Lunes, 6:18 p.m.

Acabo de caerme. Entré descalza al baño, el piso estaba mojado, mi pie patinó, me di en la rodilla, en los dedos, en las pompas. Intentaba escribir aquí: la angustia. Que es física (taquicardia, sudor frío, respiración entrecortada). Ahora estoy en Polo, en mi cuarto. Debo escribir un texto, avanzo con lentitud. Hay buen clima desde hace unas semanas. Aquí hasta hace calor: la luz de la tarde entra por la ventana, me siento abochornada. He aplazado la angustia. Pero es mentira, es otra de las mentiras que me he dicho a mí misma (como esa de que me es fácil desprenderme de las personas). En realidad es fácil tomar la decisión, cualquiera puede con eso.

Hay amenazas latentes, la posibilidad de perder lo que anhelaba. Después: trámites, llamadas, correos, solicitudes, firmas, copias. Visitas. Idas y vueltas. Compromisos. Lo que ya no voy a hacer. Lo que ya no va a suceder. Dar por hecho que yo cambiaré, que los demás cambiarán, que los sentimientos de ahora serán reemplazados por otros.

Insomnio. Otra vez esos sueños: el tsunami. Una ola que arrastra el agua desde las orillas, que deja la arena a la intemperie, que se alza como un edificio y después, sin más, azota. Un jardín sin plantas, varios bichos arrastrándose por las paredes. Más trámites, más compromisos. Muchos consejos, muchas palabras bienintencionadas.

Me ha recordado: siempre tuviste facilidad para el llanto. Todo, hasta eso, lo más mundano, me lleva a las lágrimas. Pero no siempre son lágrimas frívolas. Llorar el sábado, con J. Abrazarnos y por momentos olvidarlo y volver a ser felices, y aferrarse a lo que tenemos. Ser fuerte es volverse insensible. Entrar en la angustia, envolverse en ella, respirar a través de ella: que me despierte por las noches, que me haga repasar las caras, decir en mi mente lo que ya no voy a decir, ni en persona ni por escrito; respirar mal y sentir este ardor en las mejillas. No sé qué nota final darle a esto, de dónde surge el impulso de escribir una entrada acá. Mis diarios están llenos.

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