Una relectura de Cosmopolis

Esto se publicó en el blog En Pantalla de Letras Libres.

Leí la novela de DeLillo hace unos años y entonces no le entendí. Absurdo y tal vez ignorante, pero al reconsiderarla con la película, quedé impresionada.

Hay spoilers a continuación.

 

“…Look. I’m trying to make contact in the most ordinary ways. To see and hear. To notice your mood, your clothes. This is important. Are your stockings on straight? I understand this at some level. How people look. What people wear.”

“How they smell,” she said. “Do you mind my saying that? Am I being too wifely? I’ll tell you what the problem is. I don’t know how to be indifferent. I can’t master this. And it makes me susceptible to pain. In other words it hurts.”

“This is good. We’re like people talking. Isn’t this how they talk?”

 

Empezaré por el pretencioso lugar común de apuntar algunas cosas sobre la novela de Don DeLillo que se han dicho bastante ya: que es posmoderna, que toma de Joyce, que prevé (pero no prevé: entiende) movimientos como Occupy Wall Street, que revela un mundo rápido, frío, digitalizado hasta la ridiculez. Segundo, que Cronenberg hizo una adaptación tan fiel que los diálogos son textuales de la novela (como el de arriba, apenas cambiado en la película), los que, recitados por los actores con voces monótonas, arrojan más costales en el carrito de Cosmopolis. La hacen lenta. Incluso, para algunos, tediosa, pedante.

Un yuppie de Wall Street quiere ir a cortarse el pelo hasta el otro extremo de Manhattan. Hay un tráfico espantoso, producto de la visita del presidente y del funeral de un rapero sufí. El yuppie, terco, se sube a su limosina, recibe a sus colaboradores (incluida su jefa de teoría, con la que discute asuntos semi-filosóficos como si hablara del clima), avanza en medio de una protesta de anarquistas, tiene sexo adúltero, pierde su fortuna, se enfrenta a la muerte y llora, conmovido; termina con una pistola en la mano y, más adelante, apuntada a la cabeza… En suma, vive. Su odisea dura un día, o una vida. Esto no se sabe. Se intuye.

Hay Cronenberg clásico: un cuchillazo directo al ojo, para no faltar a la costumbre. Pero la odisea de Eric Packer no es Eastern Promises: toda violencia es una promesa. El momento más tenso, cronenbergiano: el peluquero le corta el pelo con los ojos casi cerrados, por anciano o por miope; las tijeras, como navajas, parecen apuntarlo casi por accidente. Para un hombre amenazado de muerte, la silla del peluquero es un sitio donde es vulnerable.

Cosmopolis es una zambullida. Como escuchar música con la cabeza bajo el agua: todo es hipnótico y un poco falso. Los diálogos no son normales, vamos. Esto le queda bien a Robert Pattinson, que puede abandonarse a la robotización de su personaje y aún así entregar líneas hermosas, llenas de verdad y búsqueda. La atmósfera es como un sueño que se ha acomodado en un orden más o menos coherente, sin abandonar su cualidad de irrealidad. El green screen obvio es, posiblemente, una consecuencia del bajo presupuesto, pero también un recurso: este realismo es apenas insinuado. Hay los suficientes elementos para encontrar la vida conocida, los intercambios sociales normales, pero sin reconocerlos como tales: son representaciones, resúmenes de verdaderos intercambios sociales (uno podría decir eso del cine en general, incluso de la ficción).

Los diálogos en Cosmopolis son metadiálogos. No lo que se dice, sino lo que significa lo que se dice, lo que se busca decir, lo que se termina diciendo. Al bajar de su limusina, un anarquista francés le lanza un pastel a Packer. Directo a la cara. Los paparazzis estaban ahí, esperando el momento, y el flash de sus cámaras aparece casi antes del pastelazo. Puede ser esto burdo, otra parodia de la posmodernidad. Pero mientras los policías intentan abatirlo, el francés tiene tiempo de lanzar su perorata. Su manifiesto ridículo. Cómo lleva tres años esperando para hacer este strike. Cómo dejó pasar al mismísimo presidente de Estados Unidos, al que puede empastelar cuando se le antoje. You are major statement, balbuce, con su acento risible. Y de pronto, todas las huelgas de hambre, los desnudos masivos, los blogueros disidentes, ciertas marchas consuetudinarias, se envilecen, pierden sentido, se vuelven tan inútiles como el pastelazo del francés.

Eric Packer, por ejemplo, tiene un avión soviético guardado en una bodega en Arizona, inservible porque le faltan piezas que nadie encuentra. Lo tiene porque es rico y puede darse ese lujo. A veces va a mirarlo, ¿por qué? Porque es suyo. Rápido, DeLillo apuntala la idiotez de las posesiones materiales.

Cuando se da cuenta de que el funeral del rapero que entorpece el tráfico es el de Brutha Fez, al que adora (tanto que su música es la banda sonora de uno de sus elevadores), Packer llora. Abrazado de un negro enorme, como un niño indefenso (y es inevitable, en esa indefensión, pensar en el narrador de Fight Club, que entierra su tristeza en las tetas brutales de Bob Paulson).

A mediodía, cuando Packer aún no se desmorona, cuando está en la cumbre de su odisea, o a mitad de su vida, da lo mismo, aparece de refilón un pelón y triste Paul Giamatti (un detalle en medio de la película, casi invisible, otra vez: cronenbergiano). Al final, resulta que él es la amenaza de muerte. Un ex empleado, que recita sus diálogos con una toalla en la cabeza. Siempre es un idiota, sin motivos. Packer intenta hacerlo entender. La violencia tiene motivos, debe ser visceral. Debe tener una verdad. No esto. Esto es una imitación, un síndrome, algo que se te pega de otros. Esta no es tu sensibilidad. Pero el hombre patético con la toalla en la cabeza ha llegado demasiado lejos, a pesar de que logra entender un poco que a este crimen no lo lleva ninguna fuerza social opresora, que no hay inevitabilidad en él. “Por tu departamento y por lo que pagaste por él, sólo por eso. Por tus chequeos médicos diarios. Por eso. Por tus ideas”. Todos los crímenes violentos que sucedieron por nada aguardan ahí. Toda la locura del mundo. Los asesinos de In cold blood. Columbine y Connecticut.

En una parte, la dealer de arte cachonda (Juliette Binoche) dice una frase que suscita risitas: el problema de la vida es que es muy contemporánea. Ésta es la sustancia de Cosmopolis. Hay más ideas sobre el sexo, el tiempo, pistas de cómo el día de Packer es, en realidad, su vida. Breve pero feroz, Cronenberg hizo que la novela de DeLillo se encarnara, tuviera colores y sonidos. ¿No sabes esto? ¿No es esto cierto? repiten los personajes una y otra vez, como preguntas que sirven de argumentos, y que al enunciarse confirman lo que anteceden. Mientras tanto, Packer espera el disparo –que tal vez nunca llegue, porque esa muerte que imagina quizá no aparezca mientras esté esperando por ella.

 

Eastern Promises

Uff. Quería ver algo ruso (como cuando quieres ver algo gracioso, algo profundo, algo sobre solteros y drogas en Las Vegas). Y tuve algo muy ruso, aunque no fuera en Rusia.

En la película, Viggo Mortensen es el chofer ruso (él sí creció en Rusia) de un junior ruso-inglés amanerado (Vincent Cassel, de quien me maravilla esa mezcla de afeminamiento y virilidad y erotismo), hijo del jefe de la mafia Vory V Zakone (Armin Mueller-Stahl, de sangre alemana pero rostro eslavo, con ojos muy azules y piel morena). Naomi Watts es una partera que, a pesar de tener sangre rusa, entiende poco sobre el funcionamiento de la mafia. Esa lección que el cine nos ha enseñado tan bien: nunca te enredes con la mafia.

Viggo Mortensen es un hijo de puta, una estatua que puede moverse. Hay una escena bellísima en la que recibe un nuevo tatuaje (el mapa de la vida de un miembro de la mafia se escribe sobre su cuerpo), y su cuerpo marmóreo (este adjetivo horrendo es, en este caso, ideal) está recostado sobre una poltrona como un David lleno de fibra y músculo.

El aspecto hierático de la cultura rusa y aun de la mafia es hermoso y denso, todo lleno de ceremonias y folklor. Pienso en Brighton Beach, lo más cerca que he estado de Rusia: los anuncios en cirílico, la tiendita que parecía bodega de granos, las señoras con las cabezas cubiertas, el ambiente de un Tepito bien ruso (la piratería a raudales, los señores de los que sospechas que al hablarte te timarían, el ‘caos ordenado’).

Hay orgullo, fascinación y desprecio por la cultura rusa. Nunca confíes en un ruso. La familia es importante para los rusos. Armin Mueller-Stahl se queja: En esta ciudad (Londres) nunca nieva, nunca hace calor. El temperamento ruso moldeado por el clima ruso: extremo, severo y feroz. Tal vez por eso no puede confiar por entero en su hijo, que no fue domado por este clima maldito (las historias de los ejércitos de Napoelón y de Hitler, vencidos por el clima ruso, por Rusia misma más que por sus soldados, me fascinan). En cambio, Nikolai (Mortensen) lo entiende, como se entienden entre rusos.

Y la escena del baño de vapor (tuve pesadillas toda la noche). Viggo, desnudo, peleando a mano limpia con dos chechenos que lo atacan con cuchillos para limar linóleo. Hay algo muy violento en esta forma de pelear, sin armas de fuego. Leí que Cronenberg se enteró que la mafia rusa no anda con pistolas, en caso de que los detengan; por eso tienen esta navaja curveada, de instrumento de carpintería.

Acá Viggo es como un Jesucristo ruso, desnudo y ensangrentado.

(parte con spoilers a continuación)

El twist no me gustó del todo. No sólo queremos que las personas sean como queremos que sean, sino que los personajes sean como imaginamos. Antes de saber que Nikolai era un agente secreto del FSB, lo imaginaba con el mismo destino de las niñas rusas y ucranianas que, llegadas a Europa occidental, son convertidas en prostitutas. Él, en un sicario. Hubiera querido eso, que un hombre rural común fuera llevado a Europa para convertirse en sicario. En cambio, el final al estilo The Departed me pareció poco merecedor. Pero es Cronenberg. Ese beso entre Nikolai y Anna, como homenaje al Hollywood clásico.

Ya quiero ver Cosmopolis. La novela es rarísima y, desde luego, la película lo será también.