26 de mayo + 24 hrs.

Necesitaba llorar. Tenía las ganas, las ganas estaban ahí, pero como un estornudo malogrado, las lágrimas no brotaban. Recordé la catarsis de hace unos meses al ver Plata Quemada. Cristo santo, cómo lloré. Cómo lloré con ese final. Con ese amor. Todo aquello que empezaba a acumularse, que molestaba sin manifestarse, que yo sabía que tenía que ser expulsado pero me resistía a hacerlo, fue sublimado con ese llanto despiadado. Yo necesitaba llorar. Con una película, para más fácil. Pero no llorar como con Dancer in the dark sino más bien como con The English Patient. ¿Pero cuál? Qué difícil escoger para llorar. No pueden ser lágrimas baratas, no puede ser una historia de cáncer o de guerra o de pérdida de ser amado. Revisión concienzuda de Netflix. Nada. Hasta Google. Finalmente una sugerencia, que se concatenaba con las apariciones recientes de Oliver Sacks y sobre todo de esa novela, Awakenings. La bajé. No la terminé. Pero lloré. Lloré con aquellos despertares, tímidamente. Regresé a Levrero y a la Novela luminosa, la que me había despertado el cosquilleo del llanto, y entonces empecé a llorar, a llorar de a deveras, con suspiros prolongados y lágrimas gruesas que me empaparon la cara y me aguadaron la nariz. Yo no puedo. No dejo de pensar esto: a tres o cuatro años de morir, en la lucha constante consigo mismo, en la postergación de su mejor yo, en la esperanza de cambiar sus horarios de sueño y sus malos hábitos y no enajenarse en la computadora y en sus juegos de Golf y de Free Cell y en sus almacenamientos de imágenes eróticas y en la nostalgia por Chl, y con todo lo que falta: limpiar la computadora y el disco duro y los discos zip y la pila de trastes y sus muchas dolencias, ¿y para qué, si habría de morir tan pronto? Maldito Levrero. ¿Qué me has hecho? Pienso en ti como pienso en mi papá y en lo imposible que es para mí leer sus poemas -porque él escribe poemas, que cuelga religiosamente en Facebook- y en cómo suelo sufrir a la distancia y no encarar las cosas y admitir que quizás me he pasado en mi dosis autorrecetada de soledad y que empiezo a sentir eso que, después, él llama “periodo de centrifugación”, en que “algo intangible aleja a la gente de mí”, a diferencia de los periodos de “centripetación” en que ocurre lo opuesto, “se me pega todo el mundo  y no doy abasto para recibir gente”, que, ingenua y egoístamente, ya me tenían un poco fastidiada en México, ver a tantos y tan seguido, y ay, sentirme querida, y no, yo no, yo quería lo otro, yo quería estar conmigo misma, a solas, y lo he logrado, y me ha gustado demasiado, y me he instalado en esta mismidad, y me ha costado o no he querido salir de aquí para encontrarme con el otro, menos con los que más quiero, con quienes sueño todas, absolutamente todas las noches. Por eso necesitaba llorar. Después de aquel llanto, en medio de un insomnio atroz producto de un café que me tomé muy tarde, escribí con letras que se arrastraban sobre el papel, en mi cuaderno “oficial”, en el que he escrito poco y más bien relatos de sueño, pues las entradas diarísticas están repartidas en otros cuadernos, con otros fines, porque así suelo hacer, diseminar la escritura, no dejarla atada a un espacio, y entonces escribí, pues, con letra fea y arrastrada, y emergieron aquellas cosas, otra vez, que yo sabía pero que me negaba a mí misma y que al mismo tiempo no me servían de nada, saberlas no me sirve de nada. ¡Cuánta gente me desagrada, cuántos sentimientos odiosos albergo! Y la infancia, las heridas de la infancia, las neurosis del abandono o de una peculiar forma de exclusión. Pero la semana pasada entré a un café en Suipacha y Corrientes, un café angosto, como un chorizo, con espejos en ambas paredes, de modo que daba la sensación incómoda del infinito; yo me puse frente a la puerta, para no tener que verme ni sentirme multiplicada hasta el infinito, y empecé a leer, mientras tomaba mi café y comía mi medialuna, esa novela de Luisa Valenzuela que tanto trabajo me costó encontrar, El gato eficaz, y el segundo párrafo que pasó por mis ojos decía: “Nada se ve en la esquina de Suipacha y Corrientes aunque todo suceda y la Argentina arda”. Yo creo en el misterio y en la magia. Pienso a menudo en el espíritu afín, y en aquella cosa sobre la literatura que siempre me digo, que permite hacer más vivible lo invivible, y en aquella frase tan bella que la sabia Gaby Damián dijo en una lectura hace un año, hace un año justamente, en mayo (lo escribí en mi cuaderno de los tulipanes): “Me gusta mucho la idea de tender puentes con personas que ya no están. El libro es un médium y nos trae las voces de los muertos”. ¿Pero por qué? ¿Por qué tiene que ser la voz de alguien que ya no puedo abrazar, porque eso me inspira, ganas de abrazarlo? ¿Por qué no hay forma de decirle: sí, dos personas como tú y como Chl se encontrarán en un boliche del mundo, aquí mismo en Buenos Aires, y hablarán de ti de esa forma? (“Ojalá después de que yo me muera, alguna vez dos personas como nosotros se encuentren en algún boliche del mundo y hablen de mí en esta forma”). Ahora no he podido dejar de llorar. Sobre todo cada que pienso, y releo, porque la releo como si fuera algo que, más que memorizarse, ameritara releerse, esa frase: “De todos modos hoy tengo la clara impresión de que ya nadie me ama”.

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