martesjueves

Ayer, sobre Hipólito Yrigoyen, estaba una brigada repartiendo sopas en vasitos de crema y queso, que las personas que viven en Congreso tomaban con algarabía. Están arreglando la plaza, no se puede entrar a ella por ningún flanco, y quienes viven ahí se han replegado a la acera de Yrigoyen, cerca de la Biblioteca del Congreso. Últimamente se me ha hecho por costumbre ir a estudiar ahí: como biblioteca no es tan linda como la Nacional, con sus lámparas verdes y vista espectacular de la ciudad, pero es la que me queda más cerca y no requiere mayor trámite, y por lo general tiene los libros que necesito.

Yo sabía que esto pasa, que hay quienes se organizan para llevarles comida a los que no tienen casa. Nunca había visto. En todas las ciudades hay una red de ayuda y trabajo y también de miseria y crimen, pero por alguna razón siento que en Buenos Aires esa trama es más visible, no está localizada. Yo venía caminando por Callao, había ido al BAMA a ver A quiet passion, sobre la vida de Emily Dickinson, y al cruzarme con muchas personas por la avenida pensé eso que siempre pienso por las noches: cómo aquí abundan los locos, los excéntricos, los raros (en el segundo piso de un McDonalds, bebiendo un café y mirando al frente con ojos vacíos, un hombre que parecía haber resucitado de una temporada en un lugar infernal, bajo tierra, el pelo rastudo y barba desordenada y la piel ajada).

(A quiet passion es muy hermosa y extraña: una puesta en escena teatralizada con un diseño de sonido portentoso que deja caer los diálogos, muy punzantes e ingeniosos, como piedras; en la función había puras personas mayores, que siempre son los mejores compañeros de cine porque suelen ser callados, aunque hubo uno que cerca del final empezó a roncar.)

Julio sin dinero pero algunas cosas logré hacer. Fui a casa Brandon a escuchar leer a María Moreno, Ariana Harwicz, Diana Bellessi y Laura Estrin. Hubo un programa doble de Lynch en el MALBA: no alcanzamos boletos para la primera, Blue Velvet, que de todos modos ya he visto un par de veces, pero sí para la siguiente, la que me faltaba de Lynch, Wild at heart. Al salir esa madrugada, a las tres de la mañana, la neblina había cubierto los últimos pisos de los edificios elegantísimos de Figueroa Alcorta y el frío cortaba la piel: yo traía mallones, pantalón, doble calcetín, gorrito, bufanda, guantes, la parka con el gorro puesto, y de todos modos sufría. Fue el viernes que me sacaron el celular de la mochila. Lo que más extrañaría a continuación no serían las fotos (había logrado bajar las de Uruguay, por lo menos, y las demás no importaban demasiado), sino -descubrí una tarde- el maldito Whatsapp, los mensajes grupales que por lo menos me mantienen entretenida o me dan una falsa sensación de acompañamiento. Aunque queda el Telegram web. También intenté ir a ver El invierno llega después del otoño, pero las dos veces que llegué al Gaumont, una vez habían cancelado la función y la otra era jueves y ya habían cambiado los horarios. Un sábado comimos sopes, vimos Me estás matando (coma) Susana. El día del amigo tomamos vino con los mexicanos y las venezolanas, y luego todo se fue en hablar de Venezuela, en discutir. Ese nosotros tácito es engañoso: a veces son unos y a veces otros. Pero muchas veces yo sola. Fui al café La Paz, que Piglia menciona frecuentemente en sus diarios, y tomé una cerveza y leí unas cosas y escribí un poquito. Al salir, en Montevideo, pasé por el Pippo y el Pepito, otros lugares donde él solía cenar ¡hace casi cincuenta años! Otra cosa que suelo hacer, que ocurrió este mes: paso a la confitería y compro dos sándwiches de miga, por ejemplo de pollo con tomate o jamón y piña (ananá) o queso y salame, y me los voy comiendo mientras camino. Ya ese tipo de sándwich con textura de papel de estraza no me sabe de otra manera.

El demasiado trabajo, el lento avance. Las madrugadas. Asomarse por el balcón: una pareja esperando el 15, un señor inclinado junto al contenedor de basura, como si vomitara; dos hombres que pasan gritando. El señor de los quesos y los jamones del chino, que es muy amable y sonriente, y el chavo que atiende la caja principal que es malencarado, lindo como cantante de kpop pero malencarado; y el señor de las verduras que es bueno y seguido me consigue cilantro. Los de la pollería, que son rapidísimos y siempre dicen cómo vaaaa, bueno, bárbarooo. El muchacho venezolano del Día que, al día siguiente de la Constituyente, le decía a su compañero -riéndose maniática, resignadamente- que ahora menos se podía regresar, que ahora le quedaba más tiempo en este país, aunque no quisiera, y luego una señora le preguntó por las azúcares y él le dijo ahí en la góndola de los arequipes, que diga, del dulce de leche y luego se estuvo riendo mucho y muy fuerte por la puntada de los arequipes.

Pasó borroso, frío, sin muchas alegrías, el mes pasado.

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