Jueves 21:45

Alguien grita en la calle. Ahora que escribo, alguien grita en la calle. Escuché madres, pero seguramente mi oído deformó la palabra. Seguramente no dijeron eso. Enfrente de mi casa hay una sucursal de La Fábrica de Pizzas, desde mi balcón miro el cartel rojo y amarillo. La grande, la más simple, cuesta 35 pesos. Nunca he comido una de esas pizzas, nunca he necesitado comer una de esas pizzas, lo digo sabiendo la fortuna, porque es el antojo improbable y además el recurso último. En el pretil se han cagado dos palomas y las cagadas son distintas: una, más grande, es blanca con bordes cafés; la otra es un conito color avellana. Las limpio con un limpiador parecido al Windex. Los pendientes. Tan sólo aquí: las fotos perdidas, el recuento chileno. Pero es que otra vez los días han sido novedosos, cada día una experiencia inédita, o por lo menos feliz: el calor, los colores, los cuerpos de la marcha gay, la música, un par de espressos, la caminata, la birra en la mano, el robo, los empujones, la manera en que el grupo grande que he reunido se desmembra, se pierden unos y llegan otros, y siempre soy yo, la única compañía perenne soy yo, el baile, los intercambios de miradas, los trayectos, las charlas, la fiesta, el vicio y la perversión, la desnudez, el sexo exhibicionista, el voyeurismo, tanto calor y tan poca vergüenza ya, por fortuna, y las caras y los objetos y el graffiti y la luz de neón y las canciones que me gustan y al final se reduce a eso, a bailar, a moverse, y las escasas horas de sueño, y el tren, y los amigos, y Tigre, y el delta del Paraná, y el viento y el sol y el catamarán y la parrilla y Tres Bocas, y el mezcal, y la espera tan larga y contemplativa, y Martínez, y el bajo de San Isidro, y Colegiales, y accidentes, y lunes lluvioso, y la cama, y los chilaquiles, la siesta, las cervezas, la recuperación del archivo, la reconstrucción del suceso, los deberes del microcentro, el Kirchner con sus pisos futuristas e inductores del vértigo, la larga caminata, la maquinita para liar cigarros y el tabaco de doble vainilla de origen alemán y las sedas de cáñamo, y Puerto Madero, y los expertos en datos abiertos, y hablar, y presentarse, y bromear, y comer, y guardar teléfonos y tarjetas, y dirigirlos al Gibraltar, y conocer a una chica de nombre floral, y la bola ocho, y meter un par de bolas, y la sidra inglesa, y el volver, y la intimidad, el adentro, lo postergado; y después trabajar, y pensar, y el atardecer, y el calor, este calor de noviembre, un calor que es más bien una tibieza, que acaricia.

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13/14 noviembre (una prueba)

Otra vez el TextEdit, otra vez el blog en una crisis comatosa. Confío en su recuperación, ya que logro entrar al escritorio y ver mis textos, lo que antes, durante la crisis mayor, era imposible. ¿Pero, si no? ¿No me había resignado ya? Una mañana desperté en Santiago y me dije que estaba bien, que la tabula rasa era necesaria, que algo haría con lo poco que había logrado recuperar y rastrearía después, pacientemente, a través de archive.org. Eso: paciencia. Resignación. ¿Acaso Elizabeth Bishop no dice que

The art of losing isn’t hard to master;
so many things seem filled with the intent
to be lost that their loss is no disaster?

Ah.

Hace rato venía del cine (ya fui al cine sola, como dicta la costumbre, además del sábado pasado a ver Zama por segunda vez) y me avisaron que ya está arriba otra vez, con el tema madreadísimo, descompuesto, ninguna de mis sobrias elecciones de diseño en pie. Las minucias. El texto del sismo, que tardé tantos días en escribir, perdido. Algunos fragmentos de versiones anteriores sobreviven. ¿Esperaré a que el caché me lo devuelva? ¿O reescribo lo que recuerdo? (el TextEdit tiene autocorrect: intercambió reescribo por resabio; volvió a hacerlo ahora, en la frase anterior).

Me dice Guille, con reconvención en el tono, que por qué no respaldo en Word. Que por qué no hago algo tan sencillo como escribir en el Word. Es que te diré por qué: porque no. Porque el Word es para otras cosas. Ya que hablamos de estos temas, la materialidad. Existe en lo digital, la superficie en la que se escribe tal como la del cuaderno o una hoja o la pantalla parpadeante, y son distintas. De modo que no: allá, en el Word, es lo serio. Las tareas, los artículos, los cuentos. Allá es eso. Pero en el cuadro de texto del blog hay otra posibilidad, formas más juguetonas de escribir. Porque era un juego, ¿no? ¿Entonces para qué chillas? Si yo, tontamente, confiaba en lo digital. A menos que comprara espacio en la nube, y después un espacio distinto para respaldar aquél, y luego otro por si las moscas (también de estos temas charlamos incansablemente en Santiago), resulta que la única manera de preservar el contenido de este blog es imprimirlo. Volverlo concreto (¿y, no decíamos hoy en una clase, son concretos los servidores donde se aloja la información digital?). Ah, Marisol: leo tu libro. Leo sobre los objetos y la sobrevida de los objetos. El archivo.

Ya puedo escribir sobre Chile. Es decir, ya tengo el blog de nuevo para fijar Chile. Es mucho todo eso, y vaya que lo he hablado, he enviado cantidad de mensajes de texto y de voz (uno incluso de veinte minutos, en el balcón del piso 18 de un edificio situado en el límite entre Maipú y Vitacura, por la noche, con las luces parpadeantes de Santiago a mis pies), y por Telegram, y Twitter, y Whatsapp, y Facebook (ah: mierda con mi excesivo uso de redes sociales), y he anotado a las charras notas en mi teléfono y en papeles sueltos, y en mi primer cuaderno verdaderamente propio, encuadernado gracias a la guía de Javi, una mañana en una banquita frente al Mapocho, cerca del puente de Pío Nono y la facultad de Derecho de la U de Chile, la cordillera ahí lejos pero no tanto, y vigilante. Ese tema de capturar la experiencia (o, como ya habíamos quedado, la vivencia), y así duplicar, triplicar, eternizar. Necesito escribir ese Ya, ya (igual que el Ta). En esta entrada están los restos, un comentario al calce. La ajenidad tremenda que experimenté cuando llegué el miércoles a Buenos Aires, y dado que la naturaleza del viaje lo exigía, caminé a la parada de colectivos de Ezeiza con las dos mochilas a cuestas, una buena hora o más esperando el 8, y luego ese trayecto largo, largo, de casi dos horas, por Rivadavia sobre todo, cabeceando a ratos, con un sol penetrante que humedecía las superficies, y cuando bajé en Rosario y La Plata me sentí en otra ciudad o más bien me sentí yo misma una turista, alguien que viene de vacaciones y no alguien que vuelve, tan extraño me parecía todo y aquel clima tropical y sudoroso tras los días ventosos, más bien fríos aunque la mayor parte del tiempo soleados, de Santiago.

Quisiera volver.

Post de octubre, por fuera del blog

Quiero escribir un post pero no puedo. Mi blog está caído. Escribo entonces en el TextEdit, el recuadro blanco flotante que tiene numeritos en el borde, y algunas opciones de edición de tipografía. Pero éste es esencialmente un post que luego subiré a mi blog, cuando lo recupere -si lo recupero, como espero y deseo, aunque en el fondo sienta miedo-. Siento miedo de perderlo, ahora que escribo fantasmalmente en él. Perder todo lo que he escrito desde 2012, aunque no es mucho ni tan bueno. Y de repente me pasa que siento la comezón de querer escribir un post, aunque no sepa bien de qué, un digamos flujo de conciencia que va surgiendo a medida que tecleo, que luego por supuesto corrijo y corrijo y edito aún después de publicado, y que luego me da la sensación de haberme sacado unas ganas de encima, una espinilla cuyo gusanito blanco salió entero, viboresco, perfecto. Por ejemplo, la otra vez me dieron ganas de escribir sobre el segundo semestre del año pasado, el periodo más oscuro de mi vida recientemente; en realidad, en específico, de algunas comidas con Jordy en fondas de la Roma Sur cuando yo estaba muy triste por mi ruptura amorosa de cinco años. Ese era mi sufrimiento, porque el otro más bien era y es, todavía, un extrañamiento, un seguir sin entender las cosas, qué chingados pasó ahí. Pero esto, la ruptura, era un dolor visceral, un dolor v e r d a d e r o. Entonces íbamos sobre todo a un restaurancito en la calle de Coahuila llamado Mamá Conchita, una de las tantas fondas oficinistas de la zona, que era muy rica y económica. Y yo lloraba muchísimo. Platicábamos a lo largo de la sopa tarasca o la de hongos con nopales o un plato de enchiladas o de aguacates rellenos de atún o de milanesa con ensalada y agua de jamaica o de guanábana o de tamarindo, y bolillos con una salsa verde cruda excelente que ahí preparaban, y yo lloraba, las lágrimas se me salían y me escurrían por la cara hasta la barbilla, y aunque me daba pena, ¿qué? Ni modo de no llorar. Ni modo de aguantarse las ganas. Además con él siempre lloro, y era comprensible y justificable y propio incluso. También íbamos a veces a unas alitas sobre Insurgentes, de esas que tienen una televisión con videos de VH1 a todas horas, y yo lloraba. En algunas ocasiones, si estábamos de buen humor, íbamos a una heladería tipo gelatto en la calle de Chiapas que tenía dos sillas Acapulco en la banqueta, nos sentábamos ahí a comer nuestro helado de pistache o de vainilla o de coco, y yo lloraba. Caminando por las calles de la Condesa, en el baño del trabajo, acostada en mi cama por la noche. Yo lloraba, llorar era todo lo que hacía. Durante esos meses trabajé en el INAH, en el área de publicaciones. Tenía mi propia oficina, que en otra época había sido más grande y dividieron luego en dos: tenía una puerta en escuadra que daba a un área más pequeña donde había archivos y cajas y una computadora vieja, y un escritorio largo donde a veces iban unas compañeras a comer, o a hacer llamadas. Entraban y salían de mi oficina, y me saludaban con distancia o con vergüenza, aunque en general me ignoraban dado que yo también las ignoraba, a ellas y a todo el mundo. Procuraba ignorarlo todo, acorazarme mentalmente. Una oficina de gobierno al fin y al cabo, muchas áreas y  pisos y edificios y sedes y grilla y política y presupuestos y la foto grande de Peña Nieto enmarcada en dorado en la oficina de la jefa de mi jefe.

Yo era tan infeliz. Mi vida se había partido en dos. Pero acá no escribiré de eso, ni siquiera ahora que he estado leyendo un blog tan sincero, tan crudo y tan v e r d a d e r o sobre eso que nos pasó, el famoso brote (claro: la planta), y las experiencias vicarias y similares, y aquello es siniestro y poderoso pero a la vez hermoso y turbador, y mientras escribo (¿mediados de octubre?) siento que su estilo me contamina, me conduce a la mímesis, a la imitación más burda. Sin embargo yo no puedo. No puedo tanto (aquí).

También quería escribir de Crazy ex-girlfriend: me di toda la segunda temporada el 1 de enero de 2017, en mi cuarto, el cuarto que figuradamente siempre ha sido mío y donde ahora están todos mis libros, en casa de mis papás, un 1 de enero bastante frío y ventoso como suele ser en Polotitlán, con una resaca tremenda, no: una cruda asquerosa, vomitiva, vergonzosa, ya que pasamos el 31 de diciembre como siempre en la casa familiar de los Camberos, donde yo estudié los seis años de mi educación primaria, una casa convertida en escuela primaria, y otra vez reconvertida en casa para personas que la habitan sólo algunos fines de semana, intermitentemente, la cancha de basquet que dobleteaba como fútbol despintada, con flecos de hierba, los postes oxidados, ese jardín tan grande para una casa, tan extraño por eso. Y yo tomé muchísimo, como nunca, un calimocho tras otro, y cervezas, y sidra, y más calimochos, y me reí mucho y muy fuerte y hasta canté un par de canciones en el karaoke que mi hermano había dispuesto en el comedor donde cenábamos, y cuando volvimos de madrugada me puse a ver Crazy ex-girlfriend y no sé en qué momento me dormí con la computadora a un lado, en la cama, y desperté con esa cruda que me mareaba, me hacía sentir frío y calor al mismo tiempo, vestirme con ropa térmica para bajar al comedor a comer el recalentado y luego subir y sentir calor y quitármela, y luego otra vez frío, y una incomodidad tan grande, una cruda que no me dejaba respirar, ese malestar tan odioso del cuerpo destruido por el etanol, intoxicado hasta la médula, luchando por restituirse. Y esa serie tan cómica e incisiva y extrañamente oscura ahí, que me distraía y me permitía pensar, un capítulo de media hora tras otro. Riéndome débilmente por fuera, intensamente por dentro, gracias a Rachel Bloom a quien por todo eso amo, admiro, respeto, envidio.

Siempre el salto de tiempo.

Ahora todo es diferente. Buenos Aires nuevamente, y los colores resurgidos de la primavera austral y las ganas de pasarla bien y volver a un hedonismo muy sencillo y satisfactorio porque de todos modos el año pasado ya sufrí mucho, ¿no? Lloré mucho el año pasado, ¿no?, ya lo dije: en la oficina, sentada en mi silla, frente a la computadora, y encerrada en el baño, y a la hora de la comida, y cuando volvía al cuarto donde vivía, y cuando salía a caminar y cuando salía con otras personas y cuando salía en general y cuando bebía y cuando me iba a dormir y cuando despertaba. Lloré mucho. Lloré suficiente.

Acá un poco es como que vuelvo a ser joven. Los años se me han rebobinado.

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Personas que agregué a Facebook pensando que sería buena idea o ni siquiera lo pensé bien porque ocurrió en el momento y ahí están los resultados

Está la extraña situación, o ni siquiera tan extraña, y que por lo general acontece durante un viaje, en la que agregas a Facebook a una persona que jamás volverás a ver en la vida. Hay una convivencia breve, las circunstancias la vuelven feliz, a veces intensa, y al momento de despedirse, como no podemos aceptar el fin de las cosas, como el adiós es tan duro que es mejor imaginarlo como un hasta luego, alguno(a) dice: agreguémonos a Facebook. Y es tan simple el trámite que lo efectúas con total naturalidad, si hay alguna curiosidad le revisas algunas fotos y los jajajas de sus amigos y sus selfies donde se ve mejor que en persona, y la cosa se queda ahí.

Pero luego pasa el tiempo. Los años. Y entonces te ves obligada a ver cómo esa persona cambia. Sus opiniones. Sus mudanzas. Sus cambios de peinado. Sus noviazgos, rupturas, matrimonios, transformaciones corporales, la manera y frecuencia con que usa Facebook, si es de los que hacen check-in en aeropuertos, si sabe poner comas o tildes, si pinta sus fotos de perfil con colores de banderas, si desnuda su alma o se mantiene hermético(a) en sus participaciones digitales.

Tengo muchos de estos fantasmas en Facebook. Fue Aurelien quien me despertó la idea. Incluso escribí de él, o lo mencioné de pasada, en el post correspondiente. Charlé con él no más de tres veces en un hostal de Calafate, hace siete años. Y hace poco vi que se casó. Su luna de miel en Grecia. El muchacho medio rubio, medio flaco, que hablaba un español fresquísimo, del que recuerdo que me dijo que llegó al sur en autobús: más de cincuenta horas en autobús. Recién casado. Jamás nos cruzaremos de nuevo: no hay comunicación entre nosotros, ni interacción. Jamás un like, ninguna señal de que estamos al tanto del otro. Hasta que vi eso del casamiento. Hace un mes, igual, vi que Susie regresó a Nueva Zelanda. También la fijé aquí, una reflexión parecida. La conocí en Londres, acababa de mudarse ahí para estudiar enfermería. Paseamos bastante, hasta vimos -de pie- una obra en Shakespeare’s Globe. Luego nada, la aridez. También se casó recién. Otro (esto es presumido, lo parece, porque son viajes que no sé cómo he logrado hacer, pero ta): Steven, un muchacho mitad salvadoreño, de New Jersey, que conocí en una pequeña sala de conciertos en Williamsburg para ver a Juliette Lewis. Tomamos un montón (me acuerdo: unas cervezas deliciosas que sabían a durazno, y luego creo que gin tonics) y cuando salimos, como mi hostal estaba por ahí y ya le había echado el ojo a un food truck de tacos, le dije que fuéramos a comer tacos. Me comí como cuatro de esos chonchos y luego subí al hostal y vomité. Jamás veremos a Steven de nuevo. Pero a veces me regala unos likes. Ha subido un poco de peso, y por lo demás no deja entrever mucho de su vida.

También, cuando hice unos reportajes en Tlapa de Comonfort, Guerrero, sobre las estudiantes de partería, con las dos más lindas y amables nos agregamos a Facebook. Una de ellas se mudó a Tulum a trabajar como partera. Veo su vida en Tulum. ¿Nos veremos de nuevo? Aunque creo que con ellas sí me da gusto asistir a su vida de lejos.

O el muchacho que hace poco conocí en un bar, con el que luego salí una vez y la cosa no prosperó, y aunque creí que me borró de Facebook, no fue así pero pronto lo será, y por ahora es extraño observar su fantasmal presencia en mis amigos. 

Ya no agrego gente de los viajes en Facebook porque luego pasa esto, el extrañamiento. Como a una brasileña muy simpática que conocí en Montevideo ahora que fui en marzo, y luego me salió su solicitud, y ahí sí dije para qué. Le puse que no. Pero ahí en Montevideo, un día que -oh coincidencias baratas del destino- me disponía a ver Trainspotting para ver la segunda teniendo la primera fresca, conocí a un escocés llamado Alasdair que llevaba nueve meses viajando por el sur. Nos agregamos porque luego pasaría a Buenos Aires y yo traía esa energía del que va llegando, o regresando, y quiere o puede salir y a todos les dice que sí. Pero el día que estuvo acá y me dijo que fuéramos por unas cervezas, yo tenía clases o un compromiso o ya no me acuerdo, y no nos vimos. Y ahora veo que sube fotos desde Edimburgo, que se está tomando una pinta con sus amigos de ahí, y comprendo que sucederá lo mismo: veré la evolución de su vida hasta que encuentre una buena mujer -o un buen hombre- con quién casarse y los hitos importantes de su vida quedarán registrados en la maraña de Facebook, y él y yo jamás cruzaremos palabra de nuevo.

Qué mala onda ser, también, el fantasmita de ellos.

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agosto15-17

No me quiero morir porque por fin he vuelto a escribir. No: no es que haya querido morirme nunca. Pero ahora menos quiero morir, sería tragedia dejar las cosas a medias. Debo terminar. En esto pienso estos días, en que los jugos brotan.

170717

Me levanto a las cinco de la mañana, sin haber dormido. Me visto y me hago un café y lo guardo en el termo. Salgo a un frío cortante, ventoso. Un frío antártico. Es de noche todavía. Pasa el colectivo rápido, el conductor es joven y trae la gorrita de la sudadera puesta, y tiembla, y adentro también hay hombres jóvenes que van a trabajar y traen las cabezas cubiertas, e igualmente tiemblan.

La experiencia del hospital y de la espera. Traumatología. En la primera cola, un muchacho atrás le dice a otro que le robaron la moto, forcejearon, y por eso le rompieron el brazo. Múltiples huesos rotos, pero ningún tendón, “por suerte”. Meses largos de proceso, y las esperanzas que el segundo le infunde: va a quedar bien, ya verás. No hace falta, la cara del muchacho denota una serena confianza en la recuperación. Pienso en el celular que me robaron el viernes. No me di cuenta, pudo ser en el subte o en ese mismo hospital, en la guardia, a donde fui para que me recetaran antibióticos y el virus de la gripe se cortara de una buena vez. Robo sin violencia, “al menos”. Más pérdidas, pero no son irreparables. Ya recibo todo un poco despegada, indiferente. Que vengan los golpes, uno y otro. Si tan sólo la noche anterior me hubiera regresado por el cargador y no se me hubiera acabado la pila en la mañana, tras pasar la noche fuera, y entonces hubiera podido ir escuchando música a todo momento, y controlar la posesión del aparato. El hubiera hijodeputa.

Parada en el pasillo, luego sentada en el piso, pies que pasan, personas que esperan con el rostro demacrado, el ambiente tenso, profusión de abrigos y chamarras (camperas) y sobre todo gorritos y bufandas, sin mucha idea de si afuera ya es de día y de qué color es la luz, imagino que gris. Leyendo el libro de María Moreno sobre su descomposición física a causa del alcohol. Lectura que me separa y me une al entorno. En los altavoces, los mismos nombres incesantemente, jamás los nuestros, jamás el mío: Silvia Robles, Juan Casanova, Alicia López. Infernal ese circulito que se duplica y se triplica. Cuatro horas, más. Consulta rápida, y luego peregrinaje para solicitar turno en análisis clínicos, en radiología, en cardiología. Pero hay sol, mucho, y yo no traje lentes. Sin embargo afuera el frío es un montón de navajitas heladas que cortan la piel.

Dice Moreno:

Todo lo que uno debe saber, digo saber profundamente, es una de las frases más populares del Talmud para quienes no leyeron el Talmud -tal vez leyéndolo se comprenda su complejidad, su falta de empirismo-: “Esto también pasará”. Sobre todo porque el alcohol es un estilo que se recupera a través del sin alcoholmás allá del alcohol. Sí, puedo ser brillante otra vez, otra vez ser un bufón, la que redobla la apuesta cuando los demás se recluyen en burbujas de agua mineral imaginarias. Pero yo no amaba mi objeto por lo que él me hacía ser, lo amaba simplemente. Y me hubiera gustado de todo corazón -contrariamente a lo que se piensa, que uno teme perder sus cualidades, que se tire al agua con el niño- que sin el alcohol me abandonara todo lo demás hasta estar perfectamente muerta. ¿Qué mujer, qué hombre, qué recién nacido ha inspirado un amor semejante?

Y antes:

¿Quién dijo que escribir sublima o consuela? Lo que hace es escarbar.

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Los diarios parte II

Soñar con aguas turbias nunca es buen signo, pero si soñé con el río fue porque, antes de dormir, lo último que leí era que “el río es la última frontera a donde van a recalar los excluidos y los suicidas”. Era otro río, el mismo Río de la Plata, pero otro definitivamente, en otra época, con formas distintas de llegar a él, de contemplarlo. Soñé que me iba de mi cuarto, que ya no vivía en esta casa. Era una pesadilla, porque yo adoro esta casa y también este barrio, el Boedo de la clase trabajadora, de la mística de Arlt y su grupo, de casitas y cuadras siempre iguales. Entonces me iba a otro cuarto, feísimo, con una cama estrecha y sin paredes, que sin embargo tenía una ventana enorme que daba al río. “Mira el río”, le decía yo a un locutor onírico mientras abría la ventana, intentando convencerme de la bondad de tener el río a la mano, siempre disponible, tan cerca que sus aguas tocaban los bordes de aquella ventana o balcón, y de pronto el agua sucia, verdosa, un cadáver doblado y descompuesto, que yo tocaba con el pie, y tres hombres que pasaban por ahí flotando, unidos en un extraño acto copulatorio, el de hasta abajo posiblemente muerto, ahogado. Es un sueño cuyas imágenes no se me han borrado desde hace días. La atmósfera del sueño suele acompañarme a lo largo del día, pero no durante más tiempo. Luego leí que “al soñar nos vemos a nosotros mismos como si fuéramos un personaje”. Y que:

El diario es como un sueño, todo lo que sucede es verdadero pero pasa en un registro tan condensado, tan cargado de sobrentendidos, que sólo lo puede entender el que lo escribe. La literatura tiende a ir ahí: su campo es la escritura privada, que se ilusiona con la idea de que está escrito para que nadie lo lea. Por eso el suicidio de Pavese es también una teoría o una resolución de lo que ha escrito en sus cuadernos personales. Kafka decía: sólo quien escribe un diario puede entender el diario que escriben otros.

Estoy leyendo la segunda parte de los diarios de Piglia. Me acompañan. Me avergüenzan, es decir, me humillan, porque verifico en ellos que nunca lograré trabajar con ese tesón, con esa disciplina, incluso con esa alegría. Aunque no tiene ningún caso martirizarse por eso y, peor todavía, compararse (no hay punto de comparación). También leo otras cosas. Las lecturas de la maestría, por supuesto. Y aparte, en otros momentos, a Armonía Somers. A Rebecca Solnit. Y eso leo, y también he visto cosas, y escuchado otras tantas. Pero este libro me la paso subrayándolo. Por ejemplo: “soy racional con la literatura e irracional en mi relación con la literatura”. O: “me cuesta narrar aquí lo que vivo en el presente, la experiencia logra todo su espesor recién en el recuerdo”. En fin, Piglia, siempre me haces lo mismo.

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Solsticio

Sentados debajo de un árbol en un parque en el barrio de Prado, un sábado a la noche, un pájaro se cagó en la mesa donde comíamos una pizza. Luego otro. Luego otro. Luego una cagada más. “Lo hacen a propósito”, dijo Paysandú, y yo me quedé pensando en eso. Un mes después, debajo de un árbol detrás del planetario, un jueves por la tarde, un pájaro se cagó a mis pies. Luego otro. Luego otro. ¿Lo hacen a propósito?, pensé. Qué daño podría hacerles recargada en la corteza de su árbol.

Aquel sábado montevideano caminábamos por la rambla. Hacía calor y el ambiente estaba húmedo y el cielo recién se había puesto negro, violeta, azul marino. Había mucha gente en la calle. Pasó un terranova color chocolate, que es su raza favorita, dijo él. Después el perro corrió hasta mí, me puso las patas sobre los muslos, y se fue. Desde entonces no me he encontrado con otros perros memorables. O sí. Un perrito que me encontré en mi calle, una noche que hacía mucho frío, hecho bola debajo del porche de un edificio. Le dije “perrito, perrito”, le acaricié el cráneo y sus ojos negros y brillosos me miraron como suelen mirar los perros. Pero yo tiendo a fijarme en los gatos. Gatos negros o atigrados o anaranjados o color crema, que salen de las ventanas y las puertas y cruzan barrotes y saltan ágiles cuando intentas acariciarlos. Una de estas gatitas se llamaba Leona, se lo escuché a su dueña. Era de color gris.

El año antepasado, en La Plata, cuando estaba muy triste y preocupada y llevaba varias noches sin dormir, me crucé a un perro que me ladró mucho y con saña, y me mostró los dientes mientras la baba se le escurría del hocico.

A Cathy no la veo mucho pues vive arriba, pero cuando baja se duerme en la silla en la que trabajo, y su cuerpecito tibio me calienta la espalda.

Aquel gato era mi hijo. Es otra pérdida de la que no me repongo. Por las mañanas quiero mandarle artículos basura sobre Pacey Witter y The Office, no al gato sino a quien lo cuida. Pero no lo hago.

Esto lo escribí anoche y hoy por la mañana, antes de despertar, soñé con un bebé muy pequeño que me cabía entero en la mano.

También leí, en aquel cuaderno uruguayo, que al pasear de la mano con alguien siempre algo me saca, me lleva lejos, hasta ese lugar donde me escindo y me contemplo y me reconozco y desconozco a la vez. Soy otra y no la conozco. El constante estar afuera.

El paseo une más que la cama.

 

Postete escrito a vuelapluma

Me gusta esto del otoño. O no, más bien me gusta esto de las estaciones verdaderas. Que la gente saca los abrigos y los suéteres gruesos y las bufandas del armario. Las calles se tapizan de hojas secas, amarillentas, que crujen bajo los pies. Y todo mundo va abrigado y hay una uniformidad en esto, en la manera en que la gente se viste y encara el exterior. Yo decía la otra vez que no basta con intelectualizarlo, con razonar que acá las cosas son al revés, y cuando allá hace calor acá hace frío, porque me he dado cuenta de que es un tema absolutamente corporal, está ligado al cuerpo y al tiempo, y sobre todo en mi caso que cumplo años a finales de mayo y dentro de mi esquema mis cumpleaños son cálidos, mayo es siempre el mes más caluroso, quizá el único verdaderamente caluroso, y hay una relación entre lo que espero y lo que ocurre. Conocí a una linda chica que es también Géminis, de fines de mayo, pero es argentina y tiene asumido que sus cumpleaños se arruinan por el frío; tenemos experiencias distintas de aquella fecha significativa o más o menos significativa, depende, porque a mí en realidad mucho no me gustan mis cumpleaños. Sin embargo he decidido que éste será diferente y me haré un programa hedonista, ya que cumplí 30 años el año pasado en un momento muy bajo de mi vida, y la verdad es que recuerdo poco de él, salvo estar sentados en la mesa del comedor, mi familia y yo, y reírnos nerviosamente por los acontecimientos recientes. Más bien, seré honesta, no lo recuerdo. No recuerdo haber cumplido 30 años. Oh, he cumplido 30 años. Oh, apenas hace unos años me lamentaba porque sentía que envejecía a los 25, y la incomodidad residía en no sentirme de esa edad de ninguna manera. Ahora sí lo siento. Ahora sí siento que tengo 30 y las cosas se me resbalan y lo que me importaba antes ahora no me importa tanto, no obstante persiste una clara afinidad con la niña que yo fui y que no dejaré de ser nunca. ¿Por qué he llegado a esto si lo único que quería consignar, aquí, es que me gusta el otoño y la sensación de que hay que cambiar de ropa y de temperatura y de hábitos y de estado mental y que pensaba en ello cuando una vez, hace un par de años, vi un cartel en un colectivo que decía “prohibido abrir la ventana en época invernal”?

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Mayo 17

Claro. La clave es la experiencia. La intensidad de la experiencia. O, más bien, de la vivencia. Es que yo estaba pensando en una cosa: con el asunto venezolano, con el hecho de que en Twitter me confunden siempre con Lilian Tintori, releí las entradas sobre Venezuela en La Isla a Mediodía: el apunte caraqueño, el descubrimiento de la blogósfera venezolana, la estadía del camarada Gregory en Ciudad de México en 2009… Y luego, en la relectura, en el movimiento nostálgico-narcisista, me apareció una entrada en la que no había pensado hace mucho tiempo, un texto atípico por el tono que mantenía en aquel sitio: una remembranza de mi primo Juan. Me acordaba de todo, excepto de una especie de epílogo a los recuerdos: un reencuentro en un día de campo, una caminata por el sendero de un río seco, el intercambio de quejas adolescentes. Y de pronto todo fue muy claro para mí, y pude vernos desde afuera, como en vista de águila: los dos caminando, sonriendo tímidamente, intentando asir aquello que fue tan fuerte y no existía más. Lo raro de todo, como siempre, es que esa noche -la noche de la relectura- era 8 de mayo, y el post fue escrito el 8 de mayo de 2007, hace diez años. Y que un día antes de tomar el vuelo rumbo al sur, todavía en Polotitlán, me encontré a Juan y a mi tía en una papelería, y nuevamente nos saludamos con gran timidez y distancia, como si fuéramos desconocidos y no los mejores amigos que fuimos, hermanos incluso, porque hay fotos de los dos en la regadera, desnudos y enjabonados, aunque existiera esa atracción infantil y el acontecimiento fundamental, revulsivo, del primer beso.

Pensé que, si no hubiera escrito eso, aquella conversación adolescente se habría disuelto, no existiría más en ningún lado, porque las falencias de mi mente me impiden retener ciertos acontecimientos. Muchas veces me sucede que la gente me recuerda cosas que dije y que hice, que yo no recuerdo en lo absoluto, y de las que me sorprendo o que me producen impulsos de separación, de deslinde. Y pasa que soy así, demasiado volátil e inestable, y es imposible mantener un registro de las varias partes de mí (de ahí mi necesidad, o más bien mi dependencia, por escribir diarios, por fijar las cosas). Pero entonces estaba leyendo un texto -que expuse, que no leí críticamente, del que no me separé, que presenté sin distancias- donde se planteaban algunas preguntas en torno a la posibilidad de conservar la intensidad de lo vivido, si al transformarlo en lenguaje y en relato lo que se recuerda es el relato o las versiones del relato, y no la cosa en sí. Y eso termina sucediendo siempre cuando se registran los acontecimientos. La materia transformada. ¿Pero es acaso preferible recordar el recuerdo que no recordar la cosa en sí misma? Sin embargo al releer aquel blog que mantuve por tantos años, lo expuesto y lo callado vuelve, y con ello un entendimiento -que quizás sea mejor que la memoria en sí- de lo vivido. Todo esto no lo tengo muy claro aún. Pero me hizo sentir que debo escribir más, registrar de nuevo, ayudarme en el proceso de recordar en el futuro.

Hace unos días me recordaron unos lunares que tengo en la espalda baja. Yo no los recordaba o quizás no sabía que los tenía. O sí lo sabía, pero había elegido olvidarlo. Y al decírmelo, y al presentarme las pruebas -también escritas, porque esto se trata del lenguaje y el relato-, sucedió que me levanté, me miré al espejo y los encontré ahí, los tres lunares en los que nunca pienso porque estoy acostumbrada a ver los que me recorren el pecho. Lo no recordado siempre permanece, de otra manera.

Así que debo escribir -aquí- más de lo que ha pasado en Buenos Aires. Esta lenta entrada en el invierno, un otoño que ha sido frío a veces, lluvioso a veces, caluroso a veces. Pero luego, poco a poco.

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Mitad de mayo

Uno de estos días volvía a México, pero en realidad todavía no volvía, eso pasó después. Ignoro de qué modo, por medio de qué mecanismos, fui recuperándome y reconociendo que los misterios no eran misterios, que los secretos no eran secretos o directamente no existían, que no había algo más grande sino lo pequeño de siempre, lo cotidiano de siempre, en su burda intensidad. Podría mirar mi pasaporte y tener la fecha de entrada consignada, pero en este momento me da pereza. Al menos esta vez sobreviviremos más tiempo en Buenos Aires, de otra manera. Estaba pensando en la memoria y en algo que quiero escribir sobre ella. Eso de registrar los acontecimientos porque, si no, se olvidan. Y esto es muy triste, porque mi mente no es fiable, se va degradando. Pero yo no quiero escribir sobre mi estancia en el hospital, aunque la recuerdo muy bien, y los detalles han sido ampliamente conversados, rememorados, con mi familia. Quizás porque, si la fijo, jamás desaparecerá.

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03:50 am

Otra vez el bloqueo y el blog como excusa. Yo había logrado ser productiva y entregar mis traducciones y realizar mis lecturas y mandar mis correos y terminar pendientes y, en suma, hacer mis deberes. Pero entonces, desde el jueves, una desidia o un bloqueo o un miedo o unas ganas de no tener que escribir y demostrarme cosas o demostrárselas a otros, o ni siquiera eso, porque no es tanto una demostración como otra cosa. Pero quién sabe qué cosa. No se me habían olvidado en absoluto las madrugadas porteñas, con cierta ansiedad, echando un incienso tras otro, un té tras otro, con la pestaña del Word parpadeante, con la Vista Previa a tope de pdfs abiertos, con mis cuadernos abiertos y ojos dibujados en los márgenes, y con todo esto encima. De qué sirve saber que las circunstancias son distintas, que el lugar es otro y estoy más contenta, que ya no tendría que hacerme cargo del dolor ajeno y lidiar únicamente con el propio, que sigo extrañando a J y al gato, que sin embargo he conocido personas, hombres y mujeres, y he sostenido encuentros sexuales con hombres y mujeres, pero que al final acá estoy, a solas, frente a la pantalla, ventilándome en mi blog.

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14 de diciembre 12:58

Llevo muchas semanas no con un sueño recurrente sino con una condición recurrente dentro de mis sueños. Adentro me duelen las piernas o no puedo caminar. Me duele insoportablemente levantar el pie, flexionarlo, bajar o subir escaleras. No camino: me tambaleo. ¿Es la cama, es el estrés? No alcanzo las notas, no doy los golpes adecuados. No me muevo adentro con libertad. Despierto con un frío atroz. Sostengo interacciones extrañas, inadecuadas. Me acompañan durante el día. Pero es el asunto de los pies el que me inquieta. Perdí una capacidad ahí. Hasta los sueños eróticos están filtrados de violencia.

 

Hay una planta en mi oficina que atiendo. Pero creo que no la miro en realidad desde hace mucho tiempo. Miro a mi izquierda, hacia la ventana, a los edificios de la Roma, una casucha en un techo donde hay un perro y una señora que siempre está lavando o tendiendo ropa, un anuncio despintado del que sólo sobreviven las palabras “informes aquí”, un cielo recortado que a veces es gris, a veces azul, a veces rosa y violeta, a veces negro. ¿Cuánto tiempo sin mirar la maceta? Hasta hoy que entró mi jefe y dijo, con sorpresa, que se estaba muriendo. La planta. Entonces volteé y la miré marchita, toda ella marchita, hasta las hojas que, otoñalmente, se habían vuelto rojas, carnosas. La había olvidado. Como me he olvidado.

 

 

18:18

Uno de esos atardeceres azules de nubes naranja salvaje. Debo pensar o repensar en la cuestión sexual. Resolver ese tema. Concretar la escritura. Acostumbrarme a lo nuevo, a lo olvidado. Reincidir. Abandono a un tiempo libre pasivo, narrativo. El tiempo más real es irreal. Deseos transformados. Fracasos y victorias. Lenta, incesante, obstinada rutina. La incapacidad de expresar algo que no puede ser, todavía, formulado.

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