Don Draper, el hombre con miedo de morir

We’re flawed, because we want so much more. We’re ruined, because we get these things, and wish for what we had.

Don Draper

 

Al inicio de la cuarta temporada de Mad Men (Public Relations), un reportero le pregunta a Don Draper quién es. Aunque se proclame, Mad Men no se trata sobre el hombre que Don Draper es, sino sobre el hombre que quiere ser, que fue.

Public Relations marcó el resto de la temporada con una nota que era brillante en lo profesional y oscuro en lo personal: Don logró labrar algo con sus manos, completar el círculo del hombre que se hace a sí mismo y a su negocio, pero al mismo tiempo está solo y pasa los días en la misma cama, ahogado de borracho, con mujeres que no conoce, que no le interesa conocer. La quinta temporada, en cambio, se revela como el negativo: Don es feliz (claro que no es feliz) y todo a sus costados se derrumba. Como recién casado, es despreocupado e irresponsable, aunque intuye que se acerca a su ruina profesional. Es difícil reconocer en él al Don Draper que le truena los dedos a unos clientes potenciales que no entienden, no quieren entender que el mundo cambia, que la modernidad ha llegado y hay que subirse a su cresta.

Esa maravillosa última escena de Public Relations en que Don accede a prestarse a otra entrevista y despliega todo su encanto mientras narra cómo decidió empezar de cero, creándose y viviendo la historia del hombre que quiere ser (aunque no lo sea), dejaba la ilusión de un tiempo mejor por venir.

A mitad de la última temporada, el tema es otro. Cada personaje atraviesa una transición íntima: Pete se está quedando calvo, abatido por su vida suburbial; Joan se convierte en una madre que es soltera y que trabaja; Peggy, que se encuentra en su clímax intelectual, descubre que para las mujeres de su época había siempre una pared insalvable. Y Roger vive la derrota y la infelicidad, pero las vive a su modo, nunca deja de ser delicioso. Es el primero de los personajes en meterse LSD. Antes de sentir los efectos del ácido, lee el papel que le han puesto en la mano y que dice su nombre, su dirección y, en letras mayúsculas, la frase: PLEASE HELP ME. La secuencia no aprovecha las obvias ventajas visuales de la percepción distorsionada; en cambio, se concentra en las reacciones que suceden. El resultado es una escena misteriosa e inquietante.

Don creía que los adolescentes no lo saben, pero tienen miedo a morir. Ahora él lo sabe, acaso porque se da cuenta de que la modernidad lo ha alcanzado, no, lo ha dejado atrás. Don es, esencialmente, un hombre chapado a la antigua en un mundo que cambia con demasiada rapidez. Don Draper, self-made man, por primera vez siente la escisión entre la época que vive y él mismo. En un concierto de los Rolling Stones, se aparece con traje y sermonea a una chica a go gó. Quiere entender lo que ya se le escapa. Pronto será anticuado.

La quinta temporada ha gravitado alrededor de estos temas: el tiempo y su velocidad, la decadencia, el cambio inevitable. Para Pete, es la convicción de que un hombre que tiene una esposa y una hija y que vive en los suburbios, en realidad no tiene nada: no tiene el respeto de sus iguales, no es un hombre todavía. Y en Don es una rara espiral, una simulación. Abandona a su esposa en un restaurante en medio de la carretera y vuelve para creerla muerta; entonces maneja con los ojos inyectados, se lo lleva el diablo: no teme tanto perder a la mujer que ama como a la idea de ella, y la seguridad de que ella es la última oportunidad de respirar, de pertenecer al mundo.

Es común señalar a Mad Men como una serie efectista en lo estético, que crea atmósferas que a su vez generan tramas y no al contrario, como sería lo narrativamente correcto. Sin embargo, en los últimos episodios, la belleza ilusoria de los sesenta se ha deslavado.

La primera mitad de la década se queda atrás –igual que sus personajes– ante la modernidad. Hay ahora un mundo que pierde sus destellos. Algunas tomas en exteriores revelan un Nueva York sucio y peligroso, como un presagio de las calles que Robert DeNiro recorre en Taxi Driver. Para Don, Nueva York es una ciudad en decadencia. Para Sally Draper, Manhattan está sucia.

Mad Men basa su juego en los paradigmas: crea nostalgia por otro tiempo, revive ideales. Don simboliza la idea del padre. El tipo que fuma entre las sombras, que está agobiado pero que nunca se derrumba, y si lo hace es digno y al minuto siguiente lo deja atrás, como los hombres que no gastan su tiempo en mirar al pasado. Don Draper es el proveedor, el solucionador, el hombre que es el padre lejano, la fuente de conflicto y recriminación eternos. En su derrumbe está una historia acaso personal de Matthew Weiner, el creador, que por su universalidad resulta sobrecogedora. Puede ser porque muchos, al ver a Don, ven a sus padres. Y entienden que ellos también, como Don, tienen miedo a morir.

Esto salió primero aquí.

 

Este párrafo no me abandona:

De repente sintió el antiguo, conocido, sordo, corrosivo dolor, agudo y contumaz como siempre; el consabido y asqueroso sabor de boca. Se le encogió el corazón y se le enturbió la mente. «¡Dios mío, Dios mío! —murmuró entre dientes—. ¡Otra vez, otra vez! ¡Y no cesa nunca!» Y de pronto el asunto se le presentó con cariz enteramente distinto. «¡El apéndice vermiforme! ¡El riñón! —dijo para sus adentros—. No se trata del apéndice o del riñón, sino de la vida y… la muerte. Sí, la vida estaba ahí y ahora se va, se va, y no puedo retenerla. Sí. ¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso no ven todos, menos yo, que me estoy muriendo, y que sólo es cuestión de semanas, de días… quizá ahora mismo? Antes había luz aquí y ahora hay tinieblas. Yo estaba aquí, y ahora voy allá. ¿A dónde?» Se sintió transido de frío, se le cortó el aliento, y sólo percibía el golpeteo de su corazón.
«Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces ¿dónde estaré cuando ya no exista? ¿Es esto morirse? No, no quiero.»

León Tolstói, La muerte de Iván Ilich

Paprika

Para María, que ahora trabaja en su tesis sobre Paprika.

 

No dejo de pensar en la secuencia inicial de Paprika: el sueño del detective Toshimi Konakawa. Está el disparate propio de los sueños, en el que narrativamente puede experimentarse, pero la estructura onírica tradicional es respetada: secuencias que se superponen (el cambio de escenarios: “estaba en una feria, pero luego ya estaba en la escuela, aunque yo sabía que era la cocina de mi casa”); ambientes y atmósferas que se transforman y a veces guardan distancias enormes uno del otro; la transición de estados de ánimo con demasiada rapidez (entras a una secuencia nueva, que es alegre o por lo menos pintoresca, pero aún permaneces afectado por las imágenes de la secuencia anterior), y por tanto: el carácter siempre confuso de los sueños; los temores más acendrados, la repetición sistemática de los símbolos, hasta las sensaciones básicas de caída libre y gravedad distorsionada, etcétera.

Al despertar, Konakawa puede ver el sueño de nuevo, como si fuera una película. La terapeuta (Paprika) que lo acompañó en el sueño analiza con él cada secuencia, buscando extraer el significado en bruto (con los símbolos ahí puestos) de su subconsciente. Al principio, Konakawa puede examinar las imágenes sin alterarse demasiado. Entonces, llega una escena en la que, desde una jaula, observa a una horda que se le acerca y lo ataca, con un detalle: todos tienen su rostro. Konakawa suda y tiembla. Es llano (es japonés), sólo murmura: eso fue muy perturbador.

La reacción de Konakawa me inquietó muchísimo la primera vez. Imaginé entonces cómo sería ver los propios sueños, como un video que puedes pausar, adelantar, fijar en una imagen para mirarla por minutos y luego asimilarla. Imagino que hay una razón por la que no estamos programados naturalmente para recordar nuestros sueños. Se logra con mucho tiempo. María y yo (es una gran presunción) somos buenas soñadoras. Es un entrenamiento.  Supongo que incluso cuando nos entrenamos para recordar nuestros sueños y también para vivirlos de modo consciente, elegimos después qué recordar. Tal vez los sueños deben accederse sólo desde la conciencia. Tal vez nadie debería mirarlos en crudo: observar el cardumen absoluto, completamente detallado, de todas y cada una de las imágenes que componen nuestros sueños. Imagino que lo que hay ahí adentro debe ser, a veces, intolerable y, muy seguido, monstruoso.