Los Ángeles // BTS

Diré que llegamos. Así suele empezarse. Las ruedas chirriantes del avión rasparon la tierra y, otra vez, aquel país, aquella idea. Hace cinco años que yo no entraba a sus fronteras y la última vez fueron islas que son distintas, que son otra cosa. Pero mi viaje no empezó ahí, sino a un costado de la carretera, en el km 133 de la autopista México-Querétaro, con las luces de los trailers y los automóviles encegueciéndome. Anochecía, el día de la partida se me había rebanado en múltiples pendientes, y ahí estaba debajo del puente, con mi mochila en la espalda y mi petaca compacta en el suelo, esperando el autobús que se detuviera para llevarme a la terminal de Querétaro, donde me encontraría con Triquis para tomar el autobús de las diez pe eme hacia León, Guanajuato, y pasada la medianoche abordar un Uber -única opción a esa hora- al aeropuerto internacional del Bajío, en Silao. Semanas atrás habíamos encontrado desde ahí, a una hora irrisoria, pasajes baratos, así que los tomamos. Y en aquel aeropuerto sucinto, tras una espera de horas en salas frías y aburridas donde muchas otras personas esperaban también, dormidas en asientos incómodos o directamente sobre el piso helado y súper limpio (no hay nada qué hacer salvo encerarlo a todas horas, parece ser la consigna), abordamos un vuelo de tres horas que nos depositaría en la ciudad de las estrellas.

Mañana azulada. Palmeras, palmeras por todas partes. Migración, ajetreo. Cambiar, con tarifa desventajosa, unos pesos mexicanos por dólares, en vista de que la hora de nuestro vuelo me impidió efectuar dicha operación anticipadamente. En los pasillos del aeropuerto comentar “por aquí pasó…”, y  señalar lo novedoso y lo conocido y lo gracioso, porque con ella todo siempre es gracioso, y agradable, y fácil. Un trayecto en el autobús FlyAway hacia Union Station. Autopistas de muchos, muchos carriles. La ciudad de concreto. En la estación: los murales. El sol brillante. La señora hermosa, mayor, que nos indicó la dirección de Highland Park. Y en Chinatown creer que nos equivocamos de tren, y bajarnos, y descubrir que creer que nos equivocamos era la verdadera equivocación (fue mi equivocación). Y mirar por la estación al aire libre un estacionamiento repleto de autobuses escolares amarillos, y del otro lado las calles amplias y las estructuras que simulan pagodas del barrio chino, y humaredas blancas salidas de no sé dónde, y las autopistas, y las colinas, y las palmeras, siempre esas palmeras altas y flacas que definen el paisaje angelino. Pero el Airbnb no estaba listo y en Highland Park -demasiado residencial, poco movido a esa hora- caminamos un rato hasta que decidimos volver a Chinatown, a unas estaciones de distancia (nos sentíamos invencibles con nuestra tarjeta TAP ilimitada por unos días), y allí caminamos por sus anchas avenidas y rápidamente encontramos Foo Chow, un restaurante chino que Eileen Truax nos recomendó, famoso porque ahí se filmó Rush Hour de Jackie Chan (el letrero grande desde el otro lado de la acera, Jackie Chan’s Rush Hour was filmed here: a partir de entonces veríamos letreros similares en varios locales y restaurantes, y de las películas más tontas: Jack & Jill, Big Momma’s House, o cosas peores). Estábamos exhaustas, y el local era chiquito y agradable, con un fresco muy lindo en una pared, y a esa hora apenas había unos cuantos comensales, y pedimos pollo a la naranja y chop suey de vegetales, y sopa miso, y té tailandés y té verde tibio, y todo estuvo exquisito y barato y satisfactorio, nuestra primera comida caliente después de viajar toda la noche y toda la mañana. Ah, recuperar fuerzas, cargar el celular en un conector, lavarse la cara, enviar mensajes. Luego, cargando fatigosamente nuestro breve equipaje, recorrer placitas achinadas, entrar a una tienda de fayuca (inciensos, y aretitos, y piedritas, y paragüitas, y dragoncitos de madera), caminar por los angostos pasillos de un mercadito parecido a un tianguis. En un local: Fireeeee. Y reír. Ya pronto, ya mero. Y volver a Highland Park, y buscar la casa de Nick, tras subir una calle empinadísima, pletórica de las típicas palmeras altas y flacas ese a de ce ve, sudando y respirando agitadamente, y al fin encontrarla (antes: preguntar a un muchacho que pasa mirando su iPad, quien de inmediato busca en Google Maps igual que nosotras venimos buscando en Google Maps, ya que a todo esto contar con una conexión 3G constante fue nuestra salvación). Se trata de un chalet en el patio trasero de un dúplex, con jardincito, agradable, soleado, bien decorado, Nick es rubio, ¿de Missouri?, claramente gay, y su perro french se llama Bill, y Bill nos mira y mueve la cola y se mete a nuestro cuarto y husmea entre nuestras cosas, mirándonos con ojos de humano, es simpático Bill, y por fin recostarnos en una cama y dormir de un modo que es más como desenchufar el cuerpo que ya no da más, que está quemado. Un par de horas más tarde despertar, la ducha reparadora, sentirse como una persona nuevamente, y las decisiones prácticas, eso que es tan de viajar en compañía, ¿me llevo suéter o no?, ¿nos dará tiempo de volver tras ese paseo o no?, ¿mochila o cangurera/riñonera, o chamarra de bolsillos amplios?, ¿me llevo las llaves yo o las cargas tú?, etcétera.

(estoy más bien acostumbrada a viajar sola, pero qué agradable fue, qué fácil)

Esa noche iríamos a ver a Negative Gemini en el Lodge Room. Todo se nos había dado tan bien, tan esplendorosamente bien: durante semanas estuve buscando conciertos que cayeran en los días de nuestra estadía, y de pronto me aparecía ella, la solista que había escuchado de manera obsesiva los últimos dos años, cuando descubrí -¿cómo, dónde, por quién?- aquel video semicasero de You never knew en Sofar NYC, con el peinado que tenía entonces, bobcito teñido de negro y con flequillo, una Winona Ryder (¿no es mi modelo, después de todo?) cuyo proyecto -¡ay!- se llamaba Negative Gemini (nos une el signo de Géminis, ¿y lo negativo, o lo que se percibe como negativo?) que hacía un synth pop de toques góticos, ácidos, de pronto progresivos, de pronto deudores del eurodance noventero, o del dream pop dosmilero, que de inmediato me capturó, en casi todas mis playlists está, había soñado con verla en vivo, y de pronto resultaba que daría un concierto a unos PASOS, literalmente a UNOS PASOS, del Airbnb más conveniente para alquilar, por su cercanía a Pasadena y al estadio Rose Bowl, por veinte módicos dólares, es que era de no creerse, de no creerse verdaderamente.

Así que fuimos, a pie, por una cosa. Mirando todo: las rejas de las casas y las casas mismas, con sus colores a veces centelleantes; los automóviles, el bajo número de peatones, la tarde que se descomponía en rosas-anaranjados-amarillos mostaza, luego York Boulevard, restaurantes mexicanos, bares, los infaltables food trucks con BIRRIA y pupusas y pork tacos (ah, esos pork tacos, y esos beef tacos, y esos chicken tacos), gente hermosa y gente diversa y gente como nosotras un viernes por la tarde tomándose una cerveza y exhibiendo vestimenta/peinados/modificaciones corporales cool, y pasar por un EL SÚPER (era un Chedraui, rebautizado EL SÚPER, que a partir de entonces daría pie al meme más memorable o por lo menos más insistente del viaje: pronunciar todas las palabras y frases escritas en español con acento caricaturizado de gringo) (para entonces ya habíamos establecido el código para referirnos a los gringos: bolillos, como suelen decirles los paisanos, del modo en que yo había aprendido con mi hermano, cuando era mojado, que los latinos suelen referirse a las personas de color como morenos, o moyos, para evitar la odiosa sonoridad del negro, tan reconocible, tan odioso, tan insultante) (desde mediodía, en las bancas de la estación al aire libre de Highland Park, habíamos establecido un código lingüístico que respetamos a rajatabla, a fin de proteger y ocultar nuestro discurso, el castellano que en Los Ángeles, de entre tantas ciudades, es tan transparente: cómo nos referiríamos a ciertos grupos étnicos, etarios, sexuales, de los que podríamos hablar impunemente aún en su presencia, sin herir susceptibilidades ni alimentar discursos de odio) (un último paréntesis: ¿a qué genio se le ocurrió bolillo?, ¿acaso porque el gringo es blanco como el migajón y, como el migajón, desechable?, ¿white trash en su forma más acabada? ¿O porque es una palabra difícil de pronunciar si la lengua nativa es otra?, ¿por qué, oh?).

Luego, con el cielo apenas oscurecido, por calles vacías, limpias, casitas con porches inmaculados, volvimos. Pasamos delante de una high school. Entramos a un Seven-Eleven. Llegamos al Lodge Room, en una esquina que volvía a ser ciudad, la entrada por un callejón angosto, y un dude en la puerta con quien bromeamos de una tontería, y no sabíamos que antes de Negative Gemini (nombre real: Lindsey French) estarían Buzzy Lee (nombre real: Sasha Spielberg) y Part Time (una banda que nos recordó otras épocas, otros gustos), y tomamos cerveza IPA y esperamos sentadas, o de pie, riéndonos, aburriéndonos a veces, hasta que salió ella, por fin, y abrió con You never knew y me hizo tan feliz, me llevó a otro mundo, qué extraña diferencia con lo que se vendría al día siguiente, un venue pequeño y amaderado, con candelabros y un paisaje al fondo y luces bajas color violeta y azul, y no seríamos más de 200 personas esa noche, estábamos hasta adelante, sin esfuerzo alguno, tan cerca del escenario que mirábamos los cables de los teclados y las guitarras y los amplificadores, y hasta las pequeñas arrugas del traje que se había puesto ella, color salmón, y que abrazaba su cuerpo bellamente, y muy pronto Body work, favorita total, y Bad Baby y  You only hate the ones you love y  Different color hair (sí, ahora es de un rubio anaranjado, y largo, y suelto) y You weren’t there anymore y Skydiver y Don’t worry bout the fuck I’m doing, pero no, por ejemplo, Virgin who can’t drive (construida a partir del sample de la exacta línea que Brittany Murphy qepd le sorraja a Alicia Silverstone en Clueless), y a un lado una muchacha que de pronto me sonreía, porque bailábamos con entusiasmo parecido, y luego su mano en la mano de otra muchacha, que la alejaba, y la marea de los cuerpos, y notar al baterista y al bajista, los dos tan masculinos, esa vibra sexual entre ellos y Lindsey, y algunos vaporizadores en funcionamiento, veo todavía las caras, ¿por qué conservo detalles tan inútiles?, y los que hablan fuerte y son molestos, y de nuevo perderse, el hielo seco, la nube rosada pacheca, las luces violeta, el drop esperado, en fin, todo lo que esperaba de una noche como esa.

Salimos y caminamos en la dirección equivocada, disfrutando el paseo de todas maneras, y pronto rectificamos. Consideramos comernos una torta de carne asada en un food truck abierto a esa hora, y otra vez rectificamos. Por fin, cerca de la estación de tren, descubrimos que nuestra única opción era una taquería que entregaba los tacos por una ventanita, se llamaba La Estrella y al día siguiente una sucursal compañera nos salvaría, y dijimos bueno-por-qué-no, y fue buena decisión, porque eran tacos ricos aunque con esas tortillas de maíz no nixtamalizado, o nixtamalizado apenas, que están buenas pero no son tortillas-tortillas. Salvaron: su salsita roja potente y su cilantro y su cebolla cruda en cuadritos.

¡Ah, tantos detalles! El sábado tan soleado. Ir otra vez al York Boulevard, en un Lyft conducido por Alex Cole, quien nos escuchó hablando en español y esperó el momento adecuado para meterse a la conversación: rockero italiano que nos regaló una uñilla con su nombre y nos invitó a su concierto el siguiente jueves, al que prometimos ir sin intenciones verdaderas; qué risa, qué personaje tan angelino, y luego comer en el jardincito trasero de Nick, mirando a sus vecinos a través de rejas improvisadas, un viaje anticipatorio, con emoción y preocupación*.

Finalmente nos dirigimos al Rose Bowl. Todo alrededor del estadio era una verbena: food trucks, muchachas regalando postales, islas de mercancía oficial, grupos variopintos ensayando coreografías. Picnic improvisado en el pasto, igual que otras muchachas y muchachos, y señores y señoras, y niños y niñas. Es que siento que debe reiterarse la diversidad de lxs asistentes, es parte esencial de la experiencia. Personas de todos colores, de todos tamaños, de todos sabores. Muchachas musulmanas hermosas con sus hijabs y trajes sastres color rosa pastel, el color oficial de esta era be te ese. Niñitos y mujeres y señores de color, latinxs de todas edades (it’s L.A., baby), jóvenes de ascendencia asiática, armenia, europea; personas con alguna discapacidad física, algún trastorno neurológico, algún impedimento motriz; adultos y adultos mayores en grupitos, no necesariamente como chaperones, van por gusto, con orgullo y sin vergüenza. Muchaches con sus diademas de Mang, de Chimmin, de Cookie, de Tata, de RJ, de Koya, de Shooky. De ot7, como una corona. Con sus playeras BT21 o sublimadas o pintadas a mano, con letreros de lo que se les ocurriera: memes impresos, la foto más tonta de su bias, una frase memorable, de dónde vienen (lejos, de otro estado, de otro país, de otro continente) (en el estacionamiento, camionetas y autos compactos decorados como de recién casados, la aventura bangtan sonyeondan desde Washington o desde Texas o desde ¿¡Chile?!, etcétera).

Nos fuimos a formar a la cola-serpiente, que rodeaba las inmediaciones del estadio en una imagen que, si ahora la veo en mi cabeza a vista de pájaro, se me figura a la de una película que el martes siguiente fuimos a ver en Universal Studios, Us. The tethered. Y eslabonadas a esa cadena humana nos pusimos a hablar nuevamente con nuestra lengua privada, y nos reímos y nos preocupamos* juntas y nos volvimos a reír y tuvimos interacciones con otros seres humanos y tomamos decisiones, por ejemplo ese día Triquis tomó el mando, yo no estaba en condiciones de hacerme cargo y me entregué a ella; esa dinámica se repitió en nuestro viaje: algún día, alguna noche, alguna salida cualquiera, una de las dos se convertía en la responsable, la que manejaría las direcciones -Google Maps, salvador- y guiaría a la otra por norte-sur-este-oeste, a la derecha o a la izquierda, la que se encargaría del dinero y las cuentas, del transporte público -la app Metro, salvadora-, de lo práctico. He descubierto que es la mejor dinámica, mantiene la estabilidad, nadie depende al cien de nadie, cada una colabora y tiene oportunidad de liderar pero también de descansar. Agh, ¡Triquis es la mejor compañera de viaje! (escribo con emoción esto que ya debería publicar, al menos una primera parte, antes de emprender otro miniviaje con ella al D.F. para, claro, la marcha gay y Momoland en el Plaza Condesa y ciertos trámites y asuntos que deben llevarse a cabo en esa ciudad en la que no extraño vivir del todo, como no extraño Buenos Aires tampoco; ahora me encuentro demasiado bien en mi pueblo, redescubriendo la vida en su interior, pero ya escribiré de eso llegado el momento) (seguiré, seguiré, para no desviarme).

*La preocupación mayor: meses atrás, el día que los boletos salieron a la venta, Ticketmaster nos había mantenido en la fila virtual por horas y luego, al intento veintisiete de asegurar dos lugares (los puntitos coloreados del plano digital del estadio desaparecían apenas pasabas el cursor por encima, lo gris devoraba aquellos miles de puntos/asientos que debían durar más, debían ser suficientes), cuando por fin conseguimos sitio en las últimas-últimas filas y empezamos a meter los datos bancarios, limpiamente fuimos expulsadas de la página. Tres, cuatro veces. ASH. La comunidad amante de BTS por Twitter compartía sus triunfos (despreciar sin miramientos a quien ya se agenció buenos boletos), sus amarguras (expresar compañerismo), y algunos consejos: llamar a los teléfonos de Ticketmaster, usar diecinueve computadoras del salón de cómputo de la universidad, conectar laptops, tabletas, teléfonos simultáneamente, en fin: resultaba que estos boletos eran los más buscados del planeta y no duraban ni media hora.  Qué locura. Pero ya estábamos ahí, ¿no? Ya habíamos decidido, unos días atrás, que iríamos a Los Ángeles o a Nueva York a verlos, no sólo por verlos sino también por ir. Por viajar. Por tener un divertimento. Por darse un gusto adulto, por más que el objeto de ese gusto fuera o pareciera decididamente adolescente, y sin embargo de adolescente todo esto habría sido imposible. Y yo no iba a quitar el dedo del renglón. Tras algunas investigaciones, vi que varixs compraban boletos en VividSeats, un sitio de reventa, así que con las sentidas palabras de “si tú saltas yo salto” (porque el vínculo Leo DiCaprio nos une a Triquis y a mí desde que nuestra amistad empezó hace tres lustros en la facu de ciencias políticas y sociales), dimos el mentado salto de fe. El PDF de los boletos me llegó inmediatamente a mi casilla de correo, y al abrirlo, con su anuncio pixeleado de Takis, no dejaba de sentir que aquello bien podía ser una estafa monumental (habíamos pagado, al final, un poco más del doble del precio original) (sí, sí, sí, y no me arrepiento, y al día siguiente del primer concierto se nos retribuiría ese pago, pero ya llegaremos allá) (si es que siguen aquí, ¿siguen aquí conmigo, leyendo estas cosas que dan un poco de pena pero que debo fijar para mí, como siempre, y también para que mi compañera de viaje reviva la aventura y podamos reírnos un poco después?). Luego, cuando días después me llegó un correo informando que el pago del seguro del boleto no se había validado, entramos en pánico. El seguro de veinte dolarucos me daba esa falsa seguridad de que todo operaba como era debido. Entonces nuevamente en los bajos mundos de Twitter aquella anécdota o leyenda urbana o información verificada respecto a la usuaria de VividSeats que, a punto de entrar al concierto, descubrió que sus boletos eran falsos, y la preocupación escrita en mayúsculas y con muchos emojis lastimosos y gifs de lloriqueos por personas que habían hecho uso de sitios parecidos. Sin embargo, tras varios mails con distintos Toms, Jessicas y Andrews de servicio al cliente del sitio, decidimos creer que todo estaba en orden. Nos obligamos a creer que sí, total. Y empezamos a organizar el viaje, siempre con la inquietud de que nos pasara lo mismo que a usuaria de leyenda urbana, tan cerca, tan lejos, Y TODO PARA QUÉ.

La cola-serpiente reptaba por puentes, por grandes extensiones de pasto, por los bordes de un estacionamiento infinito, sobre césped perfectamente recortado, mientras algunes guardias del Rose Bowl pasaban como carceleros preguntando quién no traía bolsa alguna, porque había una especie de fila exprés para los que traían las manos vacías. ASH (entre las especificaciones del estadio se encontraba la de llevar bolsas o mochilas transparentes, requisito que sin querer había cumplido /yesss/). Una rosa roja, hermoso logo oficial, en botes de basura, en postes, en cada cartel. Cruzarnos con personas con las que nos habíamos cruzado antes, e intercambiar deferencias. Y avanzar, avanzar, son casi las seis de la tarde y se supone que esto empieza a las siete treinta. Y después a unos metros ya se encontraban los detectores de metal y lxs guardias, el portal místico, ese pitidito del aparatejo que escanea los boletos y que es deleitable por el triunfo que supone. Pasó primero Triquis. Si tú saltas yo salto. Y el pitido triunfal. Y el mío. Y estar adentro, por fin. Con qué alivio eufórico nos abrazamos. TODO SALIÓ BIEN, DUDE, AHGHR, A HUEVO, ya en la tierra prometida, en el Disneylandia de lxs amantes de BTS.

Seguiré con detalles, no tienes por qué continuar si te has aburrido ya. Las filas largas para entrar a los baños, veinte minutos calculados (unas amigas dándose instrucciones: “entramos, orinamos, salimos corriendo”). Las filas largas para comprar y configurar la ARMY bomb que se activaría conectada a una matriz y al prenderse formaría, con las otras miles de bombs en el estadio, figuras, colores, arcoiris, o titilaría al ritmo particular de cada canción. Las filas largas para la mercancía oficial. Para unos nachos. No, porque pasó un señor vendiéndolas, para una botella de agua, que compramos por diez malditos dólares. Gasto odioso pero necesario. Navegar entre la marea de colores. Encontrar nuestra entrada. Un túnel que varies recorrían entre brinquitos, corriendo y gritando, o con falsa calma, para emerger a la boca del estadio: tanto espacio y tanto sol, las montañas de California, una tarde perfecta, el escenario con mobiliario cubierto por mantas y ¿hay dos panteras gigantes ahí colgando? (y te imaginas a Jin y a Jungkook y a Yoongi gritando WAKANDA FOREVER y, aunque no viene al caso, las panteras ahí tienen, en su capricho, un cierto sentido), y las macropantallas donde pasaban la videografía entera de BTS en orden, entre gritos enloquecidos como si ya hubieran salido ellos, y eventuales anuncios informativos. Conocimos a Viviana, (“como V”, pero su bias era Jin: se sabía por su diadema de RJ) (mira, no te voy a explicar), quien había venido desde Arizona en autobús. Se tardó dos días. Ya se había puesto a platicar con otra muchacha que también había ido sola, desde muy lejos, y como nos escucharon hablando en español hicimos todas conversación, aquel reconocible acento de la comunidad latinaestadounidense. Fui al baño una última vez y, en el pasillo, escuché que en las pantallas pasaban Singularity. MI BIAS, entiéndelo. Mi amado Kim Taehyung con su brazo dentro de la manga de un saco colgado en un perchero, su mano como si no fuera su mano, tocando su rostro como si no fuera su rostro. Hice una cara que seguro fue altamente expresiva, y un muchacho que venía de frente empezó a reírse conmigo, y los dos nos reímos mucho y sin palabras, compartiendo varias capas de significado en el pequeño acto. Cosas así, ¿sabes? Juvenil, inocente, alegre. Y aunque cuando volví la dulce V había tenido un problema con una mujer déspota que tenía el mismo número de asiento que el suyo y que la había obligado a cambiarse a otro sitio, ella no se dejó amilanar y siguió contenta y animada y hasta nos encargó su ARMY bomb, más tarde, para grabar Epiphany, el solo de su amado Jin.

TOTAL. Empezó. Fuegos artificiales. Michael Scott gritando OH MY GOD IT’S HAPPENING (The Office es otro de nuestros fuertes vínculos; todavía nos acordamos, Triquis y yo, de una vez que tardamos setenta y nueve minutos evacuando el Foro Sol al término de un Corona Capital, y cómo los gastamos enteros acordándonos de los mejores momentos de Michael Scott). No sabíamos nada de lo que pasaría. Era el primer concierto del tour. Qué gran decisión, qué buena movida no escoger Nueva York, después de todo, y entregarnos a una ciudad que ninguna de las dos conocía, a pesar de sus contras (no tener exactamente con quién llegar, como sí hubiera ocurrido allá, en la gran manzana donde además habría más transporte público y la ventaja de que ya conozco, el destino me ha llevado algunas, pocas veces; ya no me perdería en el metro, conocería algunos trucos, y a la vez eso lo volvería menos divertido, menos novedoso). Mejor Los Ángeles, primera vez para las dos, primer concierto del tour.

Más pormenores, más capturas de lxs asistentes:

¡Cuando Jungkook voló! Cantaba su canción como si nada y de pronto lo amarran a unos cables y ya está volando sobre el estadio como si cualquier cosa, y mi ansiedad fincada en el tópico de las tragedias-inesperadas-en-la-música-popular (Lennon, Selena, Cobain, como quiera un accidente así sería aparatoso y horripilante y le daría la vuelta al mundo en segundos) me hace no disfrutar del todo mientras el muchacho está en el aire. Pero baja y sigue cantando, muy cancherito. Detalles así, de los que millones se enteraban al instante, a través de numerosas transmisiones en vivo por Periscope y por Twitter, y que luego de ese día ya no serían sorpresa pero para nosotras sí, todo era una sorpresa y un acto inesperado y totalmente nuevo, lo que incrementaba su valor (vaya, llegar y disfrutar sin spoilers). En cada cambio de vestuario, aquellos videítos reciclados del tour anterior que permitían adivinar lo que vendría a continuación, las actuaciones en solitario y ciertas canciones, y sobre todo y lo más importante, daban la oportunidad de sentarse y descansar con dignidad y recuperar fuerzas para la siguiente aparición que nos eyectaba de nuestros asientos como tapón de champaña. Una señora me tocó el hombro para hablarme porque sintió la fuerte necesidad de felicitarme por lo mucho que, SE NOTABA, estaba disfrutando yo el concierto (o sea, bailar y corear lo coreable y no tener una bombita de luz en la mano y sacar muy poco el celular para fotografiar algo). A mi costado estaban unas adolescentes rubias que hablaban como salidas de una cuenta stan de Twitter, con esas expresiones que forman parte del vocabulario kpopero, tipo cuando uno de ellos hace algo muy sensual y se considera RUDE y un ATAQUE, y la de al lado tenía su clásico jersey negro con las letras J I M I N en gigante y fue un placer mirarla derretirse en una mudez  pasmada durante Serendipity (Jimin también es el bias de Triquis: son mutuals). Una fila abajo estaban dos muchachos de ascendencia asiática, uno de ellos con el pelo teñido de rubio, ligeramente parecido a Tae, que agitaban con ardor sus ARMY bombs y constituyeron el mejor ship irl que he mirado. O un hombre que, atrás, gritaba súper fuerte y una señora latina le dijo ME ESTÁS PEGANDO EN LA PANZA y él le pidió muchas disculpas, y quien más adelante, cerca del final del concierto, fue de los más entusiastas organizadores de La Ola®, ya para entonces totalmente amigo de la señora, con la que intercambiaba opiniones de lo que pasaba abajo. También llegó el momento que yo más esperaba y que sabía que me destruiría por completo, a saber, el citado solo de Taehyung, y lo que aparece en el escenario es, ¡¿QUÉ?!, no el perchero con el saco donde él introduciría un brazo que actuaría como autómata, acto con el que venía iniciando su show desde hace meses, sino una C A M A. Una cama colosal, medio vertical, suspendida por cables transparentes, en la que este perfecto ser humano está acostado con los ojos cerrados, un close-up de su bello rostro en las pantallas gigantes, y cuando la canción empieza él abre los ojos al fin y hay como un gemido colectivo en todo el estadio. O sea, la evolución de su representación, de su prestidigitación en el escenario, pasó de la división de su cuerpo en como dos ejes independientes, la dualidad, lo masculino y lo femenino, el fondo al interior de sí que se ignora… a abrir sus pinches ojos. Porque su mirada es ETÉREA y te subyuga y te hace mierda. Ay, no.

Y así, varios momentos geniales, extraños: un show excesivo, ridículo por momentos, que nos privó de cosas (DNA), transformó otras en nuevas, absurdas (Anpanman en juegos inflables que salieron de la nada y que los siete trepaban, a los que se arrojaban, por los que se deslizaban tomados de la mano y muertos de risa), con burbujas y papelitos y corazones digitales dibujados por Namjoon en una lluvia de luces, y Hobi con su traje Dior personalizado y a la medida en el cúlmen de su excelencia, y mirar, cuando nadie lo está grabando, cómo Taehyung se cae aparatosamente al tropezarse con unos reflectores y llega Jimin y lo levanta y él corre para terminar la coreografía y yo OH-NO, y todos -menos amado líder y su IQ de 148- luchan por decir unas frases en inglés, y cualquier cosa que dicen suscita reacciones enardecidas, febriles, y al final hay una voz anónima que traduce lo que ellos expresan en coreano, y es tan bonito y simple e inocente todo, como la alegría de que haya tan buen clima y sea una tarde tan linda, y luego Namjoon dice en inglés frases inteligentes y conmovedoras  y elaboradas con esmero, cada momento del concierto ha sido pensado, calculado, diseñado para generar un estado de ánimo; pero las olas son iniciativa nuestra, una tras otra, divertidas y ruidosas y colectivas, y es triste pensar que pronto acabará todo pero a la vez esa ansia de que acabe de una vez y se convierta en experiencia vivida.

Habían dicho “nos vemos mañana” y a mí eso me desafiaba. Terminaron la última canción, se tardaron mucho despidiéndose, recorriendo todos los pasajes del escenario para repartir saludos, ataviados en sus playeras y sudaderas de la mercancía oficial para que digas TENGO QUE HACER MÍA LA SUDADERA NEGRA CON EL LOGO DEL TOUR QUE USÓ J-HOPE; otra vez fuegos artificiales en cantidad, como si fuera 4 de julio, muchaches llorando a moco tendido por todas partes mientras empezaban a dispersarse en las gradas, y nosotras así de goeeeee, goeeeee, goeeeee, cansadas hasta la médula porque ya no tenemos 22 años aunque conservemos un brillo y un espíritu juveniles, harto juveniles, si quieres.

Logramos salir de las instalaciones del estadio. Caminamos por las calles de Pasadena durante uno punto cinco horas. Nos sentamos en el suelo y yo busqué food en Google Maps, arrancando las risas de Triquis. Vimos que había otra taquería La Estrella algunas calles más adelante, y que en las reseñas alguien había escrito SALSA ROJA ESTA BUENA; convencidas por la vehemencia de su comentario, nos dirigimos hacia allá, arrastrando las piernas. La encontramos. Pedimos asada fries y tacos con todo. Comentamos que salsa roja está buena indeed. Alrededor había muchas ARMYs, una chica súper cool con pelo verde y diadema de Mang, y grupos de amigas, y muchachos, y agua de jamaica, y la promesa, según Google Maps, de que otras cuadras más adelante se encontraba la estación de tren. Fuimos. Bajamos a los andenes. Del otro lado un muchacho orinaba contra la pared y su amigo, al vernos, empezó a justificarlo cómicamente, y el otro se dio la vuelta y pidió disculpas, señoritas, y empezó a decir que su papá era güero pero su mamá era mexicana y que cuántos días nos quedábamos y si le dábamos nuestro teléfono. Nos subimos al tren y se nos pasó la estación por andar tonteando. Esperamos el tren de regreso en el andén el aire libre, tiritando de frío. Pasó. Nos bajamos en Highland Park, ahora sí. Subimos la calle empinada. Llegamos a la casa de Nick, Bill nos olisqueó y volvió por donde vino. Nos tiramos en la cama y yo miré mi teléfono: me habían estado llegando notificaciones de VividSeats toda la tarde, que había boletos para el día siguiente todavía, que estaban de descuento, que fuera a ver. Nos dormimos y yo me desperté a las 8 de la mañana y entré a la aplicación y revisé, y luego esperé un rato a que Triquis abriera los ojos y apenas lo hizo le sorrajé un “Están los boletos para hoy a 40 dólares, ¿jalas?” Triquis parpadeó, confusa y somnolienta, y finalmente dijo: “Jalo”.

Así decidimos que iríamos al segundo concierto. Total, ya estábamos ahí, ¿no? A eso habíamos ido. A mirar a nuestros coreanitos. Pero el día presentaba desafíos. Cambiarnos de Airbnb a uno sobre avenida Melrose, emprender una excursión infructuosa a Hollwyood Boulevard, hacer el largo trayecto de vuelta a Pasadena. Pero y qué. Siempre que nos vemos, ella y yo nos cantamos Foreeever, we are young.

Al menos esos dos días, y los siguientes, cuando pasamos por otros hospedajes, otros barrios, otras aventuras, Venice Beach y paseos pachecos con Leo, Conan y su humor deadpan, karaokes y autopistas de madrugada, almuerzos en cementerios y museos extrañísimos, fuimos young forever.(empiezo, ya, a redactar la siguiente parte de esta aventura jovial).

Santiago 2017 / L-M-J / tl;dr

Me encontré con Lety en la calle Santo Domingo, tan cerca de Bellas Artes y el Mapocho. Nos abrazamos y lloramos de alegría. Nos hicimos amigas en Polotitlán en el año 1994 aproximadamente, y con sus hermanas Laura -su cuata, o melliza, más grande que ella por unos minutos- y Araceli -un año menor que ellas, uno mayor que yo- fuimos inseparables. Vivíamos a unos doscientos pasos de distancia y el punto medio para acompañarnos, cuando ellas iban a mi casa o yo a la suya, era un poste de luz que alguna vez, tontas y temerarias, intentamos trepar. Jugábamos de todo en todos lados y a todas horas. Platicábamos de todo. Los recuerdos son infinitos, en sitios, en épocas, en celebraciones. Entramos a la adolescencia juntas, y las mudanzas (a D.F. Lety, a Querétaro yo) no lograron interrumpir la amistad. Ahora ella vive en Santiago de Chile y yo en Buenos Aires, y tras un periplo por tierra de 24 horas, por fin nos encontramos una tarde de fines de octubre, en mitad de una primavera que de este lado de los Andes ya estaba calurosa y, allá, era puro viento frío. Cenamos una pizza (delgada, crocante, deliciosa) y tomamos micheladas (con merkén chileno) de cerveza Austral en un sitio que a ella le gusta en el barrio Italia, sentadas en el patio junto a un radiador, padeciendo un frío seco y penetrante tan parecido al de nuestro terruño a la entrada del Bajío. Y platicamos, y platicamos, y platicamos. Mucho. En la amistad verdadera los temas nunca se acaban.

Pero en la noche, en el cuarto del hostal, había un tipo que roncaba muy fuerte. Y esa noche no pude dormir.

Por la mañana pasamos por dos cafés al Cocteau café, que se convertiría en una especie de centro de operaciones de mi estadía santiaguina. Desayunamos una empanada chilena (de pino) casera en el pasto fresco del Parque Forestal, mirando la cordillera. Luego Bellas Artes entre las dos, y una conversación larga, larga en el cerro Santa Lucía, donde salieron tantas ideas (la locura es lo más parecido a un sueño), y después una reunión con sus amigas mexicanas, en la casa de una de ellas en Vitacura, donde comimos rajas con crema, y cochinita pibil, y papas con chorizo, y tostadas de frijoles, ¡y pan de muerto!, un delicioso pan de muerto que de algún modo era lo que yo buscaba allá, en Santiago.

Después el taxi de madrugada, por avenida Apoquindo, por avenida Providencia, las lámparas blancas y redondas a la orilla del río, la eficiencia urbana santiaguina, poco dada al ornamento, pero a veces, algunos rincones sublimes, algunas grandilocuencias, como los leones de bronce de Providencia, supuestamente robados de Lima. Y retener la sensación tan familiar y a la vez tan extrañada, desde Buenos Aires, de un horizonte amplio, un valle profundo flanqueado no por volcanes sino por una cordillera descomunal.

Esa noche soñé con el terremoto del 19 de septiembre y después, con horrible detalle, con un bebé que se pudría lentamente, abandonado en uno de los edificios dañados de la colonia Roma. Cuando me desperté abrí Facebook y me apareció una nota amarillista de Buzzfeed: Parents Charged With Murdering 4-Month-Old Baby Whose Maggot-Covered Body Was Found In a Swing – The underweight infant hadn’t had a diaper change, been bathed, or moved from the swing for more than a week, authorities said. La nota se ilustraba con los mugshots de una mujer y un hombre de expresiones narcotizadas.

Me quedé en la cama pensando en la macabra coincidencia, si habría leído aquello antes de dormir, o si, como cierta ficción especulativa invita a sospechar, los dispositivos electrónicos, además de registrar los vagabundeos por internet, me habían escaneado el subconsciente.

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Aquel fin de semana, después de visitar el mercado de La Vega Central, pasillos que hervían de frutas y verduras, tan parecido y a la vez tan distinto de los mercados mexicanos, y conocer muchos gatitos de mercado (uno negro, uno pinto, uno anaranjado, uno llamado Manuel de La Vega), y comer delicias peruanas en una cocinería típica, tomamos la carretera por el Cajón del Maipo rumbo a San José de Maipo: qué visiones, qué curvas, qué alpino todo, cuánto verde en ese cañón que ya no estaba nevado pero, conforme descendíamos, nos hacía soltar vapor por la boca. Nos quedamos en la parcela de unos señores encantadores, los Villalba, y atendimos, semiheladas pero resguardadas por una pesada manta en la que nos envolvimos, el festival de payadores en la plaza del pueblo, un Tepoztlán del Sur, las mismas callecitas y casas bajas y el verde que rodea todo, y la poesía que hay en la improvisación y la rima y el canto de aquellos payadores que habían venido de Colombia y República Dominicana y Cuba y otras partes de Chile y de Argentina, y por la noche una pizza casera con tomate y aceitunas y queso, y vino navegado, calientito, y en una repisa un libro de pensamientos mágicos que leí, morbosamente, hasta la madrugada. Por la mañana paseamos por el jardín botánico de la parcela, tan enorme, tan frío, tan verde y salpicado de colores brillantes: astromelias, rododendros, helechos, claveles, amapolas, camelias, orquídeas, pasionarias, y cipreses y laureles y pinos, tantos pinos, y comer un ceviche de cochayuyos, un alga marina con sabor o textura o recuerdo de hongo, frescura pura en la boca. Y fresas silvestres y espárragos y tostadas con palta (aplastada con aceite y sal, como se consume en la once tradicional) y aceitunas y ensalada chilena de tomate con cebolla y rebanadas de roast beef. Y vino Santa Ema, o cualquier otro, pero de la varietal carmenere que es tan de Maipo.

Volver a Santiago, atestiguar lo indecible, lo que en cierta forma me había llevado a Chile y a Lety, para acelerar -ayudar, acompañar- un proceso irreversible.

En el hostal, impulso clarividente, pregunté si me podía cambiar de cuarto para evitar al de los ronquidos. Me instalé en uno vacío y me metí en la cama y me puse a leer, y momentos más tarde entró una chica a tientas, y cuando le hablé y ella me respondió, reconocí el acento de inmediato. Mexicana. Marisol. De voz tan dulce. Escritora. Un par de coincidencias que nos llevaron a la camaradería instantánea. Pero de pronto y con la naturalidad de un líquido que va trasvasándose: proyectos de escritura y la vida y lo más hondo y lo peor que nos ha sucedido, pero también lo mejor. Y fuimos tirando del hilo y a cada sorpresa venía una coincidencia excepcional, tan improbable que por eso estaba como destinada, y en la oscuridad, y desde la cueva de cada litera, y hasta las seis de la mañana, hablamos y nos compartimos todo y nos hicimos Amigas y para mí Almas Gemelas Escritoras. Inauguramos la amistad por la puerta grande, por el intercambio y la incorporación de la filosofía, los sueños, el pasado y la experiencia del horror de la otra, y en adelante cada tanto bromeábamos: “En estas siete horas que llevamos de amistad, en estas cuarenta y ocho horas que llevamos de amistad, en estos cinco días de amistad con mayúscula que llevamos”. Y desde entonces, y hasta que salió su vuelo a México, ya no nos separamos, y no, no sólo eso, a la mañana siguiente de conocernos fuimos a desayunar con su mejor amiga de Chile, con la que compartía una conexión profunda también, y de quien me había hablado con emoción, con cariño, con admiración, y que protagonizaba fragmentos de su escritura que me leyó, porque nos leímos cosas de inmediato, y cuando Javiera, la Javi, llegó con su polera de Friends al café Cocteau, nuestra oficina santiaguiana, y almorzamos un sándwich y un café, y platicamos y platicamos, y nos compartimos nuestras experiencias pasadas, y nuestros intereses -literarios, académicos, sentimentales- y aquella otra cosa que también nos hermanaba, como con Sol, nos hicimos amigas ahí mismo, amigas tanto como Marisol y yo, como Marisol y ella.

En menos de doce horas yo había ganado dos amigas, además de la que había ido a visitar.

Y entonces los acontecimientos se precipitan: una semana y media en la que estuve con las tres, en momentos distintos y a veces todas juntas, y fui intensamente feliz. Lo escribo otra vez: intensamente feliz.

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Marisol (García Walls) y Javiera (Barrientos) (nombres que deben recordarse) forman parte de CECLI, Centro de Estudios de Cosas Lindas e Inútiles, un colectivo o un espacio o una zona de estudio de lo material, de los objetos, de los libros como ideas pero también como artefactos. Y entonces fue, con ellas, conocer artistas, modos de crear, posibilidades de invención. Rincones de Santiago que jamás hubiera encontrado yo sola. Y a las personas más, más SECAS de Chile: en el sentido chileno, el seco es un capo, un chingón, un virtuoso en su campo.

Fuimos a Naranja Ediciones, el estudio y editorial y showroom en la calle Estados Unidos 228, con Sebastián y Sebastián (Arancibia y Barrante) (es decir, Sebastián A y Sebastián B). Nos contaron, con café y galletitas, con una comodidad que era pura camaradería, que primero traían material raro de otras partes, de ferias de libros en Portugal, en Brasil, y ahora editan sus propios libros raros, libros intervenidos, libros que son de otras materialidades, por ejemplo la Carta de porto de Sebastián Arancibia, que consiste en una carta de tres cuartillas escrita en máquina de escribir mecánica, con fotos de Sebastián Barrante impresas digitalmente, y un tiraje de 10 copias.

Fuimos al taller de Catalina de la Cruz y sus libros fotoquímicos en Bellavista, donde da cursos de fotoemulsiones, un tratamiento de la fotografía química análoga que es pura unicidad, sus libros de las líneas de Nazca, esas imágenes que parecían salidas de sueños, y entre sus tesoros descubrí el libro-cuaderno del poeta peruano Luis Hernández Camarero, el facsímil de uno de sus propios cuadernos con poemas, dibujos, la tinta traspasada entre las páginas, que me hizo explotar el cerebro, ¿acaso eso era posible, acaso eso siempre ha sido posible?

Fuimos a la casa de la ilustradora Leonor Pérez, y vimos los originales de varios de los libros que ha ilustrado, como Mi cuaderno de haikus, de María José Ferrada, y charlamos de Brenda Ríos, amiga en común, y uno de cuyos libros ilustró (El vuelo de Francisca). Sus delicadas ilustraciones de niños de ojos profundos en colores cálidos, azules de mar y verdes de planta y cielos anaranjados y amarillos, pero también de animales y objetos y otros trazos en gris, y en superficies que no son papel, y usando mucho el collage. Su temporada en México y ahí, en un rincón de su lindo departamento de Providencia, un altar de muertos. Pasaba una temporada con ella, desde Brasil, Flávia Bomfim, también ilustradora, y una artista del bordado como arte y medio narrativo.

Desayunamos con Loreto Casanueva, también integrante y fundadora de CECLI, y amante de los objetos, en Había Una Vez, una cafetería coreana del barrio de Patronato [Wiki: “ubicado entre la Recoleta por el poniente, Loreto (¡!) por el oriente, Bellavista por el sur y Dominica por el norte”, cuyos orígenes “nos remontan a la época del Chile prehispánico: la zona que comprende la ribera norte del Río Mapocho era conocida como La Chimba, vocablo quechua (chinpa, “del otro lado” (del río)”], barrio donde se “cachurea”, se “fayuquea”, donde yo había recalado años atrás, en 2010, quizá por equivocación; ahora, con M, chusmear con calma las tiendas de productos chinos y maquillaje y ropa barata (adquisición: unas medias negras que se rasgaron hasta el postureo), y en el bello café coreano una como concha de melón verde -muy dulce-, además de otros panecitos con formas de fruta (un esponjoso limón amarillo), y una limonada color azul, y café negro muy bueno. Y más tarde, durante la conversación que nunca se terminaba entre nosotras, cerca del estudio de Catalina, una cerveza negra y dos sándwiches conceptuales que dividimos, y devoramos, además de una merecida tarta nuezosa, en un restaurante hermano de aquel que habíamos visitado, con L, durante mi primera noche santiaguina.

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La noche del 31 de octubre me escapé al cine Normandie, atrás de Moneda, a ver su especial de Halloween: The Masque of the Red Death, con Vicent Price. Caminé todo Miraflores hasta cruzar la avenida Libertador Bernardo O’higgins, mejor conocida como Alameda; tomé avenida Santa Rosa (me detuve en un puesto callejero, tan parecido a uno defeño), pasé por debajo de un puente, donde un hombre orinaba contra un contenedor de basura, y seguí de largo hasta dar con la calle Tarapacá, angostita y muy de centro de ciudad.

Había jóvenes disfrazados, algunos, en las calles y en el metro. Yo extrañaba eso, en Buenos Aires estos días son insoportablemente comunes. Y al salir de la función en aquel cine setentero, de audiencia cinéfila y friki, caminé envuelta en la atmósfera ligeramente inquietante después del terror; seguí, en medio de la noche, a grupos de muchachos y muchachas por unas callejuelas del centro y de pronto, en medio de la plaza amplísima, limpísima, la bandera chilena ondeando al centro. El Zócalo santiaguino, pensé. Luego miré las caras atractivas pintadas de Catrinas y de vampiros y de Harleyquinns en el andén de metro La Moneda, enamorándome de todo mundo como suele ocurrirme, con mayor intensidad allá porque los rasgos eran nuevos y tal como me gustan y durante mucho tiempo deseé. Además, en casa (en el hostal, en nuestra habitación), estaría M, y todo, todo, todo era bello.

Después está la coincidencia -en un viaje lleno de casualidades y sincronías- de retomar el contacto con Víctor más de una década después, una amistad de mi vida en Querétaro hace tanto tiempo, y que me dijera que vivía en Santiago el mismo día que yo llegaba a Santiago. Entonces el Día de Muertos, otro de mis motivos para ir a Chile en esa fecha, en el Cementerio General de Recoleta, casi idéntico al de Recoleta de acá -es decir, muy francés-, pero unas veinte veces más grande. Bailes y calaveritas y ofrendas y pan de muerto, y tacos, y un embajador que hacía bromas y leía sus propias calaveritas (envidiar su trabajo intensamente). Y juntar nuevamente los grupos: Javiera y Adam (su novio mexicano, chilango para mayores señas y complicidades, quien la visitaba en Santiago desde la pequeña ciudad canadiense donde estudia su doctorado y es tipazo: graciosísimo y brillante, y además amigo de Marisol de tiempo atrás), Marisol y Lety, y los demás, caminando por los fríos y silenciosos pasillos del cementerio, las tumbas y los mausoleos, los árboles medio calvos que se iban ennegreciendo igual que el cielo, que antes de apagarse se puso muy rojo y violeta, una visión gótica para el Día de Muertos. Esa caminata terrorífica: momento cumbre. Después de vagar medio perdidos por senderos cada vez más oscuros, dimos una sensata vuelta a la izquierda y al fin encontramos al payador de otro siglo que en medio de la noche, con quinqué en mano, guiaba a algunas personas por el laberinto del cementerio. Y apareció frente a mí, en la oscuridad total, los contornos del mausoleo muy blanco de Salvador Allende, dos columnas, angulosas e imponentes, unidas en su base: un número once (de septiembre). Pero no me estoy explicando: son dos columnas de diez metros de altura. Son edificios. Y ya he explicado en varios rastros de mi vida expuesta en internet mi interés chileno. Unos amigos muy cercanos de mis padres (y sus hijos de mis hermanos), chilenos exiliados, cuyo acento diluido a mí me encantaba (y lo que mis padres contaban, sobre sus penurias, y sobre ese periodo político en Chile, me intrigaba y fascinaba). Después señales, como la prepa Sur Salvador Allende. Mis lecturas latinoamericanas. Mi música chilena.

Por fin volver a Chile, la otra vida posible, si en aquel otro viaje no me hubiera enamorado de Buenos Aires.

Aquel paseo con el payador de voz hermosa terminó en el mausoleo del señor Nazarino Elguín, de 1893: una enorme pirámide maya-azteca, superposición de estilos a full porque hay mucha plata y los muertos con dinero lo demuestran con sus sepulcros eternos, pero además -leo en la página del cementerio general- incluye elementos como: “el calendario azteca y la Coatlicue (diosa de la muerte y de la creación) con los brazos mutilados, con falda de serpiente y con un esqueleto humano de collar”. Así terminaba aquel momento chileno-mexicano.

El bar de The Clinic, en Plaza Ñuñoa, después, donde noté el galla, galla entre dos amigas, y que las palabras en Chile envejecen también, pero siempre son muy animaladas: cabro, cabra. Chanchear. Los que son gansos o pavos. La caballa. O sentirse como la mona, como nos sentiríamos al día siguiente, tras tantas cervezas.

Por Víctor también conocí a Midori, coterránea, mujer ejecutiva y as en su campo, con quien luego nos reiríamos mucho y luego vi, acá, cuando vino en febrero con sus amigas. Y las casualidades volvieron a anudarnos: camino a una noche de placeres culinarios mexicanos, Lety y ella descubrieron que estaban predestinadas a conocerse, por el celular intercambiado gracias a una amiga en común. Además, sin dudarlo, me ofreció crashear un par de días en su departamento de Providencia, y entonces despertar muy temprano por la mañana para caminar por avenida Suecia rumbo al cerro San Cristóbal, y cruzar uno de los puentes del Mapocho, donde sentí que temblaba.

Comimos en muchos restaurantes mexicanos, de los que hay una amplia oferta en Santiago (el intercambio comercial y político, en mayor medida que el argentino-mexicano, facilita una comunidad mexicana mucho más grande, así como alta disponibilidad de productos y materias primas). Durante esas vacaciones disfrutamos: enchiladas, pozole, huaraches, tacos al pastor, tacos dorados, enfrijoladas, sopes, papadzules. En las dos sucursales de El Ranchero, en Los Cuates, en la mítica Fonda Lupita, con Midori, muy cerca de Moneda. Y también mucha comida peruana, mi segunda favorita en el mundo.

Otra tarde fui al Cine Arte Alameda, donde vi la devastadora Cabros de mierda, de Gonzalo Justiniano, y luego recorrí los pasajes del centro cultural Gabriela Mistral. Una mañana leí unos poemas de Enrique Lihn en una banca frente al Mapocho: era lunes y había querido subir al teleférico pero ese día permanece cerrado, y tras perderme en algunos parajes del cerro y cruzar las calles de Bellavista, llegué cerca del puente Pío Nono y me desplomé bajo el sol, y dormité. Y luego el recorrido por el centro: el centro cultural La Moneda, los cafés con piernas (invento chileno: las cafeterías cuyas camareras visten faldas muy cortas, la entrada en Wikipedia es un espanto sexista), la calle Bandera, la catedral de Santiago de Compostela, los infaltables puestos ambulantes, la conversación de tintes mágicos, y en el piso un recorte de un ojo café que me miraba.

En la fila del teleférico el último día, estornudé y una chica me dijo “salud”, y en ese instante las dos nos reconocimos mexicanas, y charlamos durante el trayecto por los aires, y le saqué fotos bajo la blanquísima, colosal virgen de la Inmaculada Concepción. Idaes era su nombre, chilanga, y empezaba a viajar: ya había estado en Perú. Linda persona. Era ya parte de un catálogo de casualidades no buscadas. Como el encuentro con la amiga de Víctor en el metro, de quien hablábamos momentos antes. O las charlas con Adam, Javi y Marisol en el taller de encuadernación, donde repasamos un catálogo de quereres y desprecios mexicanos.

Metro Tobalaba, metro Pajaritos (rumbo a Valparaíso), metro La Moneda, metro Estación Central, metro Universidad de Santiago, metro Baquedano (aquel jueves perdida al interior de la laberíntica estación, casi a la medianoche, todos los accesos cerrados menos uno, cuando iba de vuelta al depa de la Javi tras encontrarme con Lety en el Costanera Center). El Costanera Center, el edificio más alto de Latinoamérica. El mall lleno de argentinos chetos. El Ojo de Saurón. Estructura fálica, luz verde. El Porro. Pero luego vi que en realidad es un faro.

El viaje a Valparaíso con L, a solas las dos, y conocer el lado oscuro de aquella ciudad de cerros rapaces y personajes tenebrosos. Y disfrutar y brindar por su libertad futura. Y llorar por lo que debe llorarse. Y aunque nos quedamos sin ir a Isla Negra, aquella excursión nos sanó, nos devolvió un poco otras.

Esa idea, la había sentido la primera vez que estuve aquí, de Chile como un territorio salvaje y antiguo, una franja de tierra inmemorial. Todo es lítico: Vitacura, corazón de piedra; Quilicura, las tres piedras. Eso que es tan del monte, de la naturaleza agreste, como el lenguaje que tiene al animal en su centro. Y en alguna de esas noches, desde un piso 18, mirar la ciudad a mis pies, con una luna llena espectacular y la sombra de la cordillera, y luego desearla como antes deseé a Buenos Aires: el trayecto nocturno por sus arterias, y en ellas su juventud y sus salidas y su forma de apropiarse de las cosas, y enamorarme e imaginar una vida en ella.

No consigo olvidar aquel viaje. Y me parece que lo sigo viviendo, cada momento dentro de él, a un año de distancia. Un año exacto de distancia. Eso me he tardado en redactar mis recuerdos para el futuro.

Viajar es lo que me sale mejor en el mundo.

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Llegar a Chile

Me fui en subte. Iba tomar el 7, pero me dio miedo llegar con prisas (tenía más de hora y media a mi disposición). El autobús saldría a las siete de la noche. Quince horas desde la terminal de ómnibus de Retiro, en Buenos Aires, hasta Mendoza. De modo que caminé a la estación La Plata, luego combiné con Independencia. Llegué a Retiro con mucho tiempo de sobra. Cargaba dos mochilas. Caminé hasta las boleterías, me fijé que tenía casi sesenta minutos de espera, regresé a pie a la estación de ferrocarriles -en el camino compré una arepa, iba comiéndola, un hombre en el piso me pidió algo, le di la mitad de la arepa, ¿qué es?, me preguntó; un pan colombiano muy rico, le dije-; me tomé un té en el Havannah, volví, compré dos chipás para el camino, entré al baño, después al autobús: el aire acondicionado estaba muy fuerte, me envolví en la bufanda, dormité mientras tomábamos la 9 de Julio, la autopista; en Merlo se subió un muchacho y se sentó a mi lado; era murguero, me dijo, 18 años, llamado Brian, su primer viaje lejos; charlamos mientras nos servían la cena: un sándwich de miga horrible, un guisado de pollo, un vaso de “gaseosa de pomelo”, y mientras tanto el terromozo organizaba un juego de Bingo cuyo premio era una botella de vino. En las dos hileras de asientos había un grupo de amigos insoportablemente argentinos, ruidosos, boludos, Brian y yo reíamos, nos sonreíamos amigos, luego apagaron las luces, pusieron No manches (coma) Frida; los argentinos se reían sinceramente de Omar Chaparro, yo detestaba pero a veces, de puro jamaicón, también me reía. Otra vez pusieron música (llegaron a Marco Antonio Solís luego de pasar por Divididos, Los Fabulosos Cadillacs, Soda Stereo), la mayoría se durmió, ronquidos y suspiros, y yo apretada entre Brian y la ventanilla, padeciendo el insomnio. En mi iPod había guardado un episodio de Saturday Night Live con Elizabeth Banks, me reí en silencio, miraba las luces de la carretera, las estaciones de servicio, la línea que cruza el país por la mitad. Mis piernas acalambradas. A las 7 de la mañana hicimos una parada, bajé al baño, luego me dormí enroscada en dos asientos libres, apenas había logrado perder la conciencia cuando ya llegábamos a Mendoza.

La habitación del hostal no estaba lista. Dejé mi mochila y salí, insomne, a caminar por las calurosas calles de la ciudad, en una dirección contraria a mis planes que me llevó a Godoy Cruz, donde entré a un súper chino y compré agua y le pregunté a un muchacho que bebía mate, sobre un escalón, si estaba muy lejos la plaza Independencia. Hace ochos años yo había recorrido esa ciudad con Peter, también estaba a punto de cruzar a Chile. Hace ocho años: mi post de entonces, oh. Falsa nostalgia.

Después: los sonrientes mendocinos, con un acento achilenado que pronuncia en argentino; el inmenso parque San Martín, la helada cerveza blanca Andes y un pancho indulgente, una librería Yenny y el lago y la caminata y, de noche, el taxista gracioso y atrabancado que ante la pregunta de qué toman los mendocinos respondió FERNÉ convencido, el cansancio, la conversación de dos chicas inglesas en el cuarto, a punto de dormir, que llevaban muchos meses viajando. Luego: levantarme muy temprano, bañarme con agua tibia, desayunar una excelente medialuna y un café y un jugo, y llegar a la terminal, y cambiar 400 pesos argentinos por 13 mil pesos chilenos, y subir al autobús, al asiento en la primera fila del segundo piso que había reservado con antelación, pues era uno de los objetivos y razones del viaje, y leer de pasada el diario Los Andes que habían dejado en cada asiento, y luchar con el sueño a razón de la ley de Murphy (cuando quiero dormir no puedo; cuando no debo dormir, cabeceo). Un café negro y la carretera. El Aconcagua. La vid. Los Andes. El cruce fronterizo de Los Libertadores, esa especie de bodega enorme donde se estacionan los autobuses y a su alrededor hileras de coches, y familias con atuendos de escalada, y gorritos, y un aire frío que sopla, y las primeras apariciones de los carabineros, que me causan tantos sufrimientos, ¿será porque su uniforme tiene aspecto militarizado, o así me lo imagino? A mi lado iba una pareja de señores brasileños que, antes de llegar a la frontera, se apuraron a comer unas manzanas verdes; codicié tanto sus manzanas que, en un kiosco ya chileno, a la entrada de la bodega, quise comprar una, pero era imposible, a esa altura, adquirir cualquier producto orgánico. Por fin, la cuesta de los Caracoles: 29 curvas en ochos, o en infinitos. El túnel Cristo Redentor. Yo sacaba videos y fotos, cada cosa afuera era hermosa y fascinante: el río, las piedras en medio del río, el agua cristalina, las montañas de cúspides nevadas.

Llegué a Santiago. Los edificios y, ¡ah!, la cordillera. Lo que hace a la ciudad tan diferente, esa cadena montañosa que vigila y guía y cambia de colores y densidad. Salí de la terminal Sur y caminé unas cuadras y descendí a la estación Universidad de Santiago (ya había olvidado los rombos en el logotipo del metro santiaguino) y compré un boletito horario punta y tomé la línea roja, hice transferencia en Baquedano (¡recordaba el aspecto de esa laberíntica estación!) y seguí en la línea verde, y llegué al metro Bellas Artes, y afuera estaba lindo y soleado y había chicos hippies vendiendo ropa de segunda mano y panqués veganos y libros, y graffitis artísticos en las paredes y en las aceras, cafés y bares, y yo caminé perdida para encontrar la calle Santo Domingo y el hostal Avión Rojo, con dolor de hombros y de cuello y de espalda, la mochila roja y azul amarrada a la cintura, la azul y morada y rosa por delante, la calle Monjitas, la calle Miraflores y la Mosqueto y ¡por fin! dar con la puertita, y subir desfalleciendo, y efectuar los trámites con el muchacho venezolano de ojos bonitos con el que luego, días después, conversaríamos Marisol y yo, a pesar de que siempre tenía una expresión contrariada en el rostro y continuamente me aclaraba/pedía/reclamaba cosas, y luego echarme en la cama y dormir por horas hasta que, a eso de las seis, llegó Lety por mí.

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Quiero recordar Uruguay. Tengo mis entradas de diarios, los recuerdos todavía frescos, las observaciones que, al formularlas, me parecieron dignas de ser fijadas. Pero no ha habido el tiempo, las horas pasan y siempre algo urgente, necesario, impostergable. O quizás no he querido enfrentarme con el recuento porque ya pasó un mes y el sentimiento se ha transformado. Sin embargo, otra vez, Uruguay me dio todo. Sol y caminatas por la rambla y conversaciones y el sentimiento de que ahí el ritmo es otro, las preocupaciones son otras, el entendimiento es otro y es posible conocer a los demás y dejarse conocer.

¡Aquí todo ha pasado! Mi realidad es tan distinta ahora. Pero mi entrada al sur comenzó en São Paulo: una caminata por la Paulista, por el parque Ibirapuera, donde tomé una larga siesta sobre el pasto húmedo, y luego los contornos de Higienópolis. Traía la expectativa encima y el cansancio y la desorientación, y la dificultad del idioma que no tuve la delicadeza de aprender durante las clases que tomé por un año. Entonces, el factor de la incomprensión y las gracias del entendimiento. Mis contactos con Brasil han sido breves, me dejan el misterio abierto para después. Ahora mis recuerdos se decantan por los detalles de una cotidianidad intensa: las vehementes charlas de las personas en el metro; la fondita donde comí una feijoada que mezclé torpemente en el plato que no era, y las risitas de los camareros; el adaptador en un kiosco de revistas y el Ibuprofeno en una farmacia; y la chica del Starbucks (cafeína + internet + batería para el celular, me justificaré) que me preguntó de dónde era, y ¡ah, las telenovelas!, y Thalía pero ya no tanto, por su edad, Verónica Castro. Y después el intento de volver por transporte público, al tanto de que no sería posible: era paro de transportistas y la manifestação reptaba por la Paulista, clausurada, y el metro era un caos, y muchas estaciones estaban cerradas, y me dijeron que en un hotel salían autobuses al aeropuerto, y el señor botones me dijo que seguro no pasaría, que tomara un taxi, y me recomendó a un taxista, y tuvimos que ir a un cajero el señor taxista y yo, y nos hablamos a señas y con palabras similares, y reímos, y me invitó de sus chicharrones, y llegamos rapidísimo al aeropuerto, y lamenté mucho perder tanto dinero, y esperé y tomé un café y crucé a pie a la otra terminal y ahí, cansada, tomé el vuelo a Montevideo a la medianoche.

Mi llegada a Uruguay me sangró, en más de un sentido. Accidentes que me recluyeron en mí misma, descalza en la arena suave de la playa de Pocitos, en la última fila de un cine para ver Elle, que me provocó arrepentimientos, y luego el reencuentro con ChL (Chica Linda, Levrero dixit), y su mirada y su sonrisa, y un cigarro en el atardecer de la rambla para sopesar los acontecimientos. Después una caminata hasta el faro, mientras anochecía y pasaban corredores del maratón, las piedras y el agua, y un colectivo en Punta Carretas, y llegar para, cansada, salir otra vez en sábado a la noche de rigor: con Gabriel y Marcelo los brasileños; María la uruguaya, y Stefan el polaco, que es marinero (me-estás-jodiendo) y su barco sigue estacionado indefinidamente en Piriápolis, dice, porque el capitán es un flojonazo que no se decide a partir y se la pasa leyendo en cubierta todo el día. Y así iniciamos ese peregrinaje nocturno tan montevideano, salvar las cuadras pequeñas, de ciudad provincial, y adivinar la movida por el enjambre de jóvenes insultantemente cool afuera, fumando y tomando cerveza, de pie o sentados en la banqueta (la vereda) y mucho bo, y mucho ta, y mucho sabelo, y pila de palabras uruguayas más. Y así bailando, tomando, buscando la fiesta como nos dijeron una vez, más caminando que reventando, más riendo con tus amigos en busca de una cosa que encontrando la cosa, que es el verdadero sentido de salir por la noche en Montevideo. Primero, en Isla de Flores, una banda excelente de algo entre synthwave y punk y shoegaze, en el patio de una casita que hacía las veces de bar, y donde en algún momento los músicos empezaron a tocar los primeros acordes de I wanna be adored, y de pronto se detuvieron, y varios a mi lado: “Tocáaala, booo, termináaala”. Pero no la terminaron.

Luego, un DJ en otro bar. Luego, una fainá nocturna callejera, al estilo rectangular que es el uruguayo, y de una exquisitez insuperable (las calles seguían hervidas de gente en busca de fiesta, o saliendo de la fiesta). Y, finalmente, el objetivo de la noche, el antro llamado Phonotheque, del que María sabía que es un sitio donde todos sangran de la nariz, y es cierto: jamás había visto tal consumo de coca, de merca, rampante y a la vista, mientras bailaban el house atascado de The Mole, en el sofá donde descansaban un poco para seguir, al que se acercaban para comprarle a un tipo y meterse más, y donde me dormí alrededor de una hora, de 6 a 7 de la mañana aproximadamente, para seguir bailando, y luego salir, a las nueve o más, con el sol blanquísimo sobre nuestras cabezas, un vampirazo de rigor. A un par de cuadras ya estaban montando los puestos de la feria de Tristán Narvaja, y nos comimos las primeras tortas fritas de un señor muy amable que, mientras freía, me dio ocasión de mirar las antigüedades, y reír por los comentarios del vendedor de pelo largo que, al verme, repetía “buena noche, ¿no?, buena noche”. Y reír de nuevo entrada la mañana, los cinco, amigos para siempre durante una noche nada más, sentados en la banca donde, se informa, el día 24 de abril de 1925 Einstein conversó con el filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira.

El lunes, soleado e incluso caluroso, un peregrinaje a Prado y su jardín botánico y su pequeñísimo jardín japonés, y por la tarde ChL. Y el martes el accidentado viaje a Cabo Polonio, retardado por los incidentes que ya se me habían vuelto habituales, una primera parada necesaria en Rocha, donde caminé un poco y luego me senté en una placita a comerme un helado de naranja, y un perro callejero, negro y canoso, vino a echarse a mis pies, y luego se subió a la banca y más tarde a mis piernas, y metió la cabeza en mi mochila y se quedó dormido, y yo lo acaricié con mucho cariño y extrañeza, y después hasta me siguió a la terminal, donde otra vez se echó a mis pies. Llegué a la entrada de Cabo Polonio de noche, y ya estaba saliendo el camión descubierto apto para las dunas que entra a la reserva, y un chico subió conmigo, Shajar, israelí de ojos tiernos, y al llegar al centro de la aldea, entre las linternas de los dueños de hostales que llegan a reclutar viajeros recién llegados, seguimos a Sabrina, una francesa de piel achocolatada y sonrisa enorme, originaria de Vichy, que nos llevó a una cabaña de pescadores frente al mar que me convenció porque, en el silencio, el único sonido era el de las olas del mar.

Ahí ocurrió un portento: Sabrina nos mostró el mar y dijo: “¡Miren, plancton!”. Y al momento recordé aquella escena de The Beach en que Françoise le muestra a Richard, con las mismas palabras, los filamentos de luz en el agua, y también que entonces me pareció que aquello eran efectos especiales y nada posible en el mundo real. Pero esa noche me di cuenta de que era verdadero. Que la espuma de las olas fosforescía y cuando lamía la arena dejaba un rastro de luminarias. Nos acercamos a empujar los granos con los pies y descubrimos que ahí se incrustaban, fulgurantes, las noctilucas, una palabra tan bella para algo que yo no conocía y no creía que fuera verdad. ¿Hay fotos? No se puede. Aquello queda grabado en la memoria y nada más.

Sin embargo lo que mi descripción no logra, quizás lo dé esta foto -un tanto exagerada- robada de un artículo de Andrés Rieznik en Clarín, donde describe su fascinación cuántica por el hermoso Cabo.

Shajar y yo fuimos a cenar chivito y, al volver, tomamos cervezas con los otros del hostal: Álvaro, un español con las historias más graciosas y extrañas, que siempre coronaba con un largo “espectaculaaaar”; Mathiu, un belga que hablaba perfecto español con perfecto slang; Santi y Agustín, dos cordobeses de ciudades distintas que se conocieron ahí y parecían amigos de toda la vida, y Clara, una alemana de Bavaria que nos miraba con cara de confusión ante nuestro castellano repleto de acentos. Después Sabrina nos llevó a un boliche (antro o bar en rioplatense), en la noche clarísima de Cabo Polonio, pueblo que no tiene electricidad, ni calles, ni manzanas, sino caminitos de arena que hay que salvar con ayuda de la linterna y algo de suerte. Y este boliche famoso era una casa como en obra negra, cubierta de unas enredaderas macizas que, según dijo Sabrina, son de una flor que genera alucinaciones y cuando está madura produce, en quien está sentado ahí, sensaciones raras. Y ahí, iluminados por velas, rodeados de las enredaderas, tomamos un licor de arazá, fruto típico de la zona, mientras yo seguía instalada en mi me-estás-jodiendo-Uruguay, con estos lugares sacados de una película, sazonados además con detalles peculiares como que el dueño era un señor ciego, cuya presencia a esa hora no creí posible, hasta que fui a pagar y el hombre canoso, ojiazul, detrás de la barra con velas, fue sacando los billetes de una caja mientras le preguntaba a un tipo de barba a su lado de qué denominación eran.

Al día siguiente me levanté temprano para emprender la caminata a Valizas, y de último momento se me unió Santi. Mi preferencia por la soledad me hizo dudar, al principio, del ofrecimiento, pero luego me pareció bien porque fuimos tomando mate y charlando de tonteras, caminando con muchas dificultades sobre la arena durante dos o tres horas, encontrando de pronto cadáveres de lobos marinos que habían llegado a la costa a morir ¡e incluso el cadáver de un pingüino!, hasta las piedras enormes y el cerro que divide ambas poblaciones, y los descansos momentáneos de charla espontánea, y luego cruzar el arroyo que, a esa altura, nos llegaba a las rodillas y nos acarició con su tibieza los pies fatigados. En Valizas, más urbanizado (¿ruralizado?) que Cabo Polonio, comimos en una parrilla un baurú (parecido al chivito, pero con chocloarvejas) (es decir, elote y chícharos) y charlamos con los dueños y su perro (otro personaje) sobre el partido al día siguiente entre Uruguay y Brasil. Luego volvimos por las dunas, hermosas pero muy arduas de escalar, y tras mucha caminata que nos hizo sudar y sudar, llegamos a la playa, conscientes de que nos anochecería caminando y no traíamos linterna. Así fue: el sol fue apagándose y pronto quedaron solamente las noctilucas y la luna y las estrellas más blancas y más intensas que he visto en mi vida, una vía láctea un poco falsa, debo decirlo, como de planetario, como pintada a mano, que iluminaba con su resplandor nuestro camino. El último tramo, descalzos, mirábamos anhelantes la luz del faro, pero la distancia se hacía larga y larga, mientras más caminábamos más lejos se hacía, y metíamos los pies en el agua, cuyas olas fuertes a veces nos llegaban a los muslos y de pronto, peligrosamente, nos halaban de más.

Llegamos exhaustos al hostal, y de nuevo el círculo de conversaciones con Sabrina y Mathiu y Shajar y Álvaro y Clara y Marcelo el montevideano que cuidaba el hostal en temporada, y vino y cerveza y un arroz que preparamos Agustín, Santi y yo con un sobre para sopa Quick porque nos dio pereza hacer la excursión nocturna al veintiúnico almacén de Cabo. Marcelo dijo que tenía la llave de otro boliche que sólo abría en temporada alta, y allá fuimos: un salón sucio y olvidado, con una mesa de billar al centro, y un vino que nos compartíamos sin distingos. Nunca más nos veríamos de nuevo, ni siquiera intercambiamos nuestros perfiles de Facebook porque la falta de internet y electricidad lo eludía, y era perfecto así, y era perfecto estar tan presentes, tan en el momento, sin distracciones electrónicas ni la espera o la curiosidad por lo que ocurría del otro lado de una pantalla.

Al día siguiente nadé en la otra playa, en el agua que al principio me pareció fría pero en la que de repente me zambullí sin pensarlo, un piso de arena resbaloso y engañoso, que a veces bajaba y subía, olas suaves y viento que, al salir, secaba con un soplido. Caminé entre unas piedras musgosas y tras un patinazo me rebané tres dedos de los pies, que me sangraron dramáticamente: otro incidente, otra herida-recordatorio (la noche anterior, al salir del boliche, en la oscuridad, me estrellé la rodilla contra una reja y se me formó una costra monumental). Después: el faro, los lobos de mar, grupos enteros que dormían a aleta suelta bajo el sol, en piedras lejanas e inaccesibles, indiferentes ante la mirada de los turistas que, maravillados, los mirábamos detrás del cordón.

El autobús de regreso a Montevideo estaba sobrevendido y no alcancé lugar. Una española -cuyo nombre nunca supe- estaba en la misma situación, y así nos fuimos dando ánimos, a veces sentadas en el piso, luego en asientos desocupados que, en la siguiente parada, ya se habían ocupado, durante las cinco horas de trayecto. Y aunque llegué muy cansada a Montevideo, y tomé un colectivo que me dejó en la 18 de Julio y Ejido, en la plancha de la Intendencia observé con agrado las hileras de personas mirando el partido Brasil-Uruguay en una pantalla gigante. En el hostal, lo mismo. A pesar de mi cansancio, salí con un muchacho que puso música en un lugar guapachoso llamado La Rusa, y volví ya tarde más dormida que otra cosa.

El viernes todo cambió. Pero ahora es más difícil escribir de ello, las cosas han cambiado y se han endurecido o desvanecido. Pasé la tarde en la rambla y en Playa Ramírez, los amigos tomando mate, o los solitarios leyendo libros, o los niños en patines en el cuadrado de skate, y la pareja de Rosario a la que le saqué fotos. Los dos hombres que nadaban en la playa, muy lejos de la orilla, que me inspiraron deseos de nadar también. Después el amor de vacación, y las risas de Paysandú, y el dolor de las heridas físicas amortiguado por las caricias, y caminar de la mano otra vez, después de tantos meses, y la comparsa, y la caminata hasta Aires Puros y Prado, y la pizza y la cerveza, y escalar una pendiente y cruzar un puente prohibido y obtener vistas panorámicas, idílicas, de la ciudad. Mi último domingo montevideano fue perfecto, no exento de la ansiedad de la víspera del viaje. Aunque lo peor que me ha pasado (¿es lo peor, en verdad?, ¿podré, pronto, escribir de ello?) empezó en Montevideo el año pasado, mis recuerdos de esa ciudad eran bellos todos. Pero volver a Buenos Aires suponía un problema mayor, y enfrentarme al lugar donde me perdí a mí misma. Pero no fue terrible. Buenos Aires, por fortuna, no ha sido terrible.

Fotos que no llegaron a la red social Instagram:


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Subida a México (tl;dr)

Lunes, 30 de noviembre, 6:29 am. No logro dormir. Yo quería escribir aquí esta noche, pero no terminé, no me dio tiempo, sucesos anodinos inesperados, pensé que el sueño me había derrotado, tuve mucho tiempo los ojos cerrados, exhausta, mi cuerpo exhausto, pero no logré ir al otro lado, no atravesé el pasaje. Ansiedad, miedo, nerviosismo (café cargado, de tardenoche; Speed, bebida energética poco recomendable, tiempo después). No arreglé mi maleta, no terminé mis pendientes. Debo ir a buscar una cosa al rato. Después, aeropuerto. Siete horas en Lima, sin entrar a la ciudad donde nunca llueve. Miguel, nuestro amigo peruano, quien me alojó en la verdegris Lima, la barrancuda Lima, con su familia y sus amigos y su vida, pocos días hace unos años, irá a México a fines de diciembre, de todos modos. Luego: Bogotá. Instrucciones para llegar a casa de mis amados Maria y Rafael, tras cinco años de no verlos. Eran novios entonces y ahora están felizmente casados. Recién casados. En realidad esto empezaba diferente, otra idea. Tengo miedo de no volver. Y de volver. No es tan peculiar lo que yo siento. Es la experiencia del migrado (del migrado feliz, hay que admitirlo). He sentido la necesidad de fijar los acontecimientos de estos días, las aventuras. Quizá sí tengo una interioridad alterdirigida, como observó Paula Sibilia. Debo construirme hacia afuera, por la escritura pública que aquí es como dejar el diario sin el candado. Ya pasaron días de aquella madrugada. Sigo escribiendo en diciembre, en el D.F.

Desde el jueves 26 de noviembre las horas se apresuraron. Una noche húmeda, el cielo blanco de tan cargado. Fue entonces que empezó el affaire amistoso (descubrí que a veces se tienen, como los románticos o sexuales: aventuras y momentos felices con personas que llegan y se van abruptamente). Las cosas que vi. Sentí. Platiqué. Reí. Brinqué. Cómo brincan aquellas brasileñas, Mar Selly y Jhenifer. Retorno a estados infantiles: bromearnos, molestarnos, asustarnos, jalonearnos, golpearnos tanto que el domingo por la noche, cuando llegamos a Montserrat tras bosques de Palermo, Jardín Japónes, Costanera Sur, reserva ecológica, Río de la Plata, paraguayo con pareja de Luján, nubes, río, buquebús a Uruguay, inmensidad, niño que fue mi amigo (“Señora, no meta los pies que el agua está contaminada”, “Pues ya ni modo” y más tarde, cuando me preguntó de dónde era, y le dije, y le pregunté si sabía dónde quedaba, él dijo que en la Concaf y yo le dije que no, que estaba en América pero hacia el norte,  y el niño: “Pero yo lo vi en el Fifa World Cup 2014 que está en la Concaf”: conversación con él, un gran niño argentino, y malo para tirar piedras que hicieran circulitos, a diferencia del joven adulto que tiraba piedras mientras su novia lo miraba), tras esa caminata calurosa en un camino pantanoso, los pelirrojos que todo el día vimos (el pellizco de la buena suerte que, para mi mala suerte, instauré), el tereré, el atardecer, un hermoso atardecer, el río, las aguas sobre el río, el oleaje, un grito repentino, “oooola”, y después una ola, que nos empapó y se llevó mis tennis, el cielo apagándose durante la larga caminata para salir de la reserva ecológica, el calor que sigue en la oscuridad, la feria en la Costanera, un puesto ahí, de tarjetas con significados de nombres, me pasa siempre como Bart con Bort, hay parecidos pero nunca el mío, extrañamente me encontré, Lilián, de origen latino, “la que es pura como un lirio y es simpática con toda la gente”, un maestro de Geografía en la secundaria ochenta me lo había dicho, que significaba “mujer graciosa”, de todos modos es posible, tengo muchos amigos pero no soy simpática con toda la gente, hay alguna que me enerva, pero es cierto lo otro, lo he pensado, que me adapto a todas las personas y con cualquiera hago amistad, si está destinado y si no, no; después los puestos, las artesanías, los objetos inútiles, el ruido y el calor de tantas personas, niños que jugaban futbol, parrillas olorosas y humosas, Puerto Madero, caminata hasta la Casa Rosada, el bondi que nos dejó en Congreso, caminar por Entre Ríos, el súper, un domingo soleado, por la noche despejado, el último en rigor en Buenos Aires, después, cuando llegamos por la noche, y la Jhen se fue a su departamento a limpiar y hacer de cenar para nosotras, como cada quién hizo para las otras, su pollo strogonoff me supo a gloria, mientras nos preparábamos para cruzar de la calle Estados Unidos a la calle Carlos Calvo al 1600, yo me di un segundo, añorado baño, con la piel marcada por el sol y los músculos cansados de tanto caminar, y el cuerpo agotado de una noche de trabajo, tres horas de sueño, tras las cuales, por la mañana, Jhennifer nos tocaba la puerta e instaba al cumplimiento del deber, del plan estipulado, que yo respeto y observo, como el viernes por la noche que comimos enchiladas con los Zapata Jaramillo, evento acordado y planificado, el regreso en el 12, Entre Ríos confundiéndose con Eugenia, los planes y la concreción de esos planes sociales, entonces el domingo, por la noche, la felicidad de recargar fuerzas y después cruzar una calle y prolongar la reunión, la charla, el tiempo compartido, alegría que he tenido esporádica pero intensamente en mi vida: mis amigas Leticia, Laura y Araceli, hermanas, que vivían en la calle atrás de mi calle en Polo; el tiempo que, en Querétaro, viví en La Hera a cuadras de la casa de Fanny; los cortos meses que María fue nuestra vecina del departamento de abajo en Coyoacán, esa amistad que no tiene punto y aparte sino una sucesión de puntos y seguidos, de verse a horas y deshoras, domesticar la vida en conjunto, ir de un lado a otro como de cuartos en una casa, dónde vamos a comer esta vez, platicar, pasar el rato, ayudarnos y acompañarnos y echar relajo y no hacer nada, brincar y golpearnos; en ese baño dominical nocturno descubrí moretones y raspones y heridas que eran el mapa del affaire amistoso que en su expresión más pura se disolvía en conductas infantiles, pero infantiles profundas, del kinder y los primeros años de la primaria, cuando el cuerpo se involucraba entero en la amistad, y había patadas, carreritas, abrazos espontáneos, coscorrones.

Lunes 30 de pendientes. El shopping Abasto y el McDonalds kosher, la charla con Facundo y Ayelen y Meir, y las cosas que pasaron mientras tanto y que yo observaba, y anotaba, no puedo quemarlas ahora pero la señora nacida en Cape Town, criada chilena, rubia, un poco racista, sin embargo chistosísima, que llegó a comprarle una hamburguesa a su hijo a quien visitaría esa noche, en otro país, con la que hablé de restaurantes judíos, “en tal restaurante la comida es buena, pero el servicio está para la mierda, para la mierda, y a ver tú -a Meir- dime dónde puedo conseguir alfajores kosher”, para ser fijada aquí y no en otro lado, y después el subte, y Corrientes y el Obelisco, y escuela y usos latinoamericanos de Barthes, y la ponencia del amigo F.: leer al mundo como un texto. Como un texto. Regresé a pie a Montserrat, con el café grande que más tarde, aunado a la taurina, me daría insomnio y conatos de ataque de pánico, pero entonces, aunque cansada, disfruté de la caminata y el clima caluroso y los pensamientos y la despedida poco apresurada, y el anaranjado del cielo crepuscular, y en la calle México leí en un cartel la palabra sangre, y en un telo (un motel) vi a un hombre y una mujer de la tercera edad, modestos pero elegantes, pagando en el mostrador, y en la calle Estados Unidos pasé por el restaurante dominicano llamado Quisqueya al que siempre quise ir pero nunca lo hice. Una noche inesperada, de muchos matices; Dani descubrió un jazmín en una maceta, hablamos de temas místicos pero aunque empujé hacia allá, por lo de la flor que no floreaba en años, no se replicaron las reflexiones de la noche anterior, cuando estuvimos platicando, Jhen, Mar Selly y yo, y compartimos experiencias familiares, migratorias y de todo tipo, y hablamos de los espíritus de los perros y los gatos y cómo reconocen las almas o el estado de las almas (afuera del Jardín Japonés conocimos a una pitbull cariñosa, llamada Alma) y luego de la luz y la oscuridad y del bien y el mal y en un momento de conversación sombría entró un insecto horrible al departamento, una especie de alacrán con alas; yo me acordé de un texto de Bifo Berardi sobre el papa Francisco que Guillermo Núñez me había compartido, que compartí otras veces, les mostré la foto que me hipnotiza, de los cuervos atacando a las palomas, y después charla derivada, la tradición popular en Argentina, la exclusión y el elemento corruptor, el oasis que son las personas, la familia, las cruces que se van cargando; y esa noche reímos, charlamos, lloramos y jugamos sobre la cama con los perritos, Mallu y Hachi, y Mar Selly se quedó dormida y la Jhen (nacida en 1996) me contó su historia romántica, de final agridulce, con un argentino del conurbano que conoció en Tinder y sobre la que conjeturamos juntas; después nos dormimos y despertamos tarde, de vuelta a Estados Unidos y tras baño y recalentado salí otra vez a la calle (primera parada: subte Carlos Gardel). Después las hamburguesas kosher. Después el mundo como texto. Después la caminata. El jazmín. El ataque de pánico. Mail. Amanecer. Un breve y accidentado sueño.

Martes, 1 de diciembre. Arreglar maleta. Arreglar caja porteña. Una última comida, con feijão. No pensemos en esto, en la despedida. Debía ir a recoger un encargo a la calle Venezuela al 3900, y antes dificultades financieras, planes be de emergencia, cajeros cercanos, pero a las tres en punto (eran 2:58) los apagaban y les ponían dinero, quedarían una hora inútiles, el policía argentinísimo del banco, la señora que tardaba mucho tiempo, hacía una operación y otra, contaba y guardaba su dinero, la angustia chusca, merecida, por hacer todo a la mera hora y aventureramente y confiando en una estrella inmerecida. Fui por el encargo y regresé. Hacía calor. Ya no me pondría sentimental. Apenas pude tirar las cajas y bolsas de basura. Ecilla, transporte a Ezeiza. Ecilla, agradables coincidencias: carioca migrada a Buenos Aires hace 21 años más o menos, se enamoró de un argentino, sus hijos son argentinos, su acento es argentino, pero ella es brasileña, nacida en la misma cidade maravilhosa, y Brasil, su cultura, su lenguaje, su calor, su rareza habían sido la atmósfera del último mes. Por eso era bello ser llevada, con dulzura y comprensión, por ella que había vivido en México en el año 1989: en el D.F., en Acapulco, en Monterrey, recordaba todo con alegría, con emoción, con nostalgia; sus impresiones de la Ciudad de México a tramos devastada por el terremoto; el terremoto de verdad que padeció en el Radisson Acapulco, las impresiones incontaminadas que conserva de Acapulco: las luces de la Costera y los boliches, la felicidad y la juventud, una primera experiencia laboral en el ramo turístico, amigos y atardecer, los tacos al pastor y los cocteles de camarón; su forma de regresarme, de devolverme.

Creo que me dormí rumbo a Lima. Y en Lima, en su aeropuerto, ya había esperado allí, llegada y salida de Sudamérica, una romantización latinoamericanista, todavía es el gran puerto de América Latina, los acentos de Centro y Sudamérica y el Caribe se entremezclan, me acosté en una sala al azar, en un vuelo que iba a Santa Cruz, Bolivia; me tapé con la chamarra y puse la cabeza en mi mochila, y temblé un poco por el aire acondicionado, y no logré dormirme, y caminé y caminé y me comí un envuelto de pollo con salsa criolla de paquetito, y una Inca Kola, y vi los cinco autores estelares del estante de libros de su Britt Shop: Vargas Llosa, Bryce Echenique, José María Arguedas, Jaime Bayly, Santiago Rocangliolo.

Desenchufé el cuerpo a Bogotá. Antes de las siete de la mañana el avión descendía sobre las verdes, frondosas, agrestes montañas colombianas, también un país de sierras y cordilleras, la necesidad de la montaña plenamente aliviada. Eso fue el miércoles 2 de diciembre. Pero hace unas frases que escribo en Polotitlán, de madrugada, con mucho frío. Ayer saqué la cabeza por una ventana y vi estrellas demasiado nítidas, brillantes y espectaculares, no había visto unas así en todo el año; pero hoy otra vez está opaco. Mi hermana dice que hubo lluvia de estrellas (domingo 13 de diciembre). Los días pasan y los detalles se olvidan más y más, pero no importa, es inútil pelear con el deseo, la compulsión: no me importa lo largo y lo aburrido, el exceso de detalles.

En El Dorado: guardaequipaje, subir arrastrando la maleta reducida a 27 kilos por el elevador, el cajero, los miles de pesos colombianos, los buenos recuerdos de los ceros múltiples, la negociación con el guardaequipajero, el arreglo de la mochila para el día y medio en la ciudad, el tinto grande y el espeso jugo de lulo, el inicio del trayecto en Transmilenio a Cedritos, una hora y media aproximada de viaje, con cuatro cambios de autobús, un baño público (500 pesos), instrucciones que seguí al pie de la letra, una de ellas: en el punto más alto de un puente peatonal caminar hacia las montañas; un local debajo de aquel puente, antes del último autobús desde el que logré ubicarme gracias a las rampas de skate, un “guardabocas” de fresa o membrillo, la ruta por SITP anaranjado, una ciudad con problemas similares al D.F. pero con voluntad de ordenar su sistema de transporte público, más bicis en las calles, cerros y verde rodeando la ciudad, una modernidad interrumpida, yo recordaba el ladrillo rojo de los edificios bogotanos, algunas marcas y anuncios de comida, caminé perdida por el barrio, con la mochila perforándome los hombros; avistamiento de dos Oxxos, orientación posible gracias a las carreras y las calles numeradas; llegada al departamento, a los gatos, Mau y Moe, una siesta larga, reparadora, un baño hirviente, caminata en busca de un jugo, de lo que fuera: en una panadería-fonda uno grande de moras, que tomé en dos tragos. Después pasé a una tiendita y compré una Pony Malta y un Postobón de manzana, color rosa. Regresar a aquel país, por fin. La primera vez un mes en Colombia, siempre me digo que lo conozco casi todo, de Ipiales a Barranquilla, pero no es cierto, falta tanto, y ahora, con más ganas que antes, lo habito menos de treinta horas.

Más tarde: la amistad. La conversación. El paseo en bicicleta. En la tele, Santa Fe y Huracán se disputaban un partido de futbol, Colombia contra Argentina, el sabor colombiano en Argentina, más Colombia que México en Argentina, las frutas y la arepa de queso con mantequilla y sal, en un puesto a algunas calles, la cena (bici), las fotos de la boda, Buga en fotos, el hermoso valle colombiano, un capítulo de Pablo Escobar, un cansancio pertinaz. Sueños recortados. Jueves 3 de diciembre. Un baño. No había desayunado papaya en varios meses. Tengo una fijación por las frutas colombianas. Despedida de mis amigos, despedida de Mau y Moe. Mochila. Más pesada, con curubas, feijoas, lulos y mamoncillos, y otros encargos. Caminata a la parada. Chica (guapa, alternativa) que leía una novela de Laura Restrepo (¿cuál?) en el 18-3, anaranjado, atravesando la séptima carrera al pie de un cerro verde, y coches, y tráfico, y puentes, y edificios, sentada en el piso, de pie, otra vez en el piso, durante hora y media. La señora del jugo en estación Universidades, pero váyase con cuidado, el acento cantado que se me va pegando, se me va montando, el eje ambiental, la librería Lerner, Cárdenas y González, las frutas sobrantes en una bolsita, para regalar, una caminata a solas que yo había dado en compañía hace seis años, con Maria, con Rafa, con Andrés y Lina, con el alemán, del Museo del Oro a la Plaza Bolívar, era enero, también había un arbolito de Navidad, grande, en medio de la plaza; yo tenía veintitrés años.

Operé milimétricamente, calculé los minutos, fui concentrada y eficiente, cargué la mochila con resignación, muchos kilos amarrados a la cintura con un cinturón extra que me distribuía el peso, para entonces todo me dolía, cuatro días de esfuerzo físico, déficit de sueño, en realidad eso también me daba miedo, la noche de la crisis, someterme a un viaje tan cansado sin haberme preparado para ello; pero de todos modos caminé, di unas vueltas, saqué unas fotos, luego ya ninguna, solamente contemplé, caminé unas treinta cuadras por la séptima peatonal, llegué a la estación subterránea del Museo Nacional, recorrí todo el andén, volví sobre mis pasos y me adherí a la fila del K86, daban la 1:35, yo tenía que estar en el aeropuerto a las 2:15 a más tardar, tenía que recoger maleta, redistribuir con mochila, arrastrarla por todo el aeropuerto en un carrito, debía pesar menos de 25 kilos, la revisión exhaustiva, la fila de migración, el oloroso, finísimo café con los últimos 60 mil pesos, que perdí en algún momento entre el avión y aduana (las frutas, envueltas en aluminio, ocultas entre la ropa, descubiertas por la tal Senasica, que revisa con rayos equis los vuelos procedentes de Sudamérica únicamente), el agua llamada Renacer, la búsqueda de la sala, en un mezzanine, solitaria, mexicanos, el acento, la encuesta del Ministerio de Turismo, el vuelo, la lectura, el cansancio, el atardecer, el sueño, la agitación.

Todo lo demás es mío, es otra cosa. No alcanzo a registrar, ya no hay forma, queda fijado sin ser fijado. Nuevamente el afuera es diferente, retomé una vida social diferente, atiborrada, diciembre y popularidad por la distancia, reuniones, fiestas, cenas, visitas, conversaciones, no he visto a todos, ¿cuántos son los míos?, bastantes, por lo menos alguien en cada vida nueva, sin duda allá -ahora es allá- tengo una vida, más modesta, menos sociable, pero una vida, que me ha fragmentado una vez más, debo recomponerme, fui trasplantada, aquello ahora es el pasado, un post escrito de manera intermitente durante tres semanas, todavía se siente poco tiempo, rebobinarse al invierno, otra vez un invierno, calor y sol escasos, apenas empezaban, luces de la Navidad, las luces parpadeantes, la Navidad siempre me deja un poco triste. Hace dos semanas conocí a un niño, Sebastián, que nació el mismo día que yo, 26 de mayo. Le dije que yo soy de 1986. Me dijo, entre otros temas, que él es de 2008. Estuvo mucho rato en la casa y cuando se fue, en el refri, dejó estos versos:

versos

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Dominicana tres meses después

Yo estuve de malas en República Dominicana, estaba casi siempre de malas, poco participativa y callada, no tengo que verlo ahora (ahora que escribo, por fin, el texto al respecto); lo veía entonces, me daba cuenta y me odiaba por eso, y me decía: ya cálmate, pon buena cara, agradece todo, intenta hacer amistad, hablar más, entender lo que pasa no desde adentro sino al menos en el intento del afuera. Comimos en un restaurante muy bonito en un mall lujoso en el Santo Domingo que yo no sentía que fuera el verdadero Santo Domingo, yo quería ver más, caminar más, estar menos atada al hotel y a las pasarelas, pues iba a la semana de la moda y a diario había eventos en el hotel mismo donde nos hospedábamos, de cara al Caribe pero sin entrada al Caribe, lejos de la ciudad colonial y los primeros asentamientos, la ciudad más antigua, Santo Domingo, Prudi, las aventuras de Prudi, Montse tan dominicana, tan agradablemente dominicana, con todo y sus miamol. Así, en este restaurante de nombre francés, yo comí un carpaccio que me cayó mal y me produjo gastroenteritis, o al menos eso creí y me hundí más en mi mal humor y en mi separación. Fuimos a los Altos de Chavón, maravillosa y admirable escuela de diseño, con los estudiantes internados ahí mismo, dibujando figuras y esculpiendo en palapas con ventiladores, y una réplica de ciudad mediterránea pero con vista al caudaloso río Chavón, después más carretera, hacia Punta Cana, todo hermoso y exótico, y sin embargo yo desfallecía en mi asiento, empapada en sudor frío y con grandes malestares, seguro una sanción por mi actitud y por lo poco que participaba y me dejaba estar, ni siquiera el mar, ver el mar, donde aquel día no se podía nadar por las algas, lograba calmarme, hasta la noche que nadamos en una especie de cenote dentro de un club residencial privado, en el que nos movíamos con nuestra nueva amiga en carritos de golf, hasta entonces me sentí más yo y dentro del momento, en el cenote de agua helada y poco profunda y transparente. Al día siguiente nadamos menos de una hora en la playa de un all inclusive en el que no nos hospedamos, en el punto donde el Caribe confluye con el Atlántico, en aguas turquesas y delicadas como las de Tulum, o Cancún, pero tibias, muy tibias. Después, otra noche, de regreso en Santo Domingo, yo me escapé del hotel y de la pasarela y salí por una avenida, y caminé por calles que podrían ser el oriente del D.F., puentes peatonales y coches que echaban lámina, y bardas pintadas con el logo del PRD, Partido Revolucionario Dominicano, y muchos Wendy’s, McDonalds, Burger Kings y KFCs, pensar: ¿así pasaría con La Habana, es esto lo que le habría sucedido a La Habana? (aún no cabía el pensamiento de que esto podría pasarle a La Habana). Llegué a un bar con karaoke, cerca de una universidad, donde había un grupo grande de estudiantes, tomando ron y cervezas, cantando  éxitos lo mismo de Juan Luis Guerra que de Paulina Rubio; yo los veía, sentada en una mesa, tomando mi cerveza Presidente, hasta que uno de ellos se acercó a mí, me preguntó de dónde era, si española o de dónde, le dije que no, que mexicana; me dio un cigarro, era gay, por cierto, ninguna posibilidad de ligue, y así acabamos hablando de temas políticos, del narco como nueva actividad en República Dominicana, y hasta de las reminiscencias trujillistas, y de esto y aquello. Volví al hotel y a mis responsabilidades, y a confirmar que soy vaga, que tengo que vagar, que no puedo estar confinada, que algo se puede descubrir, incluso cuando se viaja así, con todo dispuesto, con todo acotado, cuando uno va de prensa y deja que le descubran en lugar de descubrir a solas. Otra tarde, en un cigar club, un puro dominicano, un buen ron dominicano, y volver a pensar en el comercio dominicano que se beneficia del embargo, vendiéndole a manos llenas a Estados Unidos, recibiéndolos en sus playas y casi nunca en su capital, extraña capital, bella y contradictoria capital, la ciudad más antigua del continente, la primera en casi todo: un sábado, el sábado antes de irnos, por fin pude caminar mejor su centro, tomar su cerveza y comer sus empanadas de lambi y su chivo ripiado y luchar con la paleta helada de chinola (maracuyá) que se me derretía en las piernas, haciendo un mejor intento (todavía insuficiente) por conocer a las otras reporteras, hablar más con ellas sobre su vida y mi vida y participar nuevamente del mundo. . .

Javai-í III (última parte)

¿Será mejor la distancia? La distancia -el olvido- lo cubre todo de embuste, de falsificación. Pero queda, por el tiempo transcurrido, el miedo trillado a perderlo todo. Además he venido escribiendo este post a lo largo de un mes. Lo he abandonado y retomado muchas veces. Será mejor desprenderse ya de todo esto.

Veamos: el martes a mediodía volamos a Hawai’i, la isla más grande del archipiélago, a la que suele llamarse la Big Island para diferenciarla del estado mismo. Es tan grande que todas las demás (que son 137 en total) no colman ni la mitad de su territorio. Esto también lo fuimos aprendiendo poco a poco: primero hay que saber que las cuatro islas principales de Hawai’i son Maui (a donde las ballenas llegan a reproducirse durante invierno, por lo poco hondo de sus costas); Hawai’i (la enorme, la húmeda, donde está el volcán Kilauea y otros); Oa’hu (donde se encuentra la capital, Honolulu) y Kauai, la más antigua de ellas, repleta de acantilados, volcanes y accidentes geográficos, la que imagino más frondosa y exótica y sobrecogedora, y la única que no conocimos.

Dejamos, pues, el ambiente playero de Maui para llegar a la parte este de la Big Island, que en todas las islas se trata de la zona más húmeda. El cielo estaba gris, cargado de agua. En el aeropuerto de Hilo (prácticamente idéntico al de Maui, y también monopolizado por Hawaiian Airlines, que controla casi la totalidad del transporte aéreo en el archipiélago) nos esperaba Jim Carey, el guía y chofer, que ya casi ni bromea sobre Jim Carrey, de tanto que se lo han de sobar cada dos minutos, cantando con un ukulele. Este señor Jim Carey era muy chistoso. Usaba, como obliga el sector, la típica camisa hawaiiana de flores y tenía bigotote, pelo blanco, la piel muy roja. Era de Minnesota o cerca de ahí.

Primero fuimos al Centro Astronómico ‘Imiloa, que tiene un museo y un planetario. Esto me gustó. Ir a Hawai’i a museos, lo atípico de esto, lo que nos daba para pensar. Nos recostamos en el planetario a ver videos y aproximaciones visuales del nacimiento de las islas, que no son sino volcanes submarinos que emergieron del mar formando montañas y planicies, que se encontraron y amalgamaron con otros volcanes en el camino. Qué cosa tan impresionante, ¿no? Por eso la insistencia de que nada se le parece. En las islas es palpable el ascendente de la naturaleza, de las formaciones geológicas, de la pequeñez ante el infinito torrente del tiempo.

Después fuimos al Kilauea. A los caminos de lava solidificada. Al parque nacional que es tan grande que se recorre en coche, por carreteras que luego, viniendo de la “civilización”, dejan atrás casas solitarias, de estilo californiano, una planta, su porchecito, madera, colores pastel apagados; y Wal-Marts y Home Depots y Walgreens y la infraestructura comercial que es ubicua en todo el territorio gringo. La vegetación que crece de la lava. Otro paisaje lunar, o quizá de Plutón, o de Neptuno, piedra negra que revela entre sus intersticios manchas y franjas azules, moradas, irisadas, tornasoladas.

Los volcanes hawaiianos se llaman “de escudo”, pues no crecen hacia arriba, como los cónicos a los cuales estamos acostumbrados, sino que están achatados y se extienden como una plancha. La lava escurre de los lados: “llora”. El cráter principal del Kilauea se encuentra junto a un centro de visitantes con fotos, trozos de lava en capsulitas, tienda de regalos. Hay una fumarola en medio de una gran circunferencia, acordonada. De su centro brota el humo vaporoso, gris, constante. Jim Carey nos llevó a un pedacito de pasto que escapaba del cordón, donde se tenía mejor vista que en el mirador. Luego insistió en sacarnos fotos de turista: fingiendo que soplamos delante del humo, por ejemplo, como los que detienen la torre de Pisa con la mano o sostienen, entre el dedo índice y el pulgar, una pirámide o la torre Eiffel. Le hicimos caso, posamos para la foto.

Dormimos en un hotel integrado al parque nacional, a pocos metros de la fumarola. Por las ventanas del restaurante, en la noche, se veía claramente que el humo no es gris sino naranja o rojo incandescente. Ahí se acostumbra apagar todas las luces cada 45 minutos, para que los comensales admiren su resplandor. Ninguna cámara podría reproducir la intensidad de sus colores. Mientras tanto hablábamos con el tibio, manso, callado Ross, de la oficina de turismo de la Big Island, donde están haciendo campaña para que ya no la llamen la Big Island, concepto que según ellos remite a caos y tráfico, y se recupere el nombre simple de Hawai’i. “La Hawai’i original”. Las alusiones a las oficinas de turismo hermanas, su rivalidad apenas disimulada; cada isla quiere ser la única isla, cada isla promete lo que la otra no tiene.

Luego estaban Carlos (¿o Víctor?), de Roswell, Nuevo México; y Charlie (¿Charlie?), de Oakland, California, y con todos era la misma historia, los casos (y las pruebas) se amontonaban; es difícil venir a las islas y escapar de su hechizo, de su magnetismo poderoso.

Visitamos las Akaka Falls, escuchamos las historias de Jim Carey, que antes de empezar preguntaba siempre do you want to hear a storyyyy? y al principio nos reíamos mucho y decíamos que sí, que claro, pero al cabo de muchas veces de repetir el numerito terminó por confesar que esto era protocolo de la compañía, preguntar si la gente quería escuchar dichas historias, en realidad leyendas de la mitología polinesia hawaiiana, que trataban, por ejemplo, sobre Pelé, la diosa del fuego, la danza, la ira y los relámpagos. Pero en una ocasión yo me quedé dormida y cuando desperté escuché la mitad de una en la que él, Jim, era el protagonista, junto con su esposa: al salir de un parque nacional se habían encontrado con una misteriosa mujer que les pidió un cigarro; como la esposa fumaba, se lo dio; luego sucedió algo que me perdí pero que sugería que la mujer había desaparecido, o nunca había estado ahí, en fin, que Jim y su esposa lo tomaron como una aparición de Pelé, dándoles permiso de permanecer en Hawai’i. Eso me gustó.

En Hilo, durante un rato, cada quién se fue por su lado. Entré a algunas librerías, difícilmente había algo interesante, pero era entretenido mirar. Luego me metí a un café, Hilo Shark’s Café. Tenían muchos sabores de breakfast smoothie y lo atendía un rubio de ojos azules, bronceado, altísimo, seguramente un surfista ex mainlander. El menú estaba escrito en un pizarrón con gises de colores y en todo lo ancho de un muro estaba el dibujo de una mujer, mezcla de pin-up y hula girl, con su lei y su ukulele, los brazos tatuados, malabareando un coco, un café y unas antorchas. Detrás de ella, un volcán echando humo.

Más tarde, en otro restaurante, comimos con muchas prisas una exquisita e irrecuperable hamburguesa vegetariana que tenía arroz, frijoles, taro molido.

Vino otro vuelo, en la última hilera, sin ventanillas disponibles, en un avión repleto.

Por fin llegamos a Honolulu, la segunda o tercera ciudad con más tráfico de Estados Unidos; autopistas arriba y abajo, muchos rascacielos, algunos poco interesantes; el enorme puerto, sus restaurantes y oficinas, y por allá, al pasar velozmente en el vehículo, la base naval de Pearl Harbour. Un hotel grande, cómodo, a caballo entre el boutique y la cadena. Mi ventana daba a un estacionamiento de muchos pisos.

Waiki’ki. Una noche perdidas, Gretell, Arcelia y yo, en los laberintos de la marina, en las calles del hotel ciudad Hilton (con miles y miles de habitaciones), luego de regreso al bar del hotel, un speakasy bastante bonito, con aire acondicionado helado; una cerveza regional: Bikini Blonde Lager; un cover de Drunk in love a cargo de un dueto hombre y mujer, interesante todo, pero el cansancio, la noche, la agenda que no se daba un respiro.

Una mañana fuimos al otro lado de la isla de Oa’hu, la North Shore. Nos detuvimos en una antigua plantación de piñas, ahora convertida en una especie de parque temático con súper integrado, en el que todos los productos son de piña, tienen forma de piña, remiten a las piñas. De ahí viene el Pineapple Express.

Más adelante, en una playa de surfers, nos metimos al mar por segunda vez. Una playa pública, al pie de la autopista. Aguas tibias y cristalinas, como las del Caribe. De pronto pasaba un coche viejo, un Mustang despintado, un Lexus jodidón, visiones extrañas en Estados Unidos, donde la norma es cambiar de coche apenas el uso se note. Los manejaban surfistas.

Comimos un shave ice, un raspado con los colores del arcoiris, en un lugar llamado Matsumoto’s. Después hicimos una parada en un food truck cerca de los criaderos de camarones. Una mujer estaba sentada junto a la ventana donde se ordenaba. Cincuenta años, tal vez cuarenta, piel tostada, con cicatrices, pelo recortado a mordidas, ojos azules intensos. Hablaba sola, su boca profería palabras y sonidos desarticulados, que escuché con atención, sin lograr comprender nada. De pronto había frases completas, pero casi todo eran gruñidos, ruidos guturales, una risa macabra. Fuimos a sentarnos a una mesa de madera, con bancas, y ella fue a sentarse en un extremo de la misma mesa, mirándonos. Comimos bajo el yugo de su mirada. Se lee exagerado, el yugo de su mirada. Pero era un yugo, una opresión palpable. De pronto hacía ademanes de tomar nuestras papas, nuestros refrescos, y si alguna los desviaba de su camino, su voz cavernosa lanzaba fuck you ladys, fuck you ladyyyys horrorosos, que caían como plomo. Finalmente le fui acercando cosas y ella se apropió de ellas con manos escurridizas, como de animal. Luego alguna hablaba y ella volvía a reír con su risa burlona y ultradiabólica. Pero lo interesante fue cuando, al subir al autobús, mirándola por la ventanilla, ella sintió el peso de nuestras miradas y nos miró también, primero mascullando insultos, luego súbitamente risueña, y al final haciendo con una mano la seña del aloha.

Christiana comentó que muchos brasileños, cuando visitaban Hawaii en los sesenta o los setenta, en busca de sus olas, acabaron en un malviaje de ácido y nunca volvieron a su país.

Fuimos al Centro Cultural Polinesio, adyacente a la universidad BYU. Es una especie de parque temático, dividido en “villas” que representan las principales naciones polinesias: Fiji, Tonga, Tahití, Nueva Zelanda, Samoa… En cada villa, estudiantes de esos mismos países, la mayoría con becas proporcionadas por la universidad, representan costumbres, artefactos, diferencias lingüísticas, etc., en un formato agringadísimo, entre el stand-up y el cabaret. La maestría gringa en materia de entretenimiento. Así, Kap, un estudiante de artes visuales de Samoa, demostraba en un show de micrófono cómo los hombres samoanos, que eran los encargados de preparar los alimentos, extraían la leche del coco, hacían fuego, etc. Todos reíamos con ganas. (encontré un video de él, de su envidiable maestría para el stand-up).

Al final vimos una obra/musical (en su sitio: think of Broadway, then add flaming knives), llamada Ha, “aliento de vida”. Muy bonita. El protagonista va saltando simbólicamente de isla en isla, una por cada temperamento y momento vital, para cerrar el círculo entre la vida y la muerte.

Lo que me gusta sobre Hawaii, como potencia cultural y económica de Polinesia, es su voluntad de integración con la región. El último estado de Estados Unidos. Pero no es Estados Unidos. El archipiélago en medio del océano, con un pasado tan remoto como peculiar, está separado del continente y de todo lo que lo liga a él. Existe con las otras islas. Me hizo pensar en Latinoamérica, en una Latinoamérica oceánica.

(casi olvido: tomamos una clase de surf, cerca de Waikiki; todo mal, todo mal, y después de eso comida hawaiiana auténtica, mucha carne de cerdo y de salmón, y el taro en puré llamado poi, y jugo de liliko’i, la maracuyá de allá)

Al día siguiente fuimos al Bishop Museum, el más antiguo y grande de Hawaii (fundado en 1889), con una colección de artefactos pertenecientes a las dinastías reales, pinturas, prendas de ropa, hasta animales disecados (aclaración: no hay víboras en las islas, esto las convierte en mi representación del paraíso, y sin embargo entré, confiada, a la sala de animales, sin temer ni esperar nada, y en la primera vitrina estaba una larga y cabezona embalsamada, ¡ay!, las llamo, las llamo, siempre vienen a mí).

El guía, también orgulloso descendiente de hawaiianos, nos mostró el Kāneikokala, una efigie de piedra y basalto, descubierta por un hombre en Kawaihae, que la soñó (le pedía que la retirara del frío, que la llevara a un sitio cálido). Llegó al museo en 1906 y cuando recientemente, por remodelación, quisieron cambiarla de lugar (tal vez afuera, donde sintiera más calor todavía), la figura había echado raíces tan profundamente que fue imposible desprenderla de donde estaba. Eso también, como muchas otras cosas, me gustó. Me hizo pensar. Le dio más matices a mi ensoñación.

Y ya sólo queda, en Honolulu, cuando fuimos a hacer tiempo a un mall en lo que llegaban unos amigos de Christiana, brasileños afincados en Hawaii. Era sábado a la hora de la comida, hacía tanto calor, yo tenía tan poco dinero, tan nulo propósito, que vagué por los pasillos techados y luego los semi-abiertos, integrados con el estacionamiento, hasta dar con un Barnes & Noble, donde no compré ni leí nada importante, sino que me puse a hojear las People y otras por el estilo. Un mall viejo, aburrido, fétido, la verdadera cara de Honolulu, la ciudad de la que no se escribe, que no se promociona, donde los adolescentes en patinetas o en transporte público llegan a encontrarse con otros adolescentes, entran al cine y comen en el hacinada área de comida, el sitio de encuentro de una parte de la clase trabajadora, de la verdadera población de Hawaii.

Comimos después de esto, a horas de tomar el vuelo de regreso, en un restaurante cerca del puerto. Se descorrieron los últimos velos de la intimidad. Después nadie quería irse y, aunque nos separamos brevemente en el aeropuerto, por nuestras rutas diferentes, ya en las salas de abordaje fuimos a despedirnos de Andi y enfrentamos con resignación el regreso a tierra continental, a la insulsez.

Arcelia me cedió su asiento, junto a la puerta de emergencia, porque estaba en el pasillo, que yo siempre requiero (si es un vuelo largo, porque ay, la vejiga). Era vuelo nocturno, seis horas hasta Phoenix, mucho espacio para mis largos pies, oportunidad invaluable para dormir… y: la perilla del aire acondicionado estaba rota. Y el aire acondicionado, frío más bien helado, salía de ahí en fuertes remolinos que me despeinaban y lentamente me fueron amoratando. ¡Oh, lo que sufrí! La sobrecargo, preocupada por mi ficticia historia de una neumonía recién contraída, recorría el pasillo y volvía cada vez con peores noticias: que no sólo vendían las cobijitas sino que ya no tenían ni una, que no había un solo asiento disponible, que no sabía qué hacer… Hasta que, pasada la medianoche, apareció con una botella de plástico rellena de agua hirviendo y me dijo que la apretara contra el estómago y me hiciera ovillo. Ay, no poseo tolerancia hacia el frío, ¡absolutamente nada! Ahora mismo escribo con dedos entumecidos. Intentar dormir, perder la conciencia, en esas condiciones… A veces me levantaba y caminaba por el pasillo, donde todos dormían, felices y despreocupados, y yo entraba al baño ¡y lloraba como una niña! Y volvía al frío, a la lenta tortura… Llegué a Phoenix con las extremidades agarrotadas, la botella fría entre las manos y un arrastrarse hacia donde hubiera café y un poco de sol. Qué clase de regreso. Del paraíso cálido al frío artificial.

Después México, después The Descendants, los leis que aún permanecen en espera de que los devuelva a otro tipo de tierra, el anhelo, la erosión de la memoria.

Hace unas semanas vino Andi y volvimos a reunirnos. Recordamos anécdotas del viaje y hablamos de otras cosas.

 

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Javai-í II

Pero yo no había terminado el texto. Me faltaban, calculaba, unos tres o cuatro párrafos (incluyendo aquel donde, a mi juicio, debía estar el “chispazo final”, la “conclusión demoledora” o, al menos, en un par de líneas, la idea general del texto). De todos modos disfruté del luau que nos dieron en Kā’anapali Beach, pues caía el sol, había buena comida (un cerdo entero asado, “estilo luau”; muchos tipos de pescado, el puré de taro llamado poi, etc.), abundantes mai-tais, música y bailes. Los bailes eran dulces e hipnóticos. Me dijeron que los Hula dancers eran estudiantes de una academia de por ahí; había dos, una muchacha de pelo larguísimo y un cejoncito de gesto chistoso, que sobresalían, que brillaban. Resultaba fácil perderse en sus movimientos, cadenciosos, miméticos con aquello de lo que se canta (el movimiento de las olas, del viento, de la luz) y hasta eróticos, un erotismo libre de todo tabú. Mientras tanto Andi nos contaba cosas, nos venía contando cosas desde la tarde, y la razón por la que sabía tanto sobre Hawaii me gustaba (ella es argentina). Para ganarse la cuenta de Hawaii en Latinoamérica, había tenido que hacer un examen teórico, dificilísimo, para el que debió memorizar geografía, historia, leyendas, infraestructura turística, logística de viajes, etcétera. Sacó, de los 80 puntos requeridos, 99 limpios. Llevaba un mes allá y sabía mucho sobre las islas, pero también iba descubriendo nuevos aspectos cada día, y para mí era como asistir a un proceso de reconocimiento, ¡de enamoramiento incluso!, de una persona con un lugar. Alguien que nos traducía todo lo que veíamos y que a la vez vivía un proceso personal e íntimo, de conexión profunda con una cultura, que es eso, un lento enamoramiento, un enamoramiento que me gusta, que encuentro familiar.

También es triste reconocer la razón del luau. Esa bienvenida o “introducción” amigable a la cultura hawaiiana, fabricada para los gringos del mainland, que llegan a las islas como si llegaran a un país extranjero. La manera en que la cultura netamente polinesia ha sido interpretada para su mejor comprensión. El aire de cabaret tropical en el ambiente.

¿Y qué? De cualquier manera es bello. De cualquier manera te dejas seducir.

Pero a las nueve ya cabeceaba.

Además, a las dos de la mañana llegaría una camionetita por nosotras para subir al Haleakalā, donde observaríamos el amanecer. A LAS DOS DE LA MADRUGADA.

Subí al cuarto, me eché agua en la cara, me senté en la mesa junto al balcón (el “lanai”), y me puse a escribir. No sé cómo escribí. No sé de dónde salió. Los ojos se me cerraban. Pero estaba acorralada. La obligación y la urgencia, sin embargo, me soltaban la pluma. Un párrafo, luego dos, luego tres, luego el cierre que imaginaba, sin florituras, y el anhelado punto final. Envié el texto cerca de las once, me dormí dos horas con la luz prendida, y me desperté con un cansancio tan bruto que hasta alucinaba bajo la regadera.

Pero estaba libre, al fin. Podía entregarme a Hawaii. Aquello me animaba, hacía menos intolerables las muchas horas despierta.

Andi nos había recomendado “pedir prestada” la cobija de la cama, pues en la cima del Haleakalā las temperaturas descienden bajo cero. ¿Pero qué tomé yo? La colcha. Una colcha que mediría unos tres metros. Que hice bola y arrastré hasta la camionetita, donde ya iban algunos turistas desmañanados.

(Además de Arcelia, Gretell, Andi y yo, iba también Cristiana, una periodista brasileña que llegó en un vuelo posterior).

Pues fuimos. El chofer hablaba y hablaba por el micrófono; de chistes, de Hawaii y de su propia vida. Su historia era la misma de casi todos los que se emplean en la industria turística hawaiiana: un mainlander que vino de vacaciones y no se quiso ir, o que al volver al continente hizo todo lo posible para mudarse a Hawaii de manera definitiva. Al principio puso el aire acondicionado y yo me envolví en la colcha y me quedé dormida; luego el calorcito en el ambiente (era la calefacción) y las curvas me despertaron. Miré por una ventana y vi el extremo de una carretera estrechísima en las faldas de una montaña, y abajo, muy abajo, como si voláramos en un avión, lo verde, lo café, las luces, el borde redondeado del mar.

Bajamos de la camionetita y nos golpeó un viento helado. Había ahí, detrás de un mirador, un cráter. En una hora amanecería. Nos quedamos sobre piedras grandes y afiladas, mirando los colores cambiantes del cielo. Claro, la gente hablaba. La gente sacaba fotos. La gente se reía. Pero de todas maneras era un espectáculo bellísimo y contrastante; la luna llena seguía arriba, a nuestras espaldas, y debajo de ella había una mancha blanca apenas dibujada entre bruma azul, que descubrí después era su propio reflejo sobre el mar, a esa hora del mismo color del cielo.

La alineación de las estrellas, dos puntos brillantes en el horizonte. Las figuras geométricas que formaban las nubes, pintadas de negro, semejantes a cordilleras. El naranja, el morado, el rojo sangre, el azul. La corona amarilla; los haces de luz, gruesos y perpendiculares, como en los diseños japoneses. ¡Un canto hawaiiano! Un súbito momento de silencio. Mirar a Andi, adivinar lo que pensaría. Una mainlander (una far-far-away-lander) que acaricia el proyecto del exilio.

Después vagamos entre los caminos, el observatorio y los miradores de la cima. Yo arrastraba, como una cola de novia, mi colcha sucia de tierra.

Un paisaje lunar. Un frío atroz. En pleno Hawaii.

Me gustaba eso. Me gustaba todo lo raro.

El resto del día lo pasamos en Maui; comimos, paseamos, nadamos en la playa enfrente del Kā’anapali y al romper la tarde nos subimos a un barquito con estructura de canoa polinesia, que atracaba en la playa y al que había que subirse desafiando las embestidas de las olas. Allí arriba tan sólo recorrimos el contorno de Maui, observando las islas de Moloka’i y Molokini a lo lejos. De la primera, santuario de aves donde, en los mil ochocientos, en el reinado de Kamehameha IV, los leprosos eran enviados para suicidarse entre los acantilados. Molokini, la más pequeña de las islas de Maui, con forma de media luna. Otras que no veíamos: Lanai, una isla privada (el 98% le pertenece al fundador de Oracle). Hay un Four Seasons allí. Kaho’olawe, una isla “prohibida” en la que se hicieron experimentos con armamento. Hay una lista de espera de tres años, para limpiarla. Como voluntario. Otra isla, un nombre que escribí mal en mi cuaderno, en la que viven los descendientes de la realeza hawaiiana, en aislamiento.

Ya me había contagiado de este virus. Esta cosa. Hawaii.

A las ocho de la noche subí a dormirme. Dormí de corrido hasta las seis de la mañana. Desperté descansada y de buen humor.

Desperté, creo, feliz.

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Javai-í I

Traje un café de Hawaii. Es un café de Waialua, al norte de Oa’hu. Es un arabica no demasiado especial, no de importación, como es, en cambio, el que proviene de Kona, en la isla de Hawai’i (la Big Island). Pero no compré del otro, del verdadero, por motivos tan diversos y tan estúpidos como la postergación, la esperanza de una mejor oportunidad en el futuro, porque no había tiempo o no tenía suficiente efectivo, porque quería esperar a sentir la partida ineludible. Sin embargo logré llegar con éste, que no es un café mediocre: es suave, achocolatado, frutal a veces, de buen cuerpo y color. Y entonces, la noche que llegué, o tal vez la siguiente, nos pusimos a ver The Descendants, porque yo seguía con el vacío y la nostalgia, con una sensación de haber sido abruptamente arrancada de un lugar en el que me sentía muy bien, en el que todo se borroneaba, se hacía impreciso, estaba lejos y adquiría significados más simples. Y mientras la veíamos (ya la había visto, con otras opiniones) bebíamos el café y comíamos también un chocolate, con nueces de Macadamia, de Big Island Candies. Mis leis empezaban a secarse. Los otros, de conchitas y semillas, unos ligeros y otros pesados y olorosos, permanecían sin acomodo sobre el mueble de la tele. También perdería el bronceado, el cansancio del viaje, la idea general de Hawaii (de Javai-í, la pronunciación nativa, difícil para mí, que ensayaba repitiendo en voz baja durante algunos trayectos). Pronto empezaría a perder a Hawaii.

Quedan las ideas resumidas. Pero a la vez sé que puedo sumergirme más, recoger algo con la enumeración y la descripción. Porque todo empezó mal, con incertidumbre grande, con pendientes graves, con poca información. El fin de semana inmediatamente anterior (saldría el lunes) tuvo dos momentos infernales, de mirar el abismo. Además, tenía trabajo pendiente. Un texto pendiente. Que es la peor forma del trabajo pendiente. No logré terminar. El domingo, sin haber dormido casi, pedí el taxi para las 4:40. Desperté tras una hora de sueño inquieto. Me bañé. Todo dolía. A las 4:45 el taxi no llegaba. Llamé. No había quedado registrado. Pedí otro. Lo buscaron. La grabación eterna de Taximex. Sólo tenía los datos del vuelo y probablemente lo perdería.

Pero no lo perdí. Alcancé a desayunar algo en el aeropuerto. Llegaría primero a Phoenix. El avión estaba semivacío. Sabía que irían dos reporteras mexicanas, pero no las reconocía. Debía trabajar. Pero no trabajé. Me quedé dormida. Allá, tres horas después, llovía. Por los ventanales de la terminal se veía el cielo gris, triste, cubriendo con nubarrones las montañas de Arizona. Por fin las encontré. Gretell y Arcelia. Nos sentimos más seguras juntas. Esperábamos que hubiera alguien en Maui, a donde ahora volaríamos, después de almorzar un sándwich con huevo en la atestada sala de espera. Fuimos las últimas en abordar. El avión iba lleno y estaba dividido en muchas clases: yo iba en la cola, en el último tramo de asientos, en un feliz pasillo, pero cortándole el paso a una pareja de novios o recién casados, rubios y gruesos, que hablaban entre sí en un idioma que sospecho era polaco. Me puse a escribir, primero en mi diario de los tulipanes y luego ya, en plan concentrado, en la compu que llevaba para tal fin. No había prórroga posible. El texto debía salir. Yo, que me había tardado semana y media en pergeñar unos párrafos (que había escrito muchos, en realidad, que fui desechando todo el tiempo), redacté más por oficio que por gusto, procurando alguna calidad pero con el alma entrecortada. A veces ella quería ir al baño, a veces él, o pedían café con azúcar y crema, o jugo de manzana, o jugaban con sus tabletas, o hablaban en el idioma indescifrable, y cada vez que querían salir yo debía salir también, cargando el librito, la compu, el cuaderno, la pluma, la chamarra y el vaso con café -negro, simple, sin azúcar-.

Seis horas y media después arribamos. Hacía calor. Eran las dos de la tarde, cinco horas menos que en nuestro organismo. El aeropuerto de Maui tiene grandes tramos al aire libre, con techos de dos aguas y vigas de madera, y al salir del túnel una chica morena de ojos almendrados nos puso un lei encima. La seguimos por los anchos e iluminados pasillos, hasta dar con Andi. Ella era la salvación. El itinerario por escrito. La seguridad de que el viaje se llevaría a cabo como estaba estipulado, con horarios y actividades definidas y relaciones públicas ineludibles. Andi nos dio unas bolsas de playa con agua, con chocolates, con las papitas oficiales de Maui. Luego nos subimos a una camioneta y la camioneta tomó una carretera, que corría junto al agua, que a veces se convertía en arena, y de la que salían árboles torcidos, verdes pero no frondosos, y las olas recalaban ahí mismo, y después estaba el mar, el profundo océano Pacífico, de un azul distinto al que yo conocía, y del que, no tan lejos, emergían grandiosas yemas de tierra. Otras islas.

Nada se le parece, pensé. No había visto algo similar, pensé. La carretera perfecta, nueva, agringada, cortando el paisaje volcánico.

En Kā’anapali Beach conocimos a Kalani, descendiente de hawaiianos, que nos mostró el hotel más hawaiiano de Hawaii, con un estilo sencillo de edificios chaparros con balcones, con alberca de riñón, y mucho pasto verde donde no hay reglas, donde a nadie le importa nada, donde puedes mover los objetos a tu gusto y, preferentemente, no pasar nada de tiempo ahí, pues todo está afuera, en el agua, en la playa, en los volcanes, en los parques nacionales. Nos cambiamos de ropa y bajamos para beber mai-tais y dejar que una hermosa hula girl nos pusiera un tatuaje de tinta temporal en el brazo y lanzar una piedra redonda entre dos pedruscos que semejan una portería y caer, pronto, sin prisas, como quien cae en un sueño, en el sueño de Hawaii, en el espíritu del aloha, en todo lo que es bello y limpio y lejano y exótico, como en cualquier otro sueño.

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18 de diciembre, tarde

Me pasó algo hermoso. Facebook reserva una bandeja de entrada diferente, y oculta, para los mensajes de personas que no son tus ‘amigos’. Acabo de darle click sin querer. Y entonces algo de hace tres meses:

Hi Lilian,
My name is Peter. I met you a few years ago on a wine tour in Argentina. You left early the next morning from the hostel and left me a note that you had to leave early for Santiago.
I recently moved and went through a lot of old papers of which I found the note from you. So I thought I’d say hi.

(aquí me cuenta de qué va su vida y otros detalles personales)

I still think of you when I hear the spanish word “lado” because you taught me what it meant on that bus tour.
If you’re ever “estado lado” look me up.
Regards,
Peter
PS Dora! is my Hollywood name. It was a joke that stuck 30 years ago.
Firma: Dora Exclamationpoint

Al leerlo me encontraba cocinando una receta que “aprendí” (vi cómo cocinaban) en el sórdido hostal de Cartagena. Esa vez quizá tenía demasiada hambre, pero mientras veía a las señoras cortando el cebollín y las zanahorias, vertiendo el jitomate de las sardinas en el arroz, la boca se me hacía cataratas. No lo probé y no he conseguido a la fecha el sabor que yo imagino que tenía. Es una receta elusiva. Cuando fuimos al tour de vinos acababa de intentar cocinarlo por segunda vez y compartí con Peter un tupper del arroz rojísimo, picante y oloroso en el camioncito que nos llevó al primer viñedo.

Escribí de él. Lo otro que recuerdas más de los viajes es las personas que conoces durante ellos. Atesoro las caras, insisto en fijarlas en mi mente. Me enternecí tanto al comprobar que Peter conserva esos recuerdos, que fui fijada también. No hubo un lazo fuerte: nos vimos durante un solo día, no hubo atracción ni comunión de almas, pero en el día que compartimos existió un intento honesto y alegre por tender un puente con otro ser humano. Lo conocí en el hostal de Mendoza: una tarde volví a cambiarme y encontré que había nuevo inquilino en el dormitorio. Eran más de las dos y el cuarto recién limpiado estaba vacío excepto por un bulto en la parte superior de una litera. Tenía su mochila abierta, sus botas de minero algo percudidas tiradas como al aventón, una pequeña torre de desorden alrededor de su espacio. De las sábanas emergía el pelo rubio y escaso. ¿Qué haría un gringo de esa edad en un hostal barato de una ciudad bonita pero medianamente turística en el norte de Argentina? Me pareció, por la escena, que era un viajero. Roncaba tan fuerte que se notaba que estaba cansado, físicamente agotado. O pasa. Viajas y un día, el día que llegas a una ciudad nueva, simplemente no tienes ánimos para salir. ¿Dónde leí eso de que al viajar uno siempre considera “su casa” el hotel donde se esté quedando? Tal vez Peter necesitaba la casa provisional que es un hostal, cuyo funcionamiento brinda la ilusión de un refugio seguro y familiar.

Ese día, mi penúltimo en Argentina antes de cruzar a Chile, estuve caminando por toda la ciudad, cuya extensión y ciertos aspectos me recordaron a Querétaro. Me despedía de todo: de las marcas, de los billetes y monedas, de los mismos comerciales de Claro y los productos para el pelo con información conjugada a la argentina, de la cotidianidad que un país te impone cuando lo habitas un tiempo. Vagué sin mucho rumbo de algún parque a una glorieta larga y despejada, me paseé por un súper como de interés social, de pasillos anchos. Fui a un cineteatro. Me gustaba mucho entrar al cine en Sudamérica, me gustaba seguir viendo películas de la cartelera y no abandonar el hábito, y además me gustaba conocer los cines de allá, los de barrio y los de cadena, y los cineclubs como ese, otra similitud con Querétaro: un teatro convertido en cine. Vi Up in the air y lloré mucho. Volví al hostal y me encontré con Peter por la noche y hablamos un rato; le dije que pensaba hacer el tour por los viñedos mendocinos y como que se interesó, sin tanto entusiasmo. Al día siguiente, más recuperado, decidió unirse de último momento.

Hablamos un montón. Recorriendo los viñedos, en la carretera, en las catas de vino y aceite de oliva, hambreados ambos porque sólo desayunamos mi arroz horrible y durante todo el día no comimos más que panecitos con jitomates deshidratados y mordiscos de uvas. Al volver a la ciudad caminamos un poco por el centro, alrededor de la plaza Independencia que no estaba lejos del hostal y luego por una larga avenida peatonal con árboles, bares y restaurantes, bonita y llena de vida. Nos sentamos en una parrilla con mesas al aire libre y comimos carne, unos enormes pedazos de carne que eran gloriosos con el hambre, el vino y el buen clima. Y platicamos. Fue una charla muy agradable y honesta, tal como escribí en el post de entonces: entre un gringo demócrata y una mexicana de tendencia a la izquierda, con todas nuestras diferencias y puntos de encuentro, en un diálogo que por más políticamente correcto no dejaba de ser verdadero. Peter tenía gestos dulces y calmos, hablaba con lentitud, era súper californiano: un laid-back dude, pues. Al día siguiente yo iba tomar el autobús de la mañana para Santiago, el que va cortando los Andes en curvas demoniacas y paisajes sobrecogedores. Me levanté muy temprano y él seguía durmiendo; como sabía que ya no lo vería, arranqué una hoja de mi cuaderno, le puse que me dio gusto conocerlo y le dejé mi correo, pensando que jamás me escribiría.

Me parece lindo, y mejor, que me escriba ahora. Ahora sí se puede decir de todo eso que fue “hace unos años”. Lentamente queda en el pasado y se vuelve más fácil verlo. La semana pasada me llegó de Buenos Aires un regalo de enorme valor y significado. El intento por fijarnos nos lleva a escribirnos religiosamente, a ser confidentes. Edificamos con cada larguísimo mail un puente distinto. El día que vea a Alén en la cara de nuevo, no sé cómo vamos a hablar, no sé cómo platicaríamos, no me acuerdo ahora ni de su voz. Será descubrir algo diferente.

Ojalá en el futuro se repitan los milagros de recuperar personas momentáneamente.

 

Del regalo:
Cuentos reunidos de Felisberto Hernández, una edición bonita con prólogo de “Elvio Gandolfo, pionero de la ciencia ficción en Argentina”. Se me recomienda empezar con “La casa inundada”. El otro es un “alarde de bibliófilo”: la primera edición de Cuentos droláticos de Balzac, ilustrados por Albert Robida, del que “cabe agregar que fue el primer ilustrador de ciencia ficción” y cuyos grabados “están hechos al acero, con las planchas originales”. Que ojalá me guste (*ñoño se desmaya*). Venían además postales encontradas en libros de viejo, como toda la serie de viajes enviada al matrimonio formado por Óscar y Lilián del 4776 de la avenida Libertador, de 1984 a 1988. Y muchos dulces hipotéticos que jamás llegaron porque en DHL son unos fachos (*robado de mi propio Facebook*).

NY cares

Nunca he estado tan pobre como ahora y nunca he viajado tanto como este año. Apunte rápido, antes de continuar con mi tortura bloqueada de Chicago: fui a Nueva York un par de días, a un evento de Grey Goose. Íbamos diez sujetos, de distintos medios, cosa que suele terminar en desastre. Sin embargo, otra vez, como en Chetumal, hubo una buena onda general. Llegamos a la 1 de la madrugada, al hotel de ventanas redondas que siempre se me ha figurado una lavadora gigante, a una cuadra del Chelsea Market. Salimos a caminar por la Novena, la Octava, la Séptima, con algún fin que nunca se concretó; terminamos en un deli, comiendo un bagel tostado de cream cheese. En una mesa, un uruguayo gordo dijo que era adivino y que vivió en Madrid, nos contó toda su vida y era tan intrusivo que por ratos lo ignorábamos y luego volvíamos a escucharlo. A mí me gustaba que fuera uruguayo.

Tenía sentimientos encontrados, seguramente es una estupidez, pero estaba con el humor de Chicago, pensando en Chicago, meditando sobre Chicago, y había puesto en mi lista de prioridades a Chicago como ciudad, incluso sobre Nueva York. Ir a Nueva York una semana después, por tan corto tiempo, era una contradicción y un despropósito. A las ciudades siempre las he visto como personas: tienes romances con ellas, piensas en ellas, debes darles su lugar y su momento, y yo estaba ahora enamorada de otra, similar, una que de hecho tiene una rivalidad manifiesta con Nueva York, que es distinta de ella en muchos sentidos y similar en otros. Vamos: no quería ir a Nueva York y comprobar que, acaso, es mejor. Que es más bella e interesante. Dejarme enamorar con tan poco, con unos besos. Era una infidelidad.

Pues fui. Y fue extraño, porque no deseaba realmente ir. Pero, ¿quién no desea ir a Nueva York cuando sea, como sea? Sentí un desapego absurdo al caminar por sus calles, a las que comparaba con Chicago, como si algo en mí me recordara no emocionarme demasiado porque mi corazón -ay, ingenuo- estaba en otra parte.

Por fortuna (o no), lo poco que tuve tiempo de ver, al convertirme en guía desinteresada de una chica que conocí y con quien logré formar una amistad que yo sentí auténtica en tan poco tiempo, fue lo que denominé pretenciosamente el tacky New York. Lo que cualquiera que no ha visto la ciudad quiere ver, porque es lo lógico: la Quinta avenida, Times Square, trozos de Central Park. Por la noche convencí al grupo de ir a cruzar el puente de Brooklyn de madrugada. No hay nada más impresionante que ir acercándose al skyline nocturno por el puente, con el agua a ambos lados, infinita y palpitante y oscura, entre cables de acero y columnas de tabique y soportes de hierro oxidado, y de nuevo sentir lo que sentí en Chicago: de estas ciudades no impresiona la mano de dios sino la del hombre. La ingeniería inmortal.

Sólo había ido dos veces antes de ésta, pero durante ambas la recorrí intensamente. Mi plan era, al volver (en un viaje personal), ir a Queens, al Bronx, tomar el ferry a Staten Island, reducir las dimensiones de una ciudad que me parece infinita. Esto fue un baje de pretensiones. No hay forma de conocer Nueva York. Pensé también que no me gustaría vivir allá, aunque siempre creí que era un deseo no formulado. Mi nueva amiga me dijo: es como vivir frente al mar. Nueva York siempre deberá ser un descubrimiento.

 

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Chicago, that somber city

Hay que ir a Estados Unidos. Hay que empaparse de su cultura: revolcarse en ella. Hay que ir, a veces, y ver de cerca todo lo que ves de lejos, aquí, en una tele, un cine, en una revista, en internet. Hay que ir y prender la televisión y sentir una extraña incomodidad, una inquietud que no sabes de dónde nace, y entender luego, caminando por las calles, por los Walgreens y los 7-Elevens, que es la obsesión por los precios, por el precio más bajo, por el 9.99, por el catorce pequeños pagos de cuarenta dólares cada uno, por el dólar y los centavos. Hay que hablar con los gringos. Sentir y querer y agradecer y luego cansarse de su amabilidad, de su acento de entrevista de televisión, de su -lo dijo bien J ayer- condescendencia. Son buena gente, los gringos. Son gringos.

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Estuve en Chicago, por la revista, pero fue un viaje muy distinto de los otros, más rico, más complejo, más divertido incluso. Digamos que ‘me alivianó’. ‘Me sacó del track‘. Me dio un descanso de todo. Estuve en otra parte, con otra disposición mental (lo que sería el ‘frame of mind’). Además, iba a Chicago. Chicago era la protagonista. Chicago y su arquitectura (y también, para otro texto más adelante, su comida). Los edificios y los hombres detrás de ellos. El trazo de la ciudad y los hombres que lo concibieron. La historia de la ciudad. La gente que la ha habitado. La gente que todavía la habita. Los indigentes de Michigan Avenue. Los meseros de la calle que llaman The Restaurant Row. Los niños que se mojan en una fuente de Millennium Park. La gente que sale a comer y beber una copa. Las calles limpias, arregladas, amplias. Las chicas de turismo, que ven a Chicago no como la ciudad en la que Al Capone alimentó su mafia sino como ‘esa ciudad linda que lo tiene todo’. No le das la espalda a tu pasado violento, caótico, de divisiones sociales. Hubo un tiroteo días antes de que llegara, en un barrio de personas mayoritariamente negras. En el Chicago Tribune que luego leí, en primera plana, estaba la historia del niño de tres años que recibió un balazo en la mejilla, que sobrevivió, que era el rey del hospital, que nunca quiso quitarse sus tenis Nike.

Me dieron un día libre. Vi a Pau, mi amiga de la prepa que vive allá, y a Emilio (cuya bella prosa no recordaba, aquí), y conocí a su novia, y charlamos en el bar universitario de Hyde Park, por donde además caminamos en una tarde perfecta que se desvanecía sobre el lago. Al volver al hotel, no quise entrar sino caminar por las calles desiertas de la madrugada; el viento me envolvía, me golpeaba también, el recordatorio persistente de la windy city que está en medio de una planicie, con las corrientes fuertes del lago Michigan desde el este. Fue una despedida de los edificios del downtown, esas moles altas de metal y vidrio que impresionan y marean y que tal vez no sean la esencia verdadera de la ciudad, pero sí una prueba de la mano majestuosa del hombre, de su ambición y deseos de inmortalidad. Ya había escrito antes un par de apuntes sobre Chicago, cuando la visité hace tres años (esto y esto), pero es cierto que las ciudades, como las personas, pueden no conocerse una primera vez, sino que permanecen inmóviles dentro de ti como un germen que luego crece y explota y se hace vivo. Al fin atisbé Chicago. La entendí un poco. La entendí en su grandeza y naturaleza inabarcable y también en su imposibilidad de ser comprendida.

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Busqué allá, primero sin éxito, The Plan of Chicago, Daniel Burnham and the Remaking of the American City, de Carl Smith, en parte para el texto que debo escribir, y resultó que Emilio lo tenía y me lo regaló. Leí los primeros capítulos en el avión de regreso. For some time, visitors’ accounts had claimed that the best way to describe the city was to deem it indescribable, dice en una parte. El estado de la ciudad antes de que mentes visionarias como la de Daniel Burnham se encargaran de reconfigurarla me recordó al del DF hoy en día, la ciudad con la que mantengo el romance más atormentado que he tenido. Pienso entonces que hay esperanza. Que un buen proyecto de estructura urbana puede salvarnos de esta ciudad. Los hombres de entonces pensaban que just as a bad urban environment brought out the worst in people forced to inhabit it, a grand one that expressed the values of civilization and order would inculcate these ideals and thus elicit the best. El caos, el tráfico, los barrios bajos (slums), la pobreza y la línea divisoria entre el blue y el white collar, la inoperatividad, la ineficiencia, la basura y el crecimiento desordenado pueden resolverse. Chicago, cien años después: una versión edulcorada, remendada, maquillada de sí misma, pero innegablemente mejorada. Una versión habitable. Todavía, creo, indescriptible.

 

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Foes

De todos los viajes que he logrado hacer este año, el que ha permanecido más intensamente conmigo fue el de Acapulco. No he podido determinar de forma total el estremecimiento que me produjo la visión de un Acapulco devastado, el Acapulco dorado de la niñez. El regreso a ese sitio hermoso del recuerdo y, de pronto, aunque con conocimiento de causa, las ruinas. Mi hermano fue este año con su esposa y su hijo. Si mi mamá había insistido en volver, sencillamente porque ama el puerto, tenía al menos la delicadeza de no salir del hotel, atenerse a la porción de playa, alberca, restaurante y sol que ese pequeño espacio, cercado por los límites del mismo hotel y de los militares que se plantan a un lado y otro, restringe. Pero mi hermano, nostálgico de marca, no podía hacer lo mismo. No podía quedarse encerrado en el hotel. Impelido por esta añoranza de la que yo misma no pude abstenerme, salió de su todo incluido porque lo que en realidad le interesaba no era tanto la evasión del mar y la arena sino el conjunto de lo que es Acapulco. Y se fue al zócalo. Y a la cancha de basquetbol donde antes, en tardes hermosas, para siempre evaporadas del mundo, jugaba cascaritas con mi otro hermano mientras los demás los veíamos, sentados en las gradas. Hay fotos de ellos. Viajaban con sus bermudas, sus tennis, su balón de basquet.

Antes, Acapulco se disfrutaba de punta a punta y sus atracciones eran de variado carácter. Veíamos el atardecer en Pie de la Cuesta y a los clavadistas de La Quebrada, nos subíamos en la lancha con piso de vidrio para ver a la virgen enterrada y pasábamos, antes de partir, al mercado por la Diana Cazadora a comprar cocadas y dulce de tamarindo y ceniceros y plumas con cordel que regalabas entre los amigos.

Al tercer día de su viaje mi hermano cayó enfermo, con fiebre terrible y vómito, según parece por algo que comió. Tuvo que adelantar su regreso algunos días. Él no lee las noticias. No sabe lo que sucede en Acapulco. Me contó el estado de las cosas, la fealdad de todo, entre incrédulo y conmocionado. Supe que su enfermedad fue la respuesta de su cuerpo al horror de lo que vio. Una nueva pérdida de la inocencia, otra institución de la infancia derribada. Nadie lo había preparado para esa devastación que yo, al menos, intuía.

Esta última vez nos quedamos en un hotel de medio pelo, en la Condesa, con los ruidos del bungee y de las cantinas entrando por la ventana. Pasamos al mercado, con las conchas de mar grabadas con palmeras y sirenas, y las playeras, y las alcancías de cocos vacíos, y los trajes de baños montados en maniquís de unicel. Cuánta desolación sentí al caminar por los escombros de Acapulco. El mar es tan bello como antes. Apenas en el sueño comprendí todo esto. Sólo íbamos a la playa, pero Acapulco se impuso en su totalidad. El sentimiento generado por aquella experiencia fue tan fuerte que aún pergeño un cuento al respecto, sobre el Acapulco dorado de la infancia. Eso no se va.

 

Brasil, una crónica en negativo

Estuve en Brasil a finales de junio. Por mi trabajo en una revista de viajes, me invitaron a la renovación de un resort en Río das Pedras, a hora y media de Río de Janeiro. Eran los días de las semifinales y la final de la Copa Confederaciones, en medio de las protestas. Para entonces había seis muertos en las manifestaciones extendidas en Río de Janeiro, Brasilia, São Paulo, Minas Gerais y otras 349 ciudades. Miles de manifestantes y policías acababan de enfrentarse a pedradas, balas de goma y gases lacrimógenos en Belo Horizonte. Hubo saqueos de almacenes, heridos, fogatas callejeras y bloqueos viales. Y todo lo que vi fue la renovación de las instalaciones de un Club Med. Pintaron los cuartos de morado y verde. Tienen lámparas nuevas y una “piscina calma” para adultos. Puedes pedir caipiriñas y rodar por la arena hasta que sea la hora de la cena y dirigirte al bufet y servirte cinco platos en un plato y luego, otra vez, beber más caipiriñas hasta rodar por la arena.

Me transportaron por TAM hasta São Paulo. Ocho horas y media de turbulencias. De ahí volé a Río de Janeiro. El aeropuerto, todo de concreto, tiene el estilo arquitectónico del segundo piso del Periférico. Nos recogió un coche que se zambulló en el tráfico espeso. Era junio. Llovía. Una especie de zopilotes sobrevuela en círculos las cumbres de algunos edificios altos, estilo arquitectónico caja de cereal. Muchas paredes, sobre todo en la zona industrial, están cubiertas de trazos de graffiti que son, vistas de cerca, firmas rápidas (de lejos, mosquitas aplastadas). Luego, la carretera. Entre la selva, salones de belleza, casas en obra negra, bodegas de materiales de construcción, lanchas abandonadas. México, en portugués. Casi dos horas después, un resort como cualquier otro. Llovía.

El día de la final me la pasé sentada en mi cuarto transcribiendo entrevistas. Cuando fui al restaurante a ver qué pasaba, Brasil era campeón y el Club Med estaba desolado. Llovía, de nuevo. En los pasillos que apenas la noche anterior estaban atestados de gente en atuendo de coctel bebiendo de unos vasitos de vidrio, ahora no caminaba nadie. En una pantalla del bar los brasileños celebraban.

En el coctel, un argentino me empezó a hablar de lo que hacía. Era periodista también, conocía Taxco y Oaxaca, escribía aquí y allá. Luego me dijo que nos metiéramos al mar (era de noche, había luna, traíamos copas de más). Le dije que él se metiera primero y que yo lo alcanzaba. Se quitó los pantalones y la camisa y caminó decidido a donde las olas rompían sin estruendo contra la arena. Se metió primero con miedo, y con frío, pero al final resuelto. Cuando el agua le llegó a la cintura, alzó una mano y me dijo que el agua estaba bien, que ya me metiera. “Hace mucho frío”, le dije con señas. Recogí mi vasito de vidrio de la silla y me fui a mi cuarto sin sentir que era demasiado horrible, o demasiado grosero, o demasiado peliculesco lo que hacía.

Fuimos a Río de Janeiro un solo día. Nos dieron vueltas por Ipanema y Copacabana. Había esculturas de arena en forma de palacios con la bandera de Brasil, Cristos de Corcovado y mujeres con falsas tangas sin caras, con letreros que informaban los materiales utilizados -arena y fijador-, los autores y el tiempo de construcción, y que si de favor ayudaras para que no tuvieras que esconderte a la hora de sacar fotos. Pero si tomabas la foto y no arrojabas una monedita, te respondían con altisonancias en un portugués incomprensible.

El sábado hubo sol y toda la manada de periodistas, operadores turísticos, socialités y colados se asoleaba en la playa, en la alberca, en el bar al aire libre. Hacían cola para el esquí acuático. Se amontonaban en el jacuzzi del spa. También yo. Como si hubiera desayunado un coctel de esteroides, nadé en el mar, hice kayak, le di dos vueltas a la alberca, intenté mantenerme sobre los esquís, no lo logré, me senté en el vapor, me tomé muchas caipiroskas, observé al argentino en una silla reclinable, que me miraba con odio bajo la sombra de una palapa.

Esperaba ver las protestas. La parte de mí que aún, con el trabajo de oficina aparte, desea hacer periodismo de corresponsal de guerra. Pensaba si no sería maravilloso toparme con una manifestación y unirme a su marcha, con los oficinistas en corbata y los jóvenes anarcopunks y la clase media, y sacar fotos y quizás ver algo violento. No deseaba que sucediera algo violento, pero si sucediera, ¿no sería maravilloso? Caminé por Copacabana con la esperanza de observar algo, escuchar un clamor, unas consignas tímidas por lo menos. Luego cerraron la avenida y aparecieron unos policiais vestidos de café, hablando por sus walkie-talkies. El tráfico se detuvo y pasaron desfilando un par de policías en motocicletas, a los que seguieron tres o cuatro coches negros con los vidrios polarizados. Cuando la retaguardia de motopolis terminó de pasar, el tráfico se reanudó y a nadie se le movió un pelo. ¿Era un político, un funcionario, una estrella de televisión? Quién sabe. No era la manifestación que venía. No era el Pueblo.
Después, cuando recorrí el malecón de ida y de regreso, un autobús pintado de verde y amarillo cruzó una calle. Unas muchachas gritaron y empezaron a sacar fotos con gestos maniáticos (seguro sus fotos, entre los gritos, salieron movidas, manchadas de lluvia). Era un equipo. Nunca sabré qué equipo. Tampoco era el Pueblo.
Volvimos al Club Med a otro coctel.

Un ejecutivo de Club Med hablaba con su amiga francesa, también ejecutiva, con una mezcla de español, portugués y francés. Ella acababa de leer en el jornal que en Brasil se estaba armando la revolución. Él, que era muy cómico, le respondió que los franceses de todo querían revolución. Luego le recordó que ya le habían cortado la cabeza a Marie Antoinette. Al brindar, sus copas hicieron clinc clinc.

El domingo se fue la mayoría de los huéspedes que venían a enterarse de la renovación. Amaneció lloviendo. Toda la mañana fue un ir y venir de taxis y shuttles con destino al aeropuerto. Las instalaciones se iban quedando vacías. En el bar de la piscina calma estaba un chico sentado, aburrido, leyendo un periódico. El argentino entró a su taxi, tenía otra vez su mirada enojada, en realidad más fastidiada que otra cosa. Me fui a mi cuarto a transcribir.

Los G.O.s son los chicos que fungen como anfitriones, concierges y animadores en todos los Club Med. Están obligados a bailar y armar fiesta cada noche. El domingo de la final, noche blanca, todos vestidos de blanco, sólo ellos bailaban.

 

Esto salió en La Semana de Frente.

Flujo de conciencia playero

Fui a Costalegre, la costa de Jalisco. Todo fue tensión, al principio. Mis crisis de ansiedad se agudizan. Los aviones, que antes me resultaban indiferentes, ahora me ponen nerviosa. Una falla minúscula en el despegue y la caída libre. Me senté y abrí mi libro, con el aire acondicionado en la cara. Era un avión pequeño. Una pareja, con su niño gritón insoportable, hacía tanto ruido, estaba tan empeñada en ostentar su alegría pre-playa, que cerré los ojos y apreté los puños y sólo al final miré por la ventana la sierra madre occidental. Llegué a Puerto Vallarta. Hacía calor. Entré al baño y no encontré mi maleta en la banda de equipaje. Apareció después. El delegado de turismo pasó por mí, nos detuvimos en un Oxxo por un café. Unos militares con metralletas entraron. En la carretera 200, me fue diciendo cosas: que en una playa se ahogó un periodista, que en esta propiedad vivía el Chapo Guzmán, que una vez vio en la madrugada cómo una avioneta aterrizó en la carretera y luego se dio la vuelta entre la maleza. Me dijo que iríamos a ver caimanes. No quise. Le dije de mi fobia. Se trababa cuando decía ‘innombrables’. Buen tipo, el delegado. Fuimos a comer al Hotelito Desconocido, del que luego escribí, en mi papel profesional, ‘un pedazo de Bali en México’. Hay reptiles por todos lados. Iguanas de estas que abren unas crestas en las cabezas. Vi varias entre los senderos. Me comí mi aguacate relleno con el cerebro ablandado, deseando en silencio: que no haya innombrables, que no haya innombrables. Vi un gatito, quise llevármelo. Salimos de ahí. El delegado manejó, me dormí con el sol en la cara. Llegamos a Alamandas. Un pequeño paraíso. Nadé, conocí a una pareja, católicos de Guadalajara de deliciosa actitud ambigua. Un tejón se robó mi cosmetiquera. Lo buscamos entre la bruma del atardecer. Por la noche todo es oscuridad. Estuve más tiempo en el agua, en el silencio. El mar es salvaje. Se escucha su bramido. El delegado me dijo que había unas iguanitas transparentes que se metían a los cuartos y se comían a los bichos y los alacranes. En un librero encontré Fear & loathing in Las Vegas. Me la pasé leyendo, a carcajadas. Recorrí el terreno. Tiene su pista de aterrizaje y 600 hectáreas de nada: territorio salvaje, seco, playas vírgenes, línea de mar infinita. Silencio.

Lo demás fue menos interesante. En Alamandas el mar era intenso, pero después, en Careyes, me metí una tarde a él. Era una bahía segura, Playa Rosa se llama. Hay barquitos flotando, como abandonados. Aunque la arena tiene piedras y el pie se hunde en ella como lodo, la ausencia de oleaje da una confianza que después es trastocada: es hondo, hondo, como para flotar de muertito sin hacer esfuerzo, porque a veces llegan corrientes heladas que se envuelven en las piernas como anillos de metal.

Después estuve en un hotel que solía ser nudista. Me dicen que hay “swingers aferrados” que de pronto regresan. Era la única persona sola en un hotel lleno de parejas que me miraban con una rara mezcla de lascivia y curiosidad. Me hicieron tomar un tour por un manglar. Estaba tensa en espera del caimancito, que bien podría ser una innombrable. No sucedió nada. Después llegó el chofer del delegado, Juan Carlos, muy amable hasta cuando, agarrado en confianza, me dijo de esas “nalgas que se obligó a olvidar”. Fuimos a ver los caimanes. ¿Grité? Sí, grité. Caminé por los puentecitos colgantes del estero con la cámara en la mano temblorosa y grité mucho, pero también me obligué a ver. Y vi. Los vi.

Comí un sashimi de huachinango con el delegado, ya en Barra de Navidad. Fue una conversación que, sin ser íntima, tuvo una nota agridulce. Me llevó al aeropuerto de Manzanillo. La primera vez que volé, cuando era niña, fue allí. En Taesa.

El avión era uno de esos pequeños con una fila de dos asientos y otra individual. Antes de mi periodo ansioso había tomado uno así, que no sentí. Atardeció en el camino. Las nubes estaban esponjosas. Hubo turbulencias. Fear & loathing se me acabó en el aire. Entramos a la nata gris del DF. Llovía.

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