Hace rato venía caminando por el parque Luis Cabrera, cabizbaja, absorta en mis pensamientos. En eso, un tipejo que estaba sentado en una banca me increpó: “Ay eres idénticaaa a una amigaaa”. Yo alcé la ceja sin entender (aunque claro que entendía). “Así de lejos son igualitaaaas”. Respondí lo único esperable: oooooquei.
Pero no es la primera vez. Recibo ese comentario, sin exagerar, por lo menos una vez al mes. A veces dos, a veces tres. De cualquier persona: amigos de la universidad, colegas, compañeros del Fonca, amigos de amigos, meseros, una señora sentada junto a mí en el autobús o en el avión o en la fila de una oficina gubernamental. Todo el tiempo. Y no sólo aquí, aparentemente mis dobles son internacionales: me lo han dicho en México y fuera de México. O al conocerme creen que ya me conocían, resulto siempre “vagamente conocida”.
Me he preguntado cómo son las otras. A veces tengo la suficiente presencia de ánimo como para bromear: “seguro es guapísimaaa”. Tengo una gemela en amigas, primas, hermanas, jefas y sujetas arbitrarias que alguien vio en la calle. Mujeres que lucen igual que yo. ¿Qué rasgo? No lo sé. ¿La mirada? ¿Las cejas? ¿La nariz? ¿El peinado? No importa.
Es tan deprimente pensar que soy de rasgos tan convencionales que cualquier tipa es confundible conmigo. Suena ególatra y lo es. Tengo dobles desperdigadas por el mundo, pero seguramente nunca las conoceré. En el fondo, tengo miedo de hacerlo. Me halaga la vanidad imaginarlas de buenas formas, pero sé que caería en una depresión comprensible si las encontrara feas y sin chiste.
Ah, la no cordura…