Yo les creo

Publicado originalmente en el marco del espacio Inflexión en Kaja Negra.

 

En marzo de 2019, una ola golpeó el ecosistema cultural mexicano. Ahora, en medio de la pandemia, qué interés puede reclamar volver a esto. Pero debemos hacer un esfuerzo. Kaja Negra, las editoras y las autoras de estas reflexiones hacemos el esfuerzo, así quede como archivo [ver la intervención de Natalia Flores].

 

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Mientras me decido a terminar de redactar este texto, han pasado 67 días desde que inició el confinamiento masivo en México, o Jornada Nacional de Sana Distancia, el día 23 de marzo. Un año exacto después de la explosión en redes sociales de lo que dio en llamarse #MeToo mexicano [por los ecos del movimiento denominado #MeToo, surgido entre actrices y trabajadoras de la industria hollywoodense que denunciaron abusos, violencias y delitos de una gran cantidad de actores, directores, productores y otros pesos pesados del sector].

Aquella ola mexicana, aquella iteración de otros movimientos surgidos en espacios digitales, según la llama Ana G. González en su recuento de los hechos, inició con un tuit. Se trataba de una denuncia, un escrache, una llamada de atención, una exigencia a cerrar filas. En su reflexión de aquel momento, que urde las figuras de la marabunta, la falange y el caracol, Tessy Schlosser Presburger argumenta que fijarle un origen al movimiento, a la manera de un «paciente cero», es un ejercicio poco productivo; en realidad, una de las preguntas más importantes pasa, forzosamente, por lo que movió a tantas mujeres a contar historias íntimas, a exponer la violencia en sus vidas.

Hubo algo desordenado, visceral y furibundo en las denuncias vertidas en Twitter y otras redes sociales, producto de una impotencia vital que en su centro es perfecta y legítimamente revolucionaria y feminista: la necesidad de la destrucción purificante, refundante. La denuncia colectiva no era exactamente punitivista –no tenía el poder para serlo– sino que, antes bien, provenía de una desconfianza o hartazgo o desilusión de lo punitivo, de la idea de justicia y reparación. No habría nada de esto pero al menos se señalaría lo velado, lo que se sabía tras bambalinas, lo que nadie decía abiertamente pero tantos, tantas, sabían. Sabíamos.

El escrache inicial, hacia un poeta a punto de presentar un libro jugosamente premiado, buscaba poner de relieve la complicidad, pero también, o así lo interpreté entonces, exigir que pararan los estímulos, los premios, la buena voluntad de los escritores, las editoriales, los espacios culturales, los medios de comunicación. Cuando decimos que golpeadores, acosadores y abusadores siguen publicando con tranquilidad, interviniendo en el campo cultural, lo que denunciamos es una red de complicidades y actitudes solapadoras. 

Como consecuencia de esta ola denunciante hubo castigos sociales: despidos, ostracismo, carreras literarias canceladas. Hubo, incluso, castigos ejemplares. Quizás el punto más álgido fue cuando, tras una denuncia anónima en la cuenta oficial de #MeTooMusicosMexicanos, el músico y escritor Armando Vega Gil cometió suicidio. En el testimonio que lo implicaba, una mujer denunció anónimamente el acoso sexual que recibió de parte de Vega Gil cuando ella tenía 13 años y él, más de cincuenta. Según la nota de suicidio de Vega Gil, que colgó a Twitter, su muerte «no es una confesión de culpabilidad, todo lo contrario, es una radical declaración de inocencia».

Hace un año pensé que estas denuncias, que en muchos casos ponían de relieve la ineptitud y negligencia de las instancias oficiales [del ámbito laboral al jurídico], tenían que ser además una invitación muy concreta a no consumir las obras de violentadores. A no otorgarles espacios de enunciación. Perdonarlos, alentar su rehabilitación, denunciarlos judicialmente donde corresponda: sí. Pero hacernos de la vista gorda ante sus violencias suponía admitir que los daños a las mujeres violentadas eran menos importantes que las contribuciones de sus agresores al campo cultural. Que, si sus daños no alcanzaban a considerarse delitos, eran pasables, olvidables, pertenecientes a una intimidad que no merecía desmenuzarse en público.

Más tarde, cuando se anunciaron resultados de una convocatoria del Fonca con beneficiados señalados en el #MeToo, se me ocurrió que, si no había sanciones efectivas, por lo menos que las hubiera sociales. Y económicas, si hablamos de recursos del Estado. En otras palabras: que el castigo de sus violencias sea la peste. Apestados. Violentadores apestados. La pérdida de su prestigio o su buen nombre, su empleo o sus redes de confianza, sería la consecuencia del ejercicio de una violencia que mina, en las mujeres que la padecieron, su autoestima, su voz interior, su libertad sexual, su posibilidad de tener carreras literarias y autonomía económica.

Era más vehemente, más sesgado lo que pensaba entonces. Pensaba que, vaya, los creadores denunciados tampoco es como que nos hubieran entregado, a cambio, obras mayores. Pero el arte no es una moneda de cambio. 

Nuestro canon, nuestros mapas literarios, están rayados por la violencia, saturados de ausencias y vacíos. Denunciar implica dar nuestra versión, nuestra historia, nuestro punto de vista. Entre personas que escriben, se torna más obvio. Escribimos, publicamos, intentamos crear literatura. Perpetuamos y enquistamos la violencia, o nos resistimos a ella.

En aquel marzo de 2019 estaba convencida de que si hay un motivo para denunciar escritores e intelectuales concretamente era ese. La denuncia es una intervención pública. Una necesaria toma de postura, digan lo que digan. No corren tiempos fáciles. Vivimos en un perenne estado de emergencia. Tenemos que señalar el machismo, tenemos que señalar el racismo, la violencia, el despojo y, en suma, la ideología del fascismo. Condenarlo en privado no basta. 

Cómo pasar de la adherencia ideológica a la militancia

Una mujer que admiro mucho, desde el sur, me recuerda mirar hacia la Comisión de Escrache de H.I.J.O.S., o Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, colectivo militante conformado por simpatizantes e hijxs de detenidos, desaparecidos, presos políticos, fusilados y exiliados por la última dictadura militar en Argentina. A mediados de los años noventa, esta organización política dio con un método novedoso de denuncia e intervención pública, que se bautizó con la sonora palabra del lunfardo escrache. Desde luego, eran genocidas los escrachados, señalados de modos peculiares [con marchas, actuaciones, recitales y otros elementos espectaculares] en las inmediaciones físicas de sus propias casas, oficinas y barrios, involucrando así a vecinos y conocidos, y confrontando a estos últimos con la realidad de la complicidad y el silencio. Pero hay algo de la práctica –también llevada a cabo con criminales políticos impunes en Chile– que subyace.

El impulso inicial del #MeToo trajo otros. El escrache de escritores pronto se extendió al gremio entero de los intelectuales [que, gramscianamente, habría que categorizar por las funciones que desempeñan socialmente]:periodistas, cineastas, músicos, editores, trabajadores de la cultura.

En la cresta de la ola, la práctica llegó a escuelas y universidades, y se manifestó no en lo digital sino en los espacios físicos donde la violencia se ejerce cotidianamente: los tendederos en que las estudiantes denunciaban conductas impropias, acoso sexual, abuso de poder y diversas violencias de parte de profesores y compañeros. Esta violencia endémica en el sistema educativo es corrosiva, y la manera en que la joven militancia feminista mexicana se ha movilizado en torno a ella es admirable, como puede verificarse en los paros y tomas de diversas facultades y bachilleratos de la UNAM.

La misma Natalia Flores, lo recuerdo, ironizaba en un tuit sobre la opción del #MeToo de los «don nadie»: nuestros vecinos, compañeros de trabajo, hombres que nos violentan de manera cotidiana. Y esto también nos obliga a pensar cuál es la arena de estas denuncias, dónde son los espacios en que se legitiman o en los que hay una incidencia real más allá del quemón dentro del gremio o de una clase social que, sin militancia, no corta la membrana de lo meramente individual.

Nosotras

En las últimas semanas, a raíz del #MeToo, leí algunas reflexiones que parecían dirigir el grueso de sus críticas a otras mujeres, es decir, a las mismas compañeras de lucha. Si bien es una forma de apelar a la autocrítica y exigir una organización más concreta, creo que corren el riesgo de perder de vista el objeto de los reclamos originales. Nayeli García, en Yo acuso, escribió sobre el componente identitario de las acusaciones, basado «exclusivamente en el género». Y ese Yo te creo, que le dispara alarmas. O el texto de Nora de la Cruz aquí mismo, sobre el que hay que volver, que habla de ciertos capitales simbólicos aprovechados por grupos de mujeres privilegiadas a raíz del #MeToo. Leo también el texto que Lucía Melgar escribió hace un año, donde reflexiona sobre las denuncias desde el anonimato: el peso negativo, la incapacidad de organizarse a partir del anonimato, que como desahogo o catarsis, opina, no genera responsabilidad en su denuncia, ni moviliza. 

¿Arruinamos vidas?

A menudo lo pienso. En versiones anteriores de este texto hablaba sobre tres casos en los que intervine, como testigo, cómplice o víctima. Pero era demasiada exposición, demasiado de , de mi vida privada y de mujeres cercanas a mí, y me pregunto con franqueza si vale la pena, si desnudarme así me libera. 

La denuncia, viniera acompañada de un nombre, una voz y un cuerpo, o bien surgiera del anonimato [motivado más por el miedo y la cautela que por el ánimo de joder impunemente a hombres inocentes], parecía irremediablemente acompañada de un desnudamiento. Para desnudar al agresor, era preciso desnudarnos nosotras primero. Para señalar los pecados, había que describirlos, inscribirlos en nuestros cuerpos y nuestra psique.

Me entra la sensación de que, fuera de algunos casos contados, nuevamente fuimos nosotras las víctimas colaterales: queríamos liberarnos, queríamos alzar la voz, denunciar y gritar y exigir, y acabamos peor que antes: expuestas, arrinconadas, culpables

Hace un año, mientras leía a tantas mujeres a la distancia, percibía –y las reflexiones de este especial coinciden en este aspecto– que el #MeToo fue, para muchísimas mujeres, un trance DOLOROSO. Lo fue, sin duda, para las que participaron en él, por proximidad o al interior del ojo del huracán, por perjuicio directo y por relación indirecta. Además, el desvelamiento público de lo más privado trajo consigo, de manera inesperada, una especie de duelo colectivo en el que muchas pudimos reconocernos y encontrarnos en las historias de otras mujeres. En la violencia surgida del amor, de una idea del amor.

Creo, todavía sin saber demasiado en lo que creo, que el #MeToo mexicano se instaló como una práctica que pudo ser reapropiada por grupos diversos de mujeres y que movilizó una gama de resistencias. En ese sentido, celebro su emergencia. Pero en un punto muerto en las discusiones feministas en que tenemos que volver sobre nuestros pasos y combatir desviaciones del proyecto común de emancipación de las mujeres –como los discursos transodiantes, que cada vez permean más y retrasan una organización posible–, estoy de acuerdo en lo que plantea Nora de la Cruz:

Denunciar no es suficiente, ni expresar simpatía por un movimiento; se necesita crear un núcleo ideológico, plantear una agenda política, establecer metas y procedimientos, pero sobre todo, proponer una nueva forma de ejercer el poder. 

Es decir, ¿cómo transformar nuestra adherencia ideológica al feminismo en una militancia activa? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Quiénes

Creo también que, lejos de erigirnos jueces morales, de cancelar carreras, repudiar personas y negarnos a la compasión, esta inflexión nos obliga a insistir sobre temas no superados: que todo arte es político, que toda escritura es una cosmovisión, que nunca está trazada la raya que divide la obra de la persona, ni la teoría de la praxis; que algunos poemas no valen nada, que hay mucha pedofilia normalizada, que entre nosotras sabemos, compartimos, y nos defendemos –hasta con nuestra pluma– de sus violencias. Y aunque muchos de nuestros conocidos hayan hecho como que no sabían, o hayan guardado silencio, nosotras sabemos que no es así. No olvidamos.

En esta lucha contamos con nuestros métodos de defensa, sobre todo con uno que es esencial en toda lucha colectiva: la solidaridad. La sororidad entre nosotras.

Yo te creo, repetíamos una y otra vez, como un mantra, durante la erupción de aquel marzo.

Yo les creo.