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Fui a Facebook a registrar quién ordenaría mis cosas en caso de muerte. Fotos, más que nada. No podrían leer mis mensajes. Ahora debo instruir a la misma persona para que se haga cargo de mi cascajo digital. El pensamiento me rozó y me inquietó. Sobre todo, déjate tú el blog, el mail, el Twitter… Sobre todo mis versiones 1-18 de textos que me persiguen y que si me muero quedarán a medias y perdidos. Aunque tampoco importa mucho.

Me puse a ordenar mis papeles, mis usbs. Tiré, borré. Estoy sumergida hasta los muslos en una nueva temporada de burocracia torturante. Avanzo en ese bosque oscuro con resignación, a tientas y muy lentamente. Perseverancia.

Estoy reflexionando profundamente sobre mi vida. ¿Es esto bueno o malo? Sin duda es ensimismado. Sin duda si tuviera otro tren de vida no pasaría. Y a la vez es un poco inútil, porque mientras más miras más se ensancha aquello.

En un mes mudanza y otra vez me despido de las cosas y me recuerdo que soy así, que siempre soy así, que en 2006 escribí lo siguiente, al mudarme de otro cuarto de estudiante, y que por escribirlo puedo recordarlo pero no sé muy bien si eso es bueno o malo:

Pensar que nunca más veré estas paredes. Que nunca más veré el polvo acumulado en los rincones y los restos de unas Suavicremas de fresa que se hicieron pedacitos en el borde del clóset (jamás habrían de salir de ahí). Que nunca más sentiré ese mareo repentino al voltear y, en lugar de encontrarme con una pared de 180 grados -como sería lo natural-, golpearme en cambio con un muro estúpido que de pronto se decidía a dar un giro fenomenal sobre su eje. Tantas anécdotas y accidentes. Oh… Qué atroz. Dejar mi callecita de Vicente Suárez #410, a ochenta pasos de la facultad. Nunca comer de nuevo esos pastes hidalguenses. Ni ir al Oxxo y evitar al gordo acosador. Ni toparme con universitarios ebrios dando tumbos por la calle -la única calle del estudiante, de principio a fin-. Qué atroz. Y lo peor: no ver a mis compañeras nunca más. No oír sus ronquidos a través de la tabla-roca hueca. No recoger sus papeles tirados alrededor del bote de basura. O los vasos vacíos sobre el restirador. O las Maruchans podridas en la barra de la cocina. O los platos infestados de colonias de hongos germinando, reproduciéndose y evolucionando en la tarja. No más de eso. No más. Qué atroz.

Ahorita estoy procrastinando, con esto. Ya atormenté la escritura académica, la única que yo no había atormentado, la única que había logrado mantener lejos de mis neurosis. Si dijéramos tuvieras estreñimiento y hubiera un modo de aliviar el estreñimiento por ejemplo sonándote la nariz, te la sonarías, ¿no? Aunque sepas que el estreñimiento otro ahí sigue, y es grave. O no, símil tonto. Digamos que tienes hambre, que hay una torta cubana esperándote, que enfrentarte a ella será sublime, y difícil, pero ineludible. Pero no puedes. Pero tienes hambre. Te comerías entonces algo pequeñito, insulso, poco nutricio, nomás para espantar a la lombriz.

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