Dilema de odiar el futbol

Siempre odié el futbol. Nunca entendí la pasión que despertaba un deporte que me parecía tan entretenido como curarme el insomnio viendo el canal del Congreso.

En 1998, cuando iba en sexto de primaria, fui obligada a mirar los partidos de México en el Mundial de Francia. Durante junio de 2006, mientras trabajaba en un café de medio tiempo y atendía mis “estudios universitarios” en una facultad de Ciencias Políticas y Sociales, hacía verdaderos berrinches porque la atención de toda la gente estaba puesta en los partiditos de futbol en lugar de las elecciones. Donde quiera que miraba, había propaganda mundialista: camisetas de la selección, balones, tazas, fotografías tamaño completo del Cuau haciendo su famosa señal…

No recuerdo el Mundial de 2002. Era una adolescente y tenía otras preocupaciones menos mundanas: pasé ese verano intercambiando intereses románticos, ninguno de los cuales me correspondió apropiadamente; también asistí a conciertos, bebí de forma ilegal y bajé canciones de internet con una conexión telefónica. El Mundial me pasó a un lado, con la rapidez de lo que resulta desapercibido para los sentidos.

Y luego llegó este Mundial. Avisé, a través de todos los medios de comunicación posibles, que no iba a unirme a la fiebre mundialista. Que odiaba el futbol. Que todos me parecían unos estúpidos. Que lo que yo sentía era verdadera indiferencia y ante ella no podía hacerse nada.

Luego México jugó contra Francia y me encontré, con una sorpresa creciente, vitoreando las jugadas de Chicharito, diciendo cosas como “Tú puedes, Chícharo, nuestra confianza está puesta en ti”. Brincando como un resorte en las pocas, contadas amenazas de gol. Celebrando, como jamás lo creí, el triunfo innegable.

Me sentí parte de algo. Como cuando uno se niega durante mucho tiempo a hacer una cosa, por ejemplo ofrecerse para ser dama de honor en una boda, y se encuentra con un placer inexplicable una vez que ha cedido. No diría que feliz, sino menos marginada. Menos como una tipa amargada y más como una persona relajada con la que te irías a emborrachar saliendo del trabajo.

Pero ya sabía, algo dentro de mí siempre lo supo, que una vez que le ganaran a la selección mexicana sentiría de nuevo mi desidia usual. No estaba equivocada. No tuve ganas de ver el partido contra Uruguay, pues sabía que la emoción del ganador no estaría presente esta vez.

Pasó lo que siempre termina pasando. Y sin embargo, con no poca frecuencia me asomo para ver cómo van los partidos y hago conversación de sobremesa con algún dato que leí en Twitter o le escuché a alguno más enterado que yo. Participo en el mundial… sin ver los partidos.

Old habits die hard. Puedo fingir con los amigos que estoy interesada, quedarme los últimos minutos del encuentro Japón-Dinamarca y admirar, como lo dicta el lugar común, la disciplina nipona. Puedo recrearme con la belleza de los italianos. Puedo incluso aparecerme en la cantina y beberme unas cervezas mientras finjo que miro el partido, cuando en realidad sólo estoy ahí, distraída, pensando en algo más.

Nunca entenderé el futbol. Nunca lo disfrutaré genuinamente. Nunca me sentaré a ver, por decisión propia, partido alguno. Pese a todo, no puedo evitar sentir una nostalgia extraña. Jamás me había preparado tanto para detestar un Mundial y jamás lo había disfrutado tanto. En ocasiones fugaces, es cierto, pero que me llenaron de esa cosa que es tan difícil de definir. La pertenencia, tal vez. La sensación de que en algún lugar, a miles de kilómetros de distancia, alguien más se emociona por la misma cosa que tú.

 

 

La lucha libre como paliativo de la hórrida realidad mexicana

En toda mi vida, jamás había ido a la lucha libre. El espectáculo peripatético de dos cuasi gordos trabados, envueltos en sudor, zanjados en una lucha de vida o muerte, me parecía menos atractivo que ir a que me aplicaran una endodoncia con rolas de Napoleón de fondo.
Naturalmente, supe que eran puras pavadas cuando un día, en el horario estelar de Galavisión (o sea: sábado a mediodía), vi a un luchador tomarse muy en serio el concepto de libertad en el combate cuerpo a cuerpo: al ring subió una sandía colosal que luego procedió a cercenar con una sierra (como lo vio en Viernes XIII). Acto seguido, tomó un trozo y lo embarró en el rostro de su oponente.
Sobra hacer el comentario de que el público, ávido, profería ovaciones varias, como “¡dale en toda su madre, hijo del Santo de Plata Mística Junior! (o el que haya sido su nombre artístico, que para efectos del folclor dejaremos como se suscribe arriba).
Mi segundo encuentro con la lucha libre vino en el formato de una novelita corta que casi todo adolescente hormonal ha leído: El principio del placer, del maestro José Emilio Pacheco.
El día de la toma de posesión de Ruiz Cortines, en pleno malecón de Mocambo, el protagonista descubre a su ídolo, Bill Montenegro, departiendo alegremente con su “acérrimo” enemigo, El Verdugo Rojo (a quien el mismo párvulo había lanzado un elote mordido en plena faena). Ahí se da cuenta de que todo es una mentira elaborada, una falsificación cuidadosamente orquestada, un insulto al intelecto, una falacia de la razón… un escupitajo, pues.
Desde entonces quise ser tan avispada como él, y pretendí que desde siempre había sabido que la lucha libre estaba compuesta por impostores forrados en spandex.
Por eso, la primera vez que vi la lucha libre en vivo, mi corazón saltaba. Ahí, de frente, estaban encarnados todos los símbolos de nuestra identidad mexicana: la sordidez de la Arena Coliseo, en pleno corazón de La Lagunilla; el pálido olor a fritanga requemada, proveniente de los puestos en las calles aledañas; los niños con máscaras, haciendo suyas señas tan intrínsecas de nuestra idiosincrasia como las cremas y los chingasatumadre; las teiboleras que se diversifican y también se pasean con el letrero de “primera/segunda/tercera caída”. Y, sobre todo, la lealtad del público. Técnicos contra rudos. Los buenos contra los malos.
Ahí estaba el Blue Panther, sin máscara (la perdió en 2008 contra Villano V), con sus 49 años de experiencia. El auditorio, fiel, con vítores como “¡dejen en paz al abuelo!”. O Mephisto, de estilo francamente olvidable. Dos héroes, sin embargo, se llevarían las palmas: Máximo, del bando de los exóticos, y Brazo de Plata, del bando de los voluminosos. Uno y otro se aprovecharía de sus condiciones excluyentes (ambos marginados de la sociedad por su orientación sexual y ancho de banda, respectivamente) para aniquilar a sus oponentes: un beso y un panzazo harían el trabajo que las llaves, topes suicidas y saltos acrobáticos no lograron.
Y entonces me di cuenta: lo falso de la lucha libre, el acuerdo previo, casi estructurado como un guión; los técnicos contra los rudos que parecen perder, pero luego resurgen como aves fénix/ángeles caídos… todo lleva a un solo lugar: la afirmación de que en alguna parte de nuestro país, pese a las adversidades, los buenos siempre ganan.
Y eso, como evasión, le gana a las sustancias ilegales. Lo apuesto a dos de tres caídas.

Apología de la maldad

Ocurre que el mexicano común es malo por naturaleza. Es torpe, no tiene modales, no sabe lo que es la urbanidad. En su intento por encajar en un mundo que le exige portarse con civilidad, lo único que se le ocurre es derramar los cafés, criticar al primo hermano del jefe sin saberlo, comerse la torta antes del recreo y cajetearla en general. Avanza como puede en una sociedad que le exige portarse bien y al mismo tiempo le va lanzando muebles y otros obstáculos en su camino, le manda taxistas que no saben cómo llegar a su destino, hace que un policía lo cache tomándose una cerveza en pleno Paseo de la Reforma y, en general, lo obliga a rebelarse y convertirse en un hijín de puta.

Todos somos malos, asquerosos, petulantes. Todos pegamos el chicle debajo de la mesa, lanzamos el envase vacío y nos importa muy poco si no cae dentro del bote, miramos a la gente y nos burlamos con risitas de su atuendo y peinado. En esta inadecuación, en esta inhabilidad de comportarse como la gente decente, se encuentra implícito el deseo de ser mejor.

Todos pensamos en ser mejores. Todos quisiéramos ser más bondadosos, tener más inteligencia, y vivir en un mundo mejor. Pero la imposibilidad de la perfección está dada, porque el mundo es hostil: la gente de la que nos burlamos también se burla de nosotros, y a veces no son ellos sino otros. Y los taxistas se meten por lugares recónditos con el único ánimo de cobrar más; y los policías te “cachan en la movida”, convenientemente, con el único objetivo de llevarse una mordida, y la gente que te dice “no eres tú, soy yo”, en realidad quiere decirte “no es cierto: sí eres tú, siempre fuiste tú”.

¡Qué momentos tan hostiles vivimos! No hay agua, no hay dinero, no hay trabajo, no hay esperanza. La vida se convierte de pronto en un campo minado en el que debemos cuidarnos de no salir dinamitados, y para ello tenemos que pagar cierta fianza moral: ser mejores, porque el sufrimiento es el boleto directo a la redención y al paraíso.

¿Pero cómo, si somos mexicanos? Y a pesar de no tener agua, nos levantamos más temprano que los vecinos para sacar toda el agua de la llave; y todavía nos burlamos, y ahogamos las penas en alcohol, y vamos tirando el camino de la maldad por doquier.

Pero a veces, cuando veo que aún siendo buenos nos va ir de la chingada, prefiero la maldad. Pienso en la gente que es buena, en la gente que es buena de a de veras, y no los comprendo. La verdad, pienso si tienen un poco de sangre en las venas. Pienso si alguna vez se han dado el lujo de ser malignos per se. Criticar a una tipa porque el pantalón le hace ver las lonjas. Decirle a alguien que no sencillamente porque le aburre. No brindar ayuda porque no se les da la gana. Ser malos: malos por la maldad en sí, porque es más divertida que la bondad, porque no le temen a las consecuencias ni sienten temor de ese sujeto llamado “karma, el vengativo”.

Una de las ventajas de ser un hijín/hijina de puta consiste en perder la capacidad de crítica. Saber que, sencillamente, uno es peor que los demás. Ergo: no exigir, no juzgar, no alzar la ceja con indignación ni enfado. No escandalizarse. Y por lo tanto, ser bonachones, dispersos y amables. Ser bueno al ser malo: dejar de ser mejores, porque ya no podemos ser peores.

Discovery

Un artículo escrito por la periodista inglesa Rebecca Atkison para el periódico The Guardian. La columna se llama “Losing sight, still looking”, en referencia a una condición diagnosticada en la adolescencia: “te harás ciega gradualmente; puede ser en un año o en veinte”.

 

Llegué hasta ella a través de una serie de eventos circunstanciales. El principal: fue novia de Nick Nyro, un DJ inglés que me envió los mejores “mix tapes” (cedés, en realidad) que he recibido en mi vida.

 

The infant months of a relationship are imbued with discovery. You’re Christopher Columbus and your lover is a map of the world. Each time you meet, you notice new islands of moles among the waves of blue and green ink as you snuggle into the folds of their tattooed skin. Each time they speak, things you’ve never heard before emanate from their mouth; and each time they laugh, the muscles in their face move to form new shapes and expressions under their skin.

 

You lie awake together at night, learning new things: how they ran away from home in 1982 and didn’t return until 1987, and how they once galloped through a field in the dark with their pockets stuffed with squealing baby guinea pigs, liberated in the name of animal rights.

 

At the end of your three-month voyage of discovery, you either don’t like what you’ve found and set off for more bountiful shores; or, like me, you find they’ve colonised your heart, but you can’t spit out the three sticky little words that you want to say through fear that it’s just too early to share them.

 

But then one sunny morning in July, I was in a building when a bus blew up outside. The fragility of human life lay before me on the road. That night I went to tat man’s high rise, sailed up in the lift and let the suppressed ‘I love you’ escape from my mouth. Life suddenly felt too short not to.

 

123

1. Me acuerdo una vez, hace mucho tiempo, que me quedé dormida en el sillón viendo televisión. En la madrugada bajó mi mamá las escaleras y me encontró hecha ovillo frente a la tele prendida. “¿Por qué no te vas a acostar?”, me preguntó, y yo abrí los ojos y la vi en el pasillo, y por un segundo no entendí de qué me hablaba; aún me encontraba en la duermevela, en ese estado donde no se entiende bien a bien qué está pasando, y mi cerebro no lograba comprender gran cosa. La veía pero no sabía quién era, sino hasta que me incorporé, la vi mejor y le dije “ya voy”, y al decirlo tuve la sensación de que no conocía en lo absoluto a esa persona que me miraba, y que esa persona tampoco me conocía a mí.
Sentí miedo.
¿Cómo podría no conocer a mi mamá? ¿Cómo podría parecerme una desconocida en ese momento? A partir de entonces me sentí en otra parte, en un lugar más bien nebuloso donde no soy parte de nada y soy incapaz de reconocer las caras de las personas que he visto toda mi vida. A veces todavía, cuando charlo con ella y le tengo tanta confianza y siento que no hay mujer a la que quiera más en la vida, recuerdo que hubo un segundo en el que me pareció una absoluta desconocida, como si hubiera sido abducida por los extraterrestres, me hubieran borrado la memoria, y me hubieran insertado en la casa de una familia desconocida, a la que no hubiera visto nunca.
Es horrible.
Siempre tengo esas pesadillas donde soy Nicolas Cage en Padre de Familia, y en una realidad alterna despierto como parte integral de una familia que no conozco y tengo que fingir que soy “el papá”, que sé dónde está la repisa de las medicinas, dónde guardan las toallas y cómo se toma el café en esa casa.
Es, se los digo, horrible.

2. Cuando estaba en Buenos Aires fui al MALBA a ver una exposición de Andy Warhol que iba a cerrar en unas semanas. La primera vez que pasé, mientras hacía mi recorrido por la Recoleta con Nicolás, el chileno del que he hablado antes, había una fila enorme que me hizo renunciar a entrar ese día. Fui después, un miércoles por la tarde, y la fila le daba la vuelta a la manzana. Me dije que no había tiempo y, abnegadamente, me formé.
Ya saben eso de que Buenos Aires es la capital de la moda.
Me di cuenta de que tenía frente a mí la fila más larga de fashionistas de la historia: todos los sujetos estaban en sus veintes, tenían peinados a la moda, zapatos curiosos y ropajes excéntricamente combinados. Todos hablaban con su acentito porteño y leían libros de Dostoyevsky mientras fumaban sus Lucky Strike.
De modo que me quedé paradota mientras los veía y conté porteños hipsters en la cabeza hasta que, hora y media después, fue mi turno de entrar.
Lo hice, vi las obras, me reí un poco, fui al baño, regresé, leí cosas, y me salí. Cuando iba cruzando la avenida Libertador, una muchachita me detuvo. Me preguntó si me podía sacar una foto. Puse una cara de vergüenza y confusión máximas, y cuando le iba a preguntar para qué, se adelantó y me dijo que estaba haciendo un proyecto DE MODA para su clase de no sé cuánto y que le había encantado mi atuendo y que por favor, si no me molestaba, le permitiera sacarme una foto. Así que hice mi más logrado intento de una pose (mano en la cintura, mirada al vacío) y la muchacha me sacó la foto, luego se despidió con un beso y se fue dando brinquitos hasta el MALBA.
Fui dios en ese momento.
No les puedo contar en qué consistía mi atuendo porque eso arruinaría la emoción. Sólo sé que canté una canción de los Bee Gees mientras caminaba para tomar el ómnibus (que por supuesto tomé equivocadamente y donde desde luego me humillé ante todos).

3. También me acuerdo cuando fui al pueblecito ese en Chile, Pumanque, con los universitarios católicos. Me hice amiga sobre todo de una chica llamada Valeria, que tenía una relación tormentosa con su pololo. Me gustó que fuera muy sarcástica y que no moviera un dedo para levantar vigas ni cargar ropa, así que hicimos migas ipso facto. Al día siguiente me encontré en el campamento bebiendo pisco con los sujetos mencionados, y una de las muchachas católicas de alcurnia se sentó conmigo, no me acuerdo de su nombre, pero sí que era extremadamente delgada. Me contó que el “líder” de la expedición era su pololo desde hace poco, pero que ella estaba muerta de vergüenza porque desde hacía dos días no se podía dar un baño. Luego, de la nada, empezó a hablarme en inglés. A mí me dio risa y no dije nada, pero luego noté que los chavales ricos tienen la costumbre de ponerse a hablar en inglés por ningún motivo. Mientras estaba con ella llegaron otros tres que se pusieron a charlar en el idioma de Shakespeare con un acento peor que el de Penélope Cruz y de nuevo me sentí en la dimensión desconocida, una dimensión donde no sabía si era mejor llorar o reír.
Afortunadamente, Valeria llegó y me rescató. Era tan mala leche que aún la extraño.

4. Tengo ganas de abandonarme a la actividad física extrema. Cuando era chica canalizaba mi hiperactividad con peleítas con mi primo Juan: nos aventábamos almohadas, nos dábamos de patadas o corríamos sobre el pasto hasta vomitar la comida. También me gustaba poner un cassette de Ace of Base y ponerme a bailar como desquiciada en la sala de mi casa. Esa sensación de hacer algo idiota hasta sudar para después correr por un vaso de agua a la cocina y bebértelo en treinta segundos es algo que realmente extraño. Todavía de vez en cuando me pongo a bailar como estúpida, hasta sudar de veras, pero no es lo mismo: quiero ponerme a golpear a alguien amistosamente, patear objetos y dar brincos por la calle como si me hubiera tomado una pastilla de éxtasis.
Hace poco veía Little Ashes por la única razón de que sale Rob Pattinson, quien a pesar de ser el hombre más guapo del mundo es el peor actor del mundo, y hay una escena donde él -que la hace de Salvador Dalí, por razones incomprensibles- se pone a golpear unas ramas en la playa con el güey que la hace de Federico García Lorca. Ambos se ven muy desquiciados, empujándose y cayéndose al piso y luego levantándose y arrojando cosas y tropezándose contra las olas. Me gustó tanto esa acción que no sé cómo definir… ¿Pendejear acaso? ¿Andar de hiperactivo sin rumbo? ¿Jotear? Da igual.
Tengo ganas de entrar a una casa y destrozar todo. Me sabe mejor que gritarle a la gente y esas cosas.

5. Aunque estuve cerca de eso hace ocho días, cuando fui a la feria del vino y el queso en Tequisquiapan. No sé por qué se me subieron tan rápido las botellas de vino espumoso, o el chiste ese de “vino… chileno… Maipo… merlots” (lo malo de las bromas internas es que cuando uno las quiere exteriorizar ya no funcionan igual), pero el caso es que amanecí con quemaduras de segundo grado, moretones en las piernas y una vaga sensación de haber estado tirada en el pasto mientras escuchaba a unos muchachos cantar unas canciones de un grupo que odio.

6. Quiero perderme en estos ojos:

Escuchando: Yeasayer: O.N.E.

Random thoughts for Valentine’s Day – 6 months later

A veces siento que decir “Eternal Sunshine of the Spotless Mind es una de mis películas favoritas de todo el puto mundo” es asquerosamente demodé. Por Alá, es tan 2004, es tan “Güey, Michel Gondry, ¿viste su video de Björk? ¿Lo viste? Güey, es lo más”, es tan lugar común, tan todos la vimos y la amamos, tan no-indie, tan no-rara, tan no-de-culto precisamente por haberse convertido tan-de-culto. Escribir de ella me provoca la misma incomodidad que me provoca decir que también amo Fight Club, porque es la película favorita de toda una generación y casi siempre, de forma invariable, está en los perfiles de Blogger de una centena de sujetos.

Pero debo hacerlo. Siempre que la veo me conmuevo y lloro. Siempre termino pensando en esa idea tan bella de volver a hacerlo todo, sabiendo que terminará mal. A veces creo que la idea original de Kaufman, esa semilla brillante desde la que construyó toda la historia, no era la posibilidad de borrar a una persona de nuestra vida. Creo que su pensamiento original, su idea hermosa, era esa resignación poética ante la disyuntiva metafísica de volver a hacer las cosas que hicimos en el pasado, aún con la certeza de su fracaso.

“Si pudiera hacerlo todo de nuevo, si pudiera volver el tiempo y conocerte, lo haría todo igual”. Creo que la única forma de ilustrar esa situación hipotética, para él, vino en la forma de Lacuna Incorporated: si borráramos a una persona de nuestra vida, si la conociéramos de nuevo, y si después de conocerla aprendiéramos de nuestra propia voz, de nuestra propia experiencia grabada en un casette, que esa persona llegará a cansarnos, que la relación se tornará hostil, contaminada e hiriente, que todo terminará mal… ¿seguiríamos adelante? Es tan bello pensar que Clementine y Joel, dos tipos totalmente ordinarios, aburridos, llenos de fallas y manías y vergüenzas, tan rotos como el resto de la gente, deciden hacerlo.

Me gusta mucho este diálogo. Es tan simple y tan poderoso al mismo tiempo. Resume la aceptación de algo que terminará mal, pero que se sabe feliz, mientras dure.

Joel: I can’t see anything that I don’t like about you.

Clementine: But you will! But you will. You know, you will think of things. And I’ll get bored with you and feel trapped because that’s what happens with me.

Joel: …Okay.

En la vida real no tenemos la posibilidad de saber qué pasará en el futuro, cómo resultarán las cosas con una persona, y sin embargo… ¿No decidiríamos hacerlo de todas formas?

La otra idea que me gusta mucho en la película es la subtrama de Mary Svevo y el Dr. Howard Mierzwiak. Creo que habla del destino. No importa que te borres de la cabeza a una persona, si todo tu ser, tu historia de vida, las cosas que te gustan, la forma en que te relacionas, y además esa persona precisamente, lo que es, lo que significa, lo que hace en ti… si todo eso conspira para que te enamores, lo hará siempre, una y otra vez. No podemos escapar a eso.


Enamorarte una y otra vez de la misma persona, ¿no es eso algo muy bello?

Mi amigo Billy

Cuando estaba en Buenos Aires conocí a Billy (o Guillermo Alén, un nombre que será muy importante en unos años). Puedo decir sin reservas que él fue mi mejor amigo en el tiempo que pasé allá. Lo recuerdo siempre en nuestros paseos por las calles hermosas, calurosas y amplísimas de Buenos Aires. No nos vimos mucho o, en todo caso, supongo que menos de lo que creo. Pero todas las veces charlamos durante horas, ininterrumpidamente, de cualquier cantidad de temas posibles. Fuimos al teatro, en la calle Corrientes como es debido, una noche lluviosa después de cenar en el “comedero para estudiantes pobres”. Intentó llevarme a muchos sitios que, según él, eran excelentes para comer. Siempre que llegábamos estaban cerrados. Luego de pasar un fin de semana en Iguazú, me dijo que me había puesto más bronceada. Me llevó, eso sí, a las mejores empanadas argentinas. Yo me empaché unas siete y me bebí a grandes tragos una Quilmes Stout mientras lo escuchaba hablar de literatura, sobre todo, y pensaba: qué tipo tan interesante, podría pasar horas escuchándolo.

Otra tarde le dije: “¡Deberías ver a un tipo que comenta en mi blog! ¡Muy lúcido! Se hace llamar El Profesor”. Billy se rió y me dijo: “Che, pero si soy shó”.

En fin. Nos la pasamos muy bien. Le confié muchas cosas al calor de unos tragos maricones con bebida energética y licor de melón, que no me pusieron ni tantito borracha, a pesar de que luego le sumé varias cervezas, esas cervezas que los argentinos beben en unas botellas gigantescas de ¿un litro? ¿Dos? Luego corrimos de vuelta a Corrientes con Junín, donde me quedaba, para hacer mi mochila y tomar un taxi a Aeroparque, pues partiría al Calafate. Eran las cuatro de la mañana y la ciudad estaba dormida pero, al mismo tiempo, nunca tan despierta como entonces.

Sé que de haber recorrido Buenos Aires sola no la habría encontrado tan hermosa y, a la vez, tan hermética. Sobre todo porque Billy, como buen argentino, la ama y la odia con la misma intensidad. Vive su propia ciudad, en cada poro y en cada parabús y en cada pedazo de césped.

Buenos Aires, ah, Buenos Aires… qué te puedo decir. Buenos Aires es como una amante mala que me trata como a un gusano en verano, y en otoño me abraza y me dice que me va a amar por siempre. El invierno es una prolongación de eso, con más bufandas. La primavera es cuando empiezan a verse las grietas, discutimos por cosas boludas como qué video llevar en el Blockbuster o si pedir chino o no, yo empiezo a sospechar que sale con otros, las cosas se entibian. Verano, y vuelta a empezar.

Es mala, sí… pero es mía. Y yo soy suyo. Y ella lo sabe.

Ahora que estoy acá, mantenemos el contacto con correos esporádicos. Le decía que cuando él sea un escritor laureado y yo me quede en el intento, algún editor holgazán hurgará entre nuestra correspondencia para rellenar las novedades primavera-verano 2034. Él me respondió que le hace gracia cómo todos los aprendices de escritores sueñan con los “volúmenes compilatorios de las cosas que escribíamos mientras estábamos en el baño y las conversaciones completamente ociosas que tuvimos y que no deberían interesarle a nadie”.

Pero le pregunté si podía reproducir algunos párrafos y me dio todo el permiso, porque “lo que escribo para vos es tuyo”.

Hablábamos la otra vez, por ejemplo, de Montevideo. Ya se sabe la relación Buenos Aires-Montevideo, pero Billy fue el primero que me hizo notar lo pasivo-melancólico de la ciudad. También, gracias a él, pude notar la enfermiza y dependiente relación de los uruguayos con el mate.

Montevideo es eso que decís: una ciudad tristona, preciosa y alejada del mundo. Una especie de hermana menor de Buenos Aires, la rara de la familia, la loca del altillo. Igual de antigua y venerable pero olvidada, abandonada, paralela. Todo barrido por el viento, silencioso, medio desierto. Con más librerías increíbles por metro cuadrado que ninguna ciudad que yo haya visto, incluyendo Buenos Aires. Cada vez que voy, vuelvo más enamorado de Montevideo; si no estuviera tan caro meditaría seriamente liar el petate e irme a vivir un año allá, a ver si aguanto la vida en cámara lenta y el miasma melancólico o sucumbo a la indolencia, me agencio una linda uruguaya que me cebe mate y no me voy nunca más.

Luego me contó una anécdota increíble sobre Borges y Casares. Resulta que Billy trabaja en una librería de viejo hermosa, en Junín a la altura de la Recoleta, donde han comprado primeras ediciones de verdaderas joyas (ahí fue donde me mostró la primera edición de Los lanzallamas, de Arlt) y otras rarísimas y bellas del Quijote, por las que los coleccionistas pagan millonadas.

…Le puedo mostrar el folleto que tenemos en la librería escrito por Borges y Bioy Casares sobre las ventajas de la alimentación láctea que hicieron por encargo de una compañía lechera… El encargo era tan ridículo (y su necesidad tan grande) que Bioyrges decidieron no sólo defender sus ventajas, sino proclamarlas a pleno pulmón, con muchas referencias históricas y clásicas de dudosísima autenticidad y gran cantidad de científicos y experimentos delirantes que sólo existieron en su imaginación. Absolutamente desopilante.

Luego la cosa se pone apocalíptica y brillante y enciclopédica y erudita:

El otro día pensaba, justo… Todos los futuros locos que se imaginaron que íbamos a estar vestidos en papel de alumino con autos voladores, y al final somos los mismos boludos de siempre, pero con un aparatito negro en la mano, que con apretar unos botones nos abre toda la información acumulada y amasada por los siglos. No podía ser la república platónica, la ciudad celeste de San Agustín, la utopía de Tomás Moro, o aunque sea el Götterdämmerung o el paraíso a vapor y sin clases de Marx… No. De todas las utopías posibles, justo nos tuvo que tocar la de Diderot…

Pero sobre todo, y en mis momentos más oscuros, que abundaron en Buenos Aires (donde permanecí varios días sin “guita” y supeditada a los caprichos de la burocracia bancaria, por contar mis pesares más comprensibles), Billy siempre era aire refrescante, una voz luminosa que me sacaba del marasmo. Así que, haciendo mi autoestima un lugar más habitable, me quedaré con la percepción (naturalmente, equivocada) que tiene de mí:

Es una agradable y divertida mexicana ligeramente fashionista que conoce los códigos, pero no se los toma en serio, que sabe que es bonita sin ser un misil, y que no tiene mayores complicaciones familiares, sentimentales, ni nada…

*Pausa para pensar “Ajá, sí, claro” y luego continuar*

***

Un bonito deseo sería tener la alegría de conversar a diario con Billy. Tal vez en el futuro, si vivo una temporada en Buenos Aires. O él una en el DF. O ambos en París, o en Londres, o en Helsinki. La imaginación lo hace todo posible.

Cómo escribía mis ensayos en la carrera

Lo principal era pensar en el tema. Una idea, simple y directa.

Luego buscaba bibliografía. Tenía la costumbre de introducir algún libraco o algún autorsucho que poco tuviera que ver con el tema, para contrastar y polemizar. La nota de color, tú sabes. Los profesores lo aprecian mucho.

Luego me sentaba a buscar las citas. Las citas son el esqueleto de un ensayo, aunque no muchos lo saben. O al menos así es como yo operaba: podía construir un ensayo conectando citas, aunque no tuvieran relación. Se necesita cierta habilidad para eso, es un tanto ilegítimo y tramposo, como Le Chiffre envenenando a James Bond en medio de una partida de póquer.

“Posteriormente” (un adverbio que todo ensayo que se respete debe poseer) transcribía todas las citas a mano en un cuaderno de rayas, donde también apuntaba las referencias con estricto sistema APA.

Luego me iba por un café, me ponía a navegar por internet (ah, sagrados tiempos sin Facebook ni Twitter ni Tumblr), platicaba un rato con mi amigo el Chalu de estupideces varias, y regresaba a la biblioteca. Entonces empezaba a debrayar a mano. A mano siempre. Luego otra vez una pausa, otro café, una tarde que caía en la facultad de al lado, la de letras; un profesor de cabello canoso que me gustaba, charlando en la mesa contigua; un estudiante con un libro grueso bajo el brazo, el suave olor a mota atrás del edificio de idiomas, el lodo que dividía mi salón del pequeño café al aire libre donde me tomaba el descanso. Entonces entraba, con mi cuaderno y una pluma, al salón de cómputo. Y escribía. Con una velocidad impresionante (era transcripción y edición de lo que ya había garabateado casi ininteligiblemente), esa velocidad inhumana de la que todos tenían ocasión de maravillarse y burlarse a partes iguales. Un compañero solía decir que cuando entraba a ese salón y me veía teclear furiosamente (no siempre haciendo la tarea, a veces chateando o escribiendo un post en La Isla a Mediodía de antaño), veía mis dedos moverse y segundos después el sonido de las teclas llegaba. Era gracioso.

Siempre terminaba mis ensayos como si fueran reportajes. Con preguntas al aire y comentarios mamones. Lo imprimía y lo guardaba en un fólder y me iba caminando a mi casa con las manos frías. Y así siempre. Todo el último día. Un día antes de entregarlo, a veces horas antes. Y no es por presumir, querido, o tal vez sí, porque el recuerdo siempre adorna el pasado y lo embellece de alguna forma, pero siempre sacaba diez. O casi siempre.

Extraño esa época.