Tortura

Está muy bien escribir. Está muy bien pronunciarse. Está muy bien citar a pensadores franceses y apelar al cuerpo en la plaza pública y a la resistencia y a la solidaridad. Está muy bien. Pero eso qué. Vamos a seguir. A seguir qué. Resistiendo. Pero cómo, dónde. No nos van a callar. Pues sorpresa: sí. Sí nos van a callar. Sí somos desechables, sí somos los puppen. Pero no. Mi sensibilidad es otra: no cinismo, no derrota. Aunque, ahora, no puedo articular nada (pero sí lo hago, fragmentaria e irresponsablemente). No puedo traducir en palabras. ¿Traducir qué? ¿Y quién nos va a leer? ¿Qué vamos a decir, además de lo que ya se dijo? El silencio sería más digno pero también es indigno. Un detalle, nada más. Yo le temo a la tortura. La palabra misma me produce escalofríos. Tortura. Con señas de tortura, dicen las notas. ¿Qué tortura? La tortura es tanto, puede ser tanto. Tengo dos ideas anteriores, infantiles: una visita al museo de la Santa Inquisición en Santo Domingo, donde me enteré de formas de tortura que hubiera preferido no saber. Me arrepiento. Información que no requería. Imaginación que no requería. La otra es un fragmento de Casino Royale, la novela de Ian Fleming (descendamos, descendamos al infierno de la trivialidad): “Bond cerró los ojos y esperó el próximo golpe. Sabía que el principio es lo peor de la tortura. Hay una parábola de agonía. El dolor va en aumento, llega a la cima y luego los nervios se embotan y reaccionan cada vez menos, hasta la inconsciencia y muerte. Todo lo que podía hacer era rogar por alcanzar pronto la cima, rogar para que su espíritu resistiese hasta ese instante y aceptar después la cuesta final, hasta perder el conocimiento. Había sido informado por colegas que habían sobrevivido a torturas de los alemanes y japoneses, que hacia el final se experimentaba un maravilloso periodo de calor y languidez que guiaba a una especie de crepúsculo sensual, donde el dolor se convertía en placer y donde el odio y temor de los torturadores se tornaba en gozo de los torturados. Sabía que se requería una gran fuerza de voluntad para no dejar traslucir este estado de ánimo. Tan pronto como el torturador entrara en sospecha, lo mataría de una vez, evitándose así más molestias, o dejaría que volviera a recobrarse lo suficiente como para que sus nervios regresaran a la primera etapa de la parábola. Luego empezaría de nuevo”.

Pero yo no creo esto. Yo creo que es el infierno y ya, sin más. No hay sentido posible y eso es lo que rebela. ¿Y este pensamiento, este machaconeo, de qué sirve? ¿Lo elevado es lo que sirve? No ofrezcamos propuestas (o quizás sí: radicalizar nuestros afectos, cambiar nuestra experiencia inmediata) (sé que no lo voy a hacer, inútil ofrecerlo). ¿Qué unirá a las multitudes? ¿Qué nos rebelará? Lo que temo más, para mí, para los que quiero, es la tortura. Y la siento cerca, rascando el techo, en un departamento de la Narvarte, a cuadras de casa. Este desahogo -compartirlo, sostenerlo en un espacio ínfimo de autonomía- tampoco aporta nada. Es, peor, la postergación de otra cosa que sí debo escribir, que no será útil tampoco, que será borrado también. Ah, el horror. Un horror estruendoso con el volumen hasta abajo.

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