La playa

Tengo la creciente sensación de que esto no es la realidad. De que volver a mi vida cotidiana, donde no hay cervezas sobre hamacas en una playa caribeña, será un golpe demasiado duro de afrontar, el balde de agua fría después de un sueño pacífico y conciliador. Debí escuchar a Luis Frost cuando me dijo que no lo hiciera, que no viajara, porque después todo pierde sentido. Es difícil hacerse a la idea de que uno debe tragarse sus vacaciones y volver a la vida oficinística/freelancera, pagar la luz y el agua, comprar leche cada tercer día, estar al día con la tarjeta y visitar a la familia con regularidad.

En Santa Marta me sentí como personaje de Fernando Vallejo: el pueblo es pequeño y sofocante, las calles son como túneles por donde uno transita con el sudor en la espalda, y las prostitutas no hacen distingos entre hombres o mujeres. Yo había viajado afiebrada desde Barranquilla, y todo parecía estar en otra parte, donde no podía alcanzar nada.

Ahora, en Taganga, me siento como personaje de Alex Garland. Hay un paraíso allá afuera al que debo llegar, pero hay como una pared, y esa pared es mi trabajo y mi vida cotidiana.

Quizás todo sea producto de la cerveza sobre la hamaca, en efecto. O los arrecifes de ayer, en Parque Tayrona, a los que se llega luego de una caminata por la selva de 45 minutos. El mar es hermoso, entre azul y verde, y la arena es como rocas diminutas. Por supuesto, mostraría la foto… pero olvidé la cámara. Deben ser las cervezas tropicales. Ustedes me dispensarán.

 

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