Me verás caer

Inevitablemente, me sentí sola. Caminé por las calles de Buenos Aires esperando encontrar una cara conocida, pero no había nada.

Y luego, de la nada, en Santa Fe con Uriburu, enfrente de una zapatería con descuentos, la vi.

Cuando estaba en el DF y caminaba por la Roma y la Condesa, o por San Ángel, o por Polanco, o por cualquier lugar que se prestara a mi propósito, mi actividad favorita era cazar artistas. Ignoro por qué, si en el fondo tengo alma de paparazzi como sentenciaban los estudiantes de Sociología de mi facultad, o sencillamente voy con los ojos muy abiertos, o he leído demasiadas TvNotas en el baño de mi casa, o tengo el morbo en la sangre: siempre reconozco a los actorcillos y cantantillos de nuestro espectáculo nacional. No sólo sé exactamente dónde vive Carlos Reygadas (fácil, entrente de Elisa) o reconozco a un integrante de Tierra Cero o veo a Alberto Estrella leyendo un libro en un Vips o sé quién puñeta es Beatriz Moreno porque la vi en Zacatecas con Orizaba… mi proyecto ocioso era abrir un blog sólo con avistamientos (El Cha! en El Imperial, viernes 12, 10:30 pm) por diversión. Empiezo a pensar que me voy a emplear como fotógrafa freelance SECRETA para el pasquín mencionado.

Esta vez vi a Sabrina Sabrok. Sí, la mujer con los senos más grandes del mundo, argentina de nacimiento, que paseaba por Buenos Aires tomada de la mano de su juguete de ocasión. Y en lugar de sentir sorpresa o curiosidad, sentí tristeza: la mujer no sólo tiene senos falsos, sino nalgas falsas, labios falsos, ojos falsos, cabello falso y está virtualmente inhabilitada para sonreír.

Mi soledad se acortó un poco.

El viernes salí con Guillermo/Billy/Willy, de Couch Surfing. Comimos empanadas y hablamos de libros y de historia y de situación política, todo lo cual nos hizo sentir personas muy importantes, hasta que salimos y nos empapamos hasta la médula con la lluvia torrencial de Buenos Aires. Fue una tarde agradable, después de todo, y luego corrimos a su casa y cebamos mate mientras charlábamos de comida. Conocí a sus papás y a su hermana en su bello departamento estilo francés, y luego caminamos hacia un lugar que, dijo, era como de cuento de Roberto Arlt: “Los amigos de Carlitos”. Lo malo: estaba cerrado. De modo que volvimos a caminar, pero ahora hacia el “comedero de estudiantes pobres”, un sitio de pizzas donde comes parado y tomas un vino muy dulce que parece jerez. Estuvimos a tiempo de cruzar la calle y comprar los boletos más baratos para ver Hedwig and the angry inch, el musical. Al entrar a la sala, como estaba casi vacía, la acomododadora nos dejó en la tercera fila al frente por una propinita. Salimos ganones.

Recordé entonces esa emoción que sentí, a los dieciséis años, cuando vi The Velvet Goldmine por primera vez. Fanny y yo éramos fans de Placebo, como hasta ahora, y por ende lo éramos también del glam rock. Esa película fue entonces una revelación, como lo fue algún tiempo después Hedwig… Hay un post al respecto, que viene a cuento: esa tarde, séptimo semestre de licenciatura, sucedió aquello que no creí que sucedería. Oh, todo tiene alguna conexión y es a la vez tan irrelevante. Por partes…

Ayer fui a Tigre, un pueblito a una hora de Buenos Aires. Me subí a un catamarán que navegó por el río, y que pasó por cada hermosa casa de campo con su muelle particular, mientras yo leía El libro de García Ponce, la historia de amor entre un profesor y su alumna.

El pueblito tiene una pinta muy Nueva Orleáns, un estilo isleño pero al mismo tiempo europeo. Para ir se tiene que tomar el tren desde la estación El Retiro, y viajar durante una hora a través de barrios de clase alta como San Isidro, y también de lugares desoladores y sucios. Es impresionante.

 

Estando ahí di una vuelta en catamarán por el río, rodeado de flora espesa.

Una de mis materias, en el séptimo semestre, era de ciencias políticas. El profesor era un argentino guapísimo que parecía César Évora. Por no sé qué razón, charlábamos mucho, entre clases en la facultad y por correo fuera de ella: nos gustaba leer novelas y eso nos unía, fuera de lo demás. Me acuerdo que me invitó a tomar un café y, lo que es estúpido, mi mamá no me dejó ir y, lo que es más estúpido aún, le obedecí. Ahí terminó una historia de amor que ni siquiera empezó.

Esa tarde, después de la desolación de mi irresuelto affaire profesor-alumna, vi Hedwig en compañía de Fanny y de mi buen amigo El Chalu, día en que por cierto inauguramos la rara costumbre de tomar café soluble Dolca sabor canela (a partir de entonces, todos los saludos de Chalu eran “¿Cuándo unos Dolca?”).

Es increíble. Tres años después todo se une, con un grado más de intensidad.

A los porteños recomiendo enfáticamente que vean el musical. La adaptación es muy afortunada, y la forma en que trasladan el personaje de Michael Pitt a Hedwig es impresionante. La historia es divertida y conmovedora, tiene un poco de cabaret y stand-up comedy, tiene chorcha e interacción con el público, tiene música en vivo y letras desgarradoras, tiene lágrimas y risas. Fue en verdad fascinante.

Mi otra aventura: Willy trabaja en una librería de viejo poseedora de verdaderas joyas. Acá, una primera edición de Los Lanzallamas.

Por ahora estoy resolviendo los últimos puntos de mi viaje. Cuando se viaja de esta forma, se pasan varios días en la planeación. Mis próximas paradas: Uruguay, Iguazú y Calafate. No puedo morir sin ver los glaciares.

 

(entrada original)