Un viernes de luto

1. Estamos caminando a través del puente de Cinco de Febrero. No quiero pensar. Ya no quiero pensar. En la condición humana, en la insípida moral del hombre, en los medios de producción y la ética protestante, en cuán lejos estamos de nuestro destino final. Deben ser las cinco o seis de la tarde. He perdido la cuenta del tiempo. Ya no uso reloj. Desde hace unos tres meses decidí que nadie iba a medir mi tiempo y mi vida y mi hora de llegada y salida. A veces no sé ni qué día es, ni si tengo cita con el dentista o quedé de verme con Eugenia. Hoy desperté y recordé que es viernes. Sí: quedé de verme con Eugenia. Fui por ella a la facultad, esperé sentada frente a su salón, arrancando los pastos que crecen alrededor de la jardinera. Por fin es viernes. Estamos caminando a través del puente y la noche, delante de nosotras, es larga y prometedora.

No puede decirse que un viernes es propiamente un viernes si antes no ha oscurecido por completo. No puedes profundizar en las emociones venideras si los rayos anaranjados de sol aún te rozan la frente, no puedes pensar en lo que te aguarda, no puedes mirar a Eugenia y preguntarle dónde será esta vez. No sonaría auténtico.

Prefiero esperar y ahogar el tiempo comentando, superficialmente, mis deseos de ser libre de nuevo, de renunciar a las ataduras del noviazgo formal.

– No te quejes –me dice–. Ya querrás luego estar atada otra vez.

Le creo. Pero primero me digo que no con él, no así, no ahora. En la parada del autobús hay dos muchachos y una mujer esperando el camión que va para la terminal de autobuses. Me pregunto cómo será formar parte de la población flotante de esta ciudad. ¿Quién desearía estudiar aquí si es tan aburrida y mojigata y sosa? Anoche soñé que estaba en Rusia. El sueño comienza mientras yo contemplo el agua cristalina de una fuente, en Moscú. De pronto, una chica se me acerca y me pregunta de qué país vengo. México, digo orgullosa y me lleva a su casa. Nos comunicamos en inglés. Su casa es pobre y la madre carga vigas desde la cocina y las tira por el balcón. El aire frío entra y me doy cuenta de que estoy en Rusia, de que es invierno y no traje abrigo. Cuando su hermano entra, un bigotón alto y fornido, siento una soledad inmensa. Creo que es justo en ese momento que me doy cuenta de que estoy muy lejos, de que aquí todo es distinto. Eugenia escucha mi sueño, mirando por la ventanilla. Después no tenemos nada qué decir, ella y yo. Los silencios no son incómodos, sin embargo. Hemos pasado horas recargadas en el sillón de su casa, escuchando a Rick Wakeman y su Viaje al Centro de la Tierra, sin pronunciar palabra.

Pregunto a dónde vamos y quién va a tocar.

– Una banda tijuanense. Se llaman DeLujo o algo así.

La cosa es hasta la colonia Agapito, más allá de Pasteur, donde ni siquiera hay empedrado en las calles. De lujo.

Cuando bajamos del camión, empieza a lloviznar. Lo bueno es que mi sudadera tiene gorra incluida. Al principio no veo nada, salvo un coche estacionado y unos tipos recargados en él. Después salen decenas más, de quién sabe dónde. Se reproducen como una plaga. El rosa es el nuevo negro: nunca había visto a un punk con una playera rosa mexicano (¿fiucsa, me diría él?). Es extraño, como todo a esta edad. Eugenia y yo nos sentamos en la banqueta, esperando a que la tocada empiece. Me comenta que ella ya ha venido aquí, al cumpleaños de su amigo el Chiflo. Se quita los lentes, los limpia con la manga y vuelve a ponérselos.

– ¿Quieres una cerveza?

La tiendita más cercana está a una calle, pero antes tenemos que atravesar una jungla de lodo y charcos. Llegamos empapadas. Eugenia saca dos latas de Modelo del refrigerador y las paga. Yo espero frente al estante de Marinela, incapaz de decirle que a mí no se me antoja una cerveza helada, que yo tengo hambre y preferiría unos Platívolos. Pero no. Qué mal me vería, a punto de entrar al Gran Concierto De Lujo (literalmente), con mi bolsita de galletas en la mano. Lo ideal es mantener la compostura. La tienda tiene una de esas campanitas que suenan cada vez que alguien entra. Una bola de amigos, cada uno cargando un cartón de cerveza, se divierte cruzando el umbral una y otra vez, provocando un campaneo insoportable. El viejo que atiende les dice que vayan a hacerse pendejos a otra parte. Eugenia y yo nos reímos y regresamos a la banqueta, ella saboreando su cerveza y yo dándole traguitos minúsculos, hasta que eventualmente se quema y tengo que tirarla en un poste sin que Euge me vea. La llovizna se convierte en una lluvia sucia y fría.

– ¿De veras puedo quedarme a dormir en tu casa? ¿No se enoja tu mamá?

Eugenia niega con la cabeza. Ni se va a dar cuenta, me dice. Qué alivio. Le dije a mi mamá que me iba a quedar a dormir con Andrea, mi prima. Ya mañana en la mañana le hablaré por teléfono para explicarle la movida y suplicarle que no me acuse después.

Llega una camioneta negra, de lujo. Es la camioneta de DeLujo.

– Se llaman DeLux –aclara un puberto insulso, al lado de nosotras, y se acomoda su gorra de camionero que le abarca toda la cabeza y se le resbala hasta las cejas.

De la camioneta sale un tipo altísimo, con una gorra similar a la del imberbe que nos ha iluminado con su sabiduría. Detrás de él le siguen un gordo pelón, un tipo de lentes, un flaco que no está nada mal y unos señores cargando cables y triques, o sea su staff. Todo es de lujo.

Uno pensaría que la famosa tocada está por comenzar, pero no. Todos se arremolinan junto a la entrada del local y yo pienso, mientras permanezco detrás de Eugenia, que si la entrada no sale en veinticinco pesos, como decía en el volante, yo ya valí. Sólo traigo un billete de cincuenta. Lo suficiente para la entrada, el camión de mañana y quizás un vaso de cerveza. Más no pago.

Pasan unos minutos interminables que, bajo la lluvia, nos parecen horas. Si yo ni conozco a estos desgraciados DeLux y aquí me estoy mojando de a gratis, nomás por verlos. Ni siquiera me gusta el punk. Me siento como una intrusa, frente a sus calcetines de rayitas y sus pulseras con picos y sus cinturones de estoperoles y yo que parezco que estoy lista para mi examen de admisión. Si hubiera etiqueta rigurosa para esta clase de eventos, definitivamente yo me quedaría afuera, dibujando monitos con el dedo sobre el lodo mojado.

¡Ni que fueran Led Zepellin!, grita un tipo, al final de la fila, iracundo y empapado. Todos lo estamos. Por fin abren la reja de fierro. Las mismas caras de siempre. Se sienten los promotores de conciertos de toda la maldita ciudad. No lo entiendo. ¿Ganarán algo o lo harán nada más por el deleite de cobrarnos la entrada y las cervezas, para sentirse importantes? Todos son fresitas del Tec de Monterrey que, claro, pueden gastarse todo su domingo en discos originales de MixUp y encima pasearse por la ciudad en los coches que les regalaron por su cumpleaños dieciocho y aparecerse por manadas en el cine, haciendo escándalo antes de entrar a la sala y tirando palomitas si la película no les gustó. Los odio. Están en todas partes: caminando agarrados de la mano en el centro, manejando a todo lo que da por el boulevard Bernardo Quintana, gastándose su sábado en una interminable juerga que abarca todos los antros y bares de la ciudad. Pululan. Son la verdadera epidemia de la ciudad, del país, del mundo. Son bichos y nadie los aplasta ni les echa insecticida. Incomprensible.

– Son veinticinco –me dice la pelirroja, arete en la nariz, delineador negro alrededor de sus ojos de sapo reverdecido y esa pinta de “nací con varo, pero me sublevo” y entonces me extiende su fina mano, abrazada por mil y un colguijes, por pulseras carísimas y reloj de marca. Siempre la veo. En todas las fiestas y tocadas permanece en un rincón, abrazada de su novio. Al principio. Cuando se le suben las cervezas se pasea alrededor del lugar, sin soltar al tipo que, de no ser por esos ojos inyectados y rojos, como si estuviera en perpetuo estado de narcosis, me parecería ligeramente atractivo.

Le pago. Adentro hace un calor insoportable. El espacio es pequeño: un polígono rectangular, sin esquinas, sin recovecos, sin una maldita puerta que sugiera la entrada a un baño. No. Si tienes ganas y las cervezas te hacen efecto –como seguramente sucederá–, tendrás que orinar afuera, junto a un poste, procurando que nadie te vea. Y de seguro alguien te verá. La ley de Murphy y esa mala suerte con que ciertas personas nacen, supongo.

El calor es inhumano. El aire, viciado. La gente ha empezado a exhalar e inhalar y llenar el ambiente de vapor y de humo. Porque fuman. No les importa que estemos atrapados, sin ventilaciones ni termostato. Fuman. Eugenia no dice nada. Se limpia los lentes, que se han empañado, y mete las manos a los bolsillos de su pantalón. Cuando no tiene nada qué decir ni qué agregar, usualmente hace eso. Eso y simular que chifla, mientras hace bizcos con los ojos y me mira como esperando a que yo diga algo, a que salve la situación. Pero yo tampoco tengo nada que decir y antes al contrario, empiezo a preguntarme qué hago aquí. Iban a pasar El Planeta de los Simios en el cinco. Versión original. Mejor me hubiera quedado a verla. Calientita en mi cama, comiendo palomitas, sin que nadie me moleste. Y en lugar de eso, estoy aquí, empapada y acalorada, confundiendo el sudor de mi espalda con gotas de lluvia que han resbalado por el cuello de mi sudadera. Los mismos de siempre. Las mismas caras. No sé sus nombres, ni su edad, ni a qué se dedican o qué hacen de su vida, pero los veo siempre, cada viernes, en todas las fiestas y todas las tocadas. De seguro ellos olvidan mi rostro un segundo después de verme, no importa si es la tercera, la cuarta o la quincuagésima vez que nos atravesamos. Así es esto.

Lo malo de no tener reloj es que no puedes mirar tu muñeca y hacer como que estás muy molesta porque la tocada no empieza. Sólo puedes tamborilear tu pie contra el piso, y sin embargo esto puede confundirse con un rítmico movimiento provocado por la música que pusieron, para confundir a los presentes y hacerles creer que ya van a tocar las bandas. Veamos. ‘Colchoneta’. He visto a esa banda como mil veces. Ya hasta me sé sus canciones de memoria. “Que si voy caminando por las calles de esta ciudad, que si toda la gente es igual”. Aburridos. Pero claro. Son muchachos bien, del Tec, todos ellos guapos y misteriosos y virtuosos en sus respectivos instrumentos. Antes me gustaba el baterista. Pero luego cayó de mi gracia, por algún misterioso motivo. El que canta es el líder y, por supuesto, tiene su legado de admiradoras. El guitarrista es un monote de casi dos metros y su novia es una hippiosa de pelos verdes que baila arrebatada mientras tocan, como si su música fuera un canto místico y espiritual. Les sigue ‘Lado A’. Se creen que tienen una calidad interpretativa inigualable y la verdad es que el vocalista balbucea las palabras y al final uno no sabe si la canción se trató de un amor de secundaria o de la insoportable levedad del ser. Pero no creo que sean tan profundos, de todos modos. La última banda -aparte de los lujosísimos DeLux- es ‘Truck’ y la verdad es que yo no puedo respetar a unos tipos que se hacen llamar camión y cuyas canciones no tienen letra, según ellos porque son instrumentales, pero la verdad es que no han conseguido a alguien que le dé al micrófono. Se supone que después de todo eso va a tocar DeLux. Trajeron su mercancía: gorras con el logotipo (¿un anillo de oro? Por favor), pins, playeras y tazas. Parece que estamos en Reino Aventura. No entiendo cómo es que pueden proclamar por todo lo alto ser ‘unos anarquistas’ (sic) y luego caigan en la tentación de vender baratijas. Incomprensible.

Eugenia rompe el hielo diciendo que esto va para largo. ¡No!, ¿apenas te vas dando cuenta? Se nos acercan unos tipos, chorreando agua de la ropa. Que vienen de Celaya, que sólo quieren ver a DeLux y que como lo más seguro es que salgan hasta el último, a ellos se les va ir su camión. Que si no les podemos dar alojo. Uy, no. Qué lástima y discúlpame, pero no; de hecho nosotras venimos de Hidalgo y nos vamos a quedar con la prima Clotilde y ustedes ya no caben. De veras qué lástima.

Se ve que son buena onda. Como que les gusta Querétaro, dice uno y yo no puedo dejar de pensar en cuán equivocados están. Si vivieran aquí, no les gustaría tanto. Pero no puedo decírselos, porque se supone que somos de Hidalgo.

– ¿Y de qué parte?

Pues de Hidalgo, ¿qué más datos quieren? En este momento no puedo recordar que Pachuca es la capital del estado y permanezco muda, esperando que Eugenia arregle la situación con sus chistes malos y su chiflido falso y sus ojos bizcos. Nos invitan una cerveza; ella acepta gustosa, yo me resigno. Pero hace calor y me la tomo. Luego se van, porque la plática es de veras monótona.

No hay dónde sentarse. Permanecemos de pie, escuchando por enésima vez la canción de la ciudad y de la gente que siempre es igual y los de Colchoneta no parecen percatarse de que ya todos estamos hartos de ellos y de su música. Hagan nuevas canciones, ¿pues qué es tan difícil? Además, con la lluvia afuera, difícilmente puede distinguirse una vaga melodía. Le confieso a Eugenia que ya me aburrí. Ella está de acuerdo, porque a ella sólo le gusta ‘Truck’ y es que su amigo el Chiflo toca ahí.

– ¿Pues qué hacemos? ¿Otra cerveza?

Siempre y cuando ella la pague, por supuesto. Camino a la barra, nos topamos con Humberto y su amigo el gordo. ¿Cómo puedes saber el nombre del gordo si siempre está junto a Humberto, que debe ser el hombre más apuesto de toda la ciudad? Por fortuna tomó una clase con Eugenia y le cae bien. Nos saluda y sonríe a todo lo que da. Luego habla. Mejor debería permanecer callado. Su voz es chillona e infantil, y además dice cosas doblemente infantiles. Pero no importa mucho, porque una vez que cierra la boca pueden contemplarse esos ojos verdes y perdidos y los caireles que le rozan el mentón, sin pensar en la sarta de sandeces que acaba de proferir. Ellos terminan pagando las cervezas.

– ¿Quieren salir? Aquí ya está insoportable.

Ya no llueve tanto. Salimos y, para mí, el frío es igual de insoportable. Hablamos de la prepa, de esos tiempos aquellos y del maestro Aquiles y su eterna tacita de café. De los extemporáneos y los talleres, del examen de Física II y de qué buenas estaban las tortas de la cafetería. La añoranza de tiempos que, solamente ahora, nos parecen mejores. La universidad no es lo mismo. Puedes cursarla toda sin la necesidad de un verdadero amigo. Supongo que aún estamos demasiado melancólicos respecto a la preparatoria, habiéndola abandonado apenas un año atrás. Aún no asimilamos que todas esos rostros, desde los más vagos hasta lo más matados, ahora se encuentran repartidos en todas las facultades, o en trabajos de medio tiempo, o en sus casas, esperando a que algo suceda y los despierte del eterno aletargamiento en el que sus vidas se han convertido.

Durante todo el número de ‘Lado A’ no hacemos otra cosa que platicar sobre películas. A ellos les encantan las de acción; a Eugenia le aburre cualquier género y yo prefiero decir que sí a todo. Ésta: buenísima. La otra: aún mejor. Aquélla: un clásico. Así no van a pensar que soy una payasa o una pedante, como suele suceder.

No sé si son las cervezas, el frío de afuera o el ambiente sofocante de adentro, pero me parece que Humberto está más cariñoso que de costumbre con Eugenia. Se ríe de sus chistes malos y ambos sueltan sonoras e irritantes carcajadas a la menor oportunidad. El gordo –que se llama Juan Carlos, según acabo de escuchar– permanece inmóvil, con una sonrisita críptica pegada a la jeta, que me pone de nervios. Nos rolamos una caguama de Sol que Humberto sacó de su coche y así nos la pasamos, en abierta fraternidad y humana solidaridad.

Antes de advertirlo, el Chiflo se nos ha unido. No aporta nada, pero igual reímos. A veces ni siquiera alcanzo a escuchar, pero igual me muestro divertida, como si en mi mundo no hubiera nada más importante que el aquí y ahora, y no una bola de simios educados y segregacionistas. Y su planeta del futuro.

De esta manera descubro que el Chiflo vive justo al lado del polígono deforme y sin baños que hace las veces de foro musical. Entonces le pido que por favor, ¡por favor!, me deje entrar a su baño. Muy amable me dice que sí y hasta me acompaña. Su mamá está en la cocina haciendo gorditas y me comenta de pasada que ya está acostumbrada al ruidazo de “estas pinches tocadas”, como ella las describe. Cuando salgo, no veo ni al Chiflo ni a la señora y me embeleso observando recuerditos de quince años y bodas, en los jugueteros de la sala. De pronto siento una mirada pesada sobre mí; lo sé aún estando de espaldas a quien me mira. Es Lorenzo.

Debe haber notado mi mueca de sorpresa, pues en seguida me explica que él es hermano del Chiflo.

– ¿No lo sabías?

No. No lo sabía. Me pregunta por qué no me he aparecido en el taller de cine.

– He estado muy ocupada –le miento.

Dice que la otra vez vieron ‘One Flew Over the Cuckoo’s Nest’ y que todavía está shockeado. Me maldigo por dentro y procuro cambiar el curso de la conversación: una trivialidad no puede hacerme sentir doblegada. Aún no proceso la información que acabo de recibir. Los atrapados sin salida y Lorenzo hermano del Chiflo. No se parecen nada… ¿Y él quién carajos es para saber más que yo? No me queda otra opción más que emprender la graciosa huida. Es mi recurso predilecto en situaciones como ésta.

– Voy a buscar a Eugenia.

Huyo. Lorenzo frunce el ceño –supongo– y permanece recargado en la pared, demasiado intelectual, demasiado digno como para darse una vuelta por la tocada. Como salgo dando tumbos, en el patio tropiezo con una maceta y la tiro. No se rompe, para mi fortuna, pero la tierra mojada se esparce por el piso. Me agacho y la recojo con las manos y luego arrastro la tierra que queda con el pie. Es un desastre. Junto a la reja están los amigos de Catalina, la hermana del Chiflo y –apenas lo descubro– de Lorenzo también. Me miran en complicidad y, con un gesto cómico y patético a la vez, les ruego que no digan nada.

Afuera Eugenia sigue charlando con Humberto y el gordo y descubro que se entretienen entrando y saliendo del rectángulo, puesto que los lentes de Eugenia se empañan y desempañan con una rapidez asombrosa. Y les da risa. Yo también quiero ver. Después de tres veces, el juego se torna aburrido. El gordo propone retirarse en cuanto antes y ‘caerle a una fiesta en la Burócrata’. Eugenia acepta y no me queda más remedio que hacer lo mismo. Y su celular suena. Es Maribel, hablando desde un bar de mala muerte, exigiendo que la acompañemos en su borrachera. Pero ingenua he de ser. Apenas me doy cuenta de que Eugenia está borracha también y no articula ninguna idea y ninguna frase. No sabe cómo responderle. No sabe cómo colgarle. Le arrebato el celular y hablo con Maribel.

– Estamos Yajaira y yo en una cantina por la Cruz, ¿no quieren venir? –me dice.

No. No queremos ir. Le propongo en cambio que ellas vengan, que nos veremos en la Burócrata en media hora. A regañadientes acepta. Doblo el aparato por la mitad. Los teléfonos celulares son curiosos. Este, particularmente.

Eugenia me mira con los ojos inyectados. Explico brevemente la situación. Caminamos hacia el coche de Humberto, estacionado cerca de la tiendita de la campana. El gordo va a manejar. Pues lo que sea. Humberto y Eugenia atrás, hablando de bajos y cellos, de la banda tal y el concierto fulano; mientras el gordo mantiene la vista pegada a la carretera y yo asumo el inútil papel de copiloto. Me siento incómoda, pero lo oculto. Me río, aunque no digan nada. Soy condescendiente y a todo digo que sí y todo me parece gracioso: la vida es un carnaval y de todos modos algún día moriremos.

El gordo es un auténtico cafre. Casi nos estrellamos por el Circuito Moisés Solana. Otros cafres, no menos enjundiosos, le metían al acelerador con el mismo ímpetu que el maldito gordo. Pero la libra y no hacemos más que reír. Yo, por dentro, estoy al borde del colapso nervioso: los miro con rabia, con las encías brillantes y los ojos achicados, soltando unas carcajadotas estúpidas y atroces. ¿Cómo pueden reírse, si casi se parten su mandarina en gajos? ¿Qué no ven que en esta vida todo es pasajero y efímero, que la vida misma es un cristal frágil que se rompe a la menor oportunidad? Pero me río, qué más da.

El gordo da vueltas, Humberto le indica alguna dirección y llegamos a una callecita empinada. Estoy a punto de bajarme, cuando el gordo se me adelanta y me dice por la ventanilla que aquí no es. Aquí son las chelas clandestinas, faltaba más.

Regresa con dos caguamas Indio bien frías. Las acomodo en mi regazo y a los dos segundos ya estoy tiritando. Malditas cervezas heladas, pienso, y este pensamiento ocioso y negativo me produce una calma enternecedora, como si súbitamente yo fuera superior a ellos, como si a mí las chelas me hicieran lo que el viento a Juárez y la adolescencia no fuera más que un paréntesis que he de recorrer por la sola y absurda razón de que el cuerpo humano se compone de fases. En lo que a mí concierne, pueden tragárselas todas y terminar en el hospital por congestión alcohólica. No me importa un carajo.

La casa de la supuesta fiesta está dos cuadras adelante. La reja está abierta, así que nos metemos con toda la naturalidad del mundo. Desértico. La sala, a oscuras. La música, nuestra respiración. Aparece la anfitriona con cara de pocos amigos, pero esforzándose por sonreírnos. Entiendo. Sus papás están de viaje o una mafufada por el estilo: toda la casa es suya. Escucho voces desde la cocina, pero evidentemente no me atrevo a hacer acto de presencia y saludarlos. Después de todo, no soy más que una gorrona más. Nos sentamos en los sillones de la sala: de esos de madera que tienen cojines de tela encima, al estilo rústico. Eugenia no ha dicho palabra y hasta me preocupo. O se le bajó o para ahorita anda de lo más briaga. En la mesa hay nueces. Abrimos la primera caguama y la rolamos. No hay música. Sólo nosotros (la anfitriona ha desparecido de nuevo). El gordo aplasta una nuez con su zapato y me la ofrece. Sí, gracias. Con el hambre que tengo, hasta una triste nuez es bienvenida. Humberto rompe una con sus dientes y en fin, que nos la pasamos tomando chela y comiendo nueces, sentados en los silloncitos rústicos y hablando de naderías. Me imagino que estamos en una de esas películas setenteras de vedettes y cabarets, con galanes estilo Mauricio Garcés tomándose una copita de coñac al ritmo de una rola de Napoleón. Bohemísimo. Charolas de tecate y manteles de cuadritos. Señoras que bailan pegaditas a un viejo panzón y patilludo. Humberto que le toma la mano a Eugenia y yo que no lo creo. Me parece que sólo esperan a que el gordo y yo desaparezcamos para que ellos hagan lo suyo y básicamente lo suyo sería fajar durante un buen rato. Voy al baño. El pasillo conduce a la cocina y veo siluetas de hombres sentados en una mesa, con la anfitriona como pieza principal, exhibiendo sus encantos y celebrando lo que aquellos digan. El baño, un cuartito debajo de la escalera. Trapeadores, cubetas y productos de limpieza: por lo que veo nadie debe usar este baño. Es una vil bodega.

Una vez terminados los menesteres propios del lugar, me dispongo a abrir la puerta. Y sucede que está atorada. La empujo, la pateo y me pongo histérica. La anfitriona por fin se acerca y me dice desde el otro lado que tengo que girar la perilla en la dirección contraria. Pero yo en mi desesperación no escucho nada y sigo con mi empujadera. Lo repite. Y casi lo grita. Por fin capto y logro salir. Los de la cocina se ríen. Que se ríen, se burlan. Es obvio. Digo, la torpeza se me da. No hay por qué negarlo.

El gordo me espera, por alguna razón. Su rictus entero se ha transformado en una perenne sonrisa estúpida y sus ojos en dos canicas amaestradas que vigilan cualquier movimiento mío. Que si tengo novio. , le contesto. Ah, no lo sabía. Pues ya lo sabes. ¿Quién es? No lo conoces. ¿Qué tal que sí? Lo dudo. Pruébame. ¿Qué te pruebo? A ver si lo conozco. Te digo que no. Ándale. Pues se llama Armando y tiene una tienda de artesanías en el centro. Ah no, no lo conozco. Te dije. ¿Y lo quieres mucho? Y a ti qué te importa. Sí me importa. ¿Y por qué chihuahuas te importa? No, nomás preguntaba. Pues no preguntes. Oye, ¿y por qué eres así? ¿Así cómo? Como mala onda. ¿Mamona? ¡No!, no quise decir eso. ¿Entonces qué quisiste decir? Pues que eres medio… medio difícil. Chingá, ¿y cómo quieres que sea? (esto no lo dije, pero lo pensé). Pero también eres como muy interesante. Pues gracias. De qué. Va. ¿Y luego? ¿Y luego qué? Pasó un borrego. Ah. ¿Ya te aburriste? ¿Qué, se me nota? Algo. Pues mejor. ¿Dónde vives? En mi casa. No, ¿pero en dónde? ¿Y para qué quieres saber? Por si tengo que llevarte. No, gracias. En serio. Que no. Bueno. Voy al baño. ¿Otra vez? La chela me hace daño. Sale, va.

Me levanto. El gordo es una plasta, encima de todo. Mi plan es permanecer en el baño unos buenos quince minutos y luego decirle muy sutilmente a Eugenia que “ya es muy tarde”, a ver si capta el mensaje. Pero antes de llegar al pasillo, su celular suena. Como sé que su condición es deplorable, corro hacia ella y lo contesto yo. Es Maribel. Que dónde está la casa. Pues no sé. Le pregunto a Humberto y luego a la anfitriona y todos terminan diciendo que es la calle tal, número tal, como si la fiesta estuviera de veras animada como para traer más gente. Ingenuos.

Prefiero esperar a Maribel y a su amiga Yajaira afuera, en la calle. Suena de nuevo el celular (decidí cargarlo yo). ¿Dónde estás?, pregunta. En la calle, contesto. Yo también, replica. No la veo. En cambio, noto un grupo que se aproxima hacia mí. Ten cuidado, le advierto. Parecen una bola de chacos, caminen con cuidado. –Yo no veo a nadie. -Están aquí enfrente de mí, insisto. Cuando decido meterme de nuevo a la casa, advierto que el grupo de chacos son en realidad Maribel y Yajaira… caminando con unos chacos, amigos de la última.

Ah, son ustedes. -Ah, esa eres tú; debí reconocer esos cabellos parados. -Gracias por el cumplido. -De qué.

Maribel me abraza en cuanto me ve. ¡Cuánto tiempo, qué milagrazo, estás cambiadísima…! Yajaira se ríe de lado y el piercing de su labio se tuerce de un modo que me parece, honestamente, repugnante. Los chacos permanecen atrás, y me saludan levantando la ceja. Hago lo mismo. En eso estamos cuando Eugenia emerge de la reja, alardeando del regocijo que le provoca ver a Maribel de nuevo. Antes de acercarse a ella y abrazarla, sin embargo, vomita sin remedio sobre la banqueta. Uno de los chacos, obeso como costal relleno de papas y tatuado como postal navideña, suelta una ruidosa carcajada que, lejos de parecerme hilarante, me pone en un ánimo francamente iracundo. Tomo la ofensa como propia, aún cuando Eugenia trastabilla y se disculpa con grotescas risotadas. Maribel suelta un comentario cómico y la situación se relaja un poco, pero yo no puedo dejar de mirar con odio al chaco barrigón. Entro a la casa, voy al baño y saco un trapeador, procurando por supuesto que la anfitriona no se dé cuenta. En el patio hay una cubeta con agua y la arrojo hacia la vomitada, empujando los restos con el trapeador. El obeso sigue con su batea de babas. ¡Qué asco!, dice, y entonces sí me prendo. No te hagas el digno, chaco de mierda. Me mira asombrado. Yo misma estoy asombrada. Lo dije más para mí y, sin embargo, el aludido alcanzó a escucharlo. Qué satisfacción. Qué ganas de ser así más seguido.

Cuando entro de nuevo, Humberto está completamente dormido en el sillón y el gordo tomándose los restos de las caguamas, sin inmutarse. Escucho las voces de Eugenia, Maribel y Yajaira, que están en el baño. Me acerco. Euge, en cuclillas, le explica a Maribel que “no está borracha, sino ligeramente mareada”. Yajaira, para variar, se ríe entre dientes y torna los ojos cuajados de maquillaje hacia el techo. Me acerco. Eugenia parece consolarse sólo de verme. Dile que no estoy borracha, me ordena. Antes de abrir la boca, por un reflejo, volteo hacia la cocina. Y ahí está. Lo miro absolutamente anonadada. ¿Qué hace él aquí? Sólo estoy mareadona. ¿Cómo no lo vi antes? Ayúdame a levantarme. ¿Me habrá visto? ¿Y tú me estás escuchando? La tomo de los brazos, sin despegar la vista de la cocina. Erguido y con la cabeza en alto parece mucho mayor, exhalando humo de tabaco y observando a la anfitriona que le dice cosas al oído. Esboza una sonrisita, que juzgo cínica, y se recarga de nuevo sobre la silla. No me ha visto, estoy casi segura.

– ¡Es que ya se descubrió el pastel! –sentencia Maribel, mientras saca unos pañuelos desechables de su bolsa.

– No digas sandeces –dice Yajaira y me doy cuenta de que es la primera vez que abre la boca en toda la noche.

– ¿Cuál pastel?

Que la mamá de Eugenia ha estado hablando a casa de Maribel, por horas. Que dónde están. ¿Acaso no iban a quedarse a dormir todas en el mismo lugar? –El celular está apagado. -No es cierto, lo traigo yo. –Entonces la vieja miente (me lo dice con voz queda, para que Euge, ahora sentada en el excusado, no escuche nuestra conversación). –Pues yo no sé. -Pues yo tampoco. Eugenia se levanta torpemente y exige una explicación al descarado secretío. –Tu mamá ya te cachó. -No inventes. -No invento. -En serio, no inventa. -¿Y ahora?

– Llamen un taxi –propone Yajaira, con fastidio. Luego se mira las uñas pintadas de negro y se saca la mugre metida, silbando y arqueando las cejas.

Eugenia se rehúsa, pero Maribel la convence. Yo, mientras tanto, sigo embelesada observando anónimamente a quien tantas veces recogió mi víscera cardiaca del suelo, la sanó y luego la mató; la sanó y la mató, la sanó y la mató…

– ¿Qué ves? –pregunta Eugenia, siempre al tanto de mis reacciones.

Cierro los ojos. De pronto, el mundo ha dejado de girar en torno al viernes, a este viernes. Advierto mi posición en este mundo, mi nimia importancia, la inexistencia de lo divino, la sinrazón de la vida. Todos los viernes salgo en busca de una aventura: a veces lo logro, a veces no. Hay noches en las que termino durmiendo en el jardín de un tipo que acabo de conocer, aferrándome a la creencia de que así es la adolescencia, de que así es como debe ser. Hay noches en las que termino completamente borracha y deprimida, llorando en un rincón, reprendiéndome por mi ausencia de carácter. Todos los viernes busco una fiesta, una tocada, una reunión, lo que sea. Y todos los viernes, en algún punto de la noche, comienzo a hacerme las mismas preguntas. ¿Qué hago aquí? ¿Quién soy yo? ¿Por qué no me quedé en casa haciendo otra cosa? Encuentro la lucidez más absoluta en medio de un estado etílico. O… No sé divertirme. Quizás ésa sea la respuesta. Me engaño y me digo que hoy será diferente. Que no tengo por qué ver a Armando, que él lo entenderá. Me zafo de sus abrazos y de sus besos ensalivados, conteniendo la ira y el asco, obligándome a sentir algo. A ser normal. Espero a Eugenia todos los viernes, prometiéndole que esta noche ambas alcanzaremos el clímax al unísono. Y luego ella ríe y baila, se pasea alrededor del lugar y yo no hago más que hundirme en mi rincón, envidiando esa capacidad que tiene ella de desconectarse del mundo entero, de ignorar lastre alguno.

– Nada –le digo–. No es nada.

Maribel ha hablado a dos taxis de sitio. Ahora están esperando en la calle. No nos despedimos de la anfitriona, ni de Humberto, ni del gordo, ni de él. No sé por qué, pero de pronto tengo la sensación de que ya sabe que estoy aquí. Puede sentirme, de la misma forma en que yo lo siento a él. Y no hago nada al respecto. No hago nada porque, cuando pude hacerlo antes, me quedé de brazos cruzados. Ya es tarde.

Antes de tomar su taxi, Eugenia tropieza y cae de rodillas frente a la puerta. El taxista la ayuda y yo le prometo que le hablaré, que va a estar bien, le digo que no tenga miedo. Conozco su mirada: sabe lo que la espera. Sabe de los regaños, sabe de la infamia, de la humillación y el castigo que la esperan. Sabe de todo eso y de otra cosa más, que yo intento ignorar: la he traicionado. Me ha rogado miles de veces que no vuelva a caer, que no la deje nunca, que no la traicione. No lo dice pero, es evidente, no esperaba que yo me largara con Maribel y su amiga Yajaira. Suena trivial, pero encierra las terribles paradojas de la amistad. He roto un pacto que juramos sólido e inquebrantable. Me voy con alguien más. La dejo sola, la entrego a las huestes enemigas.

– No te preocupes –murmura Maribel, mirándome de frente– Todo está bien.

Todo está bien. Enorme consuelo. Las sigo, ¿qué otra cosa me queda? El mundo es tan efímero, tan inexplicable y absurdo que… las sigo. Voy detrás de ellas. Maribel toma el control de la situación y Yajaira me mira como su subordinada. Estoy a sus órdenes: haré lo que digan, me dejaré guiar por su palabra. Abordamos el taxi. Ha llegado el punto en que tomo conciencia de mí misma, en que dejo caer una risotada y luego me torno melancólica mientras miro por la ventanilla. La ciudad es tan pequeña, pero la gente me parece tan grande e inescrutable… No pregunto por los chacos; me alegro de que no nos sigan. No pregunto por Eugenia; me alegro de que no esté aquí. Me alegro de no tener que cuidarla, aunque nunca tenga la obligación de hacerlo; me alegro de que su noche se haya acabado ya y la mía apenas comience.

– ¿A dónde vamos?

A una fiesta.

– ¿Quién se murió? –pregunta Yajaira clavando sus ojos en los míos.

No entiendo.

– Parece que vienes de luto.

Ahora lo entiendo. Mantengo viva la ilusión de que no estamos solos en el microcosmos, de que no sólo somos organismos pluricelulares que nacen, se reproducen y mueren. En polvo eres y en polvo te convertirás. Ahora lo entiendo: todos los viernes… son viernes de luto.