Yo conozco mi modo de leer y en qué categoría se sitúa mi concepción de la literatura. Pero no puedo cambiarla, es más: no quiero. Algunos libros verdaderamente me han ayudado a vivir. También sé que llevo mis meses porteños (porteños, se me dice, que lo bonaerense atañe a la provincia de Buenos Aires) sumergida en una lectura mística de lo que me rodea que no es otra cosa que un movimiento narcisista, una lectura de mí misma a gran escala (oh, soltería impuesta, soltería artificial). Me curo en salud para confesar que otra vez caí en la lectura letraherida (ay, el Constantino Bértolo que me complicó un texto a la mitad de escribirlo pero también: qué bueno), y puse mi sustrato autobiográfico al servicio de mi descubrimiento, o más bien interesamiento por Los diarios de Emilio Renzi (años de formación), reescritura, edición y quién sabe qué otra cosa más de los diarios del joven Piglia.
O sea, ya sabía del libro. Y me interesó, por el asunto de los diarios. Pero me urgía más, pensaba, el Cómo se escribe el diario íntimo, de Alan Pauls. Todavía me hace falta. Lo que sucede es que hoy entré a una librería Cúspide y en su mesa de novedades estaba el de Piglia, sin el plastiquito, y lo abrí y leí algunas entradas, las típicas de diario, intercaladas con episodios ¿literarios?, ¿narrativos?, y entre todo ello nombres conocidos y admirados, y sitios conocidos y amados, y todo rebosando literatura y lecturas, y total que mientras lo leía hasta el pulso se me aceleró. Hice lo que tenía que hacer donde estaba y luego decidí ir a El Ateneo de la peatonal Florida, donde hay una salita con sillones en la que siempre hay gente leyendo. Fui, con una buena hora para sentarme a leer. También tenían un ejemplar sin plastiquito. Me senté, triunfal, en una silla y, oh: primer misticismo apabullante: en la otra isla (hay dos islas de silloncitos y mesas) estaba sentada una anciana que, sólo en ese momento comprendí, yo ya había visto ahí mismo. Pero quizás la había visto sin verla, porque mi encuentro con ella en verdad consciente fue más bien aterrador: días antes yo venía caminando por avenida Santa Fe, a la altura del subte San Martín y en general de mi barrio y del microcentro, una noche en que me sentía triste, ansiosa, agobiada por mis problemas, cuando se me apareció aquel cuerpo tullido, enroscado, una mujer diminuta con una joroba tan pronunciada que su cabeza ya no podía erguirse, estaba totalmente torcida, su cara paralela al piso, de tal manera que al verla de espaldas era como ver un cuerpo sin cabeza, una deformación vertebral probablemente dolorosa, enquistada, que la hacía caminar con lentitud y sin embargo con plena autosuficiencia y hasta serenidad. Me turbó verla, incluso diría que al principio me espantó, la visión sobrenatural del cuerpo sin cabeza, y después la empatía y el dolor, y luego el movimiento narcisista, y todo esto no hizo más que remover el ánimo lóbrego que esa noche traía conmigo. Enseguida llegué y apunté algo sobre ella en un cuaderno, para fines utilitarios. Pues hoy la vi en la librería, diminuta y arrellanada en su silla, perdida en la lectura como, por supuesto, yo la había visto la primera vez, antes de robarle su dignidad. Seguramente somos (y pronto dejaremos de ser) vecinas. Al menos somos usuarias de la salita de lectura de El Ateneo de Florida.
De los diarios, en aquella hora, hice una lectura a la que tengo tanto derecho como todos, o sea desordenada y al azar, saltándome párrafos, frases y toda continuidad, viajando de 1967 a 1958 a 1963.
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Una semana después -que es cuando continúo esta entrada- tengo frescos muchos pasajes todavía. Aquel donde dice conservar la convicción de que cada día fuera sí mismo, único, portara su propio signo. Sus lecturas apasionadas de Dostoievsky; críticas de Fuentes, García Márquez, Cortázar, Leñero; amorosas de toda la literatura anglosajona; de James Baldwin y Woolf y Pavese y Proust. Sus discusiones teóricas con Sartre, con Gramsci, sobre el problema arte-vida, la representación, la política, el narrador. Tiene diecisiete años cuando empieza su diario y el volumen se detiene en sus 27, edad crítica para el joven artista. Y a esa edad ya pensaba -y de qué manera- en todo esto. Admirar la claridad de pensamiento del joven Piglia, del joven Emilio Renzi, de Ricardo Emilio Piglia Renzi (otro que, como Jorge Mario Varlotta Levrero, se vuelve el doble de sí mismo: el nombre y el apellido secundario el autor, en uno; el personaje ficticio, en el otro). Asistir con morbo a sus relaciones sexuales y afectivas. Envidiar su voluntad de trabajo, su disciplina. Imaginar aquellas reuniones alcohólicas con Haroldo Conti, con Rodolfo Walsh, con Edgardo Cozarinsky. Encontrarse en sus dudas, en su confesión de que en su vida le ha apostado a una sola carta, en la puesta en crisis de la noción de vocación (¿y qué otra cosa es sino persistencia?), en su enamoramiento de la literatura y sus satélites (otro romántico).
Pero sobre todo proyecté mi experiencia en su experiencia, y me vi en sus andanzas por el barrio de Retiro y la Plaza San Martín y el centro de Buenos Aires, en sus estadías en el café Florida y en otros restaurantes y bares que ya no existen; en su tensa y peculiar relación con la provincia, los autobuses, la capital cercana pero a la vez un tanto inaccesible; en su condición de joven nómada, cambiándose de pensión en pensión, de cuarto en cuarto, cargando a donde vaya su pila de libros, su enorme pila de libros, que se agranda continuamente, pues compra y compra, y malgasta el dinero y a veces se queda sin plata y pasa hambres pasajeras y cuando por fin tiene dinero se sienta en restaurantes y pide un bife con papas fritas. Tuve que mirarme, entonces, en su idealización del héroe sin domicilio fijo. En sus diarios Renzi o Piglia escribe de lo que debe escribir y de sus ganas de escribir; de sus lecturas, de las películas que ve, de sus sueños y de ideas para cuentos. En un fragmento explica que cuando alguien cuestiona un aspecto de sus cuentos sobre el cual se siente completamente seguro, descarta el comentario; pero cuando hacen una mención, o apenas una intuición, por más vaga, sobre algo que a él le causaba cierta inseguridad, ya sabe que debe trabajarlo de nuevo.
En la web de Anagrama se pueden descargar las primeras páginas. Algunos fragmentos de allí:
“«Por eso hablar de mí es hablar de ese diario. Todo lo que soy está ahí pero no hay más que palabras. Cambios en mi letra manuscrita», había dicho. A veces, cuando lo relee, le cuesta reconocer lo que ha vivido. Hay episodios narrados en los cuadernos que ha olvidado por completo. Existen en el diario pero no en sus recuerdos. Y a la vez ciertos hechos que permanecen en su memoria con la nitidez de una fotografía están ausentes como si nunca los hubiera vivido. Tiene la extraña sensación de haber vivido dos vidas. ”
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“¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro).
La experiencia, se había dado cuenta, es una multiplicación microscópica de pequeños acontecimientos que se repiten y se expanden, sin conexión, dispersos, en fuga. Su vida, había comprendido ahora, estaba dividida en secuencias lineales, series abiertas que se remontaban al pasado remoto: incidentes mínimos, estar solo en un cuarto de hotel, ver su cara en un fotomatón, subir a un taxi, besar a una mujer, levantar la vista de la página y mirar por la ventana, ¿cuántas veces? Esos gestos formaban una red fluida, dibujaban un recorrido –y dibujó en una servilleta un mapa con círculos y cruces–, así sería el trayecto de mi vida, digamos, dijo.”
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“La ilusión es una forma perfecta. No es un error, no se la debe confundir con una equivocación involuntaria. Se trata de una construcción deliberada, que está pensada para engañar al mismo que la construye. Es una forma pura, quizá la más pura de las formas que existen. La ilusión como novela privada, como autobiografía futura.”
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“Punto primero, los libros de mi vida entonces, pero tampoco todos los que había leído sino sólo aquellos de los cuales recuerdo con nitidez la situación, y el momento en que los estaba leyendo. Si recuerdo las circunstancias en las que estaba con un libro, eso es para mí la prueba de que fue decisivo. No necesariamente son los mejores ni los que me han influido: pero son los que han dejado una marca. Voy a seguir ese criterio mnemotécnico, como si no tuviera más que esas imágenes para reconstruir mi experiencia. Un libro en el recuerdo tiene una cualidad íntima, sólo si me veo a mí mismo leyendo. Estoy afuera, distanciado, y me veo como si fuera otro (más joven siempre). Por eso, quizá pienso ahora, aquella imagen –hacer como que leo un libro en el umbral de la casa de mi infancia– es la primera de una serie y voy a empezar ahí mi autobiografía.”
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Entonces pienso en el yo como relato, en la necedad y la ilusión y la ingenuidad de pensarse escritor, y sobre todo en mi biografía lectora remota, la de la niñez y la adolescencia: pienso en aquella tarde en Polo en que se fue la luz y durante las últimas horas de la tarde me puse a leer Pedro Páramo, mirando por la ventana la milpa y los cerros, sabiendo que yo misma estaba ahí, en Comala; la primera vez que en un libro de lecturas de la primaria leí a Borges y a Cortázar (y empezó así mi enamoramiento de Buenos Aires); en mi lectura de Ana Frank a la misma edad que Ana Frank tenía al escribir su diario; me miro también, desde afuera, leyendo Cumbres borrascosas, todo Wilde, El país de las sombras largas, las novelas de Jean Webster, ¡Cagliostro!, ¡Sinuhé, el egipicio!, ¡El sombrero de tres picos!, los coloridos volúmenes de El Quillet de los niños que leía y releía obsesivamente, junto con Las aventuras de Tomillo; María, de Jorge Isaacs; Marianela, de Pérez Galdós, mi primer intento de Crimen y castigo. El libro que inauguró mi vida lectora, muy joven: Alicia en el país de las maravillas. Hay mucho más. Libros que encontré en la nutrida, extraña, ecléctica biblioteca de mi papá, un gran lector (y qué suerte tenerlo y, unida a ello, la posibilidad de perderse en estantes repletos, de los que había que rescatar lo literario entre tomos de ingeniería, oceanografía, economía, manuales, almanaques, herbolaria, etc.).
También pienso ahora en la épica del nomadismo. Termino esta entrada, días después de aquel jueves del Ateneo de Florida, en un café de Montserrat, a donde me acabo de mudar (mudanza número 19). Lo único que me interesó durante la mudanza, a lo que no le despegué el ojo, fue mi caja de libros (90% adquiridos en Buenos Aires) y mis cuadernos (más de diez, algunos con apuntes escolares y otros con entradas de diario).
Es cierto que La novela luminosa me ayudó a vivir los primeros meses aquí. Pero ahora debo perderme menos en mis pensamientos y trabajar más. Necesito un nuevo modelo. He accedido intermitentemente a los diarios de Piglia. Pronto me sumergiré por completo.
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