Ya me había pasado eso de permanecer en la cama durante un temblor. Cuando estuve en Chile las réplicas eran tan comunes que a veces en la noche sentía que estaba temblando, pero yo estaba tan cansada que ni siquiera me movía. Sólo pensaba “ya pasará, ya pasará”. Claro que no siempre lo tomaba de buena manera. La primera réplica que sentí, que por cierto fue la más fuerte desde el terremoto, yo me estaba bañando. Conjeturé durante unos segundos, cuando vi que las botellas de champú y los cepillos de dientes se caían de sus lugares, si sería buena idea salirme corriendo envuelta en una toalla. Luego, cuando estuve en el pueblito llamado Pumanque, muy cerca del epicentro, los temblores se sucedían a razón de uno por hora. La primera noche bebimos un montón (esto ya lo conté) y cuando fui a meterme a la casa de campaña y cuando por fin me acosté sobre el piso delgado de la carpa, un sacudón enorme nos despertó a todos. La borrachera se nos bajó en medio segundo. Recuerdo que la chica que estaba a mi lado sólo decía, con voz tranquilizadora, “calma, calma, ya casi acaba” pero yo contestaba comiéndome las palabras “pero no se termina, no se terminaaaa”. Es muy distinto sentir un temblor cuando estás con la espalda contra el piso y ese mismo piso se retuerce y se tambalea, y en ese breve lapso de tiempo se forman ideas extrañas (o estúpidas) en tu cabeza: que ese mismo suelo se abrirá y te tragará. No la muerte aplastada por los escombros, sino la muerte definitiva en la que tu sepulcro te aspira mientras estás viva, dejando nada de ti a la intemperie, ninguna prueba física de tu existencia. Pensamientos trágicos e ingenuos. Durante el día veíamos los árboles agitarse y escuchábamos el rugido de la tierra al cimbrarse y todas las veces eran una vez nueva, una primera vez. El miedo tiene una capacidad asombrosa para renovarse.