Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor

Es que pasa esto: es un libro que me trastocó. No me afectó, no me perturbó, no me inquietó. Me trastocó. Me produjo reacciones físicas, gestos que me deformaban la cara cuando iba en el colectivo, leyendo, y arrugaba la frente y torcía la boca y decía no, no, NO. Tampoco me atrapó en el sentido de que, una vez empezada la lectura, me fuera imposible dejar de leer hasta terminar. Ya casi ningún libro lo logra. Pero no fue por eso: en realidad decidí leerlo con alguna lentitud, un capítulo al día o cada dos días, no para paladear o disfrutar sino quizá para lo contrario, porque éste es un libro que no se disfruta sino que se padece. Es raro todo esto, porque al escribir de él siento el peligro de chapotear en la piscina de los lugares comunes: lo despiadado, lo brutal, lo rabioso, la crudeza, las bajas pasiones. 

El gran crimen: iniciar desde el yo. Transparentar la subjetividad. Señalar mis deficiencias como lectora. No puedo escribir una reseña o una crítica, porque no he leído Falsa liebre ni Aquí no es Miami. No porque no quisiera, ganas las tuve, pero la primera resultaba inconseguible y de la segunda dudé el desembolso. Así sucede. Me pierdo la novísima literatura porque dudo del desembolso (o carezco del dinero para el desembolso). Pero una vez leí La casa del estero y me bastó para engancharme a la escritura de Fernanda Melchor. Es un cuento o una crónica -pensada como crónica resulta más terrorífica- que he leído tres o cuatro veces, que le he compartido a mucha gente, y que todas las veces me causa pavor: una posesión satánica en todo rigor, bajo toda convención, pero en atmósfera tropical veracruzana, chavos que echan relajo en una casa abandonada por protagonistas, y el submundo de la santería en Veracruz. Hay un momento en que bajan a un sótano por una escalera sórdida, y abajo todo es oscuridad, y sus linternas no funcionan, y sacan bastones de halógeno, y de pronto uno dice “me acaban de quitar el bastón de las manos”, y ahí, ese momento tan simple, me parece perfectamente terrorífico. Más tarde la chica poseída, cuando intentan huir de la casa, se arrastra por el fango con las manos, como si de la cintura para abajo estuviera paralizada. Esta imagen también me aterra. Aquello que la habita le dice a un taxista, con voz cavernosa, que ahí tiene a la “puta de María Esperanza”, que resulta ser la madre, recién fallecida, del hombre. Como la madre de Karras, me acuerdo, sentada blanca e inmaculada en la cama donde Reagan se retuerce. Y además de todo esto hay momentos, hay progresiones, una historia contada a cuentagotas a lo largo de una relación afectiva que crece y se separa de los acontecimientos, y los mira duplicados en un vidrio negro que les devuelve sus caras cuando hablan, por la noche, con la luz prendida.

Yo quería saldar mi deuda, pero la duda. Entonces leí algunos fragmentos que compartían en internet, gracias a los cuales comprobé el uso del lenguaje, y se me despertaron los deseos. La buena noticia es que, también inconseguible en Buenos Aires, la compré para el Kindle. Me gustaría tenerla en papel, y por ejemplo ahora mismo jugar con el objeto que es un libro, abrirlo al azar y encontrarme un párrafo, o una frase, o una palabra interesante, que me produjera y me recordara algo. Pero ta. Y así empecé, de modo que:

Llegaron al canal por la brecha que sube del río, con las hondas prestas para la batalla y los ojos entornados, cosidos casi en el fulgor del mediodía. Eran cinco, y su líder, el único que llevaba traje de baño: una trusa colorada que ardía entre las matas sedientas del cañaveral enano de principios de mayo. El resto de la tropa lo seguía en calzoncillos, los cuatro calzados en botines de fango, los cuatro cargando por turnos el balde de piedras menudas que aquella misma mañana sacaron del río; los cuatro ceñudos y fieros y tan dispuestos a inmolarse que ni siquiera el más pequeño de ellos se hubiera atrevido a confesar que sentía miedo, al avanzar con sigilo a la zaga de sus compañeros, la liga de la resortera tensa en sus manos, el guijarro apretado en la badana de cuero, listo para descalabrar lo primero que le saliera al paso si la señal de la emboscada se hacía presente, en el chillido del bienteveo, reclutado como vigía en los árboles a sus espaldas, o en el cascabeleo de las hojas al ser apartadas con violencia, o el zumbido de las piedras al partir el aire frente a sus caras, la brisa caliente, cargada de zopilotes etéreos contra el cielo casi blanco y de una peste que era peor que un puño de arena en la cara, un hedor que daban ganas de escupir para que no bajara a las tripas, que quitaba las ganas de seguir avanzando.

Niños que avanzan como reclutas, armados y temerosos, reflejo ominoso de aquello en que podrían convertirse al crecer, sicarios obreros de la economía narca que gobierna esas tierras y casi toda la de México. Como bien apuntó cierto crítico que adoramos detestar, y que sin embargo no logramos dejar de leer, los narcos apenas intervienen en esta novela: observan, custodian. Pero esto no significa situar una novela en Veracruz y apartarse de la narrativa del narco, sino abordarla de manera más radical: la estructura narca como presencia omnipresente y omnipotente, un mal religioso fundido, licuado en la atmósfera de lo vivible. En las razones o sinrazones del asesinato de La Bruja.

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Han pasado un par de semanas y no he terminado de escribir este comentario, que una mañana empecé a redactar a toda velocidad. Me detuve porque llegué a un bache en mi camino: la necesidad de cuestionarme los gustos y las preferencias, de admitir mi propio conservadurismo. Hay un párrafo aquí abajo que estoy a punto de borrar donde se mencionan categorías que para mí son añejas o están podridas o no son productivas: realismo sucio, costumbrismo, oralidad. Algo sobre Daniel Sada (tenemos que dejar de invocar al maestro Sada). Un ensalzamiento del oído finísimo de Melchor, también ya un lugar común de la crítica hacia esta obra, precedido por la queja sobre quienes lo intentan y no lo logran, y en cambio qué diferencia leer un párrafo como el que sigue:

A ver, chamaco, ¿cuántas puñetas llevas hoy? Te está saliendo pelo en la mano, loco, ¿ya te fijaste? ¡Mira, mira, el pendejo se fijó! ¿No que no tronabas, pistolita? ¿No que no te la jalabas? Pero esa verguita que tienes seguro ni se te para, ¿verdad? Y Brando, chiveado, rodeado de muchachos que fumaban y bebían, algunos de los cuales le doblaban la edad, les respondía: a huevo que se me para, pregúntale a tu jefa, y los vagos se cagaban de la risa y Brando se sentía orgulloso de ser admitido en ese círculo que se reunía en la banca más alejada del parque, aunque los pendejos se la pasaran burlándose de él, de su nombre fresa y mayate, de la seguramente microscópica verga que tenía, y sobre todo, del hecho de que Brando, a sus doce años, jamás le hubiera echado los mocos adentro a nadie.

Estos días he reflexionado más y no llego a ninguna respuesta clara, ni a maneras elegantes de decir esa cosa tan simple que quiero decir. En parte agradezco esta lectura si me ha colocado en un dilema en torno al realismo y la imaginación frente a la literatura, un dilema ante el que no podría posicionarme porque es una cuestión que sencillamente no puede resolverse. Pero es demasiada la violencia. Es insostenible. Recordaba al leer esta novela algo que sentí al leer American Psycho de Bret Easton Ellis, autor que alguna vez me interesó y que hoy no podría aburrirme más, pero que en el momento álgido de interés me produjo el horror suficiente para sentir que su lectura me estaba marcando en el sentido de algo que lacera, hiere, deja una cicatriz o una marca. Pensé: ésta es una lectura que me afecta físicamente y no deseo volver a someterme a ella nunca más (los capítulos donde describe pacientemente las torturas: quemarles los ojos a las víctimas con un encendedor, por ejemplo). No había sentido algo parecido desde entonces. Que es una lectura que sacude pero no sé si quiero repetirla jamás. En Temporada de huracanes es demasiada la miseria y la bestialidad y la misoginia de los personajes, hasta el hartazgo, hasta el cansancio, hasta el asco. Preguntarse, además, si no es así. Si no es verdad que es así. Y cuestionarse entonces si no se emplea a diario una ceguera selectiva. Pero no quiero decir algo tan plenamente vacío como que la realidad es así. Porque la literatura no es la realidad, porque pensar en la idea del reflejo tampoco nos sirve para pensar la literatura. Entonces me quedo con la duda, y pienso y pienso, y me encuentro en un problema que no puedo resolver, y de ahí que, al leerla, cuando la estaba leyendo, mi cara se contrajera en reacciones, en gestos, en muecas de asco y sorpresa y rechazo y, también, a menudo, admiración.

Pero hay dos momentos. Y acá podemos emplear la advertencia del comentarismo audiovisual del spoiler. En algo que para mí, en mi experiencia de lectura, va más allá de la estructura polifónica o coral, de la transición constante de voces y puntos de vista, de la prosa que se ha llamado alternativamente barroca o neobarroca (o, dirían de este lado del hemisferio, neobarrosa). Hay dos momentos. Uno, cuando comienza a deslizarse lentamente la idea de que La Bruja es, en realidad, un hombre travestido. El rostro que jamás emerge de esos ropajes negros. Su voz tipluda. No hay transición sino un lento descubrimiento, que por algún motivo me pareció terrorífico, magistral. La hija de la bruja, la niña canija sin nombre, siempre fue un niño criado como mujer. Pero no hay explicación, o confirmación, no hay nada salvo los sucesos fragmentados o refractados por la mirada de La Lagarta, Norma, Brando. Entonces el deseo por las pieles “color canela, color caoba tirando a palo de rosa” de los jóvenes trabajadores en la construcción de la carretera adquiere otro peso. Y que, entonces, la razón de las juergas en casa de La Bruja, donde se juntan aquellos chicos para meterse toda clase de drogas y llevar a cabo toda clase de actos anales, donde el deseo que rige es siempre de hombre a hombre, con pudor o con asco o con brutalidad, sea la realización de los sueños espectaculares, interpretativos, de esta Bruja en drag: una voz fea y dolorosamente sincera que se desgañita cantando, ante semejante público, canciones de Dulce o de Yuri. La escena, patética o grotesca, se vuelve un poco sublime bajo la mirada amorosa de Brando, que percibe a Luismi, con sus mejillas roñosas y su carácter taimado, como nadie más:

Pero lo más cabrón vino después, cuando el choto se cansó de ladrar sus canciones culeras y el que se paró a cantar al micrófono fue el pinche Luismi, y sin que nadie le dijera nada, sin que nadie lo obligara a hacerlo, como si el bato hubiera estado esperando toda la noche aquel momento para tomar el micrófono y comenzar a cantar con los ojos entrecerrados y la voz algo ronca por tanto aguardiente y tantos cigarros, pero aún a pesar de eso, no mames, pinche Luismi, ¿quién iba a decir que ese güey podía cantar tan chido? ¿Cómo era posible que ese pinche flaco cara de rata, hasta el huevo de pastillo, tuviera una voz tan hermosa, tan profunda, tan impresionantemente joven y al mismo tiempo masculina? Hasta entonces Brando no tenía idea de que a Luismi lo apodaban así por el parecido que tenía su voz con la del cantante Luis Miguel.

No hay momentos de alegría o de éxtasis en Temporada de huracanes. Hay miseria y hay violencia y hay pobreza. Pero aunque no me atreva, por coyona, a releer esta novela pronto, cuando piense en ella siempre voy a recordar esta escena, este pequeño oasis, la voz hermosa y profunda y joven y masculina del Luismi en medio del pantano y la mierda.

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