Ñoños

El viernes fuimos a ver Bear in Heaven en el Lunario. No estaba muy lleno. Estábamos ahí, tomando un vodka en un espacio considerable, y adelante había una chavita de lentes que de pronto volteaba. Ay, me recuerda tantas cosas. Sus lentes, enormes; su pelo chino, amarrado torpemente en una colita. Una chamarra gigante, que la hacía sudar. Tennis horrendos. Iba sola. Se emocionó con cada canción. Es fan. Es gay. Seguro. Tenía en la cara esta marca del perdedor. Quería hablarle a todos los que por descuido la miraban. Estaba tan sola. Y yo, que disfrutaba, que tenía a J a un lado, que dejé la adolescencia hace mucho tiempo, no podía dejar de verla y pensar en otras personas, en otros amigos, en ese loser del salón al que siempre, irremediablemente, me ataba algo. Algo. Hablaba siempre con ellos, porque en el fondo era uno de ellos. Pero después sentía, ¿qué?, una especie de claustrofobia social. Claustrofobia producida por el individuo, por su soledad apabullante, su ingenuidad y su indefensión, su excentricidad. Su perdedorez. Su L escarlata, tatuada en la frente. Si una realidad es muy dura, la evado. Entonces me alejaba. Me iba con otros que no estaban tan mal. Pero ya sentía este compromiso. Regresaba. El ñoño verdadero no es el ñoño que tiene una biblioteca de cultura pop en su corazón. El ñoño verdadero se sienta en la esquina del salón y no habla con nadie, y cuando alguien le presta atención, sus ojos brillan y su Asperger traiciona. Claro: tienen sus singularidades. Algunos dibujan anime con la mano de un virtuoso. Otros -había uno en mi salón de la prepa, con halitosis- se saben cada  punto y coma de Lord of the rings. Son buenos en karate o en ajedrez. O no tienen talentos. Algunos ni siquiera son buenos en las clases. Pero son tan socialmente ineptos, tan faltos de alguien que los escuche con una fingida sinceridad, que para mí son todos ñoños. Como la ñoña de Bear in Heaven. Estos seres descompuestos. En mi corazón ocupan un lugar extraño.

 

 

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