Yoani Sánchez: dinero, internet y Fidel

Me da la impresión de que ahora tienes más acceso a internet que antes, le dije a Yoani Sánchez en la entrevista que le hice a ella y a su esposo, el periodista Reinaldo Escobar, en el Hotel Inglaterra de La Habana, el 1 de enero pasado. En la biografía de Yoani en Ecured, el proyecto de Wikipedia del Estado cubano, se indica que “pocas personas se explican cómo puede Yoani escribir en su blog día tras día”. Luego, menciona la vez que los periodistas acreditados para la Feria Internacional de Turismo, en el Hotel Nacional, la vieron sentada en el vestíbulo conectada al wi-fi del hotel, unos 10 euros la hora.

Sigue leyendo

Cuba, la reforma que viene

Un adelanto de la larga entrevista a Yoani Sánchez y Reinaldo Escobar.

Hoy, 14 de enero, entra en vigor la reforma migratoria en Cuba. Una reforma que vendría a coronar la serie de revisiones que, mal que bien, Raúl Castro ha implementado desde 2008, cuando relevó a su hermano Fidel en el poder.

En los años setenta se decretó que todo cubano, para salir del país, debía contar con un permiso de salida, otorgado por el propio gobierno cubano, y una carta de invitación de alguien dentro del país al que viajaría. Además, casi todos los países del mundo les exigen visa de entrada (incluido México; para resumir, es más fácil nombrar a algunos que no: Namibia, Rusia, Cambodia, San Vicente y las Granadinas). A Cuba la llaman la isla prisión. Los filtros están pensados para retener a los cubanos que, de otra manera, se establecerían de manera definitiva en otro país. Otra forma de decir que se escaparían.

La reforma fue anunciada el 16 de octubre del año pasado en la Gaceta Oficial de la República de Cuba y difundida,  casi con fanfarria,  por el periódico Granma, órgano oficial del comité central del Partido Comunista de Cuba: a partir de hoy se eliminan tanto el permiso de salida como la carta invitación. El esquema tiene su asegún: el permiso de salir se sustituye por el permiso de tener un pasaporte.

 

Sigue leyendo

Mis encuentros en La Habana

Caminábamos por la calle Obispo, atestada. Esta calle no sería diferente de otra calle en otra ciudad turística: San Miguel de Allende o Cartagena o Buenos Aires. Nos metimos a una tienda de artículos de música. No había mucho qué ver. Al salir, vi a Rashida Jones entrar. Y yo: ahíestárashidajones. Y J: pues háblale. Y yo: no, pero cómo crees. Y después de un rato, pues fui. Nunca hago esto, me defendí (pero la verdad sí, a veces). Me dijo que no subiera la foto en Facebook porque se podría meter en problemas (los estadounidenses no pueden viajar a Cuba, a menos que sea con un permiso especial, o les ponen diversas multas). Fue el detalle gracioso. Era lunes 31 de diciembre y hacía un calor húmedo en La Habana. Después de eso nos sentamos a tomar una cerveza Cristal en un lugar con músicos coquetos. Son expertos en reconocer nacionalidades. Lo que daría cualquier cubano por recibir propinas en moneda convertible. Al final de la calle Obispo, El Floridita estaba tan atascado que apenas se podía caminar: varios rubios se sacaban fotos abrazados de la escultura de Hemingway, borracho de trece daiquirís, su récord. Afuera de ahí saqué esta foto que a algunos les pareció contradictoria:

¿Qué hay de contradictorio? La gente usa ropa usada. La gente no odia a Estados Unidos, quizás porque su gobierno machaconamente les repite que deberían hacerlo.

Comimos en otro privado, en una casa que tenía pericos australianos. Pedí una chuleta de cerdo que era tan grande que Carlitos se la terminó toda. Afuera de ahí, vistas impresionantes de La Habana. La Habana, ciudad hermosa, ciudad que fue majestuosa, ahora abandonada.

Las fotos que me toman casi nunca me gustan, pero ésta sí.

Les preguntamos a Carlitos y al señor Luis qué cenarían. Pollo, decían. Yo sufría. Está mal, a ti qué te importa y además no haces nada para cambiarlo, pero sentirse mal es una costumbre.

En la noche fue la cena de Año Nuevo en el Cabaret Parisien. Colas para entrar, colas para todo. Nos sentamos. Y yo: nomamesahíestáeldeBreakingBad. Pero decía: no, sería una coincidencia muy ridícula. No puede ser que vengas a la capital del único país comunista de América a encontrarte a las estrellas de dos shows de televisión gringos que te encantan. Lo veía, entonces. Estaba de espaldas a nosotros, sentado con su esposa, que lo ama. Se aman. Era palpable. Era hermoso. Pero yo sopesaba: ¿será? ¿No será? Cómo saberlo, estando de espaldas, con las luces de colores del show cayendo de manera vertical sobre él. Me levanté al baño mientras J salía a fumar. La alcancé afuera, y él estaba ahí, apagando su cigarro. Nuestras miradas se cruzaron. Nomamessíes, pensé.

Pero otra vez el asunto sería ridículo. No quedaba más que mirarlo, tocando la comida apenas (puré de papa de caja, verduras de lata, un pastel de caja congelado). Es mi personaje favorito del programa, su cara siempre como una máscara, un hombre de negocios que es un hijo de puta. Pero… no me acordaba de su nombre. Entonces, le llamé a Luis Frost. “Güey, estoy en La Habana (ah, qué chido). No hay tiempo para contar (lo interrumpí). Acá está el de Breaking Bad, el señor Pollos, ¿cómo se llama en la vida real? Gracias, te quiero, adiós”. Volví a la mesa. Todo mundo se colocaba la parafernalia que nos dieron en una bolsita de celofán antes de entrar: un sombrerito con caras felices, un collar hawaiano, un antifaz, unas serpentinas, un silbidito. El señor Pollos también lo hacía. Yo, como un stalker, como Michael Scott en esta imagen……lo miraba.

Pero nada.

Después de un rato, tuve una idea. Le dije a un mesero que me prestara papel y pluma. Un mesero guapo, coqueto. Lo hizo. Escribí entonces una nota empleando todo mi humor: Mr. Esposito, empezaba. Frases elocuentes, frases graciosas, frases que a mí me harían decir: pero señorita Lilián, es usted una muchacha excepcional. Entonces, le di el papel al mesero con mis instrucciones. El señor de allá (él se señalaba el estómago con el dedo, apuntándolo, sutil y alcahuete). Muy bien, dijo, y se fue por allá.

No entendí.

Cuando vino, le pregunté por qué no entregaba mi nota. “Es que ahí sigue su esposa”, me respondió. Todos reímos. “No es coquetería, su esposa puede ver la nota”, le indiqué. Entonces, allá fue. Mi nota estaba firmada como: girl with curly hair, behind you. Esposito y su esposa leyeron la nota. Se carcajearon. Voltearon a todos lados. En nuestra mesa, todos me apuntaban, alzando sus copas. Esposito y su esposa levantaron las suyas y  me hicieron pulgares arriba.

Más tarde, cuando se fueron, pasaron a la mesa. Risas y diversión y fotografías como ésta:

Esta foto me gusta más que ésta, que fue la que presumí, porque en aquella sale muy sonriente y contento, y en ésta se ve muy maldito y guapo, oh sí.

 

Después seguimos tomando y charlamos y todo acabó en el Parisien, y volvimos a los mullidos sillones del hotel, y charlamos y charlamos, y al otro día, entre cruda y desvelada, J y yo caminamos todo el malecón hasta llegar al Parque Central, donde me encontré con Yoani Sánchez.

La Habana fue todo.

 

 

La Habana

Faltan detalles sobre Cuba, que si postergo olvidaré.

Nos quedamos en el Hotel Nacional. Días antes, vi Siete días en La Habana, la versión cubana de Paris, je t’aime y New York, I love you. El Hotel Nacional figura de manera prominente en casi todos los cortos. Ese caminito que está en línea recta desde la entrada principal, cruzando el ancho pasillo que conforma el lobby, y que alberga un par de bares al aire libre, con vista al malecón. En el corto de Elia Suleiman, que es casi todo sin diálogos, contemplativo, el mismo Elia camina por un pasillo con piso de azulejos negros y verdes, en cruz, larguísimo, como el de El Resplandor,  y no logra encontrar su habitación. En una esquina, una camarera lo mira como un maestro miraría a un niño que no puede hacer una resta simple. Y lo lleva. Lo mismo nos pasó, y del mismo modo, una camarera nos llevó. Y todo estaba ocurriendo como ocurrió allá. 

[Ese fue mi corto favorito: Elia observando escenas en La Habana, una chica posando para decenas de fotografías montada en uno de los taxis almendrones, un Plymouth rosa como nuevo, mientras el conductor arregla el motor; unos chicos escuchando regguetón en un vocho, un discurso de Fidel interminable en la televisión del cuarto de hotel, una anciana en el malecón, callada, pensativa, como a punto de lanzarse al mar. Mi otro favorito fue el de Gaspar Noé, Ritual, en el que una niña es enviada a un rito santero para curarla de su lesbianismo, y el rito en sí resulta invasivo, profano, una violación enmascarada, y que al final muestra, con el otro ritual de su madre al vestirla, al abrazarla, el poder de sanación de lo femenino. Curiosamente, el que me pareció más mediocre fue el único dirigido por un cubano, el de Juan Carlos Tabío, por mal actuado, condescendiente y cursi, aunque tiene momentos…]

Otros incidentes: fuimos a escuchar salsa a la Casa de la Música densa, la que está en el centro, en el edificio América. Apenas llegar, un cubano nos hizo plática. Ya sabía que buscaba estafarnos. La cola era inmensa, pagabas 10 CUC, y no abrirían sino hasta las 11, y tenías que esperar, porque en Cuba todo son filas y espera. Nos dijeron que  entraríamos más rápido por 15 CUC, pero no lo creímos necesario. Entonces, este cubano. Con un choro interminable, que vivía en Querétaro, que era cardiólogo, que nunca practicó porque jamás lo hubieran dejado salir, que ahora era maestro de salsa, que ponía las coreografías del Tropicana y de Fito Páez (??). Horas ahí. Como no sucedía nada, quiso cambiarnos dos billetes de 10 CUP por uno de 20 CUC (un CUC son apenas 25 CUP). Para zafarnos de él, nos pusimos a conversar con la pareja de atrás, Will y Jess, de Manchester, que estudiaban música y pasarían ocho meses en Cuba.  Finalmente pagamos los 15 CUC, al borde del portazo. Adentro hubo un espectáculo Orisha y jamás salsa. En una pared había propaganda de Chávez. El cubano llegaba cada tanto y nos pedía, nos exigía casi, que le compráramos una cerveza. Era triste.

Uno más: cuando fuimos a la Casa de la Música fresa, la de Vedado, a escuchar a Pedrito Calvo, la situación de la cubana que persigue al extranjero se hizo tan evidente que en algún momento, dormida pero con los ojos abiertos, me puse a mirar a una chica que le bailaba a un par de mexicanos, reflexionando verdaderamente sobre el injusto mercado de la prostitución, que fui acusada (en broma) de mirarla con perversión. Y el caldo de hormonas que se cocinaba dentro de mí me hizo levantarme con los ojos anegados de lágrimas, herida en lo profundo por la injusta acusación. Era doloroso ver cómo ella le pedía un mojito, y él se negaba, y ella insistía, y de tanto pedir, finalmente pudo sacar un sándwich. Es una hijodeputez. Ocurre en todos lados.

[Otros mexicanos estaban ahí con un grupo de cubanos, sacándose fotos. Después de un tiempo, escuché que un mexicano le decía a una cubana: “Ay, me las pasas luego por el Feis” y más tarde, “Ah, ¿no tienen Feis?” y dos segundos después, casi incrédulo, “¿Está restringido?”]

Otro día, en el malecón, un grupo de niños nos persiguió, ofreciendo besos. Daban ganas de decir: ni siquiera sabes besar, tienes ocho años.

(la prostitución y las cubanas bellas en tacones en los sitios de salsa y las cubanas casadas con extranjeros sentadas en el Hotel Nacional).

Pensé muchas veces en esa escena de El Padrino II en la que los representantes de la mafia gringa están literalmente repartiéndose el pastel. El Nacional para ti. El Capri para allá. El Casino para los de acá. Y Michael, que recién ha visto a un revolucionario inmolarse en la calle, sabe que esto no durará demasiado. Lo que le dice a Hyman Roth. A los soldados les pagan para pelear. A los rebeldes no. ¿Qué te dice eso? Que pueden ganar.

El Habana Hilton ahora se llama Habana Libre.

 

El señor Luis

El señor Luis nos llevó a conocer La Habana. El Cubataxi, una camioneta noventera con el logo dorado y las placas azules del Estado, era conducido por Carlitos, que nació en 1962. El señor Luis tenía 13 años cuando triunfó la revolución (anoto: la Revolución). Detrás del vidrio vi grandes trozos de La Habana. La Marina Hemingway, donde están estacionados los yates más lujosos que he visto, con banderas británicas y canadienses en las astas. La Habana nueva, donde hay residencias para diplomáticos y embajadores. Allá, la refinería. Su fumarola cortaba el cielo desde cualquier punto de la ciudad, con fuego en la base de tan intensa. Una refinería casi en medio de la ciudad. Cosa normal. Las calles bellas del centro histórico de La Habana vieja, con edificios recién pintados, calles angostas por las que apenas si puedes caminar entre los turistas, los cubanos, los músicos, los perros. Algunas esquinas miserables, como si las costuras de un vestido remendado aparecieran por descuido. Muchas veces, pasamos por el malecón. Del hotel al centro. Del centro al hotel. Y el mar estaba ahí, detrás del vidrio. El mar caribeño, azul y verde, que jamás toqué (una vez, su espuma nos salpicó los pies en un restaurante privado, con excelente servicio aunque de comida regular, comida mejor que la comida mala y anticuada de los restaurantes estatales, cuyos meseros están todos vestidos de negro y blanco, perpetuamente molestos). Decíamos: qué bueno que hoy no toca estatal.

En Cuba es fácil pensar que todo es cómodo, aunque también es fácil quejarte porque hasta en los hoteles de cinco estrellas, las frutas están pasadas; el huevo, crudo; el pollo, seco, los jugos son de caja y las verduras, de lata. Pensar, con la culpabilidad de tener estas comodidades de las que, ah, es fácil quejarte: qué comerán ellos. El señor Luis. Carlitos. Con sus 400 pesos cubanos mensuales de paga, que no son ni 20 CUC, que no son ni 20 euros. Qué comerán. Qué vestirán. Qué pensarán al vernos ordenando un mojito y un daiquirí y celebrar que hoy no toca estatal.

El señor Luis sabía todo. Qué edificio era cada uno, qué pasó en cada uno, cada detalle histórico, político y social, y a veces hablaba y hablaba y el estupor del clima caliente y húmedo nos hacía perderle la pista, atolondrados por el sueño. El señor Luis era un ángel. Su nariz de bola, su piel morena (su padre era español; su madre, mulata), sus ojos redondos y nobles. El señor Luis fue funcionario de cultura durante muchos años, una especie de viceministro que trataba asuntos con Fidel cara a cara, que fue delegado cubano en cantidad de asuntos oficiales en otros países, México, Leningrado, España, tantos otros. El señor Luis está jubilado desde hace cuatro años, lo que significa que ya no milita en el Partido Comunista. Su pensión: esos 400 pesos. Por un pago en moneda convertible, fue nuestro guía. Nos contó todo. Defendió todo. Se quedaba pensativo cuando se nos salía la frase escapó de la isla y decía que los que estaban pescando junto al malecón, lo que es ilegal, en realidad eran bomberos salvavidas.

El señor Luis estuvo orgulloso de la Revolución. Eso decía. “Los jóvenes no tienen el mismo nivel de comprometimiento que yo”, dijo una vez. Aún no conectábamos como acabamos conectando después, cuando se refería a mí con orgullo como la periodista (deferencia no merecida). Cinco días después de pasear con él, una tarde conversamos sobre el Periodo Especial. Carlitos, con su acento casi incomprensible, se quejaba con la liviandad de espíritu de quien nació en 1962, cuánta tragedia: demasiado joven para presenciar la Revolución, demasiado viejo para pensar que las cosas tendrían que ser diferentes. De cómo no había jabón. De cómo estabas manchado de aceite y no tenías ni jabón para limpiarte. Y a veces, nada qué comer. Lo decía no enardecido, no indignado, solo disgustado. Como quien se queja de que no ha tenido agua en todo el día.

El señor Luis se reía, entre avergonzado y entristecido. Que ahí era el paraíso en los ochenta. Ah, cómo era Cuba ese paraíso tropical prometido. Luego se cayó el muro de Berlín. Luego la Unión Soviética colapsó. Y el subsidio se fue a la mierda. Y vino el Periodo Especial, en que no había ni jabones, y a veces ni comida. Y el señor Luis dijo, en voz queda, y creo que nadie lo escuchó porque ya estaban pidiendo la cuenta y hacía calor y todos teníamos sueño, que él tenía mucha de la culpa de todo lo que estaba mal en Cuba. “Porque yo participé activamente en esto”, dijo. Un mea culpa silencioso, íntimo, más como para sí. “Yo amo a mi país”, me dijo. “Yo amo a Cuba, pero no al sistema”, dijo por último, una confesión extraña y a destiempo.

Un ex funcionario que en otro país viviría en la opulencia y el renombre. Un hombre al que la Revolución traicionó, 54 años después.