Mayo 17

Claro. La clave es la experiencia. La intensidad de la experiencia. O, más bien, de la vivencia. Es que yo estaba pensando en una cosa: con el asunto venezolano, con el hecho de que en Twitter me confunden siempre con Lilian Tintori, releí las entradas sobre Venezuela en La Isla a Mediodía: el apunte caraqueño, el descubrimiento de la blogósfera venezolana, la estadía del camarada Gregory en Ciudad de México en 2009… Y luego, en la relectura, en el movimiento nostálgico-narcisista, me apareció una entrada en la que no había pensado hace mucho tiempo, un texto atípico por el tono que mantenía en aquel sitio: una remembranza de mi primo Juan. Me acordaba de todo, excepto de una especie de epílogo a los recuerdos: un reencuentro en un día de campo, una caminata por el sendero de un río seco, el intercambio de quejas adolescentes. Y de pronto todo fue muy claro para mí, y pude vernos desde afuera, como en vista de águila: los dos caminando, sonriendo tímidamente, intentando asir aquello que fue tan fuerte y no existía más. Lo raro de todo, como siempre, es que esa noche -la noche de la relectura- era 8 de mayo, y el post fue escrito el 8 de mayo de 2007, hace diez años. Y que un día antes de tomar el vuelo rumbo al sur, todavía en Polotitlán, me encontré a Juan y a mi tía en una papelería, y nuevamente nos saludamos con gran timidez y distancia, como si fuéramos desconocidos y no los mejores amigos que fuimos, hermanos incluso, porque hay fotos de los dos en la regadera, desnudos y enjabonados, aunque existiera esa atracción infantil y el acontecimiento fundamental, revulsivo, del primer beso.

Pensé que, si no hubiera escrito eso, aquella conversación adolescente se habría disuelto, no existiría más en ningún lado, porque las falencias de mi mente me impiden retener ciertos acontecimientos. Muchas veces me sucede que la gente me recuerda cosas que dije y que hice, que yo no recuerdo en lo absoluto, y de las que me sorprendo o que me producen impulsos de separación, de deslinde. Y pasa que soy así, demasiado volátil e inestable, y es imposible mantener un registro de las varias partes de mí (de ahí mi necesidad, o más bien mi dependencia, por escribir diarios, por fijar las cosas). Pero entonces estaba leyendo un texto -que expuse, que no leí críticamente, del que no me separé, que presenté sin distancias- donde se planteaban algunas preguntas en torno a la posibilidad de conservar la intensidad de lo vivido, si al transformarlo en lenguaje y en relato lo que se recuerda es el relato o las versiones del relato, y no la cosa en sí. Y eso termina sucediendo siempre cuando se registran los acontecimientos. La materia transformada. ¿Pero es acaso preferible recordar el recuerdo que no recordar la cosa en sí misma? Sin embargo al releer aquel blog que mantuve por tantos años, lo expuesto y lo callado vuelve, y con ello un entendimiento -que quizás sea mejor que la memoria en sí- de lo vivido. Todo esto no lo tengo muy claro aún. Pero me hizo sentir que debo escribir más, registrar de nuevo, ayudarme en el proceso de recordar en el futuro.

Hace unos días me recordaron unos lunares que tengo en la espalda baja. Yo no los recordaba o quizás no sabía que los tenía. O sí lo sabía, pero había elegido olvidarlo. Y al decírmelo, y al presentarme las pruebas -también escritas, porque esto se trata del lenguaje y el relato-, sucedió que me levanté, me miré al espejo y los encontré ahí, los tres lunares en los que nunca pienso porque estoy acostumbrada a ver los que me recorren el pecho. Lo no recordado siempre permanece, de otra manera.

Así que debo escribir -aquí- más de lo que ha pasado en Buenos Aires. Esta lenta entrada en el invierno, un otoño que ha sido frío a veces, lluvioso a veces, caluroso a veces. Pero luego, poco a poco.

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