¿Por qué escribir? ¿Vocación? ¿La necesidad física de hacerlo? ¿Contar historias? ¿La fama y vida del escritor? Siempre he pensado que todos tienen sus motivos. Yo todavía no los descubro. En lo que siempre he creído es en lo doloroso que es escribir, sobre todo cuando te importa, cuando estás trabajando en un texto que no sale como desahogo (como éste, que se produce a medida que tecleo). Entonces, forzosamente, escribir debe ser un acto masoquista. Producir una historia es difícil. Al menos para mí. Es una lucha con el estilo: si no encuentro un tono desde el principio, no puedo continuar. Borro y escribo un nuevo comienzo. No sirve. Borro y hago otro. Si no sale, abandono la historia. La guardo en una caja fuerte imaginaria, hasta que le llegue el momento de brotar. Debe ser natural, pero rara vez lo es. Escribir no es para mí sólo contar historias. No se trata de tener una trama: tu inicio, tu desarrollo, tu clímax y tu desenlace. Mi problema siempre es cómo contarlo. Qué tipo de narrador usar. Qué palabras. Con qué frase abrir. Por eso digo que escribir es doloroso. Es un acto tortuoso que sólo a veces brota con increíble naturalidad.

(por ejemplo: iba a usar un sinónimo de brotar, porque ya había usado este verbo en una frase tres líneas arriba, pero luego decidí dejarlo y explicar un poco mi método de escritura; eso es lo difícil para mí, supongo que soy estilista, pero eso no me interesa: detenerse en la forma no permite avanzar en el fondo).

A veces, decía, la escritura aparece con fuerza. Puedo escribir cinco páginas de corrido, casi sin levantarme. Durante estos raros momentos de inspiración, la escritura se revela como lo que debe ser: ese río. Puedo sentir la emoción de crear algo bello -así parece siempre en el momento de la ejecución; de otra manera no lo escribiríamos-, un legado que se me desprende hacia los demás. Suena pretencioso y lo es. Pero también ingenuo. La tristeza sobreviene al día siguiente: al releer, corregir, descubrir con dolor que poco o nada sirve, que el ímpetu era engañoso, nada más que un espejismo en el desierto.

Envidio a los escritores y aprendices de escritores que narran brincando las convenciones de la forma. No están tan paralizados por sus propias fijaciones. Ejecutan su arte con espontaneidad. Van al grano.

Para mí, es tan importante lo que cuento como la forma en que lo cuento. Puedo ser farragosa o minimalista, puedo abusar de los diálogos o escribir párrafos larguísimos y apretados. Pero ante todo, al escribir, debo sentir que fluye. Me niego a luchar contra la historia que se niega a salir.

Pero también, creo, esta insistencia con la forma puede convertirse en el “detector de mierda” del que hablaba Hemingway. Entonces paso a mi segundo punto de reflexión: los malos escritores que a todas luces insisten en ser escritores. Justo hace rato se me estaba ocurriendo que de nada sirve decirles que son malos escritores. Se negarán a creerlo. No sé entonces cuál es su motivación: si la escritura misma o contar una historia. Porque no parecen estar preocupados por asuntos tan banales como la ortografía, las cacofonías, las aliteraciones. Puede que estén en proceso de mejora. Puede que simplemente les importe un carajo. Puede que no tengan fijaciones y vayan al grano. Son efectistas y les gusta: abusan de las groserías, de las imágenes demasiado sórdidas (un fellatio humillante, nada más literario que eso), del dialecto. Leyeron realismo sucio y les pareció que a esto sonaba. O, por el contrario, los preciosistas: regocijados con los rayos del sol, la copa de los árboles, los atardeceres, las lágrimas y los “besos sabor a mar” que alguien les dio.

Y después vuelvo a pensar: de nada sirve detectar la mierda, porque en el propio ser es indetectable (sólo los grandes lo lograron). Con toda seguridad yo soy una pésima escritora y podrán pasar muchas décadas antes de descubrirlo. Ese es el vértigo en el estómago. El miedo. Ese miedo contra el que lucho… escribiendo. Y, al mismo tiempo, odiando todo lo que escribo.