Mujeres que no han desaparecido

Estoy leyendo El nervio óptico de María Gainza y es hermoso y formidable, se lee con la naturalidad de un líquido transvasándose, encadena un cuento o una pieza con la otra, y una mujer personaje con otra, y vidas de artistas con otras, como un collar de gemas tornasoladas. En su última tarde en Santiago, en la muy famosa librería Metales Pesados, Marisol y yo nos topamos con aquella bella edición de Laurel, y ella enseguida tuvo la clarividencia de comprarla. A mí me había llamado mucho la atención la contratapa, la promesa de hibridación entre crítica de arte y crónica íntima, pero me había propuesto o más bien estaba obligada a no comprar libros en Chile. Además se me ocurrió que, dado que la autora era argentina, terminaría por encontrármelo más temprano que tarde acá. Y por fin llegó a mí, no vía Mansalva que lo publicó originalmente en 2014 sino por un truco que Anagrama hizo posible, y entonces lo leo y me dan ganas de ir a buscar esas pinturas al Museo de Bellas Artes, al Museo Nacional de Arte Decorativo, al Museo Histórico Nacional, y me parece incluso que voy a hacerlo, que será una de esas excursiones de despedida ahora que ya he tomado mi decisión o debo tomarla, lo que me recuerda de ciertas investigaciones que debo emprender mientras esté aquí (los planos, la construcción del Ramos Mejía, por ejemplo).

Deben leer el ensayo de Marisol García Walls, por cierto, en la Revista de la Universidad de México, “La línea de ombligo”, sobre el archivo feminista de las artistas y la genealogía de las mujeres y sus nombres, y el borramiento que implica la línea de sangre, que me hizo pensar en mis dos abuelas y sus muertes prematuras. De ellas no llevo el apellido pero sí los dos nombres, ay.

En México, como dije, leí poco. Una mañana leí Tsunami, antología de textos feministas editada por Gabriela Jáuregui y Sexto Piso, y encontré que hay tres textos fundamentales en ella: el diario de la maternidad de Daniela Rea, que ha causado conmoción, con razón, y que me gustaría compartirle a mis amigas que son madres, por lo descarnado; el ensayo de Yásnaya Elena A. Gil sobre la categoría mujer, la categoría indígena, y su anudamiento; y el brutal texto de Sara Uribe sobre el desamparo del Estado hacia ella y su hermana cuando son niñas, cuando son adolescentes, y hacia las mujeres que están solas en general. Este último me despedazó. No tengo el libro conmigo, quisiera citarlo en extenso, pero me quedan ciertas impresiones vivas. O lo que dice Cristina Rivera Garza sobre el amor y el sexo. También leí los cuentos de Nora de la Cruz porque me parecía un título hermoso ese, Orillas, y que transcurrieran en esa franja orillada que es el Estado de México cuando no es zona metropolitana pero tampoco rural. Polotitlán de la Ilustración es Estado de México, he explicado antes, pero es rural y se sitúa en la punta más al norte, en la frontera con Querétaro y en algún punto con Hidalgo, y por tanto pertenece geográfica y culturalmente al Bajío, al centro, a esa región que es la cintura del país, que con su ancha faja divide los desiertos de las selvas, y es más bien serrana, arbusto y pasto seco, y ciertos lánguidos ríos. En fin. Mi cuento favorito, por la relación de amigas que aparece, es el de la quinceañera chicana que viaja a México a celebrar sus XV años.

Ernesto, aquí, me prestó Lugar, la colección de cuentos de María José Navia, escritora chilena nacida en 1982, que yo llevaba algún tiempo con ganas de leer. Hay un cuento muy lindo, y oscuro, que transcurre en el Costanera Center aunque nunca se menciona que se trata de él, y es que a mí siempre me gustado esa unión del mall -el mal, dicen las protagonistas- con la vida adolescente, tan contigente, de paso.

Alicia también me prestó Por qué volvías cada verano de Belén López Peiró. Hacía meses me había llamado la atención el procedimiento, su tratamiento de los archivos y la polifonía para narrar -aunque no es sólo narrar lo que hace aquí y este libro, como dice Gabriela Cabezón Cámara en la contratapa, es asimismo una intervención política- las reiteradas violaciones y abusos sexuales por parte de su tío, jefe de policía, cuando visitaba a su familia en la localidad de Santa Lucía, provincia de Buenos Aires. Y la violencia posterior, del Estado y las personas con las que se comparten lazos sanguíneos, y aquellos que prefieren bajar la mirada y no agregar nada más, como repiten en las declaraciones testimoniales del ministerio público. Es un libro lleno de odio, de mucho, mucho odio, y eso es lo que impresiona y alivia además de su sofisticada estructura, y de una afirmación personal tremenda.

También estuve leyendo unas novelas de un señoro francés que tenía toda la pinta de ser un señoro-señoro pero resultó no serlo, o por lo menos no del todo; pero no necesita que yo lo recomiende y además, en este post, los señoros qué.

José Juan me envió Comunidad terapéutica, de Iveth Luna Flores (Monterrey, 1988), y después diríamos que desde el primer poema es un knockout, es como una puerta que abres y te da un madrazo fenomenal. Me encanta la disposición de los poemas de la tercera parte, del otro poema que forman sus títulos:

Terapia individual
49 Voy a escribir en la bitácora…
50 Aprieta la cuerda…
51 Esta noche hablé con mi padre y fue…
53 Claramente visualizo…
55 Llené tu bandeja de entrada…
56 Voy por el valle de los ciegos…
57 Para perderlo todo…
59 Tanta rabia para cambiar el mundo…
61 Una zona de la ciudad…
62 Voy corriendo sobre mesas…
65 El tiro de gracia en el pecho de un poema…

Esto me pone a pensar en mis maneras de acceder a ciertos libros, de agenciármelos. Algunos mediante préstamos, otros leídos una mañana entera en una librería, y otros más pirateados. Aunque me interesa mucho leer, y sobre todo releer, raras veces he sentido el fetichismo de los libros.

También.

Miré Los Adioses, de Natalia Beristáin, robada toda por la presencia de Karina Gidi, sobre ciertos fragmentos de la vida de Rosario Castellanos, un domingo por la tarde.

Otro día voy a ver El silencio es un cuerpo que cae, de Agustina Comedi, suerte de documental sobre la vida del padre de Agustina, un hombre homosexual que militaba en el partido comunista, donde aquello se consideraba un desvío burgués, en una época de gran persecución política en Argentina, y quien luego se casó con la madre de ella y se convirtió en su padre, en un hombre que deja atrás su vida gay, su pareja de casi once años, su esconderse y vivir en la sombra. Además de ciertas entrevistas a antiguos amigos y compañeros, casi todo es material que él mismo filmó con videocámaras caseras. Y es tan exacto el tono, tan lacónica y justa la narración en off, tan asombrosas las coincidencias de aquella vida terminada de modo abrupto, que en la última escena, donde el hijo mismo de Comedi da su propia interpretación de la libertad (no estar en una jaula), de golpe me pongo a llorar, hundida en la butaca.

Salgo del Gaumont casi a las ocho de la noche, todavía hay mucha luz, una luz cálida y rosácea; camino por Rodríguez Peña, sus edificios angostos como recortados bruscamente, del color de la tierra húmeda, tirados a la mierda la mayoría, y sus restaurantes anticuados y sus tiendas, y luego por Corrientes; me meto a las librerías, encuentro un libro que me interesa y que apunto mentalmente, por su título y por un fragmento que leí a las apuradas (La felicidad es un lugar común, de Mariana Skiadaressis); el puesto de Eloísa Cartonera está abierto y me detengo a ver los títulos y el tipo que atiende me dice que mi remera está buenísima -es de Condorito- y que dónde la compré, me dice que él es chileno y me pregunta de dónde soy, menciona algo que discutíamos recién hace unos días en casa, que todo mundo en Latinoamérica piensa que Condorito es de su país, y después me habla de los títulos de la editorial y me anima a hurgar y a llevarme alguno y por alguna razón sale al tema Salvadora Medina Onrubia (publicada en Eloísa), y le digo que sí, que ya sabía que era abuela de Copi, y empieza a hartarme él, y entonces miro  un ejemplar -distinto al mío, claro, por lo menos los trazos con pintura acrílica de su portada- de Caza, el poemario de la venezolana María Auxiliadora Álvarez, que otra tarde decidí comprar porque lo abrí en una página que tenía el verso: yo que tengo tan alto y bajo concepto de los cuerpos; luego entro por una porción de muzza con fainá a Güerrín, como de pie y me miro en el espejo de enfrente, mi playera blanca de Condorito adquirida sin romanticismo alguno en el aeropuerto de Santiago, mis chinos que aquí son rulos, los cachetes inflados mientras mastico la pizza grasosa empujada con fainá; entonces entran dos hombres que sobrepasan la cincuentena, uno tiene una barba blanca larguísima, de Fidel Castro, y lleva puesta una playera con el rostro de Fidel Castro, compran sus porciones y se paran frente a mí a comerlas, y noto que el otro tiene una playera de México, y me río por dentro; el de la barba le comenta a su acompañante que la pizza “tan superior como siempre” pero el servicio está del carajo y aquel le responde que es así, que como siempre tienen lleno qué les importa, “¿y en México la pizza qué tal, eh?” y el sujeto responde que casi todas son de cadenas yanquis, Pizza Hut, Domino’s, terribles, y yo me acuerdo de la vez que allá nos comimos una Pizzeta y sentí de pronto que era la peor pizza que comía en mi vida y que no se le comparaba para nada a las de Buenos Aires, que al fin y al cabo no son del tipo que me gustan (prefiero las delgaditas, y crocantes), pero que al César lo que es del César, y luego hablan de las pizzas de Estados Unidos y el de la playera mexicana dice que hay unas que sí son muy buenas, las de Chicago, y al mismo tiempo, al lado de ellos, hay un hombre y una muchacha, y él, que es moreno y de pestañas largas, se queja del transporte público, de que sales de la facultad y tenés que tomar esos colectivos que tardan horas, que a La Plata no la cambia por nada, y yo digo ah, ah, otra de esas coincidencias en las que aparecen, aglutinados y en un tiempo que es el mismo, sitios en los que he estado en el pasado, viajes que me cambiaron un poco; y se han puesto de moda ahora en el D.F., aclara el del atuendo paisano, cadenas de pizzas abiertas por argentinos y uruguayos, y ahí es cuando dejo el plato sobre la barra y salgo, hace mucho calor y ya es de noche afuera.

/ Paréntesis

Los posts hechizos volvieron. Se me figura que son como una plaga de bichos, paso las noches aniquilándolos y al día siguiente ya invadieron de nuevo. Pondré aquello en pausa, no tengo la paciencia o no me encuentro en el estado mental adecuado para iniciar otra extraña batalla relacionada con el blog.

Cierra paréntesis /

Siento que mi YouTube y mi Spotify intentan encajarme kpop a toda costa, como han visto que no dejo de escuchar y mirar videos de BTS, pero stop trying to make other kpop acts happen, it’s not gonna happen. Sin embargo, me gustó mucho Yaeji cuando me hablaron de ella en México, aunque difícilmente se la podría situar en el pop salido de allá; luego, en algún video de Taekook que son mis predilectos, los había notado tarareando una melodía que al instante me encantó pero que me resigné a no encontrar nunca, hasta que algún algoritmo me la trajo de nuevo: la canción se llama “Some” y es de Bolbbalgan4, o BOL4, o Blushing Youth, o 볼빨간 사춘기, un dueto de dos chicas, Woo Ji-yoon y Ahn Ji-young, pop-pop-bubblegum pop pero un tanto indie, ponele. Igual creo que sólo me gustará esa canción de ellas, por ciertas líneas tan bonitas y tan ingenuas, que alguien tradujo al español de la siguiente manera: ¿Es mi culpa si no soy buena expresándome? Soy una chica sincera en una ciudad fría. ¿No puedo decir que me gustas? (…) A partir de hoy, voy a tener algo contigo. Te llamaré todos los días. Aunque no pueda comer gluten, voy a comer comida deliciosa contigo.

Este fin de semana miré todo Russian doll de una sentada; en realidad, dice Natasha Lyonne, la concibieron como una película de cuatro horas, dirigida y escrita toda por mujeres, sólo por mujeres, y esto es importante, le digo a Gandhi el domingo por la noche, cuando comentamos qué estuvimos viendo durante el calurosísimo, infernal fin de semana en que sobrevivimos bajo el aire artificial de unas aspas de ventilador, aunque de momento no te lo parezca.

No dejo de tener muy presente algunas líneas de uno de los libros que más me impresionaron en 2017, I love Dick, de Chris Kraus.

  • “Dear Dick”, I wrote in one of many letters, “what happens between women now is the most interesting thing in the world because it’s least described”.

 

  • …There’s not enough female impressibility written down.

 

  • The sheer fact of women being (…) public is the most revolutionary thing in the world.

 

  • Why does everybody think that women are debasing themselves when we expose the conditions of our own debasement? Why do women always have to come off clean?

 

  • Hannah Wilke (n. Arlene Butter, 1940): “If women have failed to make “universal” art because we’re trapped within the “personal”, why not universalize the “personal” and make it the subject of our art?”

Y:

  • Men still do ruin women’s lives.

El arte es una batalla; pero nosotras estamos perdiendo. Miro las noticias y me lleno de miedo, preferiría que a mí me pasara algo, que me pasara lo peor, antes que a mis sobrinas y a mis hermanas y a mis cuñadas y a mis amigas. Tengo miedo de que desaparezcan. Que las secuestren y las violen y las prostituyan y las maten y las destruyan. Que las desaparezcan. Que desaparezcan.

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Algunos títulos fílmicos y televisivos que relatan, de manera lateral, un mes y medio en México, alegre y familiar

En el avión rumbo a México miré GoodfellasDoblada. “Maldito patán”, repite Joe Pesci. Maldito patán. La palabra fuck y sus derivadas se pronuncian trescientas veintiuna veces durante la película, un promedio de 2.04 por minuto, dice IMDB. La mitad por Pesci. Pero el doblaje de 1990 sólo permite patán, maldito, hijo de perra. Me reí mucho, a solas, mientras otros cabeceaban o comían las porciones minúsculas de la comida de avión o miraban otras películas. Después vi Flashdance, una jovencísima, hermosísima Jennifer Beals: el deseo de la artista (la danza), la mejor amiga que persigue un fin similar, florido (patinaje artístico), y la ocupación improbable (soldadora), todo aquello en Pittsburgh, la ciudad de acero. Ah, Pittsburgh.

O el viernes que Frost y yo fuimos a Los Pinos (cuántas risas en el búnker de Calderón, en donde, desde un compartimento secreto, aparecían el tequila y la sangrita, imaginábamos; o el romance entre el sargento Pérez y la joven hija del presidente, del que actuamos cada escena, inventamos diálogos y nos carcajeamos por los pasillos y los senderos de la gran casa presidencial); luego comimos en El Pialadero de Guadalajara (aquella torta ahogada de camarones rosados, y el aguachile horadador de lenguas que yo tanto extrañé, y que con esa visita se disociará de otras personas y otras épocas), y caminamos por la Juárez, mi antigua colonia, la colonia de mis dulces 23, Hamburgo y Toledo por siempre, que es también la pequeña Corea, y entonces descansar en el café coreano donde dos señores jugaban Go en un tablero con sus inmaculadas piedras blancas y negras. Y en la glorieta de Insurgentes rememorar El vengador del futuro (un título infinitamente mejor que Total recall) y decir: vamos a verla, y esa misma noche verla, después de la sorprendente Tiempo compartido (reciclo los comentarios que le hice a Triquis por twtr: la estética vaporwave, la lenta erosión de la psique de estos dudes, la escena del escupitajo, es como un cuentito carveriano bien hechecito, y tiene algo muy hitchockiano también, alta tensión, infaltables momentos graciosos. Y ese lazo sutil pero irrompible de la mamá con su hijo, su cicatriz de cesárea, un vínculo que el papá neuras jamás conocerá.)

Luego, acá, hemos visto tantas con mis sobrinos. [Nota: el presente post comenzó a escribirse el día 7 de enero]. El 23 de diciembre: las gemelas Camila y Romina, y Osvaldo, y Tita, y Caro y Regina, y Leo, y yo, la tía que es excelente tía pero quizás sólo eso ya que constantemente se ha preguntado si podría ser madre y su más reciente conclusión es que no, que quizás no, ellos y yo acostados entre cobijas y cojines en la salita de tevé miramos Home Alone, un clásico navideño que nos arrancaba las risas (¿cuántas veces vi esa película cuando era niña?) mientras en la cocina mi mamá avanzaba con las preparaciones de la cena de Nochebuena, y mis hermanos cantaban con su karaoke, y ese nivel de bienestar, ¿qué haré al pensar en él cuando esté ocho mil kilómetros al sur? Y también, con ellos, he vuelto a Pocahontas. A El príncipe de Egipto (tan bella como la recordaba, o más: me obsesioné con ella años atrás, y quizás más de lo que entonces pude apreciar, e incluso fue, además de las lecturas del antiguo testamento en aquel volumen de Mis historias bíblicas, sumamente útil cuando acudí a la celebración del Pésaj en una sinagoga de Once, en 2015). Vi Mulán por primera vez. Una travestida, dice un personaje. Ah,  la heroína más hermosa, y los temas más adultos, y la belleza oriental… Y otra noche, con Tita, escogí Flavors of Youth para que se durmiera más rápidamente (pijamada con tía Lilí), pero las dos quedamos hipnotizadas con las breves historias que transcurrían en pueblos de China, y en la gran Shanghai, los fideos de arroz, las callejuelas y los edificios lustrosos y los que están a medio derruir, las varas de bambú para colgar la ropa, y los cassettes con mensajes largos que se graban dos amigos que no saben que están enamorados. O después, un sábado, con Carolina y Regina, vimos Wolf children, y lloramos mucho, o por lo menos dos de nosotras lloramos mucho, y al día siguiente le conté la trama entera a mi madre, tanto así me conmovió. O la otra noche en que cuidé a Osvaldo y Camila y Romina, y empezamos a ver Isle of dogs pero a la mitad, exhaustos, nos quedamos todos dormidos. Les mostré, a Tita y Regina y Caro, la belleza inigualable de The Addams family. Que, leía hace poco con justeza, aunque no sé dónde, lo que los vuelve excéntricos no es su afición por todo lo goth sino que Gomez y Morticia son en serio peculiares, distintos, notables, por ser dos paterfamilias que se aman con pasión y apoyan a sus hijos en sus proyectos e intereses.

También está el domingo en que, con Triquis y Luis, luego de mirar uno tras otro los ocho episodios de Burn the stage, el documental de BTS, en un fin de semana que volvimos obsesivamente sobre ellos, nos sentamos a ver la última Misión imposible, y los diálogos que francamente me daban risa aunque a la vez no dejaba de pensar en una crítica de cine que me gusta mucho, Priscilla Page, quien durante meses se la pasó diciendo que esa era la mejor película de acción del mundo, y ponele que sí, de acción (aunque existiendo Point Break no entiendo cómo alguien puede afirmar algo así), pero es mafufa y en la última media hora me aburrió y me permitió dormir sin culpa.

Por cierto: miré el documental para cine de Burn the stage con María y Frost mismo (renuente) en una salita de Oasis Coyoacán, con otras tres muchachas que reían mucho también, sobre todo cuando Hoseok está jugando con Yeontan, el pomeranian de Taehyung, y canta graciosamente did you see my bag, did you see my bag… Lástima que, pese a sus bellísimos momentos, hay como un final que llega y llega, y a la vez nunca, hasta que sí.

Piensa, piensa.

Widows con Carla y Triquis un viernes en Querétaro, tras dar muchas vueltas en el centro con unos helados que se nos derretían en las manos, y las palomitas de Takis, y la cerveza francesa con gusto cítrico, y charlar y charlar y charlar antes de eso, y en medio, y después.

Otra noche vi No regret, una película surcoreana del año 2006, escrita y dirigida por Hee-il Leesong, un parteaguas del cine coreano LGBT+, que amenaza con tener un final tragiquísimo, lo cual me habría hecho voltear la hipotética mesa, pero se las arregla para cerrar con algo como un sarcasmo, un final tragicómico, o feliz. En este momento me interesa demasiado el conocidísimo género del BL, abreviatura que me oculta y me mantiene a salvo.

El sábado chilango, con Frost, Fáyer, Elsa, Thalía, luego de desayunar en la esplendorosa Fonda Margarita (¡todo lo que dicen sobre ella es cierto! ¡los frijoles refritos con chorizo, el cerdo en salsa verde, el guiso de longaniza, el bistec en salsa morita, los huevos rancheros, el café de olla, las filas semilargas y muy tempraneras en aquel rincón de la Del Valle, el milagro de cocinarlo todo en manteca de cerdo!), y mientras comíamos una deliciosa rosca de reyes de la pastelería Alcázar, y chocolate de agua de Oaxaca recién traído de Oaxaca, estuvimos viendo muchos videos en YouTube: los Guau de Alexis Moyano (el rap de los perritos explicando el internet me mató, me había matado ya semanas atrás cuando me lo mostraron en Baires, “no, no, no, te mandaste cualquiera… internet es un cable con poderes mágicos que… wrah… internet es una tele con botones pero que… tiburones”), un episodio de Skull-face Bookseller Honda-sanya que durante el desayuno habíamos estado hablando intensamente de anime, y la noche anterior Elsa me había mostrado uno que ahora consume algunas de mis noches: el anime yaoi Sekaiichi Hatsukoi, sobre romances homosexuales entre trabajadores del mundo del manga: editores y mangakas y hasta libreros sexys con perforaciones en las orejas, ¡ay!, y ese video de History of Japan, y varias otras cosas de las que ahora no me estoy acordando, para proceder al plan original que era mirar Life of Brian Holy Grail, de los reverenciados Monty Python, largometrajes que he visto tantas veces, que me sé tan de memoria, que me entregué al placer del sueño sin remordimiento, pues había dormido bastante poco los días anteriores. ¡Ah! Elsa también me mostró Diablero, una nueva serie de Netflix ¡excelentemente actuada, con excelente diseño de producción, excelentemente musicalizada, excelentemente fotografiada, excelentemente ambientada, y todo en ella es tan excelente -los diableros, la santería, el chilanguismo recalcitrante, el hermoso Horacio García Rojas y frases que me calcinaron el cerebro como “tsss, te repites más que taco de longaniza” y la hermosa Fátima Molina como su hermana, los dos hermanos más sensuales de la tevé digital- que no entiendo por qué la gente no la adora y habla más de ella, no lo entiendo!

El otro descubrimiento excelso de estas vacaciones tiene que contar con preliminar barato.

Verán.

Esa vez que Tita se quedó a dormir conmigo, busqué algún anime en Netflix porque ella empieza a dibujar manga y siempre es bueno animar los talentos de los niños a tu alrededor, los cuales abundan en mis muchachitos, ¿no? Entonces estaba buscando algo en aquella sección centrada en anime y me llamó la atención uno llamado Gokudols, o Backstreet Girls, que en aproximadamente un minuto presentaba el intríngulis de su relato: tres yakuzas que han metido la pata hasta el fondo -no se sabe por qué ni cómo- son presentados con una disyuntiva por el jefe de su familia: la muerte o cambiar de sexo en Tailandia para formar un lucrativo grupo de idols de jpop. Escogen lo secundo. Pero son muy yakuzas y a un yakuza muy macho no le importa su aspecto, y sin embargo a la postre son enfrentados a toda clase de humillaciones y sacrificios, lo que nos demuestra que la violencia idol no es tan distinta de la violencia yakuza. Con aquellas primeras escenas me quedó claro que no era un anime apto para niños, y lo guardé celosamente para echarle un ojo después; al fin, llegado el momento, quedé pasmadafascinadamaravilladaintrigada por una trama que me parecía completamente original pese a una animación más bien burda, en la que durante largos planos sólo se mueven las bocas, y de pronto los ojos se vuelven dos hoyos negros y macabros, y a las caras angelicales se les superponen los rostros duros de los hombres yakuza que viven atrapados en cuerpos que no escogieron, que les son ajenos, y aunque todo es de una crueldad extrema, en esencia es una comedia negrísima, carcajadas cargadas de culpa, ¡pues qué jefe yakuza tan sádico, qué castigos corporales tan siniestros, qué graciosa subtrama del club de damnificados por las Gokudols, cuánto por decirse de la violencia machista y sí, heteropatriarcal, y de la destrucción de las vidas jóvenes, inocentes, no por un ideal sino por una suma de dinero sucio de la industria del entretenimiento! Lo recomiendo ardientemente, está allí mismo a distancia de un clic en Netflix, no lo dejen ir, no dejen ir esta gema, esta joya, este milagro.

También he estado viendo Neoyokio porque leí, de pasada, que la voz del personaje principal la hace el hijo de Will Smith, y Jude Law y Susan Sarandon hacen otras, y que la creó Ezra Koenig (Vampire Weekend), y aunque no es tan interesante ni tan incisiva como muchas otras cosas que empiezo a ver en el género (y la marca gringa está demasiado presente, demasiado difícil de ignorar), su mezcla de magia, moda, demonios y decadencia neoyorquina me ha tenido, digamos, más o menos interesada.

Quisiera ya terminar este post. Quisiera mencionar que también he estado mirando un dorama coreano, Reply 1997, que salta entre dicho año y 2012, en Busán, durante el reencuentro de antiguos amigos de la secundaria y los recuerdos de sus años mozos, y la protagonista es fan acérrima de H.O.T., hasta extremos locos, locos, y las cosas que hacen las fans en sus conciertos y alrededor de sus ídolos (ese cántico con sus nombres y apellidos al inicio de cada canción en vivo, los impermeables con las siglas, la fanfiction homoerótica) no es nada distinto de lo que hacen hoy en día, y luego descubrí que la actriz es, en la vida real, una idol también.

Sólo resta decir que vi Crazy rich asians con mi hermana porque ella necesitaba distraerse, que en un autobús miré y cabeceé con Ghost in the shell (versión Scarlett Johansson), y que en al avión de vuelta a Buenos Aires, muy estresada y malhumorada y preocupada por asuntos que aquí no vienen al caso, miré The big sick, que me gustó y hasta me permitió soltar unas necesarias risas alagrimadas. Luego, necesitada de dormir, y habiendo descubierto recientemente que sólo me da sueño mirando cosas pero que aquello se convierte en una lucha porque detesto dormirme mirando cosas a menos que ya las haya visto o su mala manufactura me libre de culpas, puse Inception porque medio me la sé toda y es un gran soundtrack  ese de Hans Zimmer, digan que no, y es perfecto para conciliar el sueño.

Ah, también vi Roma. La primera vez en la cineteca -antes cineteatro- Rosalío Solano, en Querétaro, con Carla y Ribón y Fanny y Triquis y David -y hasta, coincidencia hermosa, Hasiby- y que todos lloramos menos David, y luego, una segunda vez, en casa con mi mamá y mi hermana. Hace unos días soñé con Yalitza Aparicio, tanto me impresionó su actuación y hasta dónde la ha llevado.

Coda:

Mención a los animalitos hermosos con los que conviví esos días: Logan, el gato azul. Luna, la cariñosa french blanca. Aguacate, el ajolote plateado. Sorata y Pirata, la Hello Kitty real y el gato negro cuyo ojo perdido relata su imaginado paso por Vietnam. Bebé, el gigante aranjado, esponjoso, de mi hermana. Y el nuevo miembro de la familia gatuna, otro Logan, también gris. Y el muy libre y callejero Noalex, platicador, anaranjado, viril. Los ruidosos, olorosos, minúsculos chihuahueños de mis sobrinas, Taco y Chamoy.

Los cursos en la secundaria, algo que no sabía que estaba en mí, que podía hacer, que podía disfrutar, que podía darme ciertas guías.

Faltan amigos que vi, que extrañaba tanto. Olga. Marisol. Luli y Migue. Ara. Lety. Laura. Gaby. Grace. Jordy. Diego. Carlos. Rob. Gregory. Chava. Y los que me faltaran mencionar.

El día que volví, con un calor un poco asfixiante tras las noches bajo cero de Polotitlán, acompañé a Jes a unos asuntos y en la 9 de Julio nos cruzamos con la marcha por la liberación de Milagro Sala de Tupac Amaru, y luego caminamos por Recoleta hasta la placita de Vicente López donde se junta un nutrido y diverso grupo de niños a jugar en el arenero gigante. Y pensábamos en lo linda que es la ciudad, y en lo difícil que se nos pone la estadía. Al volver pasé por la esquina de Suipacha y Arenales donde viví durante mi primera temporada acá. Las ventanas estaban cerradas.

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SW, a love story

En mi casa: el idioma de Star Wars, desde siempre. Los ewoks. Luke, Leia, Han-Solo (Harrison Ford, asumido lado gay de mi padre). Darth Vader. Darth chingadamadre Vader. Tenerlas miradas en el canal cinco, tener las imágenes grabadas en el subconsciente, regresar por momentos a los bosques de Endor, a las heladas tundras de Hoth, al pantanoso Dagobah. Yoda: la verdosa, inconfundible criatura, la sabiduría y la excentricidad representadas en su diminuto cuerpo. El lenguaje incomprensible de Chewbacca. Los vitalicios C-3PO y R2-D2. No. Arturito.

Después, a mis once años, mi decisión de volverme seria con la saga. Fui al videoclub Arcoiris de Polotitlán y renté el episodio IV, una edición VHS remasterizada recién en 1995. Me puse a verla con mi hermana Livia: no es casualidad que la saga se abra a sí misma con los personajes inalterables, concurrentes de todos los episodios, testigos y protagonistas, de los robots que surcan el desierto de Tatooine. Un joven que mira el horizonte. You’re my only hope. La historia de hadas y el triunfo, los héroes por accidente y la princesa (¡que lucha y comanda!). De tal manera nos seguimos, mi hermana y yo, aquel largo fin de semana, con Empire strikes back: ah, el cadáver del tauntaun que Han-Solo abre con el sable de luz para salvar a su amigo, ¡qué brutalidad, qué terrible noción! La mano. El asunto de la mano me dejó traumatizada durante mucho tiempo. Y la mano robótica. Y así, The return of the Jedi, con un Luke que es tan distinto de su versión inocente o pueblerina, y a la vez el mismo muchacho de ojos azules, algo monástico y debutante hasta de su propio poder. Y las imágenes y los temas que ya conocemos. Yo era una iniciada, una conversa por voluntad.

Llegó el año de 1999 y las esperadas precuelas. En ese entonces yo coleccionaba hasta los paquetes de Sabritas donde aparecían el pequeño Anakin, la joven Amidala, los guapos Qui-Gon Jinn y Obi-Wan Kenobi (¿no había dicho el fantasma de Ben Kenobi que su maestro era Yoda?). A la vez, mirar por primera vez una película de Star Wars en el cine era un sueño realizado: recuerdo escuchar con maravilla la carrera de pods, y el estremecedor sonido del sable de luz, ¡de dos sables de luz!, ¡de tres sables de luz! (y uno de esos sables, rojo, de sith, ¡doble!). Creo que en esa época yo todavía no me había conectado al internet. Nunca me había enchufado a una computadora con internet. Coleccionaba las CinePremier y las CineManía. Las tenía guardadas en bolsas de plástico. Había recuperado las versiones novelizadas de A new hope The return of the Jedi que mi papá, por algún motivo, tenía en su biblioteca. También leía y releía los comics que Dark Horse Comics publicó en México. Empecé a conocer detalles del canon. El universo expandido. Era mi tema de conversación principal, pues yo era una puberta con trece años. Amaba con intensidad, con obsesión. Mi hermana Livia, por suerte, escuchaba o fingía escuchar mis soliloquios.

Y así vino la segunda precuela (comentábamos con mi mamá lo guapo que era Anakin, y lo robótico y terrible actor, pero también, ¡ay!, lo romántico). Y el episodio III, que vi aproximadamente siete veces en el cine, en Querétaro. En todos los cines de Querétaro: el Cinépolis Plaza de Toros y el Cinemark del sur y el de Boulevares y, más de tres veces, por lo barato que resultaba, en los cinemas Gemelos en el sótano de la Comercial Mexicana de avenida Zaragoza. Salía exultante cada vez. Escribía furiosamente en los foros de IMDB (nombre de usuario: de ahí viene el antiguo LilianTheNerd).

Pasaron los años. Mi gusto nunca palideció. Pensaba en Star Wars y pensaba en una epopeya galáctica. Las connotaciones políticas: la Resistencia (es decir los rebeldes, es decir los subversivos) en contra de los tiranos. El viso fascista. No eran simples peleítas en el espacio: era una guerra donde se jugaban los ideales humanistas, la libertad, la justicia, la democracia. El mal como equilibrio de la luz.

Anunciaron las secuelas. Vimos los seis episodios cuando nos amábamos, y era una alegría mostrarle lo que yo amaba, y que lo amara también. Así vimos el episodio VII en una sala VIP del Cinépolis Oasis Coyoacán. ¡Lloré tanto!

El año pasado Rogue One me encontró en un momento triste y confuso de mi vida. La vi, primero, con mi familia, y después varias veces yo sola, saliendo del trabajo, en el Cinemex Insurgentes. La lección del sacrificio me conmovía muchísimo. Me permitía llorar mucho -siempre me lo permito, de cualquier manera- y era un consuelo y un escape y una manera de soñar.

Un fanatismo, además, familiar. Mis papás, que presumen de haber visto en el cine todas las películas de Star Wars habidas y por haber, y mis hermanos que crecieron con X-Wings de juguete. Y mis sobrinos, aleccionados desde la cuna, que retienen datos que yo ya no, y coleccionan las figuritas que nunca tuve. Cada nueva película de Star Wars la vemos en familia, una costumbre sagrada, que este año me agarró en Buenos Aires, lejos de ellos.

De manera que:

La vimos el viernes 15, Alicia y yo. Alicia había hecho su tarea y durante toda la semana se puso a verlas. Se le hizo tarde esa mañana, pero un taxi nos dio esperanzas: comentábamos luego cómo aquí, a diferencia de Ciudad de México, tomar un taxi puede, de hecho, ayudarte a llegar más rápido. Y con nuestro balde de pochoclo y una Coca-Cola de 600 ml que compré antes en un kiosco y mi sendo café en el termo, nos entregamos al sueño.

Estaba distraída. Mi úlcera Star Wars, mi necedad de fanático: ¿PERO CÓMO, LUKE? Tomando por deriva la trama de Finn. ¡Aghg, no te creo que los padres de Rey no son nadie! Gaslighting galáctico. Pero luego aquello. Esa manera de cerrar una idea. La necesidad de quemarlo todo para construir lo nuevo. La nula importancia del linaje: la fuerza es de todos. Ser un don nadie y a la vez ser todo, ser uno con el todo, y mirar al horizonte otra vez, un niño que no es nadie y que puede llegar a ser todo, barriendo la mierda de un animal esclavizado, usando la fuerza inadvertidamente, porque es eso, en realidad es eso: mirar el horizonte. Los dos soles de Luke. Mirar y admirar y presentir la grandeza del universo, y guardar la esperanza de vivir aventuras allí. Quedé afectada.

Luego volví a verla. Sola, sin distracciones, entregada con disciplina al entretenimiento.

Intensos, Pedro y yo la comentábamos después.

Una película relevante para los tiempos que corren, porque el sistema no da más. La clara política de izquierda. La aparición del 1%, la gente de la peor ralea en la galaxia: los ricos. Los ricos que financian las guerras.

El personaje de Benicio del Toro como el neutral peligroso (¿no encarna la idea de que permanecer neutral en situaciones de injusticia supone tomar el lado del opresor?). El cinismo de ir con la corriente en épocas de urgencia política.

Es actual porque la otra se centra en una generación anterior. No se puede repetir el paradigma maestro-alumna.

Me escribe por Telegram:

ves que lo de la fuerza y los jedi y tal
tenía mucho de oriental, no?
el asunto del alumno que llega a un monasterio y le cierran la puerta
es TURBO oriental
es casi un cliché budista
pero todo es porque
Rey le pregunta a varias personas
ES QUE QUÉ HAGO AQUÍ
DIME TÚ CUÁL ES EL SENTIDO DE TODO
budismo 101 es
justo eso
nadie te puede responder esa pregunta, amiga
es ontológicamente imposible
y Rey se la pasa dándose de topes hasta que toma una decisión y la sigue

El papel dirigente de las mujeres con mayor estrategia militar. Phasma: otro símbolo, su ojo azul, su piel blanca debajo del casco, y el desprecio en su voz cuando le dice a su antiguo subalterno (la piel negra revelada fuera del uniforme): you were always scum.

La chispa sacrificial. La idea de no destruir lo que odias sino salvar lo que amas.

**

Y ya, también platicábamos otros temas como:

La camaradería y el antagonismo y, a la vez, la tensión sexual entre Kylo y Rey.

El episodio IX, siguiendo la estructura que esta nueva trilogía ha calcado de la anterior, abrirá necesariamente con Rey convertida en Jedi.

La elección del mal es de Kylo, lo que lo convierte en un gran villano (¿no habría sido Adam Driver un excelente Anakin?)

¿Te fijaste que tiene su pelito recortado para que parezca el casco de Vader?

“El ardor de cola que está calentando este invierno: muh fan theories”

Así se va Luke, en sintonía con su personaje, como un verdadero Jedi. Tan sabio como Yoda, y permitiéndose un divertido, paternal, han-solesco “see you around, kid” a Kylo (y con ello más emberrinchamiento).

¡Te quiero mucho, Mark Hamill!

El regreso del Yoda chistoso, excéntrico, de risa graciosa, y además en marioneta como es debido.

Esperamos, y no obtuvimos, aunque hubo momentos que lo pedían a gritos, el I have a bad feeling about this. 

En la charla hubo toda una deriva que no seguí mucho sobre los A-Wings como las naves más vergas, y que si piloteas uno es porque eres bien vergas, pero en lugar de explicarlo sólo lo muestran, sutilmente.

Porque, ¿te fijas?, es como Bond. Nos guiñan sin darnos la sobredosis de droga.

Como las nuevas de Bond, hay algo aquí inspirado en la seriedad y comentario del mundo actual del Batman de Nolan.

La pelea con los guardias de Snoke, tan samuraiescos. Sus posiciones de ataque. Descubrí luego que se llaman Elite Praetorian Guards. Me sedujeron.

Eso, la belleza de esta película. Los rojos, las explosiones en silencio. En una reseña alguien hablaba del visual flair.

Lloré con la dedicatoria a nuestra princesa Carrie Fisher.

Cómo las precuelas enganchan con éstas. Incluso las tratan con respeto. Es terrible pensar en ellas, porque son, por completo, obra y gracia de George Lucas. No puedes echarle la culpa a nadie más porque es su visión, por lo cual concluyes que:

Star Wars no es de Lucas. No es de los fans y sus teorías, ni de los directores que se adueñan de ella por un episodio (apenas una exhalación). ¡Es de todos! ¡O de nadie! ¡Es de la fuerza!

Concluyo:

Güey, sale el ‘tema musical de Luke’
él mirando los DOS SOLES
que el mismo Yoda le dijo: siempre mirando el horizonte, pinche Luke
es hermosooooo
al final todo se reduce a que empezamos con este desmadre con el campesino que miraba el horizonte deseando tener aventuras en el universo

Un mundo raro

Me angustia el hecho de que Hollywood e industrias hermanas me provean incesantemente de piezas que reúnen, en combinaciones cada vez más estrafalarias y lujosas, a mis actores favoritos. Me los están juntando y eso es emocionante y es magnífico pero sospechoso a veces. Se me manipula con actores o sea con personas, de las que admiro la naturaleza de su oficio como admiro la de los escritores, por ejemplo, actores que por las convenciones o quizá exigencias del medio suelen ser personas pues la neta muy guapas, hombres y mujeres de hermosura cautivante, ¿y qué hago, entonces? A veces, me los juntan románticamente, ¿qué hago, repito? Me parece de mal gusto, que le están robando la magia a algo, que no me están dejando disfrutar de actuaciones en bruto, de actores desconocidos de los que no espero nada, cuyas caras no conozco, pero que luego me conmueven y agitan y marcan más que los otros, es decir mis Daniel Day-Lewises del alma, a quienes sin embargo no dejo de ver como Daniel Day-Lewises siempre, tanto espero y exijo de ellos. Total, ¿qué pretenden, que vea todo? Esta modalidad explotadora de repartos corales (o a veces ni corales, viles duetos de nombres tan brillantes que es imposible apartar los ojos) alcanza expresiones tan abyectas como Wet Hot American Summer: First Day of Camp. Ya estuvo, ya estuvo, daré ejemplos ridiculitos que me pintan de cuerpo completo: apenas salgo de Maps to the Stars y ya está Inherent Vice y Love & Mercy, y de Listen Up Phillip me cuestiono si aguanto Still Alice -dudo, dudo, dudo- y se vienen The Big Short y Carol, y tengo en el torrente, esperándome para cuando termine este apunte, The Overnight, tras enterarme que Louis C.K. estará en Portlandia el próximo año, y pude haber visto Mortdecai pero no lo hice, aunque quisiera, por esos dos hombres y esa hermosa rubia, ¡esos dos hombres y esa rubia que ha sido una de mis chicas siempre, aunque todos la odien!, y hasta Star Wars me dará un gusto a bordo de un X-Wing. Pero no, no, no es que sea incapaz de ver cómo se trata de atraer a las moscas con miel, que las caras y los nombres venden, que la crítica y el periodismo que acompaña a la industria endiosa e idoliza aunque a veces de pronto señale el talento, y que la actuación se disfrute lo mismo, lo sostengo siempre, y que muchos sigan esta premisa y por eso acudan y pues qué mejor y cuál es el problema y en el fondo por supuesto hay dinero, hay uso de cuerpos, hay confección de subjetividades, etcétera etcétera, sólo digo que me angustia, que lo estoy leyendo en clave mística, que es como si algunos de mis deseos exóticos se cumplieran, un mundo así de raro, como si dijeras tus artistas favoritos se juntaran a fabricar -crear, expresar, pensar, interpretar- algo a lo cual tú puedes acceder con intermitencias (pensar que este mes en Buenos Aires se proyectaron en cine películas que vi hace dos años: la chilena Gloria, la penúltima de Terrence Malick; que sin embargo me da otras que luego no tendré, que no todo está en internet, que no todo llega a todo, que el tiempo no da, que qué bueno que no da).

 

Al día siguiente:

No me gustó mucho The Overnight, hay algo falso en ella, algo que no cuaja, algo que abreva del lugar común. Pero me reí un poco. En IMDB, alguien entiende la esencia de este apunte:

Earlier this year, when the trailer to overnight was released, I was sure that I would watch it and it would be awesome, for three reasons: Adam Scott, Jason Schwartzman and the Duplass Brothers. That far I was already sold! Then you got Taylor Schilling and Judith Godrèche, two beautiful and very talented women, in a plot about “swinging”. Shut up and take my money!

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Entrada que he dejado en borrador desde julio 30

Quiero seguir el recuento fílmico (¡Y de TV! ¡Y de teatro!), pero aunque este post comenta productos audiovisuales carece de spoilers y más bien trata de otros temas.

Descubrí el cine BAMA, Buenos Aires Mon Amour, que se presenta como “una iniciativa de amigos cinéfilos que buscan generar nuevos espacios de exhibición, con un criterio de cine de arte”. Lo mejor es la ubicación, en la diagonal Roque Sáenz Peña, a metros del Obelisco y por el rumbo de Tribunales. La primera que vi ahí: What we do in the shadows, con Vainilla, además tras la marcha del 3 de junio. Reímos muchísimo. No había más de ocho personas en la sala. Pequeña, sí, con butacas incómodas y una pantalla con los bordes redondeados, y todo en un sótano, muy 1983. Me gustó el cine y mucho más la película. A veces me pongo a ver clips y videos y vuelvo a reír muchísimo con Viago, Deacon, Vlad, Nick, Stu y Petyr, como sólo me río con los Python.

En el Lorca, otro favorito, no lejos de ahí, sobre Corrientes, vi una islandesa, Historias de hombres y caballos. Ese día hubo paro de transporte, chispeaba, había neblina, mucho frío, yo no pude realizar los pendientes que tenía programados y decidí, mejor, meterme al cine. Justamente el BAMA estaba cerrado, yo quería ver una de Asia Argento (“Incomprendida” en español), y por eso fui al siempre confiable Lorca. La película empezaría en una hora, así que mientras tanto me metí a las librerías de nuevo y de viejo que abundan a esa altura de Corrientes. En algún momento me aburrí (o me dio la ansiedad de las librerías y los libros infinitos) y quise regresarme a la casa, pero ya tenía mi entrada, así que esperé el momento adecuado y entré al Lorca y qué película tan grandiosa, tan chistosa y tan cruel, en la Islandia rural, mucha cultura ecuestre, conductas animales, vergüenzas y sobrevivencias, equinos hermosos y espectaculares, de miradas profundas, y formato pueblo chico infierno grande, y hasta un personaje colombiano muy simpático entre tantos rostros nórdicos.

Terminemos las de cine.

Un viernes fui a ver Mad Max, tras cierto quilombo (fue la tarde humedísima, maravillosa, en que descubrí lo que hay en la Costanera, detrás de los edificios mamonsísimos de Puerto Madero) que derivó en el Village de Recoleta. Se decidió una experiencia “pochoclera” completa, lo que incluía el pochoclo (sin salsa, maldición) y nachos (sin jalapeños, maldición). Mad Max me gustó, aunque no he vuelto a pensar mucho en ella.

Otra noche, ¿de dónde venía?, hacía muchísimo frío y hasta entré a una tienda a comprarme un gorrito (80 pesos), y más adelante estaba el Gaumont, y dije: bueno, si traigo cambio entro. Y traía justamente los ocho pesos de la entrada en el bolsillo y felizmente en una hora iba a empezar Alfonsina, un documental sobre Alfonsina Storni, cuya poesía aprecio. Esta vez, antes de entrar, me comí dos empanadas en una cafetería pizzetera de esas de poco pelo, donde estaba puesto el futbol. Pero yo me senté en una mesa abajo de la tele y no vi nada (y traía lecturas de la escuela) (está mal decirle escuela, o no). También tomé un vasito, o quizá dos, de moscato, lo cual fue un gran error, porque es una bebida aparentemente insulsa pero con grados imperceptibles de alcohol, de efecto pastoso y soñoliento. Cuando entré a la sala empecé a cabecear y creo que, entre las fotos del Buenos Aires de principios de siglo, y la música, y los poemas, y las entrevistas, y la hora, y el insomnio de noches anteriores, me dormí por momentos. Qué mal, qué mal. Pero me gustó y me gustó, también, que al terminarse varios aplaudieron.

Netflix me genera problemas, me hace caer en un vortex de indecisión, no se me antoja nada o lo que se me antoja ya lo vi. Está Girlhood, que me interesó desde que vi el trailer, casualmente en el momento en que Boyhood estaba de moda. Tiene momentos muy Drive, muy tecno-oníricos, de dicha momentánea con música electrónica y transiciones en negro laaargas largas, pero la película en sí es muy dura, no se engaña respecto a las opciones con que cuenta una adolescente “guetoizada”, tiene “interesantes usos de la elipsis”, y una secuencia hermosa donde las adolescentes de raza negra, que forman una pandilla, que molestan a gente más debilucha y se meten a tiendas de ropa a robar, rentan un cuarto de hotel para probarse ropa, tomar alcohol, comer dulces y cantar “Diamonds” de Rihanna como si estuvieran en un video.

(además es de Céline Sciamma, quien dirigió otra belleza y monumento queer, Tomboy).

La otra que vi, en la indecisión total, fue un clásico de los hermanos Coen, los hermanos que más quiero además de mis hermanos: The Big Lebowski.

Mi diálogo favorito:

Además de la clásica “That rug really tied the room together” y uno de los tantos, grandiosos diálogos de Walter Sobchak/John Goodman: “Nihilists! Fuck me, I mean, say what you want about the tenets of National Socialism, Dude, at least it’s an ethos”.

Otra noche, antes de dormir, tuve muchas ganas de volver a ver The Beach, pero sólo la primera parte, aquella donde todo es hermoso. Y recordé que suelo ver esa película cada tantos años y que la relaciono intensamente con Buenos Aires, puesto que hace cinco años, un par de semanas antes de llegar a Argentina, estando en Taganga, Colombia, con el alemán, quien en muchos sentidos -y en otros no- era Richard, la vimos. Después, al llegar al primer hostal porteño, sobre la peatonal Florida, uno de los libros que estaban en el librero comunal era “The Beach”, que te podías llevar si dejabas otros dos. Yo dejé un par que había conseguido en otros hostales, y que ya había leído: “Tala” de Gabriela Mistral, y una edición de Bruguera con “Desayuno en Tiffany’s” y otros cuentos de Capote. De manera que esa fue mi lectura durante los primeros días en Buenos Aires. No puedo disociar la experiencia mochilera de ella (“The Beach”, a backpacker novel…) y de Buenos Aires (pero: The Beach también se relaciona con mi mamá, con quien la vi en el cine la primera vez, y con Carlita, con Triquis, con la prepa y la universidad; con J… Es una película que veo a cada rato, pues).

Trust me, it’s paradise. This is where the hungry come to feed. For mine is a generation that circles the globe and searches for something we haven’t tried before. So never refuse an invitation, never resist the unfamiliar, never fail to be polite and never outstay the welcome. Just keep your mind open and suck in the experience. And if it hurts, you know what? It’s probably worth it.

La otra que vi -abundaremos- es una argentina, Sin retorno, porque salen Leonardo Sbaraglia y Federico Luppi. También se me antojó porque pensé que tenía el estilo de Amores perros, es decir, género realismo muy realista y muy serio, subsección “realidad nacional muy jodida” y “cosas cabronas que le pasan a gente adulta”, ejemplo: un choque o un atropellamiento.

Pero el personajito del estudiante universitario que atropella a un ciclista y esconde el coche y miente a sus padres, y los papás infumables, y la hermana intratable, y toda su capsulita existencial de familia cheta que vive en un departamento amplio de Barrio Norte, o sea, no, no, no pude, y además el muchacho no sabe actuar y me desesperó muchísimo. Pero las partes donde salen Luppi (papá del ciclista, quien termina yendo al juicio oral con la foto de su hijo colgada del cuello, al estilo de las madres de desaparecidos) y Sbaraglia (ventrílocuo padre de familia/clase media baja/tipazo, que minutos antes, casualmente, había atropellado la bici del ciclista y a quien acusan injustamente de matarlo) salvan enormemente la película, desbordan los límites de la imagen con su presencia actoral, con lo cual elaboré una analogía que tal vez puede derribarse con facilidad (ahí dirán): que la actuación es como la prosa o el estilo de las películas (o la tevé); una muy intensa, interesante, elevada, trasciende la obra que la contiene.

(pero es un símil idiota porque la estructura de la literatura es el lenguaje mismo y pues no).

Vi Obvious child, “dramedy” “indie” de Jenny Slate, quien me encanta. Un personaje lee The Savage Detectives. Feminismo waspy aunque sea judía. Aborto. Gaby Hoffman. Experiencia de las mujeres (me interesa, por supuesto que me interesa). Me reí bastante.

 

Vi Appropriate behaviour, opera prima de la cineasta de origen iraní Desiree Akhavan y ME ENCANTÓ. Es cierto que existe un vacío de representación mediática de la experiencia de las mujeres bisexuales “hoy” (no se guarda el “es sólo una fase”) pero me gustó mucho por otras cosas: es chistosa y es ojete y no tiene piedad con su propia protagonista, muy al estilo de Girls (Desiree aparece en un par de episodios de la última temporada: es la compañera malvada de la maestría de escritura creativa, y además es muy bella, tiene una mirada hipnótica, penetrante).

 

Vi The Two Faces of January, basada en una novela de Patricia Highsmith, con Oscar Isaac (mi razón elemental, confieso) y Viggo Mortensen y Kirsten Dunst, y transcurre en Atenas y quizá es que yo extrañaba algo muy English Patient, muy The Sheltering Sky, gringos en parajes exóticos, y enredos, y años cuarenta. Calificación: REBUENA.

 

Alguien puso en Twitter que Another woman estaba en Netflix y entonces fui y la vi. Una de las grandes de Woody Allen, con mi hermosa Mia Farrow cuando ambos todavía se amaban, y la bellísima Gena Rowlands; de 1988, otoñal e intelectual, con tantos temas que me dejaron pensando (you and your life of the mind!) y sí, creo que lloré un poquitín.

 

-Ahora escribo un mes después, para ponerme al día-.

Otras que he visto en BAMA cine: Melancholia (ya consignada) (gran lectura al respecto) y, ayer, la última de Polanski (que me dio, pese a todo, ay, una de mi top personal, Rosemary’s Baby): La Vénus à la fourrure, y que resultó otro gran comentario sobre la actuación, el teatro y la magia, y además deliciosamente perversa, erótica, con buena comprensión de las dinámicas de poder entre hombres y mujeres, y Mathieu Amalric que me fascina, con labial rojo y tacones, y muchas risas.

 

Volví a ver, por gusto y para escribir este comentario en La Tempestad online, Clouds of Sils Maria, que es tan buena. Y de paso, también, al respecto, vi Rendez-Vous, Juliette Binoche joven actriz:

Con J, acá, vimos A girl walks home alone at night, de otra bella iraní debutante, Ana Lily Amirpour, y me gustó muchísimo, y el documental de Tig Notaro, Tig (muchas veces escuché en mi iPod su stand-up del cáncer y reía y lloraba).

 

Esto es un poco vergonzoso pero: resulta que yo nunca vi Parent Trap. Y la vimos. Y, ay, qué tristeza ver a la niñita Lindsay Lohan. Pero no abundemos.

Me parece que eso es todo.

He visto o estoy viendo lo siguiente de televisión: segunda temporada de Twin Peaks, primera temporada de Club de Cuervos (¡cómo me reí!), tercera temporada de Orange is the new black, segunda temporada de BoJack Horseman, primera temporada de Wet Hot American Summer: First Day of Camp y: segunda temporada de A young doctor’s notebook, que es muy cruel, opone a Jon Hamm y Daniel Radcliffe (son el mismo doctor moscovita), y transcurre en páramos siberianos entre 1917 y 1933.

(he visto un chingo de tele: no me enorgullezco)

(teatro) Vi un show con los hermanos Sbaraglia en Palermo (Leonardo es HERMOSO), Escenas de la vida conyugal con Darín y Érica Rivas, y una llamada Madre sólo hay una. Pero francamente ya me cansé de escribir y quien hipotéticamente lea seguramente también. Adiós.

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Ficción y vida

(originalmente en web de La Tempestad)

Todavía se proyecta en un par de cines de Buenos Aires la última película del escritor y director francés Olivier Assayas, traducida, en Argentina, como El otro lado del éxito, y en México, donde se exhibió hace unos meses, como Las nubes de María (del original Clouds of Sils Maria, de 2014). Dividida en dos actos y un epílogo, a la manera de las representaciones teatrales, la cinta inicia con una especie de “prólogo en un tren”: en un trayecto por los Alpes suizos, Valentine (Kristen Stewart) sortea en dos teléfonos los asuntos –personales y laborales– de la actriz Maria Enders (Juliette Binoche), de quien es asistente personal. Camino a aceptar un premio en honor del director Wilhem Melchoir, quien veinte años atrás le dio su primera oportunidad actoral y a la larga se convirtió en su mentor y amigo, Maria es informada por Valentine, casi bruscamente, que Wilhelm acaba de morir. La situación, planteada sin dilaciones, establece un pacto de complicidad y un campo de referencias comunes con el espectador: Enders es un trasunto evidente de Binoche (su prestigio, su talento, su belleza) y Melchoir, más veladamente, del cineasta Rainer Werner Fassbinder, retratados aquí en las bambalinas de lo más chic de la industria, entre artistas alemanes, marcas francesas, fotógrafos estelares, hoteles y automóviles lujosísimos: un mundo que no conocemos pero que sabemos que existe.

El juego de espejos se vuelve más complejo mediante el tópico de la “obra dentro de una obra”: la pieza teatral –después película– que Enders protagonizó en su juventud, Maloja snake, y que es aludida, citada e interpretada continuamente por los personajes de Clouds of Sils Maria. En dicha obra, una mujer mayor, Helena, cae presa del influjo sexual y destructivo de una mujer más joven, Sigrid. El conflicto inicia cuando Klaus Diesterweg, exquisito y reputado director teatral, ofrece a Enders interpretar a Helena en una nueva escenificación, un papel que sólo puede pertenecerle a ella, pues ambos personajes “son una y la misma”.

(Un dato más: Assayas coescribió, hace treinta años, la película que cimentó la fama de Binoche, a saber, la semierótica y extraña Rendez-vous, o Apasionados en español, en la que ella interpreta a una joven mujer recién llegada a París cuyo único valor de cambio es su cuerpo).

El segundo acto se centra en la estancia de Maria y Valentine en el chalet de Sils Maria donde Wilhelm vivía con su esposa Rosa (la impresionante Angela Winkler). Allí, Maria ensaya parlamentos con Valentine (ambas transitan de un personaje a otro, borrando fronteras entre obras) y se entera a cuentagotas de la vida de Jo-Ann Ellis (Chloë Grace Moretz), la polémica joven actriz que interpretará a Sigrid, protagonista habitual de la prensa de chismes y con experiencia teatral a pesar de sus papeles hollywoodenses.

La cinta de Assayas explora varias ideas interesantes. En primer término, el recorte que pretende mostrar la “realidad en estado puro”, que borra las diferencias entre vida y arte, o que permite que la representación, en tanto interpretación, sea más verdadera que la vida. Assayas coquetea con planteamientos conocidos de Walter Benjamin y Guy Debord, de quienes se ha asumido lector: la representación en la sociedad del espectáculo; el aura de la representación teatral que, al fragmentarse en cine, pierde su unicidad. Se centra, por eso, en uno de los aspectos más interesantes de la industria: la intensidad del oficio actoral. Todo arte implica una dimensión material, todo arte remite a la corporalidad, pero quizá en ninguno es tan evidente como en la actuación, donde el cuerpo se habita, se cede (o se secuestra). Otros temas: la relación del artista con su público, con la recepción y circulación de su obra, y entre quien ejecuta un arte y quien lo interpreta. De hecho, la interpretación de una obra y las subjetividades con que se le encara son una noción recurrente: “el texto es un objeto, cambiará la perspectiva según dónde estés parada”, dice Valentine a Maria, frustrada con un personaje que considera patético, en una obra que le parece cada vez más una mera fantasía masculina.

De paso, se lanzan varios dardos certeros: a Google, a la industria fílmica chatarra, a la actuación “frente a pantallas verdes”, a lo insensibles que suelen ser los periodistas de espectáculos, a la intimidad expropiada por Internet, entre otras alusiones divertidas (cuando Valentine habla de Jo-Ann parece comentar, al dedillo, a Kristen Stewart).

Uno de los mayores méritos de Assayas, aquel que permite muchas lecturas posibles, es la ambigua relación que se teje entre Valentine (brutalmente sincera y al mismo tiempo enigmática, una actuación por la que Stewart recibió el prestigioso premio César) y Maria Enders (insegura, talentosa, llena de supersticiones), en la que hay amistad e intimidad, pero también desacuerdos intelectuales y, más llanamente, un convenio patrona-empleada. En Sils Maria, Rosa explica a Maria que la serpiente de Maloja es una misteriosa formación de nubes que repta sobre el valle suizo desde los lagos italianos, presagio de mal tiempo; después, miran el fenómeno retratado, en blanco y negro, en un cortometraje de un siglo de antigüedad (del director alemán Arnold Fanck). El paisaje y la naturaleza verdadera se revelan en las imágenes, dice Rosa, y Assayas insiste con la idea, transformando los imponentes paisajes suizos en tomas semiestáticas de transición entre una escena y otra, para reinterpretar los encuadres de Fanck, a todo color y en 35 mm, en el momento en que la serpiente –su misterio– irrumpe en el punto crítico en que el artista se reconcilia con el tiempo y con su arte.

 

Productos audiovisuales

Veamos si logro recordar todas las películas desde marzo 16:

Vimos Inherent Vice los pocos días que estuvo en cartelera. Estado alterado de conciencia. Varias personas se salieron a mitad de la película. Los ojos de Joaquin, ¡los ojos de Joaquin! Paul Thomas Anderson. Lo adoro, lo fagocito.

Ya había consignado aquí: Relatos salvajes (que acá también se lee distinto, que sé que en círculos privados se le llama Regatos salvajes, que se le relaciona con el típico lector de Clarín, etc.; no sé bien, todavía no entro en la trama de la política, de la vida social, todavía no quiero entender estas cosas).

Documental en Netflix: After porn ends. Me humedeció… LOS OJOS. Lloré poquito. No hay novedad: la marca del porno, la letra escarlata del porno, el sexo que tienen los hombres, el sexo al que aspiran las mujeres.

(lapso de sequía fílmica)

Fue el BAFICI, el festival de cine independiente de Buenos Aires. Pero conseguir entradas -que son a precio muy bajo- era un triunfo. Escoger de la laberíntica, enorme grilla: titánico. Vi una llamada Faraday, española que parodia el género del terror, filmada digitalmente con “tres mangos”, que es de lo más trash y ridículo y absurdo que he visto. Divertidísima. Asquerosa. Después, al otro día, en un cine de Caballito, vi Love & Mercy, suerte de biopic sobre Brian Wilson, la grabación de Pet Sounds y la cooptación que sufrió, en los ochenta, a manos de su psicoterapeuta (Paul Dano, genial, delirante; Giamatti, malévolo, incómoda y graciosamente malévolo). La recomiendo plenamente.

Otra de Netflix: una alemana, Coffee in Berlin, por la nostalgia berlinesa. Chistosa, fresca (la trama de la película nazi en la que aparece un personaje que es actor es genial). Días después, al llegar una noche, prendí la tele y encontré Las alas del deseo no muy empezada, y volví a verla, y oh, otra vez Berlín y lo hipnótica que es Berlín, y lo hermosa que es esa película (otra aclaración de esas por la dignidad: hace mucho que vivía sin cable, que había olvidado la dicha de encontrar algo bueno sin escogerlo, de dejarse caer en la mansedumbre de la programación del cable).

¿He visto otra en el cine? Creo que no, además del miércoles en la noche: tuve que ir a Balvanera, regresé por Corrientes a pie, comí una pizza y vino en Güerrín (hice amistad con un matrimonio de Santa Fe, muy viajeros) y después entré a un cine a ver 3 coeurs, una francesa que francamente me aburrió un poco pero que al menos brindó la oportunidad de admirar la belleza masculina de Charlotte Gainsbourg (me encanta, me encanta, esa mirada tan impenetrable) y la belleza poética de Catherine Deneuve. Antes de eso había ido a ver qué había en un cine que está frente a la plaza de Congreso, donde ponen puras argentinas: no llegué a tiempo para ver una llamada Choele en la que sale aquel hombre tan hermoso que es Leonardo Sbaraglia. Tal vez después. Pero el asunto es que disfruto mucho ir a estos cines que son en verdad cines, que ponen la programación en una tabla de Word impresa en una hoja de papel que se pega o coloca afuera del cine, que algunos tienen reseñas de periódicos locales igualmente pegadas en las puertas (pensar que acá se toma todavía en cuenta la reseña del diario, que la de teatro es importante por la gran oferta, etc.), que sus salas son de una elegancia decadente altamente seductora.

Ah, otra noche llegué y prendí la tele: vi un pedazo de una francesa, Amor y turbulencias en español. Bleh, chick flick gala sin filo. Le cambié a iSat y alcancé el último tercio de una llamada Untitled, no entendí bien si sátira o mirada seria sobre el arte contemporáneo (tenía partes muy chistosas, creo que era comedia, aunque con momentos geniales como, por ejemplo, cuando un artista veterano le dice a un extrañísimo -como siempre- Adam Goldberg: an artist must find meaning in the process). Cuando se acabó empezó Cumbres borrascosas, pero la última versión fílmica, una que no había visto, aquella famosa donde Heathcliff es un HOMBRE NEGRO. Esa novela es tan fundamental para mi alma que no dudé en verla y sufrir nuevamente, pero al parecer me quedé dormida antes de la muerte de Catherine. Chale. Lo que vi me gustó mucho.

Cierto, cierto, también vi Ex machina, por recomendación de Luis Reséndiz, una tarde que le di play y no me levanté de la silla y la vi así, extrañamente, sentada en el escritorio. No me gustó mucho, la verdad. Como siempre, una gran idea que los involucrados echaron a perder o resolvieron de manera poco satisfactoria. Pero la vi por Oscar Isaac, actor del que proclamo posesión absoluta debido a la hipsterez de haberlo amado desde que lo vi en Agora, la de Amenábar, en 2009.

Vi la mitad de un documental llamado Beyond clueless, escrito y dirigido por un güey/chabón que sigo en Twitter, Charlie Lyne, quien humillantemente nació en 1991. Está bueno, deconstrucción de la high school movie que por fin me hizo entender una referencia de la única del género que jamás vi: AM I A BET, AM I A FUCKING BET?

Teatro, todavía no he ido. Veo los carteles de las obras, me paseo por las taquillas, sopeso, pero todavía no sé qué ver, no he tenido chispazos de espontaneidad, valentía o inteligencia. También, tal vez después.

A continuación va la parte vergonzosa del presente post. Un ejercicio catártico de confesión y búsqueda de redención.

Justifiquémonos. Digámonos: ahora estamos leyendo tanto, tan obligatoria y metódicamente, tan elevada y sentidamente, etcétera, y además llevamos una vida diríase que de persona en soledad, que pues OBVIAMENTE será posible dedicar el tiempo libre a retomar una costumbre que, aunque la gente no lo crea, aunque la gente se muestre escéptica, aunque la gente mediante charlas en fiestas y otras actividades me contradiga, no se poseía desde 2011: ver muchas series de televisión. De manera que he dedicado algunas horas (nuevas justificaciones: domingos, hora de la comida, antes de dormir, alguna tarde de sábado, alguna otra de domingo) a ver las siguientes series televisivas:

Terminé la temporada 5 de Portlandia, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. Algunas veces he fantaseado con escribir algo serionsón sobre ella, eventualidad que conllevaría la enorme dicha de volver a ver todos los capítulos con espíritu analítico. Pero a la vez la sola idea me deprime y cansa.

Terminé asimismo la temporada 4 de Girls, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. También. Además esta ocasión tuvo cosas cercanas, me proporcionó gratas carcajadas, me confirma mis altas opiniones sobre Lena Dunham.

Me puse al corriente con la temporada 5 de Louie, serie que cada vez me parece más genial, chistosa y aguda. O sea, estas tres series cada vez están mejor, son geniales, chistosas y agudas. No nos desgastemos buscando adjetivos. Louie además está dando risa de nuevo, porque la última temporada fue una meditación demasiado dolorosa sobre asuntos dolorosos, que recuerde. Sin dejar de ser dolorosa todavía, maldito seas, Louie C.K. Y además esta vez nos dio, en un capítulo justamente llamado Untitled, la mejor representación de un sueño/pesadilla que yo había visto desde Paprika (qué asco reciclarse los tuits) en el que, de paso, se planteó aquella idea de la muerte como un regreso a la nada, al estado inanimado del que partimos. Louie es filósofo comediante.

Como el resto de la población que mira series, terminé Mad Men. Curiosamente, a pesar de los postitos que le he dedicado en la vida, esta vez no logro sacar nada en claro, no me sale escribir sobre ella. Tal vez después. Si no, de todos modos se están escribiendo cosas muy buenas sobre ella, para qué agregar sobrantes.

Estoy viendo Game of Thrones. Cada vez se pone más intensa. Yo leí los primeros tres libros y ya no tuve disciplina para seguirle. La serie ya me rebasó salvo en lo que pasa al final de A storm of swords y que estoy esperando ansiosamente que suceda. Sus buenos momentos no paran y es la única serie en la que una frase como “the dwarf lives until we find a cock merchant” es perfectamente plausible.

A veces veo algún episodio de Bob’s Burgers y me encanta (¿hay mejor personaje que Tina?), pero avanzo lento. No he retomado Twin Peaks, que estábamos viendo en México. Vi un par de episodios de Garfunkel & Oates y me gustó bastante (mujeres chistosas: POR FAVOR), pero me entristece ver que duró solamente ocho capítulos.

Llegamos a Unbreakable Kimmy Schmidt, la serie que me hizo desear escribir este post. Desde aquellos años de 2011-2012, yo no me había aficionado a una comedia cortita, tradicional, tipo NBC, tipo The Office o Community. No he logrado terminar Parks & Recreation, por más que me encante Amy Poehler, creo que todavía más que Tina Fey. Tampoco, por lo mismo, he logrado avanzar una sola temporada de 30 Rock. Ésta no se me antojaba, la verdad, aunque fuera creación de Fey. Pero un día que tenía migraña y cruda horrible, un domingo helado y gris, puse un episodio en lo que comía. Dije: a ver. Y el dolor y la dejadez me fueron llevando, llevando, y de pronto ya me había fletado seis episodios de corrido. Hace mucho tiempo no caía en el famoso binge watching. Fue un oscuro reencuentro con mi yo de 2011.

En la semana la terminé. Después, me tuvo pensando algunos días. Por un lado, está llena de brochazos gordos, como sketches (Titus sacando un billete de -1 dólar del cajero, etc.) y bromas escatológicas o pretendidamente satíricas sobre raza, dinero, sexo… Por otro, el ritmo es trepidante, cada línea de diálogo está cargada con un chiste y Ellie Kemper es una actriz archisimpática. En medio: la serie nunca olvida que la base de su historia es el secuestro de cuatro mujeres por un megalómano que las mantuvo encerradas durante quince años en un bunker bajo tierra. Lo que impresiona es la manera de hilar algo tan trágico e inquietante con una comedia. Esa combinación. Los momentos en que ciertos fragmentos no dichos de su vida emergen (I have to use the filth bucket, erm… the powder room o cuando un irreconocible Martin Short, cirujano plástico, revisa el rostro de Kimmy y se sorprende porque, por un lado, no tiene rastros de exposición solar y, por otro, tiene very distinctive scream lines). Se trata, finalmente, de sobrevivientes de abuso y violación. Después no supe bien qué pensar de que el secuestrador maldito terminara siendo Jon Hamm, una parte de mí pensaba que aquello trivializaba el acto (¿qué mujer no piensa: sí, Jon Hamm, enciérrame en un bunker durante quince años y abusa de mí repetidamente?), pero después me hicieron ver que sí, que esos personajes tienen que ser seductores, que de esa forma dominan. Y, ay, Tina Fey y su peluca. Yo no puedo negar la cruz de mi parroquia y que la amo.

En resumen, esas son las cosas que he visto desde marzo 16.

Actualización: hoy pude ver Choele en el cine de Congreso, llamado Gaumont (es un Espacio INCAA – Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). OCHO PESOS. Bonita y por momentos lenta estampa del interior argentino. Premisa buena: especie de triángulo amoroso entre puberto, su papá quien es a todo dar, y una mujer joven. Al salir, larga larga larga caminata.

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El cuerpo radical: la representación femenina en el cine y la TV

(En el especial sobre feminismos para Tierra Adentro, editado por Gabriela Damián, un ensayo sobre la reconstrucción pop de lo femenino)

Ahora mismo tengo conmigo la Vogue de febrero. Admiro en la portada la cara redonda, la camisa de bolas rojas, los ojos grandes –todo son redondeces explícitas– de Lena Dunham. El balazo principal reza:

Choose your

SPRING STYLE

73 Great Looks, From Bohemian Chic to Boy Shirts

El balazo que concierne a la entrevista de Dunham se sitúa en el extremo superior izquierdo, en letras blancas: Hey, Girl LENA DUNHAM The New Queen of Comedy.

¿Es extraño que Dunham salga en la portada de Vogue? Lo es, la misma editora, Anna Wintour, lo aclara en su carta editorial, desde la primera frase: “Algunos pensarán que Lena Dunham no es la típica chica de portada Vogue, y estarán en lo correcto; precisamente por eso es la más indicada para protagonizar nuestro número de febrero” (nota: nunca sabemos qué tiene de especial el número de febrero). Wintour enumera las razones “verdaderas” para su fichaje ―que es exitosa, que no sólo “ha ascendido a la fama sino a la conciencia cultural colectiva”, que tanto ella como Sarah Jessica Parker encarnan al Zeitgeist― y, aunque muchas frases se leen ensayadas o innecesariamente rimbombantes, encuentro cosas interesantes en algunas, como la afirmación de que los ejercicios de exhibición tan típicos de Dunham no provienen de un deseo deliberadamente provocador.

Más adelante, en la pieza escrita por Nathan Heller, Dunham es retratada en un día de filmación de Girls (la serie que ―se aclara― escribe, dirige y actúa), en eventos públicos, en la cotidianidad de su departamento en Brooklyn Heights. Inevitablemente llega la parte donde se cuestiona el tratamiento poco convencional de la sexualidad en Girls, “famosa por su naturalismo”, pero también, de forma curiosa, por los frecuentes desnudos de Dunham. El texto recuerda que no sólo sus formas han sido reveladas en el programa, sino también las de Becky Ann Backer, la actriz que interpreta a su madre, quien se lamenta cómicamente de que nadie le hubiera pedido que saliera topless en la televisión sino hasta ahora, pasados los cincuenta.

Ahí mismo se recuerda un capítulo controversial en el que el personaje de Lena Dunham, Hannah Horvath, se liga a un hombre guapo, más grande que ella, con el que pasa un par de días ―dentro del bonito bronwstone de él― sin compartir nada más que sexo: un auténtico encerrón que a algunos les parecería muy normal en una chava de 24 años, pero que en las audiencias despertó todas las alarmas de la inverosimilitud: ¿cómo era posible que él, tan guapo, tan casado en la vida real con una modelo, sin ninguna perversión sugerida en el delineado de su personaje, se fijara en ella?

 

Al iniciar un ensayo con la figura de Dunham me arriesgo a varios males: que mi ejemplo me limite (y me confunda, me distraiga y me lleve a ideas a las que no deseaba llegar), y que todo aquel que opine horriblemente de ella decida no leer más que lo anterior.

Sin embargo, la escojo a ella porque es tal vez la figura más visible del cambio de la representación femenina en los medios audiovisuales: no la única, no la mejor, no la más innovadora, simplemente la más obvia aunque también, como me gustaría demostrar más adelante, la más radical.

 

El estudio de las representaciones sociales es complejo y difícil de abordar aquí. El concepto nace con Durkheim, para quien representar significa “traer cosas a la mente”. Serge Moscovici, uno de sus teóricos fundamentales, encontró que la representación social tiene la función de transformar lo arbitrario en lo consensuado, es decir, las representaciones recogen aspectos de la realidad y les asignan significaciones. Dichas significaciones varían de acuerdo al sistema de valores que rige a la sociedad en la que la representación social es creada. Carlos Colina, en “De la teoría(s) de las representaciones sociales a las mediaciones”, dice que las representaciones “moldean nuestras respuestas ante un determinado objeto pero también configuran nuestra percepción de dicho objeto. Lo que quiere decir que el objeto no es idéntico para los que no comparten su misma representación”.

La definición más simple de una representación social sería, según Abric, “el conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes al propósito de un objeto dado”. Este objeto puede ser, como indica en sus ejemplos, desde una autopista hasta las funciones de una enfermera. La representación, se repite aquí y allá en la teoría, no reproduce sino que re-produce. La idea, más que reflejar al objeto, lo produce de nuevo: la idea se vuelve objeto. Este conocimiento no es de carácter científico. Es el saber natural, empírico, social, modelado y rectificado por un amplio rango de circunstancias que van desde la tradición oral hasta la precisión del entorno que habita el sujeto. Éste no recibe pasivamente la representación: también la modifica y, de algún modo, reconstruye con ella la realidad.

 

Además de la Vogue, que anuncia en un balazo la SUPERBOWL PARTY de Kate Upton (no la conocía, pero ayer vi que alguien compartía en Facebook una explicación teórica de por qué a los hombres les gusta Upton mientras que las mujeres prefieren a Kate Moss), tengo también los Ensayos impertinentes de Jean Franco, publicados recientemente por Océano en colaboración con Debate feminista.

En uno de sus ensayos, “La incorporación de las mujeres. Una comparación entre narrativa popular mexicana y estadunidense”, Franco analiza el discurso contrapuesto de las novelas publicadas por la maquiladora de novelas románticas Harlequin y el de las historietas de El Libro Semanal, muy populares durante los años ochenta. Hay que tomar en cuenta que el ensayo fue publicado en 1996, cuando ambas formas de entretenimiento eran multitudinarias: El Libro Semanal tenía, por ejemplo, una tirada de entre 800 mil y un millón de ejemplares cada semana. Las que Franco llama “narrativas de la cultura de masas” se distinguen entre sí por el público al que van dirigidas: mientras que las novelas románticas le hablan a consumidoras potenciales (mujeres adineradas de ciudades grandes, grupos selectos de países tercermundistas), las historietas mexicanas apuntan sus dardos a mujeres integradas o en vías de integrarse a los niveles más bajos de la fuerza de trabajo. Hasta aquí, sobre todo para quien no conozca el finísimo trabajo de la humanista, parecería una división tajante y hasta arbitraria de dos productos distintos. Sin embargo, Franco es muy cuidadosa en sus intentos por explicarse el éxito de las ficciones románticas, que prometen, sí, una utopía que permite sustraerse del mundo, un mito con reglas inamovibles que conducen a un final satisfactorio, pero al analizarla como literatura de consumo masivo no distingue entre alta y baja cultura. Más bien, desde una sensibilidad marxista, Franco entiende que estas historias enfatizan “la adaptación incuestionada a una situación de abundancia” y el anhelo por obtener poder ―vaya, autonomía, un lugar legítimo― a través del contrato social.

Pese a que sabe que un ejemplo aislado es riesgoso, Franco cita la trama de una de las novelas más populares de Harlequin de entonces, Moon Witch, que narra el ascenso de la huérfana Sara al emporio textil que de pronto, en su lecho de muerte, su abuelo le hereda. “De este modo”, explica Franco, “Sara ya está incorporada desde el comienzo de la novela, lo que demuestra cómo, en el romance, el deseo de la mujer es canalizado antes de su nacimiento”. Entre el aprendizaje que obtiene del antiguo socio de su abuelo, quien le enseña modales y formas de navegar entre el elitismo corporativo, muy al estilo de un moderno “hado madrino”, y los enredos románticos con el hijo de éste, a quien toma por antipático y egoísta, Sara termina su odisea después de obtener su “verdadero lugar en la sociedad”: casada con la versión ochentera del señor Darcy. Es interesante lo que apunta Franco respecto a que, en la mayoría de estas novelas, la socialización no proviene de la madre sino que toda “programación social de importancia es dejada al hombre”.

Pienso ahora en Twilight (el vampiro rico, sofisticado, enamorado sin grandes motivos de una niña de 17 años), o en Fifty shades of Grey (un rico magnate, sadomasoquista, enamorado sin grandes motivos de una recién graduada de universidad), fenómenos comerciales que ilustran no sólo el enorme poder de la ficción romántica, sino los mecanismos narrativos apenas modificados entre una historia y otra. Su éxito se debe, según Franco, a que ponen en crisis el deseo de reconocimiento de las mujeres, “consecuencia directa de la posición devaluada que ocupan en la sociedad”, contra su deseo de amor individual.

Algo curioso sucede en El Libro Semanal, cuyo discurso podría confundirse por feminista cuando, en momentos inesperados, incita a la liberación sexual. Pero las moralejas, si las hay, son extrañas y no se desprenden de manera lógica de aquello que cuentan. Por lo general, sus argumentos se recogen de casos reales, de la nota roja y cartas de lectores, con abundancia de violencia y sexualidad explícitas. Su antecedente literario se encuentra en la novela naturalista, en contraste con los romances de Harlequin y similares, que beben de la caballeresca.

Franco exhibe, con el análisis de tramas (mujeres maltratadas que huyen de casa, mujeres adúlteras que tras el castigo “vuelven a las andadas”), las “diferentes estrategias narrativas cuando las mujeres son destinatarias en cuanto consumidoras, que cuando se las interpela como miembros potenciales de la fuerza laboral”.

Jean Franco rastrea los orígenes de la producción masiva de textos durante la reforma educativa de Vasconcelos. Con la caída del monopolio estatal en la producción de contenidos (consecuencia de la airosa entrada de México a la política neoliberal), el discurso de la Revolución entró en crisis, haciendo notoria la escisión entre aquella República ideal, modernizada, con la demoledora realidad de los mexicanos. Hay, acaso, una separación de la generación vieja, la “mala” ―responsable de la desviación que tomó el camino al progreso― de la generación “nueva”, que para sobrevivir deberá desprenderse del lastre que supone la familia. Y hay algo doloroso aquí: el recordatorio de la sociedad que “hace de la escasez el principal incentivo (para) la fuerza de trabajo”.

(Una suposición precipitada: el interés por lo sensacionalista parece haber sido desplazado, actualmente, por publicaciones como TvNotas, que dispensa unos dos millones de ejemplares cada mes y es una de las lecturas más consistentes del mercado editorial mexicano.)

La preferencia sobre cierta narrativa es reflejo de un momento histórico. Está el ejemplo demasiado obvio de la entrada masiva de las mujeres a las fábricas como consecuencia de la fuga laboral que trajeron consigo las dos guerras mundiales, y el advenimiento de Rosie The Riveter con su enfáticoWe can do it! como símbolo de la mujer trabajadora (un símbolo ahora reapropiado por voluntades menos interesantes, pero esa es otra historia). También, el suave retorno del discurso del ama de casa como columna y eje central de la familia, y el posterior del “empoderamiento” (esa palabra que suena muy feo, pero que es necesaria) de la mujer: una nueva manera de llamarle a su profesionalización laboral. En resumen, una serie de discursos que cambian de acuerdo a las necesidades del mercado.

He citado ampliamente a Franco, una mujer de lucidez, inteligencia y compromiso precisos, pero no encuentro una manera mejor de terminar este apartado que con una de las frases finales de su ensayo: “Lo que falta de manera crucial en la literatura de masas es cualquier forma de solidaridad femenina”.

 

Vi hace poco el documental Miss Representation, una producción de Girls’ Club Entertainment. Es interesante, es, incluso, entretenido. Trata sobre la “objetificación” (otra palabra fuerte, poco atractiva) de las mujeres en el cine, la televisión, el internet y la música, es decir, en los mass media. El discurso se construye con los siguientes elementos: imágenes que exhiben la representación femenina dominante en los medios gringos (escenas deGossip Girl, de reality shows, de noticieros con presentadoras escotadas, de videos musicales); la opinión de personajes de la academia, de directivos de organizaciones civiles por la equidad y los derechos femeninos, de actrices y periodistas, y de estudiantes preparatorianos en lo que parece unfocus group o taller de discusión; por último, de estadísticas y datos en frío que, sin conectarse de manera directa con aquello de lo que se habla, respaldan teóricamente la idea del documental. El hilo conductor lo lleva la reflexión de Jennifer Siebel Newsom, incipiente actriz y directora del documental, que expone su preocupación por la concepción del mundo que los medios transmiten a su hija, y a los jóvenes en general, en lo que toca a los conceptos de feminidad y masculinidad.

Algunas cifras: los adolescentes norteamericanos pasan 31 horas a la semana viendo televisión; 10 horas (me parece poco) en internet; 17 escuchando música, en resumen, más de 10 horas al día consumiendo entretenimiento. El documental inicia con una frase distintiva de la crítica cultural: el medio es el mensaje y el mensajero. Y otra, no tan original pero que encuentro veraz, sobre que entender los medios de comunicación significa enterarse de lo que está sucediendo en la sociedad (la gringa, en este caso).

Sólo 16% de las protagonistas de películas hollywoodenses son mujeres. Sólo 26% del segmento de mujeres que aparecen en la televisión tiene más de 40 años. Las estadísticas no producen análisis cualitativos, como se le ha querido atribuir al súbitamente popular test de Bechdel, pero funcionan como herramienta para medir un fenómeno cultural.

(Una refrescada de lo que dicho test clasifica: una película tendrá una representación femenina más eficaz si en ella aparecen: 1) más de dos mujeres, 2) hablando entre sí, 3) de algo que no sea un hombre).

El mensaje predominante en los medios masivos sitúa el aspecto físico como uno de los valores más altos a los que debe aspirar una mujer. Lucir bien es tener poder. El “empoderamiento” es más efectivo si, preferentemente, es sexual. La mujer fuerte se encarna, a menudo, con el estereotipo de la heroína ruda pero hiper-sexualizada (aparecen imágenes de Gatúbela, Elektra, Lara Croft; las opiniones de adolescentes que perciben el bombardeo de la silueta femenina lo suficientemente redonda, lo suficientemente delgada, como única forma de belleza aceptable; estadísticas que, por tramposas o aisladas que puedan ser, no dejan de apuntar a algo: el 65% de las adolescentes norteamericanas sufre trastornos alimenticios, una cifra que ha crecido entre 2000 y 2010; el gasto promedio en cosméticos y salones de belleza en Estados Unidos es de 12 a 15 000 dólares al año.)

Este argumento salta a otro mucho más agudo: la representación de las mujeres con poder verdadero (económico, político) en los medios de comunicación. Las constantes alusiones al físico de Hillary Clinton, de Sarah Palin (agreguemos: de Angela Merkel, de Cristina Fernández de Kirchner, de, ¡vamos!, Elba Esther Gordillo); la preponderancia del aspecto emocional en las descripciones y juicios respecto a ellas e incluso, si se permite el pecado de la subjetividad, el encasillamiento, la ridiculización, la condescendencia. En pocas palabras: la trivialización del poder femenino.

Un clip de Jay Leno donde presenta el juego: “Adivina si es presentadora de noticias o mesera de Hooters”. ¿Quién con conocimientos poco especializados del mundo de los negocios conoce los nombres de Indra Nooyi (presidente de Pepsi), Ursula Burns (presidente de Xerox), Andrea Jung (presidente de Avon)? Rachel Maddow, analista, frontwoman de un programa político, un personaje delicioso, lleno de candor y perspicacia, relata el hate mail que ha recibido a diario, desde su primera aparición en la televisión, por razones de género, sexualidad (Maddow es lesbiana) y aspecto físico.

Condolezza Rice, Jane Fonda, Geena Davis, Jim Steyer (director de la organización Common Sense Media), Jean Kilbourne (cineasta y académica de Wellesley Centers for Women), Pat Mitchell (presidente de Paley Center for Media), Martha Lauzen (directora ejecutiva del Center for the Study of Women in TV and Film), todos opinan, relatan sus experiencias, apoyan con su visión la propia visión del documental. Y la conclusión demoledora es la siguiente: el tratamiento de las mujeres en la cultura popular es indigno.

Los niños, que construyen su educación sentimental en mayor medida con los medios que con la literatura y el arte, reciben concepciones parciales de lo que significa ser mujer y ser hombre, de lo que hace a una mujer, mujer y a un hombre, hombre. La perspectiva de los creadores de contenidos es, forzosamente, limitada y poco incluyente: la presencia de mujeres y de razas diferentes de la blanca en los puestos estratégicos de cadenas como NBC, Disney, Time Warner o Fox es ínfima (un 3%).

Lauzen plantea: “Cuando un grupo no es representado en los medios, es inevitable que se cuestione qué rol juega en esta cultura”. El término acuñado para este fenómeno es “aniquilación simbólica”. Geena Davis argumenta que siempre se ha dado por hecho que las mujeres se interesan por las historias protagonizadas por los hombres, pero no viceversa: una forma de indicar que la experiencia de la otra mitad del mundo no es taninteresante (aparece el ejemplo de las chick flicks, un género unánimemente asociado con las mujeres, cuyas protagonistas tienen como objetivo más importante la consecución del romance: lo que recuerda el análisis de Jean Franco sobre los romances: lo que trae a la memoria, una vez más, el test de Bechdel).

 

Las representaciones sociales surgen, se perciben y se intervienen desde numerosos frentes, pero la cultura es uno de sus abrevaderos más significativos. En After Theory, Terry Eagleton recuerda que la cultura se movía, hace muchos años, en el terreno de lo simbólico, lo erótico, lo ético, lo afectivo y lo mitológico. A partir de los años sesenta y setenta empezó a significar también cine, moda, imagen, estilo de vida, publicidad, marketing, medios de comunicación. Éste es el concepto de cultura que entendemos hoy. El lenguaje de los medios y el de la cultura es uno solo.

La cultura, conviene el mismo Eagleton, es central para las demandas políticas del feminismo. “Valor, discurso, imagen, experiencia e identidad son el lenguaje mismo de su lucha política, como en las políticas étnicas o sexuales”. Y agrega que el único paradigma sobreviviente de la moralidad clásica (la capacidad de plantear verdades morales) es el feminismo, con su insistencia por entrelazar lo político (en su definición aristotélica) con lo personal.

Un grupo lanzado a los márgenes, en un sistema económico que requiere dichos márgenes para sobrevivir, y que emplea a la cultura como uno de sus artífices principales, vuelve la realidad del mundo un discurso. La realidad se vuelve discurso. La realidad se vuelve representación.

 

Hay muchas cosas que me hubiera gustado decir aquí. Que mis ejemplos son limitados, que el apartado anterior apenas puede aplicarse en México, donde la cultura y su distribución son muy distintos de Estados Unidos. Habría que hablar de los medios de comunicación en nuestro país, del acceso al internet, la televisión, la prensa, la literatura, el arte. De las representaciones femeninas y de clase en nuestros medios, de su transformación (y, acaso, involución) en el tiempo. De los grupos privilegiados que tienen acceso a las narrativas gringas ―y son, por tanto, influidos por ellas―. Pero no albergo ambiciones tan grandes: tan sólo quería hablar de Lena Dunham, la mujer con la que inicié el texto.

En el libro de Jean Franco hay otro ensayo, “Invadir el espacio público, transformar el espacio privado”. En él analiza los movimientos populares de mujeres latinoamericanas a partir de los años noventa, cuando las madres de desaparecidos durante las dictaduras se erigieron como un nuevo tipo de ciudadana. En las manifestaciones de las Madres de la Plaza de Mayo, en Argentina, las mujeres que blandían las fotografías de sus hijos desaparecidos, imágenes tomadas generalmente en reuniones familiares, representaban la “vida privada” de manera pública. Franco entiende lo privado como lo individual y lo particular en oposición a lo social. Al invadir el espacio público con lo privado se pone de relieve la anomalía que significa la presencia femenina reclamando la polis, que a su vez revela la destrucción de las estructuras familiares y sociales. La separación entre la esfera pública y la privada es factor de subordinación.

En “Silence is a woman”, recientemente publicado en The New Inquiry, la académica Wambui Mwangi describe las técnicas de subversión de las mujeres kenianas contra el régimen opresivo de las élites Gikuyu, que han dirigido Kenia con mano dura desde los años cincuenta. En el lenguaje Gikuyu, “mutumia” es una de las palabras genéricas para designar a la mujer. La traducción literal es “la silenciosa” o “la que no habla”. La condición natural de la mujer, explica Mwangi, es “habitar en silencio, perseverar mudamente, comunicarse sin habla”. El silencio es una mujer.

Las mujeres kenianas, en 1922 durante el colonialismo británico o en 1992 contra el régimen Moi, usaron la desnudez como su arma política más poderosa. En sus manifestaciones descubrían los cuerpos tabú que resultaban una afrenta para el espacio público keniano, acostumbrado a ver esos cuerpos under cover. La desnudez tenía el poder de hacer público lo privado, de crear publicidad a partir del cuerpo. No podía ser de otra forma en una cultura que ha negado la presencia pública de ciertos cuerpos y que, más aún, ha usado el cuerpo de la mujer como “instrumento de aprendizaje”: cuando, en la indecencia y la exhibición, es motivo y justificación de la violencia sexual.

Menciono estos dos ejemplos, radicales en su dimensión política, porque apuntan a dos conceptos que me interesan: lo privado como subversión, la desnudez como protesta.

Vuelvo a Lena Dunham. Es inevitable que, comparada con las madres de la Plaza de Mayo y las mujeres kenianas, su discurso parezca banal. Sin embargo, el tema del ensayo es la representación de la mujer en los medios de comunicación y, tras mucho pensarlo, no encuentro una figura que subvierta las convenciones de la representación femenina en la pantalla de manera más sencilla y a la vez más drástica: con su desnudez.

Girls retrata la vida de cuatro veinteañeras en Nueva York: sus relaciones amorosas, familiares, amistosas, sus búsquedas personales, sus dificultades económicas. Por supuesto la perspectiva es limitada, pero sería imposible pedirle lo contrario; la pretensión de representación detodas las perspectivas femeninas o de clase es tan necia que ni siquiera vale la pena mencionarla. Girls es, a pesar de todo, una comedia: la protagonista, Hannah Horvath, interpretada por Dunham, es una aspirante a escritora con una mirada alienada, desentendida, por momentos insensible. Gran parte de la comedia surge de esta ingenuidad voluntaria, que no es mero ejercicio de autocrítica: al exhibir opiniones que le granjean continuamente la animadversión de cierto público poco perspicaz, queda claro que Dunham, más que ridiculizar, crea un personaje.

Las protagonistas de Girls tienen sexo continuamente, pero el sexo que decide mostrarse es del tipo incómodo, del que recrea los aspectos más torpes, mediocres e incluso violentos de las relaciones sexuales. Es, en resumen, un sexo poco convencional… Y qué extraña es esta frase: poco convencional, porque refiere a una cualidad que sólo existe en relación con las convenciones de la tele y el cine, mas no de la vida diaria. Muchas de las anécdotas que se presentan en Girls me han pasado a mí o a personas que conozco. Puede decirse, entonces, que son anécdotas realistas.

En Girls hay, por lo tanto, mucha desnudez. Pero quien más se desnuda es Lena Dunham, la mujer de las “redondeces explícitas”. No sólo cuando tiene sexo, sino cuando llora en una tina con agua tibia, frente a su mejor amiga; cuando decide usar una blusa de red transparente para ir a una fiesta, cuando habla con su novio mientras se cambia de ropa. Sobre todo, en la actual temporada, Hannah se desnuda mucho.

He leído, en Twitter, en Facebook, en los blogs que reseñan y desentrañan cada capítulo de televisión que sale al aire, que no entienden por qué Hannah se desnuda tanto. No lo entienden. No hay razones. No.

El asunto llegó a su momento más álgido cuando, en un evento con la Asociación de Críticos de Televisión, el reportero Tim Molloy, de The Wrap, le hizo la siguiente observación a Dunham:

No entiendo el objetivo de tanta desnudez en el show, de ti particularmente, y siento que me pones en una trampa cuando dices que nadie se queja de la desnudez en Game of Thrones. Pero entiendo por qué lo hacen: porque quieren ser lascivos y, de algún modo, estimular al público. Tu personaje, en cambio, se desnuda en momentos arbitrarios y sin motivo.

La respuesta de Dunham fue simple: “Creo que es una expresión realista de lo que es estar vivo”.

 

He leído muchas opiniones sobre los “motivos” de Dunham para desnudarse constantemente en su show. En algún texto cuyo rastro he perdido en el historial de mi computadora, una bloguera feminista le daba carpetazo al asunto: porque el cuerpo femenino no está hecho solamente para, con su bella presencia, “alegrar el ojo” de quien lo ve. No existe sólo para el placer masculino.

Pero, además de que es una sentencia enteramente cierta, si bien un tanto obvia, creo que hay una postura política de enorme significado en la desnudez continua, sin motivos, de Lena Dunham. Una desnudez subversiva.

En su entrevista con Vogue, Dunham explica que buscaba normalizar lo que es natural para todo el mundo: “ese tipo de sexo”, el sexo que es cotidiano para la gente. Su decisión de desnudar a la actriz que interpreta a su madre, en una escena tan anodina como lo es un momento de intimidad con su esposo, obedece a la misma idea.

¡Qué absurdo que la televisión requiera normalizar lo que es normal! Pero lo requiere. Y es mucho más que la satisfacción de Lena con su propio cuerpo, un discurso tibio del que el mercado se apropia lentamente (pensemos en Dove, para no ir tan lejos), y de los modelos a seguir que las niñas (a las que no les interesa Girls) tendrán en el futuro: se trata de una postura radical. Su cuerpo es una herramienta de subversión, porque lleva aquellos “defectos imperdonables” a la luz. Si el arte moderno rompía las formas sobre la base de la armonía, y al experimentar alteraba un orden, no es descabellado pensar que Lena hace lo mismo con su cuerpo en un medio cuya armonía depende de la convención generalizada que exige la belleza.

Los medios son parte de la cultura que permite construir representaciones sociales. Ver, leer, escuchar: todo moldea sensibilidades. Lo que he leído, lo que he visto, lo que he escuchado, lo que he usado como ejemplos y base de mis argumentaciones, está allá afuera, en el corpus de la cultura misma, nodentro de mí, en un hipotético chapuzón hacia los confines de mi alma.

Es un reclamo justo exhibir los modelos destructivos de imagen, su papel protagónico en las representaciones que nos permiten reconstruir la realidad. Si esto sólo pasa con el cuerpo y la imagen, ¿cuánto más falta, cuánto más debe transformarse?

El medio es el mensaje y el mensajero.

¿Entonces? Que Lena se desnude. Que se desnude más y sin motivo.

 

Pienso ahora también en la frase de Franco que utilicé muchos párrafos arriba. “Lo que falta de manera crucial en la literatura de masas es cualquier forma de solidaridad femenina”. Pienso en mis amigas, en si estamos o no representadas en Girls, con las diferencias de clase, de circunstancia, de lugar en el mundo. No del todo, eso es cierto, pero a veces… El tema más importante en Girls es, a final de cuentas, la amistad que hay entre ellas. La solidaridad femenina. Resulta triste admitirlo, pero en eso, de una manera importante, también es radical.

 

 

Bibliografía

Ensayos impertinentes, Jean Franco. Editorial Océano – Debate feminista.Selección y prólogo de Marta Lamas.

Prácticas sociales y representaciones. Bajo la dirección de Jean-Claude Abric. Presses Universitaires de France (1994). Ediciones Coyoacán.

After Theory, Terry Eagleton. Penguin, 2004.

Miss Representation, Jennifer Siebel Newsom. Girls’ Club Entertainment, 2011.

“De la teoría(s) de las representaciones sociales a las mediaciones”, en revista Comunicación, Carlos Colina. Centro Gumilla, Venezuela, 2000.

“Silence Is a Woman”, en The New Inquiry, Wambui Mwangi. Junio 4 de 2013.

 

I want you to deal with your problems… by becoming rich!

Junté algunas ideas sueltas sobre The Wolf of Wall Street, de la que es improbable decir nada original a estas alturas pero, de todos modos, las escribo a continuación:

(obviamente, hay múltiples spoilers)

Animalidad

Jordan Belfort es un lobo. Pero no es nada más una metáfora. Hay mucha animalidad en él, en lo que hace, en la gente que lo rodea. Y la idea no es sutil. ¿Cuál es la primera frase de la película? The world of investing can be a jungle.
Bulls.
Bears.
Danger at every turn.

Estos tipos son animales, punto. Y Scorsese se da vuelo mostrándolos en sus fases animalescas. En la estampida:

Mientras devoran a la presa, por el placer -puro y primitivo- de la depredación:

Pero la presa no es ésta, sino minutos antes: cuando, en complicidad con el jefe y los altos mandos, Donnie Azoff cagotea, humilla y elimina al corderito que limpiaba la pecera.

(también, mientras interrogan al mayodormo que tuvo la osadía de organizar una orgía gay en el departamento de Jordan, es demasiado explícito el gusto de aterrorizar, castigar, territorializar).

Además.

Cuando aúllan, cuando literalmente aúllan:

En el canto tribal de la selva (que le ride tributo a la cabeza de la manada: finalmente, los lobos son animales gregarios):

Wolf, wolf, wolf.

Lo que más me gusta es que Jordan, como lobo, reacciona a su entorno con instintos animalescos. ¿Qué es el inesperado putazo del quaalude sino el disparo o la herida violenta que derriba al animal de caza? ¿Y cómo reacciona Jordan sino haciendo un mesurado listado de los recursos con los que cuenta para sobrevivir al peligro?

I can crawl!

La imagen me recordó una frase del cuento Casa inundada de Felisberto Hernández: “Su voz se había arrastrado con intermitencias y hacía pensar en la huella de un animal herido”.

Paréntesis necesarios y obvios: qué gran pieza humorística es toda esta escena. ¡Cuánta comedia física! Leonardo se estrena en el slapstick más tradicional (o, como lo explica el hiperculto Ernesto Diezmartínez, un Jerry Lewis en drogas).

Otro paréntesis: la lucha para mantenerse en funciones y alerta durante el viaje me generó una sensación como de sueño. Jordan se arrastra, babea, maneja, babea, entra a su casa, babea, intenta arrebatarle el teléfono a Donnie, babea. En esa batalla contra la inmovilidad, contra la imposibilidad de articular palabras, hay, para mí, una lucha como la que se libra dentro de los sueños.

Hace poco soñé que despertaba y no podía hablar: miraba la puerta, el pasillo, el contorno de mi cara sobre la almohada, y la voz no salía. Seguramente abrí los ojos también. En Paprika hay una escena similar, cuando se pasa de un escenario a otro a través de una tela elástica que no termina de romperse:


¡Ansiedad onírica! En el sueño, el cuerpo no reacciona y hasta los movimientos más simples son como pesados, lentos y dificultosos.

En la escena hay otro elemento ligeramente inquietante: mientras habla con su abogado, antes de que el Lemon le haga efecto, Jordan dice una frase que al espectador le resulta cien por ciento comprensible (I didn’t try to bribe anybody!), pero que a su interlocutor ya le suena al washawasha posterior. En esa breve anomalía se contagia un poco de la confusión que experimenta Jordan (o, como dijera Alonso Ruvalcaba en su ensayo al respecto, ahí se encuentra un botón de subjetividad).

Finalmente, cuando llega hasta Donnie, ¿no es toda la pelea alrededor del teléfono (y un teléfono además, que es el arma que empuñan para practicar su animalidad) una pelea entre el lobo alfa y el beta por el pedazo de carne? Se muerden, se arrastran, son lobos que luchan entre sí; es la ley de la selva:

Y POR SI NO QUEDARA CLARO, después de salvar a su amigo de una muerte violenta y estúpida, Jordan aúlla como gorila:

Además.

Cuando es atrapado (en el vuelo rumbo a Suiza), gruñe y gimotea como animal que cayó en una trampa. Véanlo, es un cachorrito de pronto:

Otro animalito:

Dos últimas:

La primera vez que fuma crack con Donnie, Jordan quiere correr, ¡correr como leones y tigres y osos! Las drogas son el shot de adrenalina que en los animales se manifiesta en la estampida gozosa.

El detective.

Si estos tipos son animales de caza, ¿quién los captura? Un animal más inteligente. Un ave de presa.

Que además, extrañamente, *parece* un halcón, un águila, un ave rapaz (en guapo).

El tipo que es “straight as an arrow” es aquel que termina de esta forma, porque así funciona el sistema: la rectitud no tiene recompensas. Y eso lo hace todo aún más inmoral.

 Notas intermedias

La escena de la rapada es un gang rape brutal. Estos tipos se cogen lo que quieren, enfrente de los demás si hace falta. Ella parece esperar que la valentía de sentarse ahí le gane el favor de quien sostiene la máquina de afeitar, pero no: ante los animalescos gritos de scalp scalp scalp, es rapada frente a todos. Después, tambaleante, con las pocas hebras de pelo que le quedan, se retira con el dinero que ya sabe sucio, corrompido, mientras a su alrededor se desata la bacanal.

¡Y qué bacanales! Ya han dicho qué dionisíacas orgías se emprenden aquí. La imagen misma es como de composición clásica, griega:

Como de pintura renacentista:

Miren la posición de los dedos: ¡dedos renacentistas!

De Rubens:

De barroco, con atención en el objeto de arte, como este hermoso zapato Gucci (que creíamos Ferragamo):

Como nota feliz, ¡Fran Lebowitz!

Occupy Wall Street bis

Estos tipos son vendedores, eso es lo único que hacen bien. Y Jordan es un gran líder. Motiva a sus empleados, cree en ellos, conoce bien los talentos de cada uno, los alienta. Todo él es una lección de liderazgo, de emprendedurismo como lo conocemos hoy: la capacidad de entablar relaciones emocionales con tus empleados (para, quizás, dejar que ellos hagan el trabajo sucio por ti).

(Para este papel se necesitaba un vendedor con mucho carisma, es decir, un seductor, es decir, un gran actor, es decir, Leonardo DiCaprio.)

También hay una fábula de mentores y aprendices. También esto es entorno empresarial: todo lo que aprende de Mark Hanna lo hereda después a su pequeña manada.

(Por cierto, ¿hay algo mejor que Matthew McConaughey? Su brevísima escena es tal vez la más disfrutable de toda la película.)

No hay glorificación. Scorsese, Terence Winter y el mismo Leonardo DiCaprio tratan a su héroe con condescendencia. Siguen el libro de Jordan Belfort al pie de la letra -según he leído-, pero lo hacen con ironía, una ironía que celebra y también se burla: así como Jordy embauca, es embaucado. También a él le ven la cara: su yate horrendo, el banquero suizo, la esposa interesada.

Sus discursos son retorcidos, porque encarnan un sueño americano retorcido: the beautiful house, the beautiful wife, the beautiful kids. En lo más burdo, The Wolf of Wall Street es una fantasía que se ofrece al espectador. El desfile de excesos comprados con dinero funciona como un moderno cuento de hadas: aquí lo imposible, aquí lo irrealizable, aquí lo fantasioso. Más que un espejo de la sociedad (aquí y aquí), es el espejo de sus sueños, de lo que quiere y no puede tener (y que otros, talentosos usureros, pueden conseguir y, además, ser admirados por ello).

We are the common denominator, dice Mark Hanna. Tipos como estos mantienen el sistema atado con alfires: ellos, Robin Hoods, roban al más rico para echárselo directo a su bolsillo. Pero en el robo hay un revanchismo de clase. Éste es el discurso oculto en The Wolf of Wall Street, uno revolucionario, anárquico, anti-sistema. Al enseñarles el guión que deben seguir para vender las acciones de empresas miserables, Jordan los anima con un nuevo target: the wealthiest one percent of Americans.

¿Qué tan masiva era la idea del 1% en los años noventa? Sé que existía, ¿pero tenía una relevancia cultural como la de ahora, a la luz del Occupy Wall Street y otros movimientos? Los discursitos con los que Jordan motiva a sus empleados pueden muy bien aplicarse a nosotros, los espectadores. Porque en su entraña el mensaje toca la fibra de la clase media. Hacer dinero para pagar la tarjeta de crédito, para tener un mejor trabajo, para alcanzar una vida más digna. I want you to deal with your problems by becoming rich. Hacer dinero como revancha social: nosotros, espectadores, sentados, pasivos, empleados, el engranaje más bajo de esa rueda.

La justicia también es una artificio: Jordan pasa poco tiempo en la cárcel y después se vuelve gurú de auto-ayuda. Ese es el final lógico y natural en esta sociedad. Adorar estos ídolos. Estos que mientras orinan gritan un gran, sonoro FUCK YOU, USA.

 

 

Una obra verdadera

(Publicado originalmente en La Tempestad)

Resulta difícil pensar que Abdelladif Kechiche, director de La vida de Adèle, es un tirano. Tras ganar la Palma de Oro en Cannes, una polémica desagradable lo persigue: si efectivamente explotó a sus actrices principales, Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux. En algunas entrevistas, ambas se han quejado de las condiciones en que filmaron la película: más de cien tomas para la escena en que se cruzan por la calle y se miran por primera vez; una semana para filmar la principal escena de sexo; cinco meses de rodaje en lugar de los tres previstos; humillaciones y cansancios a fuerza de la repetición excesiva, etcétera. Kechiche, perteneciente a la tradición del cinema verité, buscaba autenticidad, intensidad, la verdad misma. Pareciera que la única manera de conseguirlo ha sido arrastrar a sus actrices a un estado máximo de vulnerabilidad.

No hay distancia crítica, lo admito, ¿pero cómo es posible que Kechiche sea un tirano cuando ha creado una obra de esta belleza y verdad? No es una discusión sobre la moralidad del creador, que es distinta de su obra, sino de la sensibilidad con la que Kechiche mira: el amor, sí, pero también la juventud, la niñez y los paisajes cambiantes de una cara. Resulta difícil creer su tiranía, pero de ser así, el tirano Kechiche ha creado una de las obras más significativas de este año. Su mirada es invasiva y de una honestidad incómoda: Kechiche no ha contado una historia de amor, sino que se ha permitido, en el espacio de tres horas, plasmar y reconstruir la vida misma.

El título original, La Vie d’Adèle – Chapitres 1 & 2, designa de algún modo los periodos de juventud y primera adultez de la protagonista. En la primera parte, Adèle estudia la preparatoria, tiene quince o dieciséis años y vive con sus papás en un modesto suburbio de Lille, una ciudad industrial al norte de Francia. Adèle escribe un diario (la vemos en su cama, llenando páginas, levantando a veces la mirada hacia la ventana para tomar aliento o reflexionar sobre lo que escribe). La sinceridad o nivel de evocación en estos diarios es la estructura invisible de la historia. Filmada con mucha luz natural y una cámara que tiembla y sigue a Adèle, la película inicia con breves fragmentos de su vida diaria: sentada en clase, caminando al autobús, comiendo espagueti con sus papás, dormida. Hay tal insistencia en el close-up que, con el tiempo, los hábitos y gestos de Adèle se vuelven tan familiares como los propios: el modo voraz de comer, la boca abierta mientras duerme, la fijación nerviosa con el pelo y, sobre todo, los ángulos de su cuerpo, las reacciones de su cara y la mirada que cambia ante el pudor, la emoción o el dolor. La mirada de Kechiche está basada en la subjetividad, al punto de habitar la carne de su protagonista. A su alrededor se teje un escenario preciso y actual: en La vida de Adèle se encuentran las tensiones raciales y de clase de la Francia contemporánea, las expresiones de homofobia en la juventud conservadora, la trivialización del mercado cultural y hasta el contraste entre el elitismo intelectual y el pragmatismo de la clase trabajadora; las pinceladas son breves pero delinean una Europa contemporánea. Sin embargo, Kechiche decide no detenerse en las dificultades de asumirse gay o pertenecer a la comunidad, porque define a Adèle desde numerosos ángulos, y al contar su historia de amor no lo hace como si contara una historia de amor gay (curiosamente, al desechar las convenciones del género, consigue un retrato realista y espontáneo del enamoramiento).

Hay una intertextualidad con la novela de Pierre de Marivaux, La Vie de Marianne, que describe a su heroína con gran minuciosidad y también es una obra incompleta (Marivaux nunca llegó a escribir el final). El vacío que sucede al flechazo del amor a primera vista entre Marianne y un joven insinúa una pregunta dentro de Adèle. Camino a la cita con un chico de la escuela que no deja de mirarla, Adèle se cruza con una mujer de pelo azul que camina con su novia y que de pronto, de un modo enigmático, la mira también. Más tarde, durante un sueño erótico, el pelo azul aparece entre sus piernas. Adèle despierta agitada y mira por la ventana, pero lo que piensa permanece oculto y privado. La idea de habitar Adèle es más hermosa las veces en que es imposible, y ella se aleja de nuevo y se vuelve inasible. De todas maneras, su vida abarca otras experiencias que moldean su educación sentimental: empieza y termina con su primer novio, y después vive una primera decepción amorosa cuando una compañera la besa jugando.

Una vez que el espectador se involucra con Adèle, atado a ella por detalles singulares, aparece Emma de nuevo (en un lugar poco extraordinario: un bar gay). A través de los ojos de Adèle, es fácil entender el poder que ejerce sobre ella, el encanto misterioso de Emma, una estudiante de arte asumida y experimentada. El amor es intenso y carnal; las escenas sexuales, que a algunos parecen excesivas, son un paciente (e invasivo) estudio de la naturaleza caníbal de su relación, de la importancia del vínculo basado en el sexo. Hasta ahora, Kechiche ha construido en Adèle una relación oral con el mundo: come, fuma, bebe, ríe, besa, devora. Emma, asistida por la razón, es una mentora, al principio luminosa pero luego cada vez más encerrada en sí misma: entre intelecto y emoción, Kechiche parece preferir la última, y ensaya en ambas una discusión entre teoría y praxis.

Kechiche se permite pausas poéticas: los azules que brillan en la composición de cada cuadro; Adèle en una marcha estudiantil, exaltada; Adèle en una marcha gay, lejana y confundida, pero en las nubes, porque camina del brazo de Emma. Después, las condiciones inevitables de su relación: las diferencias entre sus padres, amigos y carreras. Antes de que la lenta erosión del amor aparezca, una elipsis nos lleva a la Adèle que ahora trabaja como maestra en un jardín de niños y que vuelve a casa para cocinar y poner la mesa. Hay algún comentario social entre el ambiente en el que Emma se desenvuelve, que trata con alguna condescendencia a Adèle, y la labor fundamental que ella emprende con niños a los que enseña a leer y escribir.

El segundo capítulo trata sobre la pérdida, el momento fatal en que el amor se transforma en otra cosa. La violencia de la ruptura es equiparable a la violencia del amor cuando existía. Lo que sigue es un duelo amoroso desgarrador, que Kechiche reconstruye con una sensibilidad admirable al tiempo que su ojo capta la inocencia de la niñez (la pulsión de lo terrenal y humano). Al final, cuando Adèle logra entender que Emma ha tomado una decisión basada en la razón y la certeza de la imposibilidad de una vida juntas, el vacío que deja el amor es tan pesado  como su presencia. Adèle cambia y se reconoce a sí misma, y después, mientras camina por una calle, lejos de la cámara, es como perderla. Entramos y salimos de su vida, y en la salida queda como un vacío.

Esta entrevista con las actrices principales y con Kechiche me gusta. Lo que realmente sucedió en la filmación queda ambiguo, si es que tiene alguna importancia sobre el resultado final, y sin embargo me parece que una experiencia cinematográfica de este calibre requería un sacrificio mayor en su creación, como toda gran obra (y ésta es una obra verdadera). En el espectador también hay un sacrificio: se trata de una experiencia fílmica agotadora, que –como Emma sobre Adèle– deja un vacío difícil de superar.

 

On the road

De aquí originalmente.

On the road (Walter Salles, 2012) es la historia de Sal Paradise y su amigo Dean Moriarty, quienes caminan por Estados Unidos como si las dimensiones de ese país se zanjaran fácilmente, una y otra vez, a finales de la década de los cuarenta. La adaptación cinematográfica de la novela de Jack Kerouac es digna, es larga, es graciosa, es lenta, es bella, es conmovedora incluso, pero no arde, arde, arde como velas romanas. Al final deja una sensación de promesa apenas cumplida, como una fiesta que estuvo divertida a secas. Una fiesta con todos los elementos: luz, locaciones, belleza en todas las personas que asisten (todos son bellos, hasta Steve Buscemi con sus ojos de huevo cocido y su cuerpo rancio y flaco), momentos de lucidez y reflexión. Pero una fiesta sin, ¿qué será?, ¿espíritu?, ¿locura?, ¿huevos?

Hay que detenerse en la belleza de la película: un coche corriendo sobre una carretera en una pradera nevada, o Sal de pie frente a la tumba de su padre, de simetría perfecta, o la luz que cae sobre el sudor en las caras de los personajes: todo es muy hermoso, como una serie de fotografías  con una paleta de colores cálidos. También hay actuaciones luminosas: Garrett Hedlund (Dean Moriarty) es salvaje, guapo, brutal y vulnerable a la vez; Viggo Mortensen (Old Bull Lee) es una presencia fúnebre e imponente; Tom Sturridge (Carlo Marx) se roba todas las escenas; Amy Adams -en sus breves apariciones- es la Amy Adams que ha maravillado en cada película, y hasta Kristen Stewart (Marylou) hace otra voz, se desnuda sin pena, mira a Dean desde el fondo del coche con tristeza y abandono, y sus ojos se humedecen sin esfuerzo, y es fácil saber lo que piensa y siente.

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Anna Karenina

De aquí originalmente.

No se puede adaptar Anna Karenina al cine y triunfar. En el intento está la derrota: ninguna adaptación (que es también una mutilación) puede contener la inmensidad de la novela. Así, todas las versiones estarán defectuosas, se convertirán en resúmenes torpes de una sucesión de hechos, perderán el genio de Tolstoi, su descripción exhaustiva de la psique de cada personaje, la materia verdadera del libro.

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Relación de temblores

Bromeaba el sábado: leí en una TvNotas que una actriz embarazada se mudó a Los Ángeles porque su papá muerto se le apareció en un sueño y le dijo que en el DF habría un gran terremoto del que no sobreviviría.

En eso, se fue la luz. Estábamos en la fila de la dulcería del Cinépolis Universidad un sábado a las siete treinta de la noche. Antes, al caminar del estacionamiento al cine que es como una torre altísima encima de la plaza, las grandes cantidades de gente me subieron el pulso. Parece que la agorafobia (que es el miedo al miedo o a padecerlo en situaciones de riesgo) se confunde con la enoclofobia (que es el miedo a la gente). Entonces, ¿cómo? ¿Enoclofobia? Pero, mientras caminábamos, también recordamos que las grandes multitudes de un concierto o un festival no resultan jamás molestas; entonces, esta enoclofobia repentina era más bien una cosa pretenciosa, de último momento.

Luego, dije, se fue la luz. Y en la oscuridad nerviosa, A: ¿Supieron que tembló hace poco? Entonces, sin mediar grandes procesos mentales, pensé de golpe en todos los escenarios catastróficos posibles: la actriz de la TvNotas volaba en mi mente, chocando con el temblor que ocurrió y no sentí, y también con mis recuerdos sobre los temblores, y con mis lecturas obsesivas sobre el terremoto del 85 y con la sensación que siempre imagino de sorpresa y terror, la idea del temblor que pasa cuando nadie se lo espera, en medio de todo y de nada, y que en su rapidez es fulminante. Es cierto también que las circunstancias me hacían particularmente susceptible a caer en la paranoia; de hecho, es probable que éstas fueran las únicas causantes del moderado ataque de pánico que me invadió en la fila de la dulcería del Cinépolis.

**

El primer temblor que sentí en serio fue el de la influenza, abril de 2009. Una vez me quedé de ver con mi papá en el centro para comer, y la ciudad estaba vacía. Caminamos cuadras y cuadras intentando encontrar un restaurante abierto (Ebrard acababa de dar la orden de cerrarlos por alerta sanitaria), y además hacía frío y las calles desiertas del centro de la Ciudad de México a la hora de la comida de un día cualquiera fueron lo más apocalíptico que he visto en mi vida. Y la paranoia generalizada, claro. Las compras de pánico, la escasez de jabon antibacterial. Una tarde, estaba en mi departamento de la Juárez, en un cuarto piso detrás de un pasillo con reja y candado, con la computadora en las piernas, cuando tembló. Fuerte. Los candelabros de la sala se mecían. Abrí la puerta y vi a mis otros vecinos detrás de la reja y les dije: está temblando y ellos se rieron nerviosos y esperamos ahí. Abajo, la gente lloraba. Creo haber leído que una señora se murió de un ataque cardiaco. Era miedo con miedo. Lluvia sobre mojado. Un temblor que otro día habría sido más irrelevante, ese día se sintió con el estómago. Pero, no logró inocularme el miedo a los temblores.

Luego estuvieron los temblores de Chile, que ya conté aquí y aquí. Empecé a respetarlos y temerlos. Los entendí más: el ruido que hacen, ese rugido como de excavadora -que en la ciudad es indiscernible. Un folleto chileno: los terremotos no matan; matan las estructuras en las que la gente se queda atrapada. Antes de sentir un temblor, es común pensar que sería interesante vivir un temblor. De lejos, la experiencia tiene encanto y peligro. Se temen hasta después.

Luego, el temblor de marzo de 2012. La oficina en que trabajaba en la Roma está en un edificio cuyos dos últimos pisos se cayeron en el 85, nos contaban con candidez. Siempre que pasaba un camión, preguntaba: ¿Está temblando? Pero ese día, nos miramos, nos reímos nerviosamente y dijimos: está temblando. Aún todos los de la oficina nos reunimos en la recepción, riendo con torpeza, cuando el tirol empezó a caerse de las paredes, y se nos ordenó subir a la azotea, lo cual hicimos ya francamente asustados, entre grititos. Arriba había mujeres llorando. En la azotea de ese edificio viven los cuidadores, una pareja ya grande; la señora abrazaba a su nieta, que se tapaba la nariz y la boca con las manos, viendo nerviosa a todos lados. Hubo un momento en que nadie dijo nada. Tal vez el temblor ya se había acabado, pero el edificio se quedó tambaleando como un columpio. Y en el silencio, me pareció posible que se desplomara. Lo sentí visceralmente. Sentía ya el vértigo de la caída cuando el piso se desmoronara. Fueron segundos de terror absoluto. Sabía que pronto sentiría lo que sintieron los del 85, ese momento de terror e incredulidad, el accidente inesperado. Pero, no sucedió. Sólo quedó el miedo inoculado.

El sábado, también por la paranoia de la sustancia, pude ver cómo en el temblor se caían partes de la escenografía Cinépolis y en la oscuridad la gente gritaría, habría pisotones, caídas, empujones, violencia, las larguísimas escaleras eléctricas colapsadas, el caos total. Y sería peor en nuestra situación. El corazón me latió tan fuerte que luego el pecho estuvo doliéndome; sudé frío, apreté los puños. Pero sonriendo. Intentando calmarme con la lógica hablada, con el comentario tranquilizador inseguro, hasta con las quejas ramplonas, qué terrible cine es éste, y cuánto nos choca pero no había función en otro, y ojalá pudieran cobrar sin la computadora, y pensando: la Coca-Cola me hará bien. Pensando: cuando imaginas un accidente con claridad antes de que suceda, lo cancelas. Lo imaginado nulifica lo repentino. Estas cosas son terribles porque son sorpresivas y esto ya dejó de serlo. Tengo maestría en salvarme y salvar a los demás del malviaje, el miedo, la angustia repentina; es un talento que no me ha resultado inútil en la vida.

Vimos The Master. La sala estaba atascada (es un error ir al cine en sábado). El tipo que estaba sentado junto a mí cambiaba de posición, se jalaba el pelo, revisaba su celular: estaba aburridísimo y ansioso. Es terrible ver una película como ésta en esas condiciones (ay, y las risitas del público cuando alguien dice “pene” o “vagina”, muestra de nuestra grandeza como sociedad). A la mitad de la película, el suelo empezó a vibrar. Pensamos que estaba temblando y en la ansiedad es posible que hasta algunas palomitas salieran disparadas. Pero luego pensamos que era la sala 4DX, que está al lado. Así, estado de tensión absoluto sin descanso (ideal para ver películas de Paul Thomas Anderson).

En la noche soñé con catástrofes. La sensación no me ha abandonado hasta ahora. Reaviva un miedo reciente: el gran terremoto de la Ciudad de México. La gran sorpresa.

Joaquin Phoenix me tuvo.

 

Una relectura de Cosmopolis

Esto se publicó en el blog En Pantalla de Letras Libres.

Leí la novela de DeLillo hace unos años y entonces no le entendí. Absurdo y tal vez ignorante, pero al reconsiderarla con la película, quedé impresionada.

Hay spoilers a continuación.

 

“…Look. I’m trying to make contact in the most ordinary ways. To see and hear. To notice your mood, your clothes. This is important. Are your stockings on straight? I understand this at some level. How people look. What people wear.”

“How they smell,” she said. “Do you mind my saying that? Am I being too wifely? I’ll tell you what the problem is. I don’t know how to be indifferent. I can’t master this. And it makes me susceptible to pain. In other words it hurts.”

“This is good. We’re like people talking. Isn’t this how they talk?”

 

Empezaré por el pretencioso lugar común de apuntar algunas cosas sobre la novela de Don DeLillo que se han dicho bastante ya: que es posmoderna, que toma de Joyce, que prevé (pero no prevé: entiende) movimientos como Occupy Wall Street, que revela un mundo rápido, frío, digitalizado hasta la ridiculez. Segundo, que Cronenberg hizo una adaptación tan fiel que los diálogos son textuales de la novela (como el de arriba, apenas cambiado en la película), los que, recitados por los actores con voces monótonas, arrojan más costales en el carrito de Cosmopolis. La hacen lenta. Incluso, para algunos, tediosa, pedante.

Un yuppie de Wall Street quiere ir a cortarse el pelo hasta el otro extremo de Manhattan. Hay un tráfico espantoso, producto de la visita del presidente y del funeral de un rapero sufí. El yuppie, terco, se sube a su limosina, recibe a sus colaboradores (incluida su jefa de teoría, con la que discute asuntos semi-filosóficos como si hablara del clima), avanza en medio de una protesta de anarquistas, tiene sexo adúltero, pierde su fortuna, se enfrenta a la muerte y llora, conmovido; termina con una pistola en la mano y, más adelante, apuntada a la cabeza… En suma, vive. Su odisea dura un día, o una vida. Esto no se sabe. Se intuye.

Hay Cronenberg clásico: un cuchillazo directo al ojo, para no faltar a la costumbre. Pero la odisea de Eric Packer no es Eastern Promises: toda violencia es una promesa. El momento más tenso, cronenbergiano: el peluquero le corta el pelo con los ojos casi cerrados, por anciano o por miope; las tijeras, como navajas, parecen apuntarlo casi por accidente. Para un hombre amenazado de muerte, la silla del peluquero es un sitio donde es vulnerable.

Cosmopolis es una zambullida. Como escuchar música con la cabeza bajo el agua: todo es hipnótico y un poco falso. Los diálogos no son normales, vamos. Esto le queda bien a Robert Pattinson, que puede abandonarse a la robotización de su personaje y aún así entregar líneas hermosas, llenas de verdad y búsqueda. La atmósfera es como un sueño que se ha acomodado en un orden más o menos coherente, sin abandonar su cualidad de irrealidad. El green screen obvio es, posiblemente, una consecuencia del bajo presupuesto, pero también un recurso: este realismo es apenas insinuado. Hay los suficientes elementos para encontrar la vida conocida, los intercambios sociales normales, pero sin reconocerlos como tales: son representaciones, resúmenes de verdaderos intercambios sociales (uno podría decir eso del cine en general, incluso de la ficción).

Los diálogos en Cosmopolis son metadiálogos. No lo que se dice, sino lo que significa lo que se dice, lo que se busca decir, lo que se termina diciendo. Al bajar de su limusina, un anarquista francés le lanza un pastel a Packer. Directo a la cara. Los paparazzis estaban ahí, esperando el momento, y el flash de sus cámaras aparece casi antes del pastelazo. Puede ser esto burdo, otra parodia de la posmodernidad. Pero mientras los policías intentan abatirlo, el francés tiene tiempo de lanzar su perorata. Su manifiesto ridículo. Cómo lleva tres años esperando para hacer este strike. Cómo dejó pasar al mismísimo presidente de Estados Unidos, al que puede empastelar cuando se le antoje. You are major statement, balbuce, con su acento risible. Y de pronto, todas las huelgas de hambre, los desnudos masivos, los blogueros disidentes, ciertas marchas consuetudinarias, se envilecen, pierden sentido, se vuelven tan inútiles como el pastelazo del francés.

Eric Packer, por ejemplo, tiene un avión soviético guardado en una bodega en Arizona, inservible porque le faltan piezas que nadie encuentra. Lo tiene porque es rico y puede darse ese lujo. A veces va a mirarlo, ¿por qué? Porque es suyo. Rápido, DeLillo apuntala la idiotez de las posesiones materiales.

Cuando se da cuenta de que el funeral del rapero que entorpece el tráfico es el de Brutha Fez, al que adora (tanto que su música es la banda sonora de uno de sus elevadores), Packer llora. Abrazado de un negro enorme, como un niño indefenso (y es inevitable, en esa indefensión, pensar en el narrador de Fight Club, que entierra su tristeza en las tetas brutales de Bob Paulson).

A mediodía, cuando Packer aún no se desmorona, cuando está en la cumbre de su odisea, o a mitad de su vida, da lo mismo, aparece de refilón un pelón y triste Paul Giamatti (un detalle en medio de la película, casi invisible, otra vez: cronenbergiano). Al final, resulta que él es la amenaza de muerte. Un ex empleado, que recita sus diálogos con una toalla en la cabeza. Siempre es un idiota, sin motivos. Packer intenta hacerlo entender. La violencia tiene motivos, debe ser visceral. Debe tener una verdad. No esto. Esto es una imitación, un síndrome, algo que se te pega de otros. Esta no es tu sensibilidad. Pero el hombre patético con la toalla en la cabeza ha llegado demasiado lejos, a pesar de que logra entender un poco que a este crimen no lo lleva ninguna fuerza social opresora, que no hay inevitabilidad en él. “Por tu departamento y por lo que pagaste por él, sólo por eso. Por tus chequeos médicos diarios. Por eso. Por tus ideas”. Todos los crímenes violentos que sucedieron por nada aguardan ahí. Toda la locura del mundo. Los asesinos de In cold blood. Columbine y Connecticut.

En una parte, la dealer de arte cachonda (Juliette Binoche) dice una frase que suscita risitas: el problema de la vida es que es muy contemporánea. Ésta es la sustancia de Cosmopolis. Hay más ideas sobre el sexo, el tiempo, pistas de cómo el día de Packer es, en realidad, su vida. Breve pero feroz, Cronenberg hizo que la novela de DeLillo se encarnara, tuviera colores y sonidos. ¿No sabes esto? ¿No es esto cierto? repiten los personajes una y otra vez, como preguntas que sirven de argumentos, y que al enunciarse confirman lo que anteceden. Mientras tanto, Packer espera el disparo –que tal vez nunca llegue, porque esa muerte que imagina quizá no aparezca mientras esté esperando por ella.

 

Ideas inconexas sobre Argo

1. La tensión. No sé dónde leí que se nota que esta película fue recortada sin piedad (tal vez por el mismo Ben Affleck, o por el editor, William Goldenberg). De modo que nada sobra. No hay secuencias aburridas o innecesarias: todo es como una torre de Jenga que va creciendo, tambaleante, hasta que se deja caer de manera espectacular.

2. Me gustó esto: evadir la tentación de justificar el proceder de Estados Unidos (o: la patria vs el ‘Medio Oriente’, a secas). Sin profundizar, Ben Affleck narra las circunstancias y luego se aleja de ellas, como para no entrar en terreno pantanoso. También, logra que la película trate sobre personas y no abstractos.

3. Teherán. En el (¿la?) Tate Modern vimos la exhibición Air Pollution of Iran  de Mahmoud Bakhshi Moakhar, artista iraní, que consistía en ocho banderas de Irán colgadas en una sala como cuadros, una por cada año de guerra entre Irak e Irán (1980-1988). Todas las banderas estaban contaminadas, teñidas de smog: manchas grises, negras, amarillentas, que parecían pintadas a mano por Mahmoud. Pero el mérito del artista no consistía en su virtuosismo, sino en su concepto: las banderas fueron extraídas de edificios públicos, y las manchas eran reales: Teherán es una de las ciudades más contaminadas del mundo. Era tan simbólico y potente que ahora imagino a Teherán envuelta en una bruma gris, una ciudad mítica de aire espeso**.

4. El primer día del héroe anónimo (el nombre del personaje de Ben Affleck se revela más adelante, como un voto de confianza) en Teherán: los contrastes, los clichés derribados. El Kentucky Fried Chicken fue un detallazo. Por supuesto. Viajar a ciudades remotas implica destruir las ideas sobre ellas, y descubrir la ‘marca de la Globalización o el Capitalismo’ en su interior.

** Hace poco vi otras dos películas relacionadas: la primera, The Devil’s Double, en realidad transcurre en Bagdad y otras partes de Irak. La película es violenta, tiene algunas ridiculeces del cine de acción, pero Dominic Cooper hace un papel doble interesantísimo como Uday Hussein (el sádico hijo de Saddam) y Latif Yahia, el hombre que es obligado a convertirse en su doble o hermano gemelo. La otra fue Persepolis, que no vi en su momento (gran mensa) y de la que tendría que escribir más, después.

–Regresando a Argo

5. Los personajes. Alan Arkin y John Goodman, los bonachones Hollywood lords, están increíbles (cosa no sorprendente). Bryan Cranston, del que igual siempre se puede esperar una actuación maravillosa, sale poco pero está consistente (y logra recordar sus dos personajes más memorables, en momentos indistintos: el adorable Hal y el hijo de puta Walter White). Me sorprendió: Scoot McNairy, el diplomático de los lentesotes con ligeras tendencias pederas, que primero confundí con Mathew Gray Gubler (se parecen montones). Ben Affleck… Ah. Ben Affleck es como esos actores hollywoodenses que uno da por sentado. Cada tanto, nos recuerda su talento y entonces ponderamos por qué no lo tuvimos siempre en alta estima.

6. La cinematografía de Rodrigo Prieto. Ya denle un Oscar.

7. Aquí el artículo en el que está basada la película: How the CIA Used a Fake Sci-Fi Flick to Rescue Americans From Tehran, en Wired.

7. (spoiler) La elipse: durante toda la película, Tony Mendez intenta sacar a personas de un lugar. Al final, logra entrar a otro: su hogar. La última frase es grande y sencilla: Can I come in?