krauze convocaba buenas plumas y buenos temas. Era divertido. Este texto no me costó nada, como se ve, es como una entrada de blog.

La rescato, mientras intento pasar de mi inercia del primer mundo… Hoy ya no me atrevería a llamarle estúpido al Banjo, un juego que es enternecedor para tantxs. Y que me hizo leer toda la entrada de Rare en Wikipedia también.

Va, va.

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Videojuegos, un romance: Banjo-Kazooie

Una crónica de las trampas y la frustración que encierra un videojuego para niños.

Estaba leyendo la entrada en Wikipedia sobre la adicción a los videojuegos. Es una “cyberparada” obligatoria. Hay casos tan estrambóticos como el de un bebé de tres meses que murió por desnutrición mientras sus papás criaban a un bebé virtual en un sitio llamado Prius Online. Hay muchos suicidios. La adicción a los videojuegos es otra adicción, como a cualquier sustancia.

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Naces videojugador o no. No es cuestión de sexos: lo eres o no lo eres. En 2002, me enganché por accidente con un videojuego para todo público, es decir, para niños: la historia era ñoña y de baja dificultad y con personajes infantilizados; tenía minijuegos que eran pedagógicos y escenarios ceñidos a la lógica de Mario Bros; el tiempo de juego seguro se estimaría menor a 20 horas y sin embargo, durante meses, jamás pude terminarlo. El juego se llamaba Banjo-Kazooie, trataba sobre una bruja llamada Gruntilda que secuestraba a Tooty, la hermana del héroe, llamado Banjo, un osito de shortcitos amarillos que cargaba en su mochila a Kazooie, un ave roja que a veces lo ayudaba a volar. Banjo-Kazooie, como una criatura de dos cabezas, atravesaba la tierra encantada de la bruja –mezcla de villana de Blanca Nieves y la Bella Durmiente– a través de bosques, selvas, pantanos y hasta caños profundos, con la ayuda de un topo con miopía llamado Bottles. Y así, este juego estúpido, diseñado para niños de 6 años o más, se convirtió en mi dolor de cabeza, en la única cosa en la que pensaba, día y noche, humillada hasta la médula por las derrotas constantes y el tiempo perdido en el mismo nivel, con el dedo amoratado de tanto apretar el botón amarillo y el azul y el joystick, encontrándome una y otra vez con el mismo recordatorio: no tienes siquiera la habilidad de un niño de 6 años.

Banjo-Kazooie, durante la mitad de 2002, fue mi personal vendetta.

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Otro morboso ejemplo, en Wikipedia, de la brutalidad de la adicción a los videojuegos: un niño que mató a sus padres porque le escondieron su copia de Halo 3. Y el juez: “Creo firmemente que no lo habría hecho de haber sabido que sus papás se quedarían muertos para siempre”. Dicen que los drogadictos siempre se inclinan por crímenes no violentos, como el asalto a casa habitación. Fácil y rápido.

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Mis hermanos mayores eran aficionados de los videojuegos. Tuvieron el Intellivision, luego el Atari, luego el Nintendo, luego el Super Nintendo, luego el Nintendo 64, luego el Play Station. Eran un equipo: trabajaban juntos para completar las misiones, se asignaban turnos, se relevaban por cansancio o bloqueo. A veces se desvelaban para terminar un juego y yo siempre los veía sentada en el sillón, una fiel espectadora, vemeitrae obediente, admiradora a la que no se le permitía hacer preguntas. Los videojuegos ahí estaban, firmes como las tradiciones familiares, inalterables en su imposibilidad, pero no eran para mí. Existían a pesar de mí.  

A veces, cuando mis hermanos no estaban en la casa, mi primo Juan y yo agarrábamos el Super Nintendo y poníamos Street Fighter, yo escogía a Chun-Li y él a Ken, y yo siempre le ganaba, y el rostro destrozado de Ken al final de la partida era mi victoria y mi trofeo. Entonces, la habilidad que mis hermanos me negaban aparecía de pronto cuando no estaban ahí viendo. Estoy segura de que el orgullo que suscita esta habilidad repentina es el virus que inocula la afición permanente al videojuego.

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Luego, en 2002, me puse a jugar Banjo-Kazooie no porque quisiera, sino para entretener a mi sobrino de cuatro años, que no tenía el tamaño suficiente para agarrar el control. Y lo que empezó como un affaire esporádico terminó en una obsesión enfermiza. Juré que terminaría el juego y en el último nivel, Gruntilda se burló de mí (para entonces, yo era Banjoo-Kazooie, me había transfigurado en ellos) en un nivel estilo Jeopardy de una dificultad que me dejaba las manos empapadas. Todo videojuego tiene incluido un nivel llamado FRUSTRACIÓN. Si logras atravesarlo, estás del otro lado. Si consagras tu paciencia y tu tiempo, si tienes la perseverancia para pensar rutas y estrategias alternas, si te tragas tus reclamos y procuras no gritarle demasiado a la tele o a la pantalla, encontrarás eventualmente una salida. Pero después de un mes atorada en el mismo nivel, sin la grandeza de espíritu necesaria para rescatar a Tootie del caldero de Gruntilda, abandoné el juego. Deserción total. Le fallé a mi hermana y al topo y al reino y así, fracasada y derrotada, logré curarme de cualquier tipo de adicción futura.

Publicado originalmente (¡en febrero de 2013!) en Letras Libres.

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Naderías 2024

Hay desabasto de arena para gato en mi pueblo, fui al súpermercado Juanito (así es: SÚPERMERCADO) y por fin encontré un saco de una carísima de París, pero le dije a mi hermana que si no encontraba nada era capaz de ir a buscar tierra a la milpa enfrente de mi casa, y ella dijo que igual y sí servía esa arena excepto si, y la cito, “la perran meos”.

LA PERRAN MEOS. Uf, es tan genial. Como lapsus es uno de esos memorables.

Me voy a Chihuahua, veo que ya escribí esto en una entrada anterior. Después de descubrir a Gardea. A Luis Safa, Esperando a los bárbaros. En el hospital mi papá y yo leímos los cuentos de Gardea y los comentamos. Qué bárbaro, cuánto dice con tan poco.

El invierno pasado logré engañar a la CFE no sé cómo, pero este año me llegó la bofetada de un cuentonononón. Uso mucho el calentador. Me pregunto, ¿es ético usar tanto el calentador? Deja lo gugleo.

A ver, sí, es peligroso, hay objetos que no hay que dejar cerca, pero consumir la energía… Digo, como el agua. ¿Puedo relajarme en mi casa y bañarme un ratito más ya que con el sudor de mi frente me pagué un calentador solar? Claro, ahora que hay días nublados le sufro. Pero no falta el rato a mediodía en que sale el sol y con eso basta a veces para una ducha rápida, ¿no es chistoso, además de grandioso, que dependa de eso?

Hoy empieza otro taller de cuento. Debo confesar que son arduos para mí, a un nivel personal/escritural. Luego quieres seguir leyendo y procurando la escritura de toda persona que entró y de algún modo confió en ti y en que le darás algo, con suerte una enseñanza.

Desde hace mucho quería compartir la charla que tuve con Juan Carlos Pascual, desde Barcelona, en su canal, TOC Libros. Creo que fue muy honesta. Allí recomendé el libro de Frida Cartas, Transporte a la infancia, que presentamos con Nora de la Cruz hace unos días en Polilla librería. Qué bonito evento fue. Descubro esta posibilidad de colorear ciertos párrafos (“bloques”) y la aplico a esta parte, que son las otras personas, les demás.

ESCRIBIR DUELE. Traigo la muñequera puesta. Estoy en mi temporada de querer escribir mucho (hay todavía mucho por transcribir) y no poder mucho por el dolor. Traigan herramientas del futuro al presente, por ejemplo unas manos delicadas que puedan mecanografiar tan rápido como lo hice en mis mejores momentos, y en el que escribir a mano no me deje adolorido hasta el hombro. Manos nuevas para insertármelas, como Luke Skywalker.

Mi cuerpo, esa prisión, como escribió o dijo Onetti, creo.

En el Twitter tengo puros pensamientos frívolos. Pensé: tal vez lo que me embrujó de Igby goes down es la interpretación de Kieran Culkin, todo ese dolor contenido que explota en aquella escena donde le recrimina a Sookie cuando decide quedarse con su hermano mayor, Oliver.

“They are rigid and they are cold, cold, cold to the fucking bone!”

Qué curioso que se refería a esa clase social -a la que pertenece pero de la que reniega- que luego volvería a interpretar en Succession, con menos conciencia de clase que Igby, pero idéntico amor por su padre demente.

Usuario Danny_G13 en imdb.com, en cuyos foros solía perderme antes, opina en dicho sitio:

As Igby, Kieran Culkin excels. He’s outstanding, the best thing in the movie – which given the quality of his peers, such as a sinister and agenda-ridden Jeff Goldblum, a monstrous and hierarchial Susan Sarandon, a confused and tortured Bill Pullman and a squeaky clean upstart in Ryan Phillippe, is no mean feat at all.

Performances are uniformly excellent, the story involving, and the themes well explored.

Well done all round.

Creo que tiene razón y ya he dicho o escrito por acá que la actuación es como la prosa de una película y a veces vale la pena una nomás por atestiguar monstruosidades así.

Al comentador anterior le faltó mencionar a un secundario memorable, Jared Harris. En mi pasado letralebreriano escribí de él, de ese secundario memorable. ¡Hace once años de este texto! En fin.

Tal vez por eso Kieran no tomó tantos papeles entremedio, se sabe cómo era la familia de la que viene, ahora parece un tipo más bien familiar. En Twitter hace tiempo escribí: Este perfil contiene su mejor descripción: “a unique combination of snottiness and vulnerability”, lo dice la sexy J. Smith Cameron:

Smith-Cameron, who worked with Culkin in Lonergan’s 2009 off-Broadway play The Starry Messenger and Lonergan’s 2011 film Margaret, says: “He’s one of the most available, alive actors I’ve ever worked with or even seen. He’s so inventive and just … released. He’s just operating at the very top of his game.” Lonergan concurs, adding that Culkin has “a unique combination of snottiness and vulnerability that I’ve never seen in anybody else.”

¿De qué era este post?

Misterios, misterios.

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Llámalo como Rick

A todas las personas nos toca. A todas las personas nos llega. A algunas demasiado pronto, cruelmente pronto. A otras, feliz o infelizmente después de largos años. ¿A qué edad se pierde a un padre o a una madre?

Mi padre empieza su quimioterapia en febrero. Y radioterapia en abril. Y yo me voy a Chihuahua en unos días, y quiero ir a Guadalajara en marzo, y hay una pulsión de vida en mí; ayer él y yo tuvimos un incidente, le dije que no podía hacer algo que le había prometido hacer y él se molestó, y yo lloré, en fin. Pero al final siempre el perdón, como en mi cuento.

¡Ah! Lean mi cuento, “El genio distraído” en la revista Magis. Trata sobre nuestras vicisitudes en ese anhelado viaje -para él- a Europa el año pasado, y mis aflicciones, que son hórridas y lo afligen también. Es el cuento que he escrito más rápidamente, tenía algunos materiales, y sobre todo cierta urgencia. A veces eso es lo que se necesita, urgencia. Pensé que “La isla López” había sido rápido, dos o tres meses donde me quebré la cabeza pensando en la arquitectura del cuento, y decidiendo si me decantaría por ciertas experimentaciones. Espero que ese se pueda leer públicamente pronto.

Mientras tanto escribo mi libro sobre la locura, ese ha sido algo así como su working title. Es sobre mi brote psicótico, mi bipolaridad, Buenos Aires, pero también Missouri/Kansas y los migrantes y el trabajo. Ya dije en la entrada anterior que no me importa fallar estrepitosamente.

Escribo un poco sin belleza. Estoy en una fase de primer borrador, y me permito cosas que antes nunca, pero en una parte ya advierto que necesito una escritura funcional y comunicativa, que es donde se nota la puntada.

¿Podría durar esto siempre?

¿Podría durarme sin sentir que me encamino al dolor más grande que voy a experimentar hasta ahora?

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Viernes 13 / Miércoles 20 / Viernes 22

Fue un verano caluroso. Fuimos a Acapulco. Yo ya sospechaba lo que al menos mi madre y hermano ya sabían, y desde un día anterior estuve con un ánimo negro, el primer día negro, y en la noche una migraña resistente a todo como recompensa. El segundo día estuve un poco menos enojada y triste, aunque por momentos tenía que irme lejos y llorar. Pidiéndole al mar tanto. No sé qué me ha dado.

Han pasado unos meses del párrafo anterior. Ahora hace mucho frío, mucho. La incertidumbre continúa, y es una uña que rasga y rasga. “Seamos realistas: es casi seguro que es cáncer”, dijo el joven doctor de hoy. La biopsia del duodeno había salido sin presencia de células neoplásicas, y eso nos había dado paz y tranquilidad durante varios días en los que yo, en el fondo, sabía que el duodeno no era lo importante sino el páncreas, al que no habían logrado llegar, o eso creíamos. Ese día mi padre se desmoralizó, mi madre se alteró.

Yo también me alteré, tuve que volver a mi casa, encerrarme en mí misma muchísimo, en mi caparazón.

Hace alrededor de un mes tuvimos una estadía en el hospital que hasta llegó a ser placentera, una rutina y una incomodidad aceptadas, y largas charlas entre mi papá y yo. Pero igual aquello me desgastó y tardé en recuperarme.

Me he vuelto más sensible, más débil, soy como el sketch de Capusotto de “yo (shó) soy muy débil y no puedo con el mundo”. Prefiero estar aquí en mi cueva, en mi estudio con mi calentador.

He estado escribiendo mucho. Hay cierta urgencia, inspiración, las condiciones necesarias (estoy desempleada) y un poco de descaro y conciencia de que es un primer borrador. Entonces me levanto temprano y lo primero que hago, después de mi café y mi licuado, es sentarme en el escritorio a escribir, y también es lo último que hago antes de irme a dormir.

No me importa qué salga o qué ocurra, o si fallo estrepitosamente. No me importa fallar.

Claramente atravieso una hipomanía de la que he recibido el consejo de que es mejor surfear la ola y aprovechar la productividad lo más posible. Contenta no estoy, aunque por momentos sí, cuando escribo, como en esa escena de Los adioses cuando Rosario Castellanos está escribiendo con alegría y enjundia en su máquina de escribir ante la mirada envidiosa de Ricardo Guerra. Así es bonito escribir. Aunque escribir es algo más que una actividad bonita.

Pero haré una confesión: yo escribo un fanfic. No entraré en detalles, cualquiera se imaginará de qué es y, si no, leyendo más este blog lo descubrirá. El caso es que en los últimos tres años era la única escritura que me traía alegría, que cada vez que la practicaba de verdad me sentía bien, me divertía, me daba palmaditas fantasma, era un reto -escribir en inglés- y un entrenamiento -pensaba, pero ya no lo pienso- y una forma de absorber todos los clichés de la cultura kitsch hegemónica.

Bah. El caso es que esa alegría se ha trasladado al libro al que le agregaba sufridos párrafos desde 2017 cuando la inspiración me lo permitía. Pero ahora estoy cosiendo esa gran colcha de cuadritos y algo largo, largo saldrá, esa es mi apuesta, mantener la atención con desvíos violentos. Al menos uno. Ya se verá, ya se verá.

Hoy mi padre, mientras le pasaba el brazo por la espalda, me dijo “no me mires así”, “¿cómo?”, “con lástima”. Más o menos adivino mis gestos y lo imagino, luego le dije de cerca “no es lástima, es ternura”.

Yo no quiero perderlo.

Pero es la ley de la vida y lo que siempre temí precisamente porque sabía que no habría escapatoria de eso.

Chofer, deténgase, que yo me bajo aquí.

*in my Babasónicos era

Y luego, sí, Argentina. Y México, siempre esa herida que es México.

Ahora retornan tantas cosas que parecían perdidas. Hablé y grabé a mi papá. Hice Zoom y grabé con Graciana. Hablé con Billy, mi hermano, y lo grabé.

Pero falta tanto. Necesito tiempo y dinero. Me estoy acabando mis ahorros. Como dijo mi terapeuta: “para eso son”.

Ya lloré, hoy. Ya limpié eso. Ahora que bajaron poco las inhibiciones, escribo este post a vuelapluma y decido publicarlo. En esas ando. Por si al rato aparecen escritos lunáticos, que estamos tomando todas las medidas para que eso no ocurra.

No ocurrirá.

Luego, Acapulco. Guerrero. El estado que mejor conozco después de mi área mexiquense-queretana.

Ah, estoy enamorada. Y llevar nuestra relación ha sido desafiante pero hermoso así a secas. Bello. Bonito, como él siempre dice.

Espero no escribir dentro de dos años siete meses. Quiero a mi blog, y lo quiero tanto que me cuesta volver a él, tengo tantas entradas empezadas a medias. En fin, en fin.

En fin.

Fin.

Vengo a poner otro fin, viernes 15:34 pm.

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Ensayo sobre Mario Bellatin y Guadalupe Nettel

Ensayito que escribí para la maestría que, para mí, todavía está en curso. Esto fue escrito en 2017, para que no digan.

Ahora que releo este ensayo, hay cosas que me disgustan y que cambiaría. Pero no quiero cambiarlas ni publicarlo en algún lado, así que así lo dejo, una comparativa sencilla, monstruosa, entre Nettel y Bellatin.

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Monstruo, ficción y reproducción en Flores, de Mario Bellatin y El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel

A Mario Bellatin le falta medio brazo y a Guadalupe Nettel, un ojo sano. Son, a su manera, monstruos. Unidos por el hecho de que lo más particular en ellos –en sus cuerpos y, después, en su literatura– es una anormalidad, un defecto, una falencia. En sus obras aparecen deformes aquejados por condiciones similares a las suyas: el escritor sin pierna de Flores (2004) o los jugadores de volibol sin dedos de La escuela del dolor humano de Sechuán (2001), en Bellatin; o la narradora de El cuerpo en que nací (2011), de Nettel,que nació con un lunar blanco en el ojo. Pero en su galería de freaks existen los de otro orden, el de las manías: en Nettel, el hombre que captura con su cámara fotográfica párpados defectuosos y la mujer que se arranca compulsivamente el pelo (en Pétalos, 2008), o el Amante Otoñal que practica una sexualidad alternativa y los hombres a los que les gusta lastimar niños, también en Flores, para no ir tan lejos ni bucear demasiado profundo en la prolífica, compleja y extraña obra de Mario Bellatin. También los une una nacionalidad fracturada: Bellatin, aunque nacido y educado en Perú, se considera a medias mexicano. Nettel, mexicana de nacimiento, ha vivido y estudiado muchos años en Francia. 

El monstruo los une, pero todo lo demás los separa. Ese todo lo demás es literatura: temas, procedimientos, modos de entender la labor literaria, de intervenir públicamente, de politizar –o despolitizar– la escritura. Pero el monstruo es poderoso. Flores y animales son monstruosos porque no son humanos, aunque se reproduzcan, ¿y no es la reproducción una especie de monstruosidad? Un duplicar lo extraño, el error. La deformidad de lo supernumerario. El cuerpo de una mujer que se hincha hasta que los huesos le crujen y su fisiología cambia, y también su interior y sus procesos. En Flores, una novela que se categoriza como fragmentaria, los fragmentos construyen un todo perfectamente cerrado: son pétalos. Las flores aparecen materialmente en la narración: recuerdan el olor de un laboratorio, cobran la forma de un texto profético, están plantadas en el paisaje que es escenario del asesinato de un niño, simulan a una madre y un hijo afectados por la radiación de Hiroshima, permanecen entre vivas y muertas en los cementerios, sin nadie que las cuide. En El matrimonio de los peces rojos, los animales son motivos y también protagonistas: tres peces Betta; un ejército de cucarachas; una pareja de gatos; una serpiente venenosa, y aquellos parásitos que pertenecen al reino fungi pero cuyo comportamiento bien podría caracterizarse como animal: los hongos de la candidiasis. 

Foucault, en su curso sobre Los anormales del College de France (las clases tomaron lugar en 1974-195, y el libro en el que nos apoyamos fue editado en 2008), establece la arqueología, el origen de los anormales del siglo XX, en tres categorías, todos seres peligrosos: el monstruo, que transgrede las leyes de la naturaleza y las normas de la sociedad, por tanto cometiendo una infracción doble que puede entenderse como jurídico-biológica; el individuo a corregir, con el que lidian los dispositivos de domesticación de cuerpos; y el masturbador, producto del disciplinamiento de la familia moderna. Todos ellos son excepcionales por su rareza, porque representan la excepción en cuanto especie, y porque combinan lo imposible y lo prohibido. El monstruo es la excepción por definición: cada anormalidad es única. El escritor definido como protagonista del relato, en Flores, lo representa de manera simple: el alto costo de las prótesis se debe a que no pueden fabricarse en serie, ya que cada malformación es particular. Y después, cuando Alba la Poeta inventa la historia de los gemelos Kuhn, que no tienen brazos ni piernas y a los que ha adoptado valiéndose de su legitimidad como poeta leída y publicada, recuerda el decir de un médico (que vendría a representar la ciencia) respecto a un proceso al final del cual “la sociedad acostumbraba reconocer que lo anormal estaba, de alguna manera, llamado a convertirse en lo esperado” (2004: 419). Si los padres de los gemelos se casaron, siendo hermanos, fue sólo porque “lo similar cura lo similar”, y entonces habría que esperar años para que “los cuerpos transmitieran, de forma natural, la verdad de los defectos” (2004: 420). Para Foucault, el monstruo es “la forma espontánea, la forma brutal, pero, por consiguiente, la forma natural de la contranaturaleza” (2008: 62).

Si para Deleuze el devenir en la escritura siempre implica una forma inferior, con la que el escribiente no necesariamente se identifica o mimetiza sino con la que entra en “zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación” (1996: 12), en Flores se deviene monstruo y, también, flor, que es lo mismo que decir especie, herencia transmitida pero, sobre todo, descomposición. Bataille, en El lenguaje de las flores, dice de los pétalos de una flor que, “tras un periodo de esplendor muy corto, la maravillosa corola se pudre impúdicamente al sol, convirtiéndose así para la planta en una escandalosa deshonra” (2003: 29).

Los personajes de Nettel no devienen animales; quizás es lo inverso lo que ocurre, si es que puede decirse algo como esto: sus animales devienen humanos. Tómese el cuento que da título a la colección de El matrimonio de los peces rojos, en el que una pareja a la espera de su primera hija recibe de una amiga dos peces Betta cuyo errático comportamiento se convierte, rápidamente, en reflejo de la lenta descomposición de la pareja (como una flor que, bella cuando está viva, y todavía un símbolo del amor, termina pudriéndose). Los peces son animales domésticos, aunque no ofrecen materialidad puesto que permanecen en un ambiente hermético y, por tanto, habitan una realidad ajena a la de la pareja. En Por qué miramos a los animales (1970), John Berger dice que los animales le brindan al hombre una compañía diferente ante la soledad de la especie. Sin embargo, el ambiente doméstico restringe su animalidad ya que (el animal) “está o esterilizado o sexualmente aislado, extremadamente limitado en sus ejercicios, privado del contacto con casi todos los demás animales y alimentado con alimentos artificiales”. Después de todo, mantenerlos confinados dentro de casas con el único propósito de su compañía, más allá de la utilidad que pueda extraerse de ellos, es una conducta reciente en la historia. Para Berger, “éste es el verdadero proceso material sobre el que se sustenta la extendida opinión popular de que los animales llegan a parecerse a sus dueños. Son hijos del modo de vida de sus amos” (1970). 

Hay alguna tesis, aunque vaga, en el libro de Guadalupe Nettel: la narradora de El matrimonio de los peces rojos cree que los animales “son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver” (2013: 16). Entonces el vaivén de la trama reproduce los comportamientos de ambas parejas, la compañía constante y el ataque descarnado, el alejamiento y finalmente la muerte. En Berger, la relación de dependencia con el animal termina en que “el animal completa a su amo, ofreciéndole respuestas a ciertos aspectos de su carácter que, de no ser así, no se verían confirmados” (1970). Y como si algo de esto sospechara la dueña de los peces Betta, más tarde reflexiona: “Los peces son quizás los únicos animales domésticos que no hacen ruido. Pero estos me enseñaron que los gritos también pueden ser silenciosos” (2013: 24). La mirada del que juzga y comprende no le pertenece a la humana sino, extrañamente, al animal con el que la intercambia: “Muy pocas veces me asomé al cristal de su pecera y lo miré a los ojos (…). Él, en cambio, tuvo más tiempo, más serenidad para observarnos a Vincent y a mí” (2013: 15).

Según Foucault, en una tradición jurídica y científica, el monstruo puede leerse como la mezcla de dos reinos, el animal y el humano. Si este monstruo es fruto de la cópula de sus padres con un animal, en Flores es también la ciencia –su error, la posibilidad de su error– la que engendra monstruos peculiares, mutantes y afectados. Sin embargo es el monstruo moral el que causa mayor repugnancia, como el hombre que inocula el virus del sida en su hijo. Hay también en Nettel monstruos morales (su monstruosidad es interior, es su comportamiento el que produce repulsión): la familia que aniquila una plaga de cucarachas comiéndoselas, por ejemplo. Pero el monstruo siempre se resiste a la clasificación, del mismo modo en que Bellatin se escapa de los confines literarios efectuando una puesta en texto de lo que debería o podría ser un texto, a manera de fragmentos que sólo el ojo que lee puede unir. Con Nettel tenemos a una narradora que puede no ser confiable, pues su voz es la única que da cuenta de los hechos. Al reproducir a sus monstruos peculiares en obras que deben leerse como ficción, aunque tomen materiales de su propia experiencia, ambos autores efectúan una estrategia de sanación por medio de la clasificación: el muestrario de rarezas que, por su persistencia o mera existencia, pasan a formar parte de lo común y lo vivible. Incorporar lo falso en la ficción, dice Juan José Saer, no hace más que subrayar “el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario” (1997: 12). Quedan así emparentadas las flores y los animales, dos caras de lo monstruoso en lo cotidiano, dos nuevas formas de imaginar monstruos distintos: también objetos e ideas que reproduzcan lo perturbador humano, quizás el monstruo más monstruoso de todos.

Bibliografía

Bataille, Georges. “El lenguaje de las flores” en La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003.  

Bellatin, Mario. Flores. Barcelona, Anagrama, 2004. 

Berger, John. Por qué miramos a los animales. 1970.

Deleuze, Gilles. “La literatura y la vida” en Crítica y clínica. Barcelona, Anagrama, 1996. 

Foucault, Michel. Los anormales. Curso en el College de France (1974- 1975), Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2008.

Nettel, Guadalupe. El matrimonio de los peces rojos. Madrid, Páginas de Espuma, 2013. 

Saer, Juan José. “El concepto de ficción”, en El concepto de ficción. Buenos Aires, Ariel, 1997. 

Acapulco

[Este cuento abre mi libro Quisiera Quedarme Quieta]

Era domingo de puente, Marcela manejaba. Estábamos en silencio, pero una idea que tuvimos flotaba. El sueño es la vigilia. Una pared de montaña guerrerense, otra de cantera rebanada. La vigilia es el sueño. El paisaje no cambió durante mucho tiempo sino que nos tragó, se instaló con pequeñas variaciones, rodeándonos de un verde húmedo que daba tristeza. Pero mantenía el ensueño. El humo de los escapes, los espectaculares de la carretera, la respiración de Lluvia que dormía en el asiento de atrás, el calor, siempre el calor. Todo me parecía distinto, irreconocible. Aquellas horas bajo el sol de Acapulco, en su playa de agua tibia, nos habían mostrado el reverso de las cosas. Cómo volver a lo demás, burdamente y sin misterio, después de vivir el mismo sueño.

¿Sonaría mi teléfono? No lo escuché, procuré no escucharlo, porque entonces habitaba dentro del sueño y otras veces la llamada, en su amenaza, traía consigo una responsabilidad, una decisión o —quizá, era posible— una noticia fatal, que yo postergaba.

Desde hacía algún tiempo, Marcela y yo hablábamos de nuestros sueños. De lo que soñábamos, que es distinto de lo que esperábamos. Sabíamos medir los significados, a veces tan transparentes que preferíamos callarlos y mantenerlos secretos, como la noche antes de salir a Acapulco, cuando soñé que un bebé muy pequeño, rosado, de cabeza deforme, se me caía una y otra vez de los brazos.

Lluvia, la prima de Marcela, dormía a pierna suelta en una de las camas, a la que se había arrojado la noche anterior sin preguntar si nos molestaba compartir la sobrante. El calor no me dejó dormir. Media hora más tarde me levanté y me asomé por el balcón. La única virtud del ruinoso hotel al que llegamos era la vista a la playa de la Condesa. Se llamaba Panoramic, fue el más barato que encontramos. En su página de internet, obsoleta, se anunciaba como un clásico del Acapulco dorado, vestigio del glamour de los años cincuenta. Desde entonces no se había restaurado. Para llegar a él había que subir por unas calles empinadas y llenas de curvas, el pavimento reventado, los hoteles casi abandonados, las tienditas con las cortinas a medio cerrar.

Acapulco era bello, antes. Una claridad de sol y humedad bajaba desde el mar por la Costera, surcada de palmeras tropicales, y a ella no se le resistían los colores falsos: rosa pastel y amarillo y verde neón. El oleaje eterno, tan azul. En aquel puerto nadie dormía, las luces no se apagaban nunca, había una calma tensa, plateada, trabajada hasta la extenuación. El barrio de la Condesa, antiguo epicentro de la vida nocturna, estaba desértico a esa hora. Pero dentro de la discoteca con motivos bucaneros operaba, todavía, un bungee con servicio hasta la madrugada. Los gritos de la gente al arrojarse no eran silenciosos, como los otros. Nos dijeron que no fuéramos a Acapulco, a Narcapulco. El saldo de aquel fin de semana, busqué la nota días después, fue de nueve personas ejecutadas: un taxista asesinado a tiros dentro de su unidad, cerca del mirador de Las Brisas; dos hombres levantados afuera del Baby’O, uno de ellos mutilado de brazos y rodillas; al segundo lo colgaron de un puente peatonal, pero la cuerda no soportó su peso y el cuerpo cayó sobre la cinta de asfalto. Una patrulla con cinco policías municipales acribillada con cuernos de chivo a la salida del puerto, en una de las carreteras que van a la Costa Chica. Una muchacha, de entre catorce y dieciocho años, violada, apuñalada nueve veces y degollada, su cuerpo abandonado a la intemperie en la colonia Mangos.

El mar era una pared negra. Las nubes corrían veloces, sin luna. Pero alcancé a distinguir, cerca de la orilla, la piedra o islote al que llaman El Morro, que sobresale del agua como una yema.

Busqué la pipa, tiré la ceniza golpeándola contra la baranda, la rellené con la marihuana que llevábamos. Prendí un cerillo que me quemó los dedos, aspiré fuerte, hasta quedarme sin aire, me tragué el humo y, sin soltarlo, me senté sobre la toalla que se secaba en una silla.

Como el terreno de la ciudad está en desnivel, desde nuestra terraza eran visibles las azoteas y jardines interiores de los hoteles que descienden hasta el mar. La avenida Costera Miguel Alemán solía dividir el turismo que visitaba Acapulco: en la línea de playa se ubicaban los hoteles cinco estrellas todo incluido; y sobre la colina, los de mediana categoría que, conforme se alejaban del mar, se iban abaratando. La clase media que antes abarrotaba el puerto se había desplazado, en menor medida, hacia los edificios que antes eran incosteables. Sólo la gente como nosotras —con sueldos miserables, sin miedo o prudencia, del D.F. y estados aledaños— poblaba la zona hotelera degradada.

En el hotel vecino había una alberca en forma de círculo perfecto, de un azul vivo. Me recordó algo, pero no supe qué. Estuve mirándola largo rato, pensando en esa imagen que se me representaba clara, por instantes, y luego pura bruma. Alguien se lanzó del bungee y el grito desesperado me sorprendió, llevó mi reflexión a otra parte. Me sentí triste, otra vez. El teléfono estaba apagado.

Lluvia roncaba, con ronquidos que eran los de alguien muy cansado y que duerme profundamente. Marcela estaba acostada con la cara hacia la pared. Entré de nuevo y me puse el traje de baño, todavía mojado. En el pasillo había unas personas sentadas en sillas de plástico afuera de su cuarto, bebiendo tequila con refresco de toronja en vasos desechables y conversando en voz baja. Al pasar junto a ellas vi, por la puerta entreabierta, a dos niños que dormían en una de las camas, las matas de pelo iluminadas por el resplandor de la televisión.

La alberca estaba vacía. Metí los pies poco a poco y a la altura de la rodilla me zambullí con un golpe de cloro en la nariz. Floté de muertito, mirando las estrellas. Estuve segundos o minutos, hasta que un chapuzón me hizo perder el equilibrio y me hundí tragando agua.

Era Marcela. Nos reímos soltando groserías.

Hicimos carreritas hasta lo hondo de la alberca, pero al llegar a la parte donde nuestros pies no tocaban el fondo, Marcela braceó torpemente hacia la orilla y se agarró del borde. Quise preguntarle si no sabía nadar, pero me quedé callada. Aparecieron dos señores, empleados del hotel, nos dijeron que acababan de echarle los químicos a la alberca, que ya era muy tarde y que nos saliéramos. Entre risas les dijimos que ahorita, que ya casi, que una vueltita más, hasta que se cansaron y se fueron, mentándonos la madre.

El elevador tenía pegada una hoja de cuaderno que decía “fuera de serbicio” con pluma azul. Subimos siete pisos de escaleras. Cada escalón era un dolor diferente, el esfuerzo nos empapó de sudor. Pasamos otra vez por la fiesta improvisada en medio del pasillo, dijimos con permiso y ellos levantaron los pies. Vi que eran dos parejas, tal vez primos o cuñados; escuché un pedazo de conversación que me pareció aburrido, deprimente, preferible ignorarlo.

Entramos al cuarto. Lluvia dormía y roncaba con la cabeza apuntando a la lámpara del buró. Me bañé y me puse ropa interior limpia. Al salir de la regadera vi a Marcela dormida sobre una toalla en la cama, el brazo colgándole por un lado como si tocara tierra. Me acomodé despacio, sin rozarla. El murmullo de las olas entraba por la ventana. Después una sirena de policía, música distante. Tardé mucho en dormirme. Soñé con el camino hacia Acapulco de madrugada, pisando el pedal hasta el fondo, tratando de alcanzar el amanecer frente al mar, sin conseguirlo: nos encontró en una gasolinera de Iguala, afuera de unos baños públicos.

Acapulco no se parece al que conocí de niña. Si había dinero íbamos en las vacaciones de verano, a veces en las de diciembre. El día que salíamos nos levantaban a las cuatro de la mañana, nos daban de desayunar huevos tibios con limón y Chocomilk, y luego, envueltos en cobijas, nos acomodaban en la Wagon café. Tomábamos la salida a Cuernavaca todavía de noche y siempre, antes de Chilpancingo, yo despertaba y ya no lograba dormirme hasta que, después de varias montañas y puentes iguales, el mar aparecía detrás de una curva. Entonces bajaba el vidrio. La brisa me rasguñaba las orejas, traía olor a sal. Despertaba a gritos a Cristina y a Luis, que volvían del sueño como de un lugar remoto, y los dos brincoteaban, gritaban también; creo que éramos felices, que la felicidad estaba ahí, en la promesa.

Ahora todo se encuentra descolorido por el sol, avejentado. La humedad aniquiló las fachadas de los edificios, los anuncios de los restaurantes y bares extintos sobre la Costera son letra muerta. La primera noche que salimos, en una esquina frente a la Diana Cazadora, varias personas sentadas en mesas al aire libre bebían jarras de cerveza mientras miraban un partido de futbol en una pantalla gigante con altavoces. A un lado, una niña con la playera del Señor Frogs bailaba un reguetón que llegaba de la tienda al tiempo que repartía volantes. Los pocos que los aceptaban los tiraban de inmediato, sin verlos. Pero algunos hombres, desde las mesas, le chiflaban.

Por la mañana fuimos a la plaza Galerías porque a Lluvia se le había olvidado empacar su traje de baño. Caminé detrás de ellas un rato, aburrida y desganada, pues había juntado dinero para gastar en comida solamente. Merodeé sin rumbo por los pasillos y las tiendas semivacías, transitando de un aire acondicionado a otro, hasta que preferí salir al calor y al ruido de la calle.

Crucé la avenida a zancadas, esquivando los coches y camiones que obstaculizaban el paso de cebra. A un costado del hotel Emporio había un caminito de adoquín que conducía a la playa y desembocaba en un charco de aguas renegridas y aceitosas. Los señores del parachute y las motos de agua se paseaban entre las palapas en busca de clientes. Más de uno me ofreció descuentos, me dijo güerita, me persiguió durante un buen tramo. Con las sandalias en la mano caminé sobre la arena quemante, metí los pies en el agua, me detuve a mirar El Morro. Sentí deseos de nadar hasta él, pero el mar me daba miedo.

Dejamos de venir a Acapulco, creo, desde la vez que a mi papá le dio un calambre en la playa del Revolcadero.

Por la tarde fuimos al súper y compramos cervezas, manzanas, latas de atún y pan Bimbo. Luego caminamos sobre el pavimento ardiente con las bolsas encima, sudando bajo la sombra desigual de los hoteles de la Costera. Me pareció que el mar de la Condesa estaba picado. Las olas verdes se rompían con violencia al tocar la arena.

Rentamos unas sillas reclinables, una para cada una. Dejé las bolsas a un lado, sin abrirlas. Entonces Lluvia sacó la cajita.

—Les traje unos ajos, chavas.

Apareció su risa pendeja, entrecortada, como un hipo. Marcela aplaudió y luego me miró, otra vez la solicitud. Yo solo me reí, le dije que sí, saqué un cigarro y lo prendí, pero lo apagué cuando vi que la mano me temblaba.

Lluvia nos dio los pedacitos de papel. Nos dijo que dejáramos que se disolviera en nuestra lengua y que tardaría, máximo, unos cuarenta minutos. Me lo metí, me puse los audífonos, cerré los ojos y sentí, al instante, que no podía someterme a la espera. Recé para que se disolviera rápido. El papel y la angustiosa espera. Abrí mi libro, una novela de terror que no terminaba de imaginarme porque siempre la leía distraída con otra cosa. En la historia había un recién nacido hidrocefálico, vagamente maligno, muchas puertas y pasillos y miradas al ras del suelo, como de gatos que merodean. Aquello marcaba un contraste incómodo con la playa, con sus olores y humedades, con las voces que nos llegaban desde la arena y, apostados en algunos semáforos a lo largo de la avenida, escurriendo sudor por debajo de sus cascos antifragmento, con los soldados federales y sus armas largas.

Era fin de semana de puente, pero había pocas familias en el centro de Acapulco. Casi todas estaban en Punta Diamante, del otro lado de la autopista Escénica, en la bahía gemela que, detrás del cerro, quedaba oculta y un tanto inaccesible; la parte que todavía era segura, que no había sido tocada por la herrumbre, en la que aún se podía vacacionar sin peligro: según las estadísticas, según la creencia general, según la terquedad pero también la necesidad (de la playa, del sol, de la distancia) que inspiraba y todavía inspira Acapulco.

Leí un rato, sin concentrarme. Levanté la mirada: el mar estaba igual, brillaba bajo el sol, iba y venía con el mismo ritmo. Nada me parecía diferente, al contrario, las cosas permanecían en un estado inalterado que me resultaba sumamente agobiante y que me hizo desear que el papel funcionara ya o que no funcionara nunca. ¿Qué encontraría allá, en la otra orilla?

Sentí la boca seca, abrí una cerveza y le di un trago hondo. Bebí hasta que el líquido espumoso me escurrió por la barbilla. Luego me dio una náusea parecida a un cólico y me incliné. Marcela y Lluvia se miraban y empezaban a reírse, esas risas como las primeras veces que fumamos marihuana, cuando íbamos a la escuela, frescas y sin la menor vergüenza. Empecé a reírme también, de nervios, y al instante me invadió una carcajada. La carcajada se volvió maniática, imparable. Me levanté mareada y sentí mucho calor, un calor insoportable, como nunca. Me quité la blusa y caminé hacia el mar. La única solución, al menos la más rápida, era el agua. Me mojé la cara, los brazos, las piernas, sin meterme demasiado. Pero no paraba de reír. La risa me deformaba la cara, me daba una sensación en el abdomen como de intestinos exprimidos. Metía la cabeza al agua y tragaba agua salada y la sal me picaba los ojos, pero no podía dejar de reír. La risa era una prisión.

Al volver encontré a Marcela sentada en la arena, con los pies dentro del agua. Tenía los ojos rojos, una sonrisa boba, una vaga expresión de bienestar. Le dije que no sabía si ya estaba y ella me dijo que esperara, con una tranquilidad que no le conocía.

Me senté en la silla reclinable y noté que de mis muslos manaba arena como una cascada. Cientos, miles de granos caían por la pendiente entre mi rodilla flexionada y el nacimiento del muslo, una cascada dorada que fluía con movimiento de agua que corre. Pero al tocarla, nada. Deduje que el sol producía un efecto cinético sobre la mezcla de agua y arena.

Miré el mar. Pero antes de él encontré otra superficie, un campo de visión más inmediato, como si lo que el ojo registrara estuviera dividido en capas superpuestas al igual que las filminas de un proyector. La fibra más cercana a mí estaba manchada de gusanitos de colores, parecidos a los que se forman sobre un vidrio húmedo atravesado por el sol. Creí entender el mecanismo. Se trataba, sencillamente, de un filtro sobre los ojos. Como el papel de celofán sobre los lentes de las cámaras. Un velo, es decir, un embuste. Para ver todo diferente sin que nada diferente ocurra.

Pero: la cascada de arena sobre mi muslo tenía vida auténtica. Era un derrame constante, un verter de arena infinita.

Quise comprobar el espejismo. Me puse de rodillas, tomé un puñado de arena y lo dejé escurrir entre mis dedos y entonces vi cada grano, reconocí cada grano y admiré sus dibujos y el mineral y la piedra original. Los cuarzos diminutos, particulares, únicos, palpitaban. Miré los edificios de la Costera y el contorno de la montaña que entra al mar y la isla de La Roqueta unida por un hilo rojizo a la bahía, y vi que la tierra, lo que estaba fijado a ella, oscilaba como un acordeón, una espiral, una bandera deformada por una ráfaga de viento. No podía ser un truco elaborado o una equivocación de la vista, sino una alteración más compleja y misteriosa, sujeta a reglas que iban más allá del mundo físico y a las que era mejor rendirse, y no intentar comprender.

La tela de la sombrilla clavada en la arena era de rayas verdes, rosas y azules pastel. Estaba raída en algunas partes y con manchas amarillentas de humedad. En las intersecciones entre los colores aparecieron figuras caleidoscópicas y ellas empezaron a desplazarse con autonomía. Las contemplé en silencio. Un gusanito perlado, de vidrio puro, me recorría entera desde la vulva hasta la punta de la nariz. El paisaje se tornaba un pasaje por el que yo caminaba hacia el sueño, y el sueño era lo verdadero.

Los sueños tienen una propiedad inasible. Son de la materia de la que imagino son las nubes: al tocarlas se deshacen. Muchas veces, Marcela y yo nos contamos nuestros sueños. Me habló de una película en la que se retrataban con fidelidad sus características: el cambio repentino de escenografías, la sensación de pérdida de gravedad, la trasposición de personas en cuerpos ajenos, la dificultad para enfocar detalles precisos, el escenario incompleto o achatado. La vez que por fin la vimos hablamos hasta la madrugada de los sueños que habíamos tenido. Los recuerdos de los míos se confundían con los verdaderos, las imágenes estaban talladas con el mismo cincel. Calles o barrios enteros que existían solo en mi mente. Un baño infinito, a veces limpio y otras sucio. El anhelo por personas que antes no me atraían, pero con las que había tenido sueños eróticos. Los orgasmos oníricos son más lentos. Diferentes. Una gota que cae sobre un pozo a una gran altura, que punza el agua con un círculo perfecto. Pero en el momento en que logras comprender que estás en un sueño, la materia se deshace. Ningún sueño lúcido dura demasiado, o eso creíamos.

Lluvia se había envuelto en la toalla del hotel, áspera de tantas lavadas, debajo de la cual su pequeño cuerpo, perforado aquí y allá, temblaba. Dijo que era por el frío, pero en su cara se dibujaba un temor infantil. Le puse la mano sobre el tatuaje que tenía en el hombro, un pez espada sobre las teclas de un piano, cuyo delineado había pasado del negro al verde cenizo. Al mirar la silueta deteriorada sentí que una cortina se descorría, y que muchas partes de Lluvia, tristes y alegres, se me revelaban. Quise consolarla. Con voz suave, despojada de la extranjería con la que nos tratábamos, que siempre nos separaba, le pregunté qué sentía.

—Es que ya me cansé —los dientes le castañeaban—. Ya.

—¿De qué te cansaste?

—¡De esto! —empezó a reírse, el labio inferior le temblaba—. ¡Ya!

—¿No lo habías probado?

—Una vez. Pero la mitad. Además no vi nada. O no esto, pues.

—¿Qué ves?

—¡Esto! —la mano pálida y temblorosa asomó de la toalla, apuntando al mar—. Ve cómo se mueve.

Giré la cabeza. No quería verlo. Lo vi rápido. No vi nada.

—¡¿Qué?!

—Mira cómo se ondula, ¡mira! ¡La mancha negra debajo!

Me arriesgué con una nueva mirada. Encontré el mar de antes, el del Acapulco de antes, una masa de agua infinita, los mismos trazos dejados por el viento y la marea, azul profundo que persigue otra raya azulada, roja, negra, no tiene color o los tiene todos, en el horizonte. Pensé que mientras el mar se mantuviera inalterable, con sus leyes y sus temblores, con su vastedad incomprensible, ninguna visión sería permanente.

Sobre la mesa, medio mojada por la brisa, había una cajetilla de cigarros mentolados, los que fumaba ella. El viento soplaba ya, cargado de sal y arena, y a cada intento de prender el encendedor, la llama se apagaba. Lluvia me hizo casita con las manos, su mirada fija en la gota de fuego. Qué vería ahí, pensé. Y qué concluiría de lo que vería, sin saber. Lluvia no se arriesga al viaje interior, me dije o me engañé, al contrario de Marcela y de mí, que imaginándolo así nos anestesiamos del cansancio y la ansiedad.

Le conté, para calmarla, lo que había leído en internet sobre el LSD, lo poco que recordaba. El famoso paseo en bicicleta de Hofmann, del laboratorio a su casa, tras sintetizar la sustancia por primera vez; la visita del doctor al poco rato, que no encontró nada raro en su cuerpo salvo las pupilas dilatadas. Pero: las distorsiones visuales, los colores que resbalaban de las paredes, las alucinaciones auditivas. Su convicción de estar volviéndose loco. Lo que sintió al despertar, una renovada lucidez. Le repetí que a su alrededor todo permanecía igual, que era lo mismo de siempre, que no entrañaba amenaza alguna. Si no lograba encontrar asideros dentro de su propia mente, ¿dónde, entonces?

Después de un rato Lluvia logró reírse y me preguntó cómo sabía tanto. Le respondí que yo, con algunas drogas y algunas experiencias, soy como un chavo virgen que ha visto demasiada pornografía. Pasó un señor ofreciendo masajes. Teníamos cien pesos entre todas y aceptó darnos un masaje en las manos. Estaba vestido de blanco, con pantalones y guayabera inmaculados, y se hincó sobre la arena como si esta no pudiera tocarlo. Dijo que era de la región de La Montaña, cerca de Tlapa, pero que no pensaba regresarse allá, que “teniendo el mar tan cerca, cómo”. Mientras me untaba aceite en la mano, un ave negra levantó el vuelo. Vi su trayectoria. Entendí que los objetos, al moverse, seguían una línea en la que se replicaban a sí mismos en distintos momentos del tiempo y el espacio.

Detrás de la nuca, sin embargo, tenía la sensación clara de estar en Acapulco. El olor a gas de los automóviles en la Costera, las tanquetas militares, el velado estado de sitio. El señor de los masajes dijo que ya no estaba tan mal, que sobre todo ahí, en la Condesa, casi nunca pasaba nada o si pasaba pocos se enteraban. Pero que mejor, por si las moscas, no saliéramos de madrugada ni tomáramos ningún taxi aunque fuera de sitio.

—No estés pensando en eso —dijo Marcela, dando por clausurado el tema.

A pocos metros de nosotras estaba una señora con un traje de baño de óvalos irregulares, anaranjado y verde sobre blanco, que metía y sacaba un pie del agua. Cuando la espuma le lamía los dedos, brincaba y daba grititos. Marcela me la señaló con la mirada: los óvalos formaban espirales, salían de su cuerpo para multiplicarse, fijaban su huella sobre los surcos de la arena. Aquel momento traía consigo algo de recordado, como un déjà vu. Nos reímos y el señor de los masajes también se rio, tal vez porque pensó que nos reíamos de la señora, de su manera de estar o incluso de su cuerpo. Pero nos reíamos porque no necesitábamos decirnos, con palabras, lo que comprendíamos mejor en silencio: que estábamos soñando, que habíamos logrado el continuum, que nos encontrábamos en el mismo sueño al mismo tiempo.

Antes del atardecer volví a entrar al mar. El agua estaba templada y del color verde esmeralda que en mi niñez imaginaba benigno y que sin embargo, me advertían, significaba que la playa de la Condesa arrastraba las corrientes abiertas del Pacífico. Me dejé llevar por las olas hasta la parte donde no pude tocar más el piso de arena. Nadé con abandono, con imprudencia, igual que cuando no temía ahogarme ni alejarme tanto que no pudiera regresar. Desde las sillas reclinables, Marcela y Lluvia me llamaban, me decían que ya nos fuéramos. Yo les pedía cinco minutos, cinco minutos más, como antes, en el otro Acapulco, el de luces doradas y colores brillantes. Apenas rompía el atardecer, mi mamá nos llamaba desde la orilla y los tres, Cristina, Luis y yo, nos negábamos, implorábamos cinco minutos más, cinco nada más, y nos sumergíamos otra vez, dejando que las olas nos llevaran a su antojo, en un intento desesperado, durante los últimos instantes en el agua, de asir la experiencia, aprovecharla en toda su potencia.

Creo que yo sabía, cuando era niña, algo que olvidé. Reconocía el lenguaje secreto de las olas. Ahora ellas me llevaban otra vez, abrazaban mi cuerpo sin amenaza, lo hacían flotar y, por eso, volar. Volar a voluntad, no lejos de la tierra, como sucede en algunos sueños.

El sol bajaba, despacio y sanguinolento sobre el agua, cuando volvimos al hotel. Cruzamos la avenida ya sin bolsas que cargar, livianas y ágiles, con pies que apenas tocaban el piso. Pero si el ruido ensordecedor de un claxon o un volantazo interrumpía la ligereza, la como ingravidez de la caminata, tenía que abstraerme de nuevo, contraer la mirada, fijarla en el horizonte más próximo: en los balcones de los edificios, en las palmeras de la Costera, en alguna porción de cielo azul. Había que invocar la ilusión que devolviera la belleza perdida y trajera el Acapulco bello, el de las promesas. El atardecer era el mismo, el mar era el mismo, venía de muy lejos y no perdía su resplandor y su temperamento pero la amenaza que encarnaba se había transformado, le había cedido su horror a otro horror. Aunque también nosotras tocábamos unas notas en aquella monstruosa sinfonía.

Subimos por la calle empinada para llegar al Panoramic. En las plantas de los pies sentía el calor que emanaba del pavimento, pero éste era agradable. Hasta las piedritas desprendidas del asfalto, que se me metían entre los dedos, me daban cosquillas. Mi cuerpo se sentía ligero y reparado: los nudos en la espalda y el persistente dolor de cabeza habían desaparecido. Marcela y Lluvia subían detrás de mí, con mayor dificultad.

—Sigue todavía, ¿verdad? —dije.

Marcela sonrió satisfecha, pero enseguida deformó el gesto, como si algún pensamiento desagradable le hubiera cruzado la mente. Pasamos delante de un restaurante de mariscos clausurado, La Ola Verde. En el zaguán estaba dibujada una ola con chipote y cara sonriente, a brochazo limpio. De pronto sentí la escisión, el corte vivo, del recuerdo involuntario. Algo, adentro, perdió su ancla y empezó a desprenderse, con trabajosa lentitud, desde una distancia que parecía la de una profundidad marina. Arrastrarlo hasta la superficie requirió una concentración diferente, la lengua que tantea la palabra que no aparece, la cara que no logra dibujarse en la memoria, el sentido que lucha por restituirse. Me sumergí en ese abismo acuoso con la mirada hacia adentro, dejándome caer en territorios que hacía tiempo no exploraba y que develaban, gradual y cenagosamente, imágenes y sensaciones que había creído perdidas para siempre.

Pero retornó. Una mañana desayunamos ahí. Yo pedí, tras un largo berrinche, una orden de hot-cakes y un coctel grande de camarón. Dejé la mitad de los dos platos. Mi mamá me regañó antes de que trajeran la cuenta. Viajábamos con los gastos medidos, apretados y a la mala, con tal de ir; yo lo sabía pero en ese momento no me importó. Terminada la humillación fuimos al hotel para cambiarnos de ropa y bajar a la playa. Sentí rabia el resto de la mañana, de viajar de esa forma, de comer en lugares feos e improvisados, de conformarme con poco y tener los deseos medidos y atravesar la avenida con nuestras bolsas encima para llegar a la playa, en lugar de disfrutarla tan solo bajando un elevador, como en los hoteles todo incluido que mirábamos, por las mañanas, desde la ventana de nuestro cuarto.

Sin embargo, una vez en el agua, que me envolvía y aceptaba, no hubo más rencor, no volví ni una vez al regaño; olvidé y perdoné pronto y me entregué, sin reservas, a la felicidad de la infancia, esa felicidad tonta y redonda para la que no existe el pasado pues todo es futuro.

Esa tarde volvimos a nuestro hotel —se llamaba Vista Alegre— y mi mamá nos dejó entrar enseguida a la alberca, que por la mañana estaba helada pero que a esa hora se había entibiado por el sol. Los hoteles baratos no instalaban caldera en las albercas: ésta, sin ser la excepción, era diferente por su forma de círculo perfecto y porque en la noche sus aguas se coloreaban, gracias a focos de halógeno en las orillas, de un intenso azul eléctrico. Cuando yo flotaba con la cara hacia el cielo, en las esquinas de mi visión aparecían, oblicuos, los hoteles situados más arriba sobre la barranca: las persianas de las habitaciones, aunque iluminadas por dentro, se encontraban cerradas siempre. Era imposible percibir silueta alguna, pero yo intuía que alguien, desde el otro lado, me miraba. Uno de estos hoteles —ahora reconozco los arcos interminables de su fachada, como olas, y las letras azules, triunfales, de su nombre— era el Panoramic.

Entramos por el estacionamiento de empleados, subimos por unas escaleras de caracol, atravesamos un patio con un chapoteadero abandonado y finalmente encontramos una entrada a la alberca. A esa hora había varias personas nadando, cervezas en lata, una grabadora con cumbias, risas y gritos de niños.

El agua de esta piscina se había calentado también, de manera natural, bajo el rayo del sol. Dejamos las bolsas en la única silla desocupada, nos quitamos las blusas y los shorts, y brincamos al agua sin demorarnos ni pensarlo. Ésta me pareció limpia, olía a cloro, no tenía sal ni se movía, y su tibieza abrazaba como un abrigo.

Cuando era niña me ovillaba sobre la cama, me sepultaba bajo las cobijas y jugaba, dentro de ellas, a estar en el agua. Nadaba entre las sábanas. Cuando nos prometían llevarnos a nadar o, mejor, cuando la posibilidad de Acapulco brillaba en el horizonte, me prometía que esta vez iba a tener en cuenta el privilegio, y que iba a disfrutar y agradecer, mientras la vivía, la felicidad extraordinaria de nadar en agua verdadera. Pero, alcanzado el sueño, a medida que perdía el entusiasmo y empezaba a cansarme, a tener hambre y a sentir deseos de salir del agua, me recriminaba por desaprovechar aquello que había anhelado, que se me otorgaba, y que yo hacía a un lado.

¿Sonaría entonces mi teléfono? Lo que temo es lo irreversible. En mis sueños están Cristina, Luis, mis papás. Aparecen de otras formas. Pero no los llamo, hace mucho tiempo que dejé de llamarlos. “No quiero una hija desviada”, dijo mi mamá, tajante y sin aspavientos, la noche que me descubrió unos mensajes en el celular. Entonces me fui de casa, ruina sobre ruina me plegué y me transformé en otra. Extrañada, descastada, una hija de nadie.

Marcela no sabía nadar. Lo dijo como quien se desprende de un secreto, aliviada. Procuré no expresar sorpresa. Entre Lluvia y yo le sostuvimos las piernas y los hombros para que aprendiera a flotar. Le decíamos “aligera el cuerpo, no pongas tensos los brazos”. Ella se reía y el agua se le metía en la boca y antes de perder el control volvía a ponerse de pie con facilidad, pues es mucho más alta que nosotras. Después intentaba flotar una vez más. Me hacía muchas preguntas, como si aquello se tratara de una cuestión teórica. Yo no sabía qué responder, le daba consejos, ahuyentaba su miedo con seguridades y consuelos. Le repetía que nadar es flotar y flotar, dejarse caer. Durante años me convencí de que había aprendido a nadar sola. Que nací con el don. Pero es una mentira, como otras. Nos enseñó mi papá, años atrás, en una de tantas idas a Acapulco.

A oscuras, sentadas en el asiento de la alberca, Marcela nos dijo que el suyo nunca le enseñó a nadar, o a andar en bicicleta. “Así es la cosa, me tocó un padre ausente”, concluyó ella misma, con ese lenguaje clínico. Ni siquiera le dolía. Daba por hecho que era un hombre inútil. Tal vez así sería más fácil, pensé. Odiarlos.

(El teléfono apagado que cancela toda posibilidad de aviso me libera de la tragedia que temo y espero, y me separa de ellos. El teléfono apagado que es un puente con un extremo caído).

Marcela comentó que en la subida hacia el hotel creyó ver una mancha de sangre o de aceite, no sabía bien. Le pregunté de qué color era y ella dijo que mejor habláramos de otra cosa. Entonces, para cambiar de tema, volvimos a los sueños, a su aspecto desagradable. Por ejemplo, cuando se vuelven reiterativos y, desde adentro, es posible conservar los hilos de los acontecimientos porque el sueño se vuelve un comentario de sí mismo. La imagen primera, que apenas se conjura, se diluye. Los obstáculos para completar una acción, la vaga conciencia de un objetivo y un fin. Algunas veces una forma de vergüenza. Le dije que dormía tan poco, últimamente, que me sentía expulsada de mis sueños. Se habían vuelto muy residuales, ansiosos, poco placenteros. No los escribía más. Escribirlos —la operación de traducirlos, con toda clase de imprecisiones— era un modo de capturarlos aunque también de degradarlos. Pero ahora, en el estado de ensueño, sabía que éste no se me iba a olvidar. Las imágenes, en Marcela y en mí, habían sido fijadas dos veces.

El cielo estaba abombado. La bóveda celeste, qué idea tan hermosa, nos dijimos. Esa belleza se acabaría pronto, sería reemplazada por el cielo natoso y gris de la ciudad. Al día siguiente abandonaríamos Acapulco, el sueño vivido con la conciencia de la vigilia.

Lluvia se había alejado: ahora nadaba en la parte honda y jugaba levantando la pierna izquierda, luego la derecha, como ensayando una coreografía imaginaria.

—¿Ves por qué siempre la traigo? –dijo Marcela–. Vela. Es una niña.

Lluvia era el ancla de su recuerdo, viva, sonriente, tempranamente destruida. Yo perdí mi ancla y se lo dije. Nos quedamos flotando en silencio. Se hizo de noche. Nos quedamos en el agua hasta que los señores del mantenimiento llegaron a sacarnos.

Las portadas imaginadas por Nora Mh diseñó en su gran proyecto de Instagram, con portadas alternativas de un montón de libros, lectora, ilustradora y académica impresionante.

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Puesta al día

He estado traduciendo telenovelas rusas. He estado distraída. Casi no he leído. He escrito… ¿Qué he escrito? Nada. Nada últimamente. Cómo no me di cuenta de la razón del sufrimiento de mi madre. Yo misma lo consigné en este blog. Perdió a su amigo. Al muchacho que la hacía reír y le alegraba el día. Que le despertaba una camaradería bien honesta y que sólo podía ser natural por improbable, entre un muchacho de veinte y una señora de más de sesenta. Cómo he sido tan ciega, cómo no vi que su asesinato fue el detonante del hundimiento; qué derecho tengo de escribir esto, tan privado.

Yo soy como Levrero, adoro perder el tiempo. Adoro la zambullida narcisista. Mi memoria se está desintegrando, sospecho. Entonces si vuelvo a mis apuntes es como descubrir a otra persona, de la que reconozco partes y otras las recibo con extrañeza.

Este blog es una basura. El otro igual. Sólo son simpáticos para mí, pero a veces me son detestables. Me persiguen como las fotos donde se sale pésimo, las vergüenzas que se pasaron con personas y quedaron inscritas en los anales del desprestigio, para qué desnudarme así, y además mal, a medias, sin decir las cosas como son, lloriqueando en tantas ocasiones, y picando con la vara de mi prosita ocurrente el honor, el recuerdo y el silencio de personas que ya no están en mi vida.

Sin embargo…

Sigo el proyecto literario de Iveth Luna Flores y me vigoriza. Me reta a doblar la apuesta. Al mismo tiempo, estos días he recordado mucho el taller que tomé con Isabel Díaz Alanís sobre escribir negociando con la memoria, en especial aquello de las personas inocentes que hemos de proteger. Yo, ya dije, soy una traidora.

Tengo mucho en mi plato, en este momento.

Siento dolor, un dolor cervical. El origen de la lesión también lo consigné aquí: una noche de invierno austral iba cargando una silla de escritorio con el asiento sobre la cabeza, haciendo presión; moví el cuello y sentí el tronido. Pero ayer empecé mi rehabilitación. Es cierto que también me duele por el estrés que experimento. Porque descanso muy poco. Me gustó leer esa entrada de Buenos Aires, la que recién puse. Esas personas siguen en mi vida, a pesar de la distancia. La distancia… Es vivificante y ensombrecedora.

Me dan como ganas de escribir unos poemas, pero yo adoro la poesía, yo venero la poesía, y muy pronto en mi vida decidí no mancharla con mis manos de narradora. No la escribiré, o la escribiré para mí, sin compartirla nunca. Pero eso, el hecho de que aparezcan esas ganas, ¿qué te dice?

(Dice algo que sólo yo sé y todavía no diré).

En realidad sí escribí algo últimamente, un texto al que le dediqué tres meses de mi vida, que para mi gusto debieron ser más; si fuera posible seguiría corrigiéndolo y agregándole detalles y profundidad. Es el cuento de la antología Mexicanas II, “La isla López”, que Lauren Cocking ya me mandó traducido y estoy corrigiendo. ¡Cómo pensé ese cuento! Traía el tema y ciertas impresiones desde hacía tiempo, y mientras lo escribía lo charlaba con Ana, mi psicoanalista, que ya siento coautora de tanto de lo que escribo.

Iba a escribir algo de las telenovelas rusas, cómo me han puesto a reflexionar sobre ciertos temitas, pero no queda tiempo, o ganas, y puedo volver a eso después.

Tengo un post en borradores que se titula PICANTE donde hablaba de alguien con detalles, pero decidí guardármelo… por ahora. Porque no pienso censurarme en el libro que ahora escribo, y decidí no proteger a nadie como yo no fui protegida, y un poco hasta he pensado como Belén López Peiró, que quiero destruir con mi escritura. Ah, he vuelto a este párrafo y ya detesto la revancha. Lo que quiero es dar aviso de una escritura poco amable que ya se cocina, que hierve en sus jugos.

Cambio y fuera… por ahora.

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Mi cumpleaños

Voy a escribir esto rápido, conforme mecanografíe. No tengo muchas ganas de pensar. Quería redactar este post ayer, día de mi cumpleaños, pero pasé la mañana trabajando y luego fui a pasar la tarde con mi familia. Llegué a mi vivienda cerca de la medianoche y pensé en escribir, pero no llegaron las ganas. De todos modos, cuando lo publique le pondré de fecha 26 de mayo, para que se sepa que ese es el día de mi cumpleaños. Mi cumpleaños, el enunciado me parece formulado por una voz infantil y narcisista. El ritual por aniversario, el deseo de reconocerse en un día que se instituya en honor de sí, y después las supersticiones, el pensamiento mágico y todo lo demás. A mí personalmente nunca me atrajo mucho la dea de celebrar el día en que mi madre expulsó mi cuerpo de su cuerpo con dolor, y además dicen que llegué un día más tarde de lo programado -siempre tarde- y al nacer me cagué, ¿te das cuenta de esos presagios? Se me arrincona a exclamar: ¡yo no pedí nacer!

Pero bueno, nací. Llegué, el mundo me dio la bienvenida. Y cada 26 de mayo es una luchita, porque la idea de cumplir años mucho no me gusta; el día me causa una ansiedad de muchas aristas. Me… me cansa en esta época de redes sociales el proceso tan mecánico de dar y recibir felicitaciones. Pero luego, cuando llega el día, siempre me da gusto recibir buenos deseos y felicitaciones de personas que aprecio y me aprecian.

Alguien me recordó que hace un año celebré mi cumpleaños en Costa Esmeralda, en Veracruz. A esa vacación me tuve que llevar trabajo. Y la noche anterior no dormí. Y ese día volvíamos a casa. Hacía mucho calor, paramos en una pizzería del pueblo, mi hermano me trajo un Pingüino con una velita. El resto de la tarde, en carretera. Yo era la copiloto. Recuerdo muchas curvas atemorizantes entre la neblina de Veracruz, y su verdor intenso. Cuando me acuerdo de ese día no me acuerdo de que era mi cumpleaños. El día de mi cumpleaños suele perdérseme, aunque no lo que luego me preparo para celebrarlo, que puede no coincidir en fecha. Me he organizado muchas fiestas para celebrarme, y todas han sido peculiares, y las recuerdo con mucho cariño. Pero no es lugar para el recuento.

Sucedió que, al hilar que la vacación a Veracruz coincidió con mi cumpleaños, pude observar un mapa de acontecimientos que claramente (¡ven, claridad!) abrían un ciclo en el último año, lo que me permite profundizar en las investigaciones de mí misma.

Me agota la atención, aunque también me alimenta. El día de mi cumpleaños hay una como obligación de reciprocar toda atención recibida, y encima, ¡encima!, pasársela bien. Pero ayer me levanté y dije: seré optimista.

Pensé que me alocaría más en este post, tenía detalles jugosos pero quizá peligrosos. Percibo un aliento abúlico conforme avanzo. Al final he escrito muchos párrafos que sin miedo y sin avaricia borré de un plumazo. He vuelto en distintos momentos del día a este post, y sólo por eso, porque ya le dediqué demasiado tiempo, lo expulsaré -sin dolor- al mundo.

Post de posts

Tengo muchos posts a medias. Hay temitas, o no.

Alguno nuevamente recala en los talentos de mis sobrines, de cómo las historias bullen dentro de elles, se manifiestan en flujo, el impulso creador se intensifica o no prospera, se dispersa en proyectos sin conclusión. De pronto su energía erupciona, luego su llama interior apenas llamea, hasta su postura es mala. Inevitablemente eso me llevará a otros lugares. Mis angustias. Los temores máximos.

Mataron a un amigo nuestro, un muchacho que trabajaba en las tortillas de al lado con el que mi mamá solía cotorrear y la hacía reír mucho; recuerdo que nos arrancaba la carcajada cuando lo veíamos montado en su motito con su cubrebocas de una boca de payaso, mitad cómica mitad terrorífica.

La vida en el pueblo se pudre. La violencia persiste.

Mi gato Mauricio es mi ancla. Es tan cariñoso, me acompaña tanto. Llegó solito al patio de mis padres, se escondió en un cuarto de triques. Lo descubrí y pensé que era niña, le arrimé ¡un plato de pozole!, que el pobrecito se comió rápido, hambriento, y luego su hociquito le quedó rojo. Me lo quedé. Nos vinimos los dos a este departamento, mi compañero fiel. Yo ya había mirado a Ágata en la calle, ya había pensado que la adoptaría. Un día bajé a sacar la basura y la vi que estaba cargada, luego ella subió conmigo y se metió a mi casa decidida. Encontró acomodo en el cajón más bajo del clóset y parió a cuatro gatitos. Entonces ya éramos siete aquí, ese número cabalístico que es la suma de mi familia nuclear, mis hermanos, hermanas y mis padres. Dos de esos gatitos encontraron casa pronto, una amiga de la familia cuyos hijos luego me encuentro en la tienda y les pregunto cómo están las bolas de pelo. Pero las dos niñas, fieras y hurañas, se han quedado aquí. No se dejan agarrar salvo que estén dormidas sobre mi panza, cosa que ocurre seguido, porque aunque son ásperas les encanta subirse sobre mí. Ágata ha engordado, era un fideo cuando llegó, y tras la esterilización ni siquiera le llama la atención el afuera. Aquí tiene todo lo que necesita. Mauricio se cree padre de las niñas, juega con Ágata y luego se acicalan. Yo también tengo aquí todo lo que necesito.

Entro y salgo del post, agrego algo y lo cierro. El blog me ha producido silencio, distancia, aburrimiento.

(¿Semanas? después). Este fin de semana con los pies desnudos me trajo de vuelta una sensación que no experimentaba desde la niñez: sentía que a los pies, al diseño de los pies, le hacía falta un pulgar que sobresaliera como en la mano. Y en esa parte del arco del pie sentí una comezón de miembro faltante. Siento que necesito, como los monos, plantar mis pies con un pulgar que sobresalga y haga palanca. Debes tener los pies en la tierra, me dijo una vez, con su lenguaje clínico, directo, sin capas añadidas de interpretación, Verónica, mi psiquiatra. Ana, mi psicoanalista, me dice otras cosas y todas son tan… verdaderas.

La expresión de mi sobrino de 16 cuando se habló, en la mesa, de que cada vez habrá menos agua, y el clima será más caliente e inclemente. ¿Qué futuro les espera o, más bien, cuál pueden imaginarse?

Caminamos por el centro de Querétaro, por callejuelas y pasajes y sitios secretos. El sol violento sobre el cuerpo, llenar el cuerpo de sol y comida y cerveza. Gastar mucho la boca en charlar y compartir, y aguzar la atención para escuchar la voz amiga.

Lo importante que para mí ha sido la amistad. Pienso: quiero escribir un cuento que ocurra en Querétaro. Un cuento que siempre he querido escribir, del que ya escribí -y deseché- variaciones. En los siete años que viví allá, años 2001 (llegué en julio) a 2008, contraje amistades innumerables. Me he decidido por ese hiperbólico innumerables. Conocí personas por toda la ciudad, amigxs de amigxs, primxs de amigxs, compañerxs de estudios de amigxs, amantes de amigxs, amigxs de amigxs de amigxs que salían de internet por proximidad (una cuenta graciosa de Messenger te agregaba, la danza del apareamiento comenzaba); además: el mundo entero que era la Prepa Sur Salvador Allende, con sus 16 salones por grado en turnos matutino y vespertino, salones de más de sesenta personas, una multitud ingobernable de mañana a noche; me parecía que me cruzaba con caras nuevas todos los días, y la presentación o la casualidad llevaban al saludo, eventualmente a la conversación y luego a la amistad. Porque a veces esa amistad fue corta pero intensa, siempre me entregué con entusiasmo a la convivencia y supe enmascarar mis estados de ánimo en pos de la socialización. Amigas de amigas y amigos de amigos se multiplicaron como larvas durante mis años universitarios, y creo que con esas personas nos recordamos y nos tenemos en cuenta, todavía. Santiago de Querétaro no iba más allá de Plazas del Sol, Cimatario, Lomas, Casa Blanca, Niños Héroes, el Cinépolis de la Plaza de Toros que era mi predilecto, el café de Zaragoza en el que trabajaba, las excursiones al Gómez Morín, el laberíntico centro histórico que engulle y debilita, el norte inhóspito (la otra punta de mi mapa: la Prepa Norte), Jurica y Juriquilla que eran el suburbio lejano, aburguesado. Andaba siempre en las rutas del transporte público, de la A a la Z y centenas de números, cómo olvidar la mil veces maldita ruta 64, con una bolsa o una mochila, y en esa bolsa o mochila: un discman Sony que era mi posesión más preciada y costosa; cuadernos, libros, plumas, suéteres y bufandas, basura y maquillajes. En ese entonces me entregué toda a la ciudad, la caminé toda, la recorrí toda; sufrí accidentes en sus calles y la violencia de sus mediodías, le descubrí secretos y también me cansé de su faz limitada. Allí tuve mis primeros trabajos (comerciante independiente de dulces, encuestadora del PAN, empleada de agencia de tiempos compartidos, empleada de cafetería, reportera amateur). Allí escribí los primeros cuentos que consideré serios, terminados, comprometidos [los conservo, los releo con vergüenza y contento, en qué momento esto se volvió una numeración de orden narcisista: “Sangre”, “Perturbación” (Premio Universitario de Cuento y Poesía 2002, ejem), “Delirio de un cepillo de dientes”, “El panquecito marihuano”, el famoso de la sopa Maruchan, el de las manzanas verdes en el manzano y tantos otros, mi obra privada que sólo yo leeré y releeré]; también escribí mi primer mail de amor, mi primer post de internet, mi primer artículo publicado (en ¡La Mosca en la Pared!), mi primer guioncito freelance. No era mi intención darme palmaditas (ay, pero es agradable recordar que luché contra mi mente y mi cuerpo para confeccionar textitos). No menos importante en mi camino espiritual y por constituir la zona de acción de mi experiencia: en Querétaro perdí mi virginidad y descubrí el enamoramiento gay. Querétaro con Q de QQQ. Quiero capturar el año 2002, hace 20 años.

Quiero, quiero, quiero.

Tema: literatura. ¿Se dan cuenta de lo que escriben? ¿Se escuchan? A veces quiero gritar: EL EMPERADOR VA DESNUDO.

Pero me contengo.

En este momento, momento en el que me acerco a -atención- abandonar mas no terminar el post, me dan ganas de escribir que todo es negro. Debhani y tantas otras. Qué puto horror, qué putas ganas de dejar de vivir. Mis niñas. Mis niñes. Mis niños. Ah. Hasta escribir lo mancha todo. No lo conjura, no suaviza, no sana.

Pero no quiero dejar en lo negro. ¿Dónde está la luz? ¿Hay luz sobre la crisis feminicida?

Ya sé. El Oráculo de las Capturas de Pantalla.

Que me dice:

¿Está?

Notas sobre escribir

Para escribir hay que concentrarse. Pensar mucho. Es muy difícil. No es un ánimo; para mí es un estado de gracia. Entonces viene el placer, la destreza. Pero cuando no sale, no sale. Este post he querido escribirlo desde hace días, o semanas; este post o cualquiera. Subir algo acá para cerrar el 2021, el extraño 2021. El blog es lo fácil, es el exabrupto, la inspiración súbita. Igual, algo hay de sistema. Pero tampoco puedo forzarlo, esto no es una newsletter ni un blog por suscripción (descubrí este, muy bueno); nada me obliga a escribir por escribir, a escribir que no puedo escribir, que no sé de qué escribir. No es el post lo que me ha costado escribir, porque mal que bien me he abierto paso por él como quien camina entre la maleza cortándola con un machete. Puedo usar las palabras.

Escribo otra cosa. Otras. Que es la misma. Es muy difícil, ya lo dije. A la vez experimento la deliciosa constatación de que poseo más habilidades que nunca antes en mi vida. Que puedo abrirme paso entre la maleza, y esa maleza es un ideal o una exigencia. Pero el estado de gracia es elusivo. Concebir un texto, parirlo, cuesta mucho trabajo. Comporta una entrega total, como Adorno supo ver. Le doy todas mis capacidades al texto, y el texto saquea de mí como una rémora. Me vacía. Me enferma. Otra vez pensando, en silencio o entre el ruido y la voz de las personas. Pienso tanto que siento que se me salta una vena en la frente, y luego me duele la cabeza, me duele mucho.

Escribo y escribo. Borro y descarto. ¡Qué ocupación tan tonta! Una idea, un robo. Materia transformada en palabras. Puedo usarlas, aunque a veces no he sabido. Luego vienen las pasiones tristes, que esas también alimentan la escritura. A veces descanso… escribiendo. Otro texto, un texto que no tiene mi nombre, que me produce el placer y la libertad del anonimato. Uso mis habilidades al servicio de ese texto que se considera menor, que es un capricho y una fantasía. Pero que ha dado, me lo han hecho saber, muchas alegrías, o al menos un buen rato de entretenimiento.

Pero no es eso. ¿Y qué es eso? Bah. “En cuanto a escribir, más vale un perro vivo”, apuntó Clarice Lispector, y yo lo creo.

Sin embargo, sin embargo…

Hay magia, sí. Juego de brujas. Intervienen el azar y los impulsos naturales. Pero es como si algo o alguien señalara el camino, me lo descubriera. Tanto que se sintetiza en una cantidad finita de palabras. Cada texto se levanta a partir de una estructura que he reforzado, de manera invisible, con castillos profundos. Un guiño o una referencia o un secreto sembrados como en un jardín que espero que no se seque nunca, que florezca más y más. Ya no tengo ganas de escribir este texto.

esperar

Estoy como a la espera de algo. Que me cambie. O que me restaure y me haga volver a ser yo. Otra que fui.

Leo entradas viejas de mi otro blog y pienso que era una buena muchacha, que hacía lo que podía. Que ella tenía sus ilusiones y ya le habían hecho demasiadas mierdas.

Siento la amenaza de una anhedonia mortal. Al mismo tiempo, sé que seguiré intentándolo, que no cejaré en mis empeños.

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Denuevodenuevodenuevo

Sigo soñando contigo. Al despertar siempre siento el mismo desconsuelo. Por una parte, ya no quiero sentir esto. Ya no quiero extrañarte. Iba a escribir ya no quiero amarte, pero no sé si te amo, o más bien lo que mi inconsciente busca, desesperadamente, es algún tipo de perdón.

Ahora pienso en ese poema de Frank O’hara que tanto me impresionaba, sobre todo cuando dice:

Now I am quietly waiting for
the catastrophe of my personality
to seem beautiful again,
and interesting, and modern.

Puedo buscar mi perdón en otra parte. Es más, ¡puedo dármelo yo misma! Pero no me funciona de esa manera. Me gustaría que me hablaras, que te rieras conmigo otra vez. Hacerte reír y entretenerte. Te cuidaba, ¿no? Te hacía de comer. Era la esposita que te esperaba en casa, y que los fines de semana quería estar sola para escribir. Tenía ganas de estar sola, todo el tiempo quería estar sola.

¿Te fijas que es un poema gay? Es el problema de amar a quien tiene un cuerpo como el tuyo, tu doble y tu reflejo. Me ponía tu ropa, te ponías mi ropa. A veces iba al trabajo y en el camino pensaba que ya no podía más. Quiero y no quiero que leas esto. Pero me has dejado con el monólogo y mis diarios ya no soportan tanto de lo mismo. Como si hubiera tomado un examen, el más importante de las relaciones adultas -escribía en uno- y lo hubiera reprobado estrepitosamente, sin posibilidad de recuperación. Entonces, si no podía seguir, ¿por qué me cuesta tanto olvidar, superar, soltar? Esos verbitos. El caso es que sigo soñando contigo, y en mis sueños te digo que te amo, y a veces volvemos, y así vuelvo a aquel hogar que añoro. Y despierto con una honda tristeza en el pecho, decepcionada de esa realidad sin ti.

How do you go back to being strangers with someone who has seen your soul? decía una de las imágenes de Tumblr.

Eso es lo que jode, este desierto después de saber cómo duermes, de conocerte tan profundamente.

¿Nunca más conmoverse por otra persona?, escribía en un diario de esa época. Esa tontería me frenaba. Llegué a conmoverme por otras personas. Ahora nadie me conmueve, nadie me emociona.

¿Por qué escribo esto? Debería parar. A mí me molestaría la insistencia, en el pasado me molestó la insistencia del amor ajeno. Pero esto no es amor…

Ay.

Volví con Ana, mi psicoanalista. Ella sí me aceptó de vuelta.

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Espantos

Esa casa, de la que ya he escrito aquí, tiene un nombre. Campo Real. Por los hermanos Camberos Real. También ya escribí que ahí estudié la primaria. Antes fue un hospital. Ahora es una casa para días feriados, para fines de semana. El año pasado fue mi refugio. Me iba desde temprano y pasaba el día entero ahí, en el jardín, en la sala, en el comedor. En diciembre llevé muchos libros y cuadernos. Luego una noche, en mi casa y no ahí, me dio mucho miedo. La soledad, lo grande que es, los ruidos. Ya no quise ir. Fui hace unos días, después de largos meses. La noté un poco abandonada, hojas secas en el patio, las plantas sedientas, polvo sobre todas las superficies. Fui al jardín, abrí la puerta de metal que se atranca con una pala. El pasto, verdísimo; el árbol de manzanas, cuajado de manzanas. Miraba el que era mi reino cuando escuché un ruido horrible. Me convencí de que no era ahí adentro. Entré de nuevo, me senté en la sala. Más tarde fui a comprar comida y luego comí, hincada, en la mesita ratonera. Escuché otro ruido extraño. Me acosté en un sillón, dormité. Otro ruido. Ya no me gustó, ya no me siento a gusto ahí, no sentí miedo en ese momento sino incomodidad, como si quisieran amedrentarme. Me fui antes de que anocheciera.

/Si yo estoy despierta, mis gatos están despiertos. Si estoy dormida, están dormidos conmigo./

/Para escribir un texto busco entrar en un estado de gracia que no siempre consigo. De hecho, muy pocas veces lo consigo. Por eso me cuesta tanto trabajo. Lo único que sé hacer, lo único que me importa. Ay, ay./

Estábamos en el local contando de espantos, de la casa Campo Real, de la de mi abuelita y las de mi tía Lupe, que ahora son la presidencia y una panadería. En eso mi mamá abrió la puerta y nos asustó. ¿No es hermoso contar de espantos y que de repente te espanten? La enteramos de la conversación, añadimos detalles. En eso mi hermana abrió la puerta y nos asustó. ¿No es hermoso espantarse dos veces?

Quiero contar las historias de espantos de acá. Las puertas que se abren solas, el hombre vestido de blanco que atravesaba la casa de mi abuelita, aquel llamado que sentí en la casa de mi tía Lupe, cuando era niña: no puedo traducirlo en palabras, no puedo explicarlo. Pero me llamaban. Me resistí al llamado. Era de día y aquello venía del cuarto donde mi mamá había tomado una siesta otra tarde, y también la habían llamado. Los ruidos. Los fantasmas llaman, operan por sonidos, por índices. Así territorializan. No he querido escucharlos, aunque los escuche.

Ya no necesito esa casa ni su soledad. Ahora estamos aquí, los cinco, echados en la alfombra, con el calentador puesto, la lámpara prendida, y mi video infinito favorito, música de spa, “binaural”, para la concentración. Siento esperanza, siento optimismo. Ellos me acompañan. Si estoy dormida, duermen conmigo. Sentada en mi escritorio, se acomodan sobre mis papeles o en la otra mesa. Rodean mi espacio en la cama. Las gatitas se acercan al calentador y se duermen sobre mi pie.

Aquí no siento miedo. Allá se me ocurría lo del barco, estar en una casa es como capitanear un barco. Hay un área de defensa y otra de ofensa. Tienes tus instrumentos, el sitio donde está tu timón. Lo proteges del afuera. Loa defiendes de los intrusos, lo llevas a buen puerto. Ese barco era imponente, trabajoso. Cambiaba cuando yo no estaba. Debía adivinar los procedimientos que se habían llevado a cabo en mi ausencia, seguir una serie de pistas, disimular mi presencia. La sala da a la calle; las dos ventanas tienen un vano donde la gente, sin advertir nada de lo que pasa adentro, suele sentarse. Escucho sus conversaciones, sus estornudos, sus pedos. De día nadie puede verme, las delgadas cortinas repelen la luz, hay que pegar la cabeza al vidrio para notar la ventana de la cocina, al fondo. Pero de noche, con la luz falsa de los focos, es como una habitación con las puertas abiertas de par en par. Tengo que esconderme en una esquina para que nadie me vea. Estoy expuesta. Es una metáfora de mi vida en este pueblo. Oculta y a la intemperie. Cerrada y abierta simultáneamente.

El flujo. Entrar en el flujo, ese estado tan elusivo. Estoy llegando, me estoy acercando…

Después de publicar esto fui a consultar el Oráculo de las Capturas de Pantalla y esto apareció. Apareció.

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Pedacerío no. 7495

Mi blog tiene una infección parasitaria. Textos apócrifos se publican solos. Tal vez aquí espantan. Y aunque mudé de servidores, una mudanza necesaria, aquel bichito se vino conmigo.


Bitácora del día 29: este hogar quedó enchufado a la red. Por antena. Me quedé pensando en esto. El internet rural. La misteriosa compañía de nombre inmune a Google que empezó como “soluciones de seguridad” en propiedades y ranchos: cámaras de seguridad conectadas a teléfonos, que forzosamente requerían una conexión de internet. Evolución a servicio de administración de redes ya existentes (Telmex). Sirven a varios pueblos de la región. Con la pandemia han llegado a las zonas más recónditas. Me lo recomendó una maestra y trabajadora social de San Antonio, que lo tiene desde que empezó el confinamiento. Ese testimonio me bastó. Veamos, veamos.

De nuevo el vacío.

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Sonríe, engáñate, reniega.

La verdad es que el miedo no se ha ido.

Me acuerdo /

¿De qué? Lo olvidé. Mi mente dispersa, mi mente fracturada.

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Algunos días después…

“Start writing” dice ahora la interfaz de WordPress. No te quedes ahí como mensa, con el borrador abierto. Hoy estuve leyendo mails del pasado. Saeta al corazón. Extraño a Ana, mi psicoanalista, que ojalá leyera esto. O no. Obviamente hice transferencia, obviamente sentía que ella en cambio me odiaba, que me ponía diques; al mismo tiempo sólo ella me calmaba, sólo a ella le creía, ella era mi brújula.

Me encuentro sola. He procurado la soledad. Me he regenerado en la soledad. Pero a veces… Sólo yo conozco mi tormento.

Ahora el momento difícil ocurre por la tarde. Hoy huí del crepúsculo y me caí de la bici. Me autohice manita de puerco y me salió una protuberancia en el muslo. ¡Ah! Querido diario: tengo una gatita nueva, Ágata. Finalmente le puse el nombre que sugirió une de mis sobrines. Y sus cuatro gatitos. Más Mauricio. Somos siete en esta casa, siete convivientes.

Parece que no, pero sí resguardo mi privacidad.

¿Otro extraño post, escrito a lo largo de muchos días, que registra mis altibajos anímicos? ¡Sí!

Todo el día he escrito y borrado frases. Aquí y en el Word. Una de las que borré muchos párrafos arriba era: “dudo de mis palabras”.

Dudo de mis palabras, de mi voz, de mis deseos. AL MISMO TIEMPO (bip bip bipolaridad) poseo certeza respecto a mis palabras, mi voz, mis deseos.

Estoy a la mitad de mi vida y a punto de morir. Me siento desdibujada. “Quiero ser nueva, quiero ser una bebé”.

Escribo simultáneamente en mi cuaderno. Me dio pudor escribir esas cosas aquí. No sé qué estoy escribiendo. Qué libro estoy escribiendo.

Me impresionó leer aquellos correos. La intensidad del sentimiento, una llama que arde y luego se apaga, todo se apaga, todo se olvida, tanto que sentí y ahora está evaporado, se fue a ninguna parte, el relato ayuda a poner orden y concierto, pero sólo un poco, y eso que yo… ¿Entiendes? Qué caso tiene. Transmitirle a los chicos la esperanza que no se tiene. En otro cuaderno escribía: vernos replicados en ellos, nuestras falencias repetidas.

De pronto me siento bien. Endorfinas, dopamina. El ser ahí supeditado a la química cerebral.

Al fin me digo que lo que decida para el libro o los libros será lo mejor. Aunque me tarde. Y qué. Se vive bajo la falsa ilusión de la vida eterna. Sólo yo debo ordenar mis materiales, sólo yo debo encargarme de ese libro.

Escritura autobiográfica a varios niveles. Me acaba de meter un susto el documental de Britney que empezó a reproducirse a volumen alarmante. La escritura del diario, que en teoría nadie debe ni deberá ver; la del libro o libros; la del internet. Releí un diario de mis 27 años: me autoexplotaba. Acabo de borrar lo que seguía. Me obligaba a cosas. Ahora ya no puedo obligarme a mucho, el cuerpo no me da. Sufría mucho con tema QQQ, reescrituras y corrección obsesiva. ¿Debería sentirme feliz y satisfecha? Por supuesto que no, porque está lo otro… Con suerte en el futuro releeré estos apuntes y lo consideraré terminado. Igual, ¿qué futuro? El mundo acaba, repiten.

Quiero hacer magia como antes hacía magia, pero ya no me salen los trucos.

Persiste la desconfianza. ¿Compré un teclado porque lo necesitaba o porque estoy entrando en manía? ¿Y es por la manía que empiezo a regalar otra vez todas mis cosas?

Ya tengo el teclado. Escribo esto en el teclado nuevo, días después. Sigo buscando el teclado ideal, sigo buscando el mouse más ergonómico, el que me va distraer del nódulo en la muñeca, de mis dolores de huesos.

Vino Ágata, la gata, con los gatitos. Estos días he sido testigo de las escenas más tiernas, y pronto desharé todo. Anticipo y me preparo para el dolor. Me siento como en el cuento de Guadalupe Nettel, “Felina”, en el que una tesista convive con su gato y una gata que luego pare seis gatos.

Como Ulises me ataré al mástil para no escuchar a las sirenas.

¡Tengo esperanzas puestas en este teclado! Es suave, no quiero gastármelo. Hago todo lo posible por ayudarme.

Ahora JJ ha creado un nuevo usuario, desde el que escribo. Creo que es momento de publicar esto, seguir con lo otro.

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Documento encontrado

(Abril 2018)

Se me subieron los piojos la penúltima vez que fui a Uruguay. Fui y volví en el mismo día porque expiraba mi visa de turista; crucé a Colonia del Sacramento a principios de febrero, era verano a pleno, y me tumbé en la arena de la primera playita que encontré, sobre una toalla que llevaba para tal fin y además para secarme después de nadar en el río: aunque me adentrara durante metros y metros, el agua –fría, color caramelo (color excremento)– me llegaría a las caderas, y las piedras se me enterrarían en la planta de los pies. Había un club de verano junto a la playa. Niños, de un grupo amateur, en kayaks plásticos. Un perro que también se había metido al agua y dos amigas argentinas que reían y jugaban, y tres amigos adolescentes más tarde y, a lo lejos, algunos barquitos inamovibles. Yo me había comprado un pancho y una botella grande de cerveza Patricia. Comí y bebí con los audífonos puestos, y me saqué el short y la blusa y me acosté y me dormí; dormité por horas bajo la sombra precaria de un árbol. Despertaba para entrar al río y flotar un poco, de muertito, bajo el sol quemante y deliciosamente contrastante con lo frío del agua, y volver a mi sitio en la arena, y dormir más, hasta que a eso de las cinco de la tarde me levanté y fui al faro, y subí hasta la cima, y bajé y caminé hasta no sentir más las piernas ni los talones, tomando agua con gas y sudando copiosamente, con un parpadeante dolor de cabeza y los hombros adoloridos por la mochila, a todo lo largo y ancho –que tampoco es mucho– del pueblo, por la marina y el muelle y las calles empedradas y la avenida repleta de comercios y la antigua estación de tren y la orilla del río, de día y luego durante el crepúsculo, reconociendo un lugar vagamente recordado de un sueño que yo había recorrido, con el cuerpo, ocho años atrás.

Pero en el ferry de regreso, en la hilera de asientos donde había intentado estirarme y dormir, la cabeza apoyada en el vidrio empapado que revelaba puro negro aunque afuera había marea y cielo, sentí, por primera vez, el prurito. Una comezón persistente en el cuero cabelludo. Se la atribuí al agua del río. El agua contaminada por aceite y gasolina (nafta, en rioplatense). Por perros y la e.coli. El agua color excremento.

Dos semanas después, cuando una amiga me explicó que en esta parte del mundo son comunes las plagas de piojos durante el verano, y tras leer en internet que los piojos sobreviven en la arena caliente y es común llenarse de ellos en las playas, me revisé con lupa y a contraluz. Tenía unas semillas en el pelo. Como alpiste. La picazón a esas alturas era insoportable. Había tomado antihistamínicos, me había lavado con vinagre de manzana, con bicarbonato de sodio, con té de manzanilla puro. Había pensado, durante días, que se trataba de una alergia. Pero no. Eran piojos. Piojos, es decir organismos vivos, que se alimentaban de mi cuerpo y me irritaban la piel y me caminaban mientras yo dormía. Los que nunca tuve de niña, contraídos de grande en una playa uruguaya.

Uruguay siempre me caga la vida.

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(Párrafo sobre el brote que comenzó en Uruguay, reservado).

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