Un viernes de luto

1. Estamos caminando a través del puente de Cinco de Febrero. No quiero pensar. Ya no quiero pensar. En la condición humana, en la insípida moral del hombre, en los medios de producción y la ética protestante, en cuán lejos estamos de nuestro destino final. Deben ser las cinco o seis de la tarde. He perdido la cuenta del tiempo. Ya no uso reloj. Desde hace unos tres meses decidí que nadie iba a medir mi tiempo y mi vida y mi hora de llegada y salida. A veces no sé ni qué día es, ni si tengo cita con el dentista o quedé de verme con Eugenia. Hoy desperté y recordé que es viernes. Sí: quedé de verme con Eugenia. Fui por ella a la facultad, esperé sentada frente a su salón, arrancando los pastos que crecen alrededor de la jardinera. Por fin es viernes. Estamos caminando a través del puente y la noche, delante de nosotras, es larga y prometedora.

No puede decirse que un viernes es propiamente un viernes si antes no ha oscurecido por completo. No puedes profundizar en las emociones venideras si los rayos anaranjados de sol aún te rozan la frente, no puedes pensar en lo que te aguarda, no puedes mirar a Eugenia y preguntarle dónde será esta vez. No sonaría auténtico.

Prefiero esperar y ahogar el tiempo comentando, superficialmente, mis deseos de ser libre de nuevo, de renunciar a las ataduras del noviazgo formal.

– No te quejes –me dice–. Ya querrás luego estar atada otra vez.

Le creo. Pero primero me digo que no con él, no así, no ahora. En la parada del autobús hay dos muchachos y una mujer esperando el camión que va para la terminal de autobuses. Me pregunto cómo será formar parte de la población flotante de esta ciudad. ¿Quién desearía estudiar aquí si es tan aburrida y mojigata y sosa? Anoche soñé que estaba en Rusia. El sueño comienza mientras yo contemplo el agua cristalina de una fuente, en Moscú. De pronto, una chica se me acerca y me pregunta de qué país vengo. México, digo orgullosa y me lleva a su casa. Nos comunicamos en inglés. Su casa es pobre y la madre carga vigas desde la cocina y las tira por el balcón. El aire frío entra y me doy cuenta de que estoy en Rusia, de que es invierno y no traje abrigo. Cuando su hermano entra, un bigotón alto y fornido, siento una soledad inmensa. Creo que es justo en ese momento que me doy cuenta de que estoy muy lejos, de que aquí todo es distinto. Eugenia escucha mi sueño, mirando por la ventanilla. Después no tenemos nada qué decir, ella y yo. Los silencios no son incómodos, sin embargo. Hemos pasado horas recargadas en el sillón de su casa, escuchando a Rick Wakeman y su Viaje al Centro de la Tierra, sin pronunciar palabra.

Pregunto a dónde vamos y quién va a tocar.

– Una banda tijuanense. Se llaman DeLujo o algo así.

La cosa es hasta la colonia Agapito, más allá de Pasteur, donde ni siquiera hay empedrado en las calles. De lujo.

Cuando bajamos del camión, empieza a lloviznar. Lo bueno es que mi sudadera tiene gorra incluida. Al principio no veo nada, salvo un coche estacionado y unos tipos recargados en él. Después salen decenas más, de quién sabe dónde. Se reproducen como una plaga. El rosa es el nuevo negro: nunca había visto a un punk con una playera rosa mexicano (¿fiucsa, me diría él?). Es extraño, como todo a esta edad. Eugenia y yo nos sentamos en la banqueta, esperando a que la tocada empiece. Me comenta que ella ya ha venido aquí, al cumpleaños de su amigo el Chiflo. Se quita los lentes, los limpia con la manga y vuelve a ponérselos.

– ¿Quieres una cerveza?

La tiendita más cercana está a una calle, pero antes tenemos que atravesar una jungla de lodo y charcos. Llegamos empapadas. Eugenia saca dos latas de Modelo del refrigerador y las paga. Yo espero frente al estante de Marinela, incapaz de decirle que a mí no se me antoja una cerveza helada, que yo tengo hambre y preferiría unos Platívolos. Pero no. Qué mal me vería, a punto de entrar al Gran Concierto De Lujo (literalmente), con mi bolsita de galletas en la mano. Lo ideal es mantener la compostura. La tienda tiene una de esas campanitas que suenan cada vez que alguien entra. Una bola de amigos, cada uno cargando un cartón de cerveza, se divierte cruzando el umbral una y otra vez, provocando un campaneo insoportable. El viejo que atiende les dice que vayan a hacerse pendejos a otra parte. Eugenia y yo nos reímos y regresamos a la banqueta, ella saboreando su cerveza y yo dándole traguitos minúsculos, hasta que eventualmente se quema y tengo que tirarla en un poste sin que Euge me vea. La llovizna se convierte en una lluvia sucia y fría.

– ¿De veras puedo quedarme a dormir en tu casa? ¿No se enoja tu mamá?

Eugenia niega con la cabeza. Ni se va a dar cuenta, me dice. Qué alivio. Le dije a mi mamá que me iba a quedar a dormir con Andrea, mi prima. Ya mañana en la mañana le hablaré por teléfono para explicarle la movida y suplicarle que no me acuse después.

Llega una camioneta negra, de lujo. Es la camioneta de DeLujo.

– Se llaman DeLux –aclara un puberto insulso, al lado de nosotras, y se acomoda su gorra de camionero que le abarca toda la cabeza y se le resbala hasta las cejas.

De la camioneta sale un tipo altísimo, con una gorra similar a la del imberbe que nos ha iluminado con su sabiduría. Detrás de él le siguen un gordo pelón, un tipo de lentes, un flaco que no está nada mal y unos señores cargando cables y triques, o sea su staff. Todo es de lujo.

Uno pensaría que la famosa tocada está por comenzar, pero no. Todos se arremolinan junto a la entrada del local y yo pienso, mientras permanezco detrás de Eugenia, que si la entrada no sale en veinticinco pesos, como decía en el volante, yo ya valí. Sólo traigo un billete de cincuenta. Lo suficiente para la entrada, el camión de mañana y quizás un vaso de cerveza. Más no pago.

Pasan unos minutos interminables que, bajo la lluvia, nos parecen horas. Si yo ni conozco a estos desgraciados DeLux y aquí me estoy mojando de a gratis, nomás por verlos. Ni siquiera me gusta el punk. Me siento como una intrusa, frente a sus calcetines de rayitas y sus pulseras con picos y sus cinturones de estoperoles y yo que parezco que estoy lista para mi examen de admisión. Si hubiera etiqueta rigurosa para esta clase de eventos, definitivamente yo me quedaría afuera, dibujando monitos con el dedo sobre el lodo mojado.

¡Ni que fueran Led Zepellin!, grita un tipo, al final de la fila, iracundo y empapado. Todos lo estamos. Por fin abren la reja de fierro. Las mismas caras de siempre. Se sienten los promotores de conciertos de toda la maldita ciudad. No lo entiendo. ¿Ganarán algo o lo harán nada más por el deleite de cobrarnos la entrada y las cervezas, para sentirse importantes? Todos son fresitas del Tec de Monterrey que, claro, pueden gastarse todo su domingo en discos originales de MixUp y encima pasearse por la ciudad en los coches que les regalaron por su cumpleaños dieciocho y aparecerse por manadas en el cine, haciendo escándalo antes de entrar a la sala y tirando palomitas si la película no les gustó. Los odio. Están en todas partes: caminando agarrados de la mano en el centro, manejando a todo lo que da por el boulevard Bernardo Quintana, gastándose su sábado en una interminable juerga que abarca todos los antros y bares de la ciudad. Pululan. Son la verdadera epidemia de la ciudad, del país, del mundo. Son bichos y nadie los aplasta ni les echa insecticida. Incomprensible.

– Son veinticinco –me dice la pelirroja, arete en la nariz, delineador negro alrededor de sus ojos de sapo reverdecido y esa pinta de “nací con varo, pero me sublevo” y entonces me extiende su fina mano, abrazada por mil y un colguijes, por pulseras carísimas y reloj de marca. Siempre la veo. En todas las fiestas y tocadas permanece en un rincón, abrazada de su novio. Al principio. Cuando se le suben las cervezas se pasea alrededor del lugar, sin soltar al tipo que, de no ser por esos ojos inyectados y rojos, como si estuviera en perpetuo estado de narcosis, me parecería ligeramente atractivo.

Le pago. Adentro hace un calor insoportable. El espacio es pequeño: un polígono rectangular, sin esquinas, sin recovecos, sin una maldita puerta que sugiera la entrada a un baño. No. Si tienes ganas y las cervezas te hacen efecto –como seguramente sucederá–, tendrás que orinar afuera, junto a un poste, procurando que nadie te vea. Y de seguro alguien te verá. La ley de Murphy y esa mala suerte con que ciertas personas nacen, supongo.

El calor es inhumano. El aire, viciado. La gente ha empezado a exhalar e inhalar y llenar el ambiente de vapor y de humo. Porque fuman. No les importa que estemos atrapados, sin ventilaciones ni termostato. Fuman. Eugenia no dice nada. Se limpia los lentes, que se han empañado, y mete las manos a los bolsillos de su pantalón. Cuando no tiene nada qué decir ni qué agregar, usualmente hace eso. Eso y simular que chifla, mientras hace bizcos con los ojos y me mira como esperando a que yo diga algo, a que salve la situación. Pero yo tampoco tengo nada que decir y antes al contrario, empiezo a preguntarme qué hago aquí. Iban a pasar El Planeta de los Simios en el cinco. Versión original. Mejor me hubiera quedado a verla. Calientita en mi cama, comiendo palomitas, sin que nadie me moleste. Y en lugar de eso, estoy aquí, empapada y acalorada, confundiendo el sudor de mi espalda con gotas de lluvia que han resbalado por el cuello de mi sudadera. Los mismos de siempre. Las mismas caras. No sé sus nombres, ni su edad, ni a qué se dedican o qué hacen de su vida, pero los veo siempre, cada viernes, en todas las fiestas y todas las tocadas. De seguro ellos olvidan mi rostro un segundo después de verme, no importa si es la tercera, la cuarta o la quincuagésima vez que nos atravesamos. Así es esto.

Lo malo de no tener reloj es que no puedes mirar tu muñeca y hacer como que estás muy molesta porque la tocada no empieza. Sólo puedes tamborilear tu pie contra el piso, y sin embargo esto puede confundirse con un rítmico movimiento provocado por la música que pusieron, para confundir a los presentes y hacerles creer que ya van a tocar las bandas. Veamos. ‘Colchoneta’. He visto a esa banda como mil veces. Ya hasta me sé sus canciones de memoria. “Que si voy caminando por las calles de esta ciudad, que si toda la gente es igual”. Aburridos. Pero claro. Son muchachos bien, del Tec, todos ellos guapos y misteriosos y virtuosos en sus respectivos instrumentos. Antes me gustaba el baterista. Pero luego cayó de mi gracia, por algún misterioso motivo. El que canta es el líder y, por supuesto, tiene su legado de admiradoras. El guitarrista es un monote de casi dos metros y su novia es una hippiosa de pelos verdes que baila arrebatada mientras tocan, como si su música fuera un canto místico y espiritual. Les sigue ‘Lado A’. Se creen que tienen una calidad interpretativa inigualable y la verdad es que el vocalista balbucea las palabras y al final uno no sabe si la canción se trató de un amor de secundaria o de la insoportable levedad del ser. Pero no creo que sean tan profundos, de todos modos. La última banda -aparte de los lujosísimos DeLux- es ‘Truck’ y la verdad es que yo no puedo respetar a unos tipos que se hacen llamar camión y cuyas canciones no tienen letra, según ellos porque son instrumentales, pero la verdad es que no han conseguido a alguien que le dé al micrófono. Se supone que después de todo eso va a tocar DeLux. Trajeron su mercancía: gorras con el logotipo (¿un anillo de oro? Por favor), pins, playeras y tazas. Parece que estamos en Reino Aventura. No entiendo cómo es que pueden proclamar por todo lo alto ser ‘unos anarquistas’ (sic) y luego caigan en la tentación de vender baratijas. Incomprensible.

Eugenia rompe el hielo diciendo que esto va para largo. ¡No!, ¿apenas te vas dando cuenta? Se nos acercan unos tipos, chorreando agua de la ropa. Que vienen de Celaya, que sólo quieren ver a DeLux y que como lo más seguro es que salgan hasta el último, a ellos se les va ir su camión. Que si no les podemos dar alojo. Uy, no. Qué lástima y discúlpame, pero no; de hecho nosotras venimos de Hidalgo y nos vamos a quedar con la prima Clotilde y ustedes ya no caben. De veras qué lástima.

Se ve que son buena onda. Como que les gusta Querétaro, dice uno y yo no puedo dejar de pensar en cuán equivocados están. Si vivieran aquí, no les gustaría tanto. Pero no puedo decírselos, porque se supone que somos de Hidalgo.

– ¿Y de qué parte?

Pues de Hidalgo, ¿qué más datos quieren? En este momento no puedo recordar que Pachuca es la capital del estado y permanezco muda, esperando que Eugenia arregle la situación con sus chistes malos y su chiflido falso y sus ojos bizcos. Nos invitan una cerveza; ella acepta gustosa, yo me resigno. Pero hace calor y me la tomo. Luego se van, porque la plática es de veras monótona.

No hay dónde sentarse. Permanecemos de pie, escuchando por enésima vez la canción de la ciudad y de la gente que siempre es igual y los de Colchoneta no parecen percatarse de que ya todos estamos hartos de ellos y de su música. Hagan nuevas canciones, ¿pues qué es tan difícil? Además, con la lluvia afuera, difícilmente puede distinguirse una vaga melodía. Le confieso a Eugenia que ya me aburrí. Ella está de acuerdo, porque a ella sólo le gusta ‘Truck’ y es que su amigo el Chiflo toca ahí.

– ¿Pues qué hacemos? ¿Otra cerveza?

Siempre y cuando ella la pague, por supuesto. Camino a la barra, nos topamos con Humberto y su amigo el gordo. ¿Cómo puedes saber el nombre del gordo si siempre está junto a Humberto, que debe ser el hombre más apuesto de toda la ciudad? Por fortuna tomó una clase con Eugenia y le cae bien. Nos saluda y sonríe a todo lo que da. Luego habla. Mejor debería permanecer callado. Su voz es chillona e infantil, y además dice cosas doblemente infantiles. Pero no importa mucho, porque una vez que cierra la boca pueden contemplarse esos ojos verdes y perdidos y los caireles que le rozan el mentón, sin pensar en la sarta de sandeces que acaba de proferir. Ellos terminan pagando las cervezas.

– ¿Quieren salir? Aquí ya está insoportable.

Ya no llueve tanto. Salimos y, para mí, el frío es igual de insoportable. Hablamos de la prepa, de esos tiempos aquellos y del maestro Aquiles y su eterna tacita de café. De los extemporáneos y los talleres, del examen de Física II y de qué buenas estaban las tortas de la cafetería. La añoranza de tiempos que, solamente ahora, nos parecen mejores. La universidad no es lo mismo. Puedes cursarla toda sin la necesidad de un verdadero amigo. Supongo que aún estamos demasiado melancólicos respecto a la preparatoria, habiéndola abandonado apenas un año atrás. Aún no asimilamos que todas esos rostros, desde los más vagos hasta lo más matados, ahora se encuentran repartidos en todas las facultades, o en trabajos de medio tiempo, o en sus casas, esperando a que algo suceda y los despierte del eterno aletargamiento en el que sus vidas se han convertido.

Durante todo el número de ‘Lado A’ no hacemos otra cosa que platicar sobre películas. A ellos les encantan las de acción; a Eugenia le aburre cualquier género y yo prefiero decir que sí a todo. Ésta: buenísima. La otra: aún mejor. Aquélla: un clásico. Así no van a pensar que soy una payasa o una pedante, como suele suceder.

No sé si son las cervezas, el frío de afuera o el ambiente sofocante de adentro, pero me parece que Humberto está más cariñoso que de costumbre con Eugenia. Se ríe de sus chistes malos y ambos sueltan sonoras e irritantes carcajadas a la menor oportunidad. El gordo –que se llama Juan Carlos, según acabo de escuchar– permanece inmóvil, con una sonrisita críptica pegada a la jeta, que me pone de nervios. Nos rolamos una caguama de Sol que Humberto sacó de su coche y así nos la pasamos, en abierta fraternidad y humana solidaridad.

Antes de advertirlo, el Chiflo se nos ha unido. No aporta nada, pero igual reímos. A veces ni siquiera alcanzo a escuchar, pero igual me muestro divertida, como si en mi mundo no hubiera nada más importante que el aquí y ahora, y no una bola de simios educados y segregacionistas. Y su planeta del futuro.

De esta manera descubro que el Chiflo vive justo al lado del polígono deforme y sin baños que hace las veces de foro musical. Entonces le pido que por favor, ¡por favor!, me deje entrar a su baño. Muy amable me dice que sí y hasta me acompaña. Su mamá está en la cocina haciendo gorditas y me comenta de pasada que ya está acostumbrada al ruidazo de “estas pinches tocadas”, como ella las describe. Cuando salgo, no veo ni al Chiflo ni a la señora y me embeleso observando recuerditos de quince años y bodas, en los jugueteros de la sala. De pronto siento una mirada pesada sobre mí; lo sé aún estando de espaldas a quien me mira. Es Lorenzo.

Debe haber notado mi mueca de sorpresa, pues en seguida me explica que él es hermano del Chiflo.

– ¿No lo sabías?

No. No lo sabía. Me pregunta por qué no me he aparecido en el taller de cine.

– He estado muy ocupada –le miento.

Dice que la otra vez vieron ‘One Flew Over the Cuckoo’s Nest’ y que todavía está shockeado. Me maldigo por dentro y procuro cambiar el curso de la conversación: una trivialidad no puede hacerme sentir doblegada. Aún no proceso la información que acabo de recibir. Los atrapados sin salida y Lorenzo hermano del Chiflo. No se parecen nada… ¿Y él quién carajos es para saber más que yo? No me queda otra opción más que emprender la graciosa huida. Es mi recurso predilecto en situaciones como ésta.

– Voy a buscar a Eugenia.

Huyo. Lorenzo frunce el ceño –supongo– y permanece recargado en la pared, demasiado intelectual, demasiado digno como para darse una vuelta por la tocada. Como salgo dando tumbos, en el patio tropiezo con una maceta y la tiro. No se rompe, para mi fortuna, pero la tierra mojada se esparce por el piso. Me agacho y la recojo con las manos y luego arrastro la tierra que queda con el pie. Es un desastre. Junto a la reja están los amigos de Catalina, la hermana del Chiflo y –apenas lo descubro– de Lorenzo también. Me miran en complicidad y, con un gesto cómico y patético a la vez, les ruego que no digan nada.

Afuera Eugenia sigue charlando con Humberto y el gordo y descubro que se entretienen entrando y saliendo del rectángulo, puesto que los lentes de Eugenia se empañan y desempañan con una rapidez asombrosa. Y les da risa. Yo también quiero ver. Después de tres veces, el juego se torna aburrido. El gordo propone retirarse en cuanto antes y ‘caerle a una fiesta en la Burócrata’. Eugenia acepta y no me queda más remedio que hacer lo mismo. Y su celular suena. Es Maribel, hablando desde un bar de mala muerte, exigiendo que la acompañemos en su borrachera. Pero ingenua he de ser. Apenas me doy cuenta de que Eugenia está borracha también y no articula ninguna idea y ninguna frase. No sabe cómo responderle. No sabe cómo colgarle. Le arrebato el celular y hablo con Maribel.

– Estamos Yajaira y yo en una cantina por la Cruz, ¿no quieren venir? –me dice.

No. No queremos ir. Le propongo en cambio que ellas vengan, que nos veremos en la Burócrata en media hora. A regañadientes acepta. Doblo el aparato por la mitad. Los teléfonos celulares son curiosos. Este, particularmente.

Eugenia me mira con los ojos inyectados. Explico brevemente la situación. Caminamos hacia el coche de Humberto, estacionado cerca de la tiendita de la campana. El gordo va a manejar. Pues lo que sea. Humberto y Eugenia atrás, hablando de bajos y cellos, de la banda tal y el concierto fulano; mientras el gordo mantiene la vista pegada a la carretera y yo asumo el inútil papel de copiloto. Me siento incómoda, pero lo oculto. Me río, aunque no digan nada. Soy condescendiente y a todo digo que sí y todo me parece gracioso: la vida es un carnaval y de todos modos algún día moriremos.

El gordo es un auténtico cafre. Casi nos estrellamos por el Circuito Moisés Solana. Otros cafres, no menos enjundiosos, le metían al acelerador con el mismo ímpetu que el maldito gordo. Pero la libra y no hacemos más que reír. Yo, por dentro, estoy al borde del colapso nervioso: los miro con rabia, con las encías brillantes y los ojos achicados, soltando unas carcajadotas estúpidas y atroces. ¿Cómo pueden reírse, si casi se parten su mandarina en gajos? ¿Qué no ven que en esta vida todo es pasajero y efímero, que la vida misma es un cristal frágil que se rompe a la menor oportunidad? Pero me río, qué más da.

El gordo da vueltas, Humberto le indica alguna dirección y llegamos a una callecita empinada. Estoy a punto de bajarme, cuando el gordo se me adelanta y me dice por la ventanilla que aquí no es. Aquí son las chelas clandestinas, faltaba más.

Regresa con dos caguamas Indio bien frías. Las acomodo en mi regazo y a los dos segundos ya estoy tiritando. Malditas cervezas heladas, pienso, y este pensamiento ocioso y negativo me produce una calma enternecedora, como si súbitamente yo fuera superior a ellos, como si a mí las chelas me hicieran lo que el viento a Juárez y la adolescencia no fuera más que un paréntesis que he de recorrer por la sola y absurda razón de que el cuerpo humano se compone de fases. En lo que a mí concierne, pueden tragárselas todas y terminar en el hospital por congestión alcohólica. No me importa un carajo.

La casa de la supuesta fiesta está dos cuadras adelante. La reja está abierta, así que nos metemos con toda la naturalidad del mundo. Desértico. La sala, a oscuras. La música, nuestra respiración. Aparece la anfitriona con cara de pocos amigos, pero esforzándose por sonreírnos. Entiendo. Sus papás están de viaje o una mafufada por el estilo: toda la casa es suya. Escucho voces desde la cocina, pero evidentemente no me atrevo a hacer acto de presencia y saludarlos. Después de todo, no soy más que una gorrona más. Nos sentamos en los sillones de la sala: de esos de madera que tienen cojines de tela encima, al estilo rústico. Eugenia no ha dicho palabra y hasta me preocupo. O se le bajó o para ahorita anda de lo más briaga. En la mesa hay nueces. Abrimos la primera caguama y la rolamos. No hay música. Sólo nosotros (la anfitriona ha desparecido de nuevo). El gordo aplasta una nuez con su zapato y me la ofrece. Sí, gracias. Con el hambre que tengo, hasta una triste nuez es bienvenida. Humberto rompe una con sus dientes y en fin, que nos la pasamos tomando chela y comiendo nueces, sentados en los silloncitos rústicos y hablando de naderías. Me imagino que estamos en una de esas películas setenteras de vedettes y cabarets, con galanes estilo Mauricio Garcés tomándose una copita de coñac al ritmo de una rola de Napoleón. Bohemísimo. Charolas de tecate y manteles de cuadritos. Señoras que bailan pegaditas a un viejo panzón y patilludo. Humberto que le toma la mano a Eugenia y yo que no lo creo. Me parece que sólo esperan a que el gordo y yo desaparezcamos para que ellos hagan lo suyo y básicamente lo suyo sería fajar durante un buen rato. Voy al baño. El pasillo conduce a la cocina y veo siluetas de hombres sentados en una mesa, con la anfitriona como pieza principal, exhibiendo sus encantos y celebrando lo que aquellos digan. El baño, un cuartito debajo de la escalera. Trapeadores, cubetas y productos de limpieza: por lo que veo nadie debe usar este baño. Es una vil bodega.

Una vez terminados los menesteres propios del lugar, me dispongo a abrir la puerta. Y sucede que está atorada. La empujo, la pateo y me pongo histérica. La anfitriona por fin se acerca y me dice desde el otro lado que tengo que girar la perilla en la dirección contraria. Pero yo en mi desesperación no escucho nada y sigo con mi empujadera. Lo repite. Y casi lo grita. Por fin capto y logro salir. Los de la cocina se ríen. Que se ríen, se burlan. Es obvio. Digo, la torpeza se me da. No hay por qué negarlo.

El gordo me espera, por alguna razón. Su rictus entero se ha transformado en una perenne sonrisa estúpida y sus ojos en dos canicas amaestradas que vigilan cualquier movimiento mío. Que si tengo novio. , le contesto. Ah, no lo sabía. Pues ya lo sabes. ¿Quién es? No lo conoces. ¿Qué tal que sí? Lo dudo. Pruébame. ¿Qué te pruebo? A ver si lo conozco. Te digo que no. Ándale. Pues se llama Armando y tiene una tienda de artesanías en el centro. Ah no, no lo conozco. Te dije. ¿Y lo quieres mucho? Y a ti qué te importa. Sí me importa. ¿Y por qué chihuahuas te importa? No, nomás preguntaba. Pues no preguntes. Oye, ¿y por qué eres así? ¿Así cómo? Como mala onda. ¿Mamona? ¡No!, no quise decir eso. ¿Entonces qué quisiste decir? Pues que eres medio… medio difícil. Chingá, ¿y cómo quieres que sea? (esto no lo dije, pero lo pensé). Pero también eres como muy interesante. Pues gracias. De qué. Va. ¿Y luego? ¿Y luego qué? Pasó un borrego. Ah. ¿Ya te aburriste? ¿Qué, se me nota? Algo. Pues mejor. ¿Dónde vives? En mi casa. No, ¿pero en dónde? ¿Y para qué quieres saber? Por si tengo que llevarte. No, gracias. En serio. Que no. Bueno. Voy al baño. ¿Otra vez? La chela me hace daño. Sale, va.

Me levanto. El gordo es una plasta, encima de todo. Mi plan es permanecer en el baño unos buenos quince minutos y luego decirle muy sutilmente a Eugenia que “ya es muy tarde”, a ver si capta el mensaje. Pero antes de llegar al pasillo, su celular suena. Como sé que su condición es deplorable, corro hacia ella y lo contesto yo. Es Maribel. Que dónde está la casa. Pues no sé. Le pregunto a Humberto y luego a la anfitriona y todos terminan diciendo que es la calle tal, número tal, como si la fiesta estuviera de veras animada como para traer más gente. Ingenuos.

Prefiero esperar a Maribel y a su amiga Yajaira afuera, en la calle. Suena de nuevo el celular (decidí cargarlo yo). ¿Dónde estás?, pregunta. En la calle, contesto. Yo también, replica. No la veo. En cambio, noto un grupo que se aproxima hacia mí. Ten cuidado, le advierto. Parecen una bola de chacos, caminen con cuidado. –Yo no veo a nadie. -Están aquí enfrente de mí, insisto. Cuando decido meterme de nuevo a la casa, advierto que el grupo de chacos son en realidad Maribel y Yajaira… caminando con unos chacos, amigos de la última.

Ah, son ustedes. -Ah, esa eres tú; debí reconocer esos cabellos parados. -Gracias por el cumplido. -De qué.

Maribel me abraza en cuanto me ve. ¡Cuánto tiempo, qué milagrazo, estás cambiadísima…! Yajaira se ríe de lado y el piercing de su labio se tuerce de un modo que me parece, honestamente, repugnante. Los chacos permanecen atrás, y me saludan levantando la ceja. Hago lo mismo. En eso estamos cuando Eugenia emerge de la reja, alardeando del regocijo que le provoca ver a Maribel de nuevo. Antes de acercarse a ella y abrazarla, sin embargo, vomita sin remedio sobre la banqueta. Uno de los chacos, obeso como costal relleno de papas y tatuado como postal navideña, suelta una ruidosa carcajada que, lejos de parecerme hilarante, me pone en un ánimo francamente iracundo. Tomo la ofensa como propia, aún cuando Eugenia trastabilla y se disculpa con grotescas risotadas. Maribel suelta un comentario cómico y la situación se relaja un poco, pero yo no puedo dejar de mirar con odio al chaco barrigón. Entro a la casa, voy al baño y saco un trapeador, procurando por supuesto que la anfitriona no se dé cuenta. En el patio hay una cubeta con agua y la arrojo hacia la vomitada, empujando los restos con el trapeador. El obeso sigue con su batea de babas. ¡Qué asco!, dice, y entonces sí me prendo. No te hagas el digno, chaco de mierda. Me mira asombrado. Yo misma estoy asombrada. Lo dije más para mí y, sin embargo, el aludido alcanzó a escucharlo. Qué satisfacción. Qué ganas de ser así más seguido.

Cuando entro de nuevo, Humberto está completamente dormido en el sillón y el gordo tomándose los restos de las caguamas, sin inmutarse. Escucho las voces de Eugenia, Maribel y Yajaira, que están en el baño. Me acerco. Euge, en cuclillas, le explica a Maribel que “no está borracha, sino ligeramente mareada”. Yajaira, para variar, se ríe entre dientes y torna los ojos cuajados de maquillaje hacia el techo. Me acerco. Eugenia parece consolarse sólo de verme. Dile que no estoy borracha, me ordena. Antes de abrir la boca, por un reflejo, volteo hacia la cocina. Y ahí está. Lo miro absolutamente anonadada. ¿Qué hace él aquí? Sólo estoy mareadona. ¿Cómo no lo vi antes? Ayúdame a levantarme. ¿Me habrá visto? ¿Y tú me estás escuchando? La tomo de los brazos, sin despegar la vista de la cocina. Erguido y con la cabeza en alto parece mucho mayor, exhalando humo de tabaco y observando a la anfitriona que le dice cosas al oído. Esboza una sonrisita, que juzgo cínica, y se recarga de nuevo sobre la silla. No me ha visto, estoy casi segura.

– ¡Es que ya se descubrió el pastel! –sentencia Maribel, mientras saca unos pañuelos desechables de su bolsa.

– No digas sandeces –dice Yajaira y me doy cuenta de que es la primera vez que abre la boca en toda la noche.

– ¿Cuál pastel?

Que la mamá de Eugenia ha estado hablando a casa de Maribel, por horas. Que dónde están. ¿Acaso no iban a quedarse a dormir todas en el mismo lugar? –El celular está apagado. -No es cierto, lo traigo yo. –Entonces la vieja miente (me lo dice con voz queda, para que Euge, ahora sentada en el excusado, no escuche nuestra conversación). –Pues yo no sé. -Pues yo tampoco. Eugenia se levanta torpemente y exige una explicación al descarado secretío. –Tu mamá ya te cachó. -No inventes. -No invento. -En serio, no inventa. -¿Y ahora?

– Llamen un taxi –propone Yajaira, con fastidio. Luego se mira las uñas pintadas de negro y se saca la mugre metida, silbando y arqueando las cejas.

Eugenia se rehúsa, pero Maribel la convence. Yo, mientras tanto, sigo embelesada observando anónimamente a quien tantas veces recogió mi víscera cardiaca del suelo, la sanó y luego la mató; la sanó y la mató, la sanó y la mató…

– ¿Qué ves? –pregunta Eugenia, siempre al tanto de mis reacciones.

Cierro los ojos. De pronto, el mundo ha dejado de girar en torno al viernes, a este viernes. Advierto mi posición en este mundo, mi nimia importancia, la inexistencia de lo divino, la sinrazón de la vida. Todos los viernes salgo en busca de una aventura: a veces lo logro, a veces no. Hay noches en las que termino durmiendo en el jardín de un tipo que acabo de conocer, aferrándome a la creencia de que así es la adolescencia, de que así es como debe ser. Hay noches en las que termino completamente borracha y deprimida, llorando en un rincón, reprendiéndome por mi ausencia de carácter. Todos los viernes busco una fiesta, una tocada, una reunión, lo que sea. Y todos los viernes, en algún punto de la noche, comienzo a hacerme las mismas preguntas. ¿Qué hago aquí? ¿Quién soy yo? ¿Por qué no me quedé en casa haciendo otra cosa? Encuentro la lucidez más absoluta en medio de un estado etílico. O… No sé divertirme. Quizás ésa sea la respuesta. Me engaño y me digo que hoy será diferente. Que no tengo por qué ver a Armando, que él lo entenderá. Me zafo de sus abrazos y de sus besos ensalivados, conteniendo la ira y el asco, obligándome a sentir algo. A ser normal. Espero a Eugenia todos los viernes, prometiéndole que esta noche ambas alcanzaremos el clímax al unísono. Y luego ella ríe y baila, se pasea alrededor del lugar y yo no hago más que hundirme en mi rincón, envidiando esa capacidad que tiene ella de desconectarse del mundo entero, de ignorar lastre alguno.

– Nada –le digo–. No es nada.

Maribel ha hablado a dos taxis de sitio. Ahora están esperando en la calle. No nos despedimos de la anfitriona, ni de Humberto, ni del gordo, ni de él. No sé por qué, pero de pronto tengo la sensación de que ya sabe que estoy aquí. Puede sentirme, de la misma forma en que yo lo siento a él. Y no hago nada al respecto. No hago nada porque, cuando pude hacerlo antes, me quedé de brazos cruzados. Ya es tarde.

Antes de tomar su taxi, Eugenia tropieza y cae de rodillas frente a la puerta. El taxista la ayuda y yo le prometo que le hablaré, que va a estar bien, le digo que no tenga miedo. Conozco su mirada: sabe lo que la espera. Sabe de los regaños, sabe de la infamia, de la humillación y el castigo que la esperan. Sabe de todo eso y de otra cosa más, que yo intento ignorar: la he traicionado. Me ha rogado miles de veces que no vuelva a caer, que no la deje nunca, que no la traicione. No lo dice pero, es evidente, no esperaba que yo me largara con Maribel y su amiga Yajaira. Suena trivial, pero encierra las terribles paradojas de la amistad. He roto un pacto que juramos sólido e inquebrantable. Me voy con alguien más. La dejo sola, la entrego a las huestes enemigas.

– No te preocupes –murmura Maribel, mirándome de frente– Todo está bien.

Todo está bien. Enorme consuelo. Las sigo, ¿qué otra cosa me queda? El mundo es tan efímero, tan inexplicable y absurdo que… las sigo. Voy detrás de ellas. Maribel toma el control de la situación y Yajaira me mira como su subordinada. Estoy a sus órdenes: haré lo que digan, me dejaré guiar por su palabra. Abordamos el taxi. Ha llegado el punto en que tomo conciencia de mí misma, en que dejo caer una risotada y luego me torno melancólica mientras miro por la ventanilla. La ciudad es tan pequeña, pero la gente me parece tan grande e inescrutable… No pregunto por los chacos; me alegro de que no nos sigan. No pregunto por Eugenia; me alegro de que no esté aquí. Me alegro de no tener que cuidarla, aunque nunca tenga la obligación de hacerlo; me alegro de que su noche se haya acabado ya y la mía apenas comience.

– ¿A dónde vamos?

A una fiesta.

– ¿Quién se murió? –pregunta Yajaira clavando sus ojos en los míos.

No entiendo.

– Parece que vienes de luto.

Ahora lo entiendo. Mantengo viva la ilusión de que no estamos solos en el microcosmos, de que no sólo somos organismos pluricelulares que nacen, se reproducen y mueren. En polvo eres y en polvo te convertirás. Ahora lo entiendo: todos los viernes… son viernes de luto.

Los extremos de la noche

Joaquín la miró dormirse. Estaban en un hotel en la Roma, era ya de madrugada y la habitación olía a plástico quemado. Esto lo desconcertó: creyó haber notado un olor a viejo apenas abrieron la puerta, pero la sensación se evaporó casi inmediatamente.

De súbito, sin que ningún factor importante incidiera en ello, recordó la primera vez que se acostó con alguien. La sensación fue vívida y precisa. Tuvo en la punta de la nariz el olor a látex de los condones y luego el golpe, entre salado y amargo, del sexo una vez que lo tuvo abierto frente a sus ojos.

Después le dieron ganas de llorar. Con este recuerdo vinieron otros, más antiguos. Lo primero fue una calle larga y angosta; estaba desierta y llena de basura. Después la reja de la preparatoria y algunos rostros amigables de antaño. Sintió que los ojos se le aguaban y entonces un estado de beatitud lo envolvió desde la punta de los pies hasta la frente. Hacía calor. Pero se dijo que si podía recordar todo eso y verse en aquella situación entre incómoda y molesta de no poder lograr una erección, no todo estaba perdido. Todavía tenía algunos escrúpulos y un poco de decencia, si es que eso importaba un poco.

De los recuerdos ligados llegó al momento en que conoció a la chica que dormía plácidamente a su lado. La miró una vez más y se le ocurrió de repente que era una desconocida: dormida, ajena, fue como si ese rostro al que se había acostumbrado en los últimos meses no fuera más que la careta de alguien totalmente extraño. Se sintió incómodo; situación que aumentó cuando reparó en que los pies de ella sobresalían de la cama. Había poca luz (apenas una lámpara de la avenida que arrojaba un haz directo a su almohada) y tuvo que entrecerrar los ojos para admirar mejor aquello. No cabía duda: Argelia tenía unos pies tan enormes que no cabían en el colchón. Le pareció un poco cómico, y quizá un poco aterrador también, nunca haberse dado cuenta de ese detalle. Tantas veces habían dormido juntos, incluso en circunstancias totalmente favorables, y sin embargo él nunca había notado que su amante tenía unos pies desmedidamente grandes.

– Jodidamente grandes –corrigió con un hilo de voz.

Continuó mirándola en la penumbra. Tenía el cabello muy fino, como fideítos quebradizos. La nariz afilada, pero respingada en la punta: eso fue lo primero que llamó su atención. Con algo de suerte podían observarse los vellos en las mucosas y a Joaquín eso le parecía excitante (un fetiche oculto, le dijo un amigo alguna vez). Los labios eran la mejor parte, sin embargo. Algo en ellos siempre húmedo y expectante, como una invitación manifiesta, cínica de ser besados. Y el cutis de un adolescente afortunado… El término le parecía idiota. Una piel apenas expuesta, no perfecta, pero lozana. Como si respirara.

La amaba un poco, por eso. Tenía un aire… ¿vikingo? Otra definición idiota. Caminaba bruscamente y era algo torpe: muchas veces le había sucedido que, sentados en un restaurante, Argelia derramara las bebidas o se golpeara la rodilla con la pata de la mesa.

Sus piernas estaban llenas de moretones.

Y sus pies, esos pies enormes que apenas ahora veía en su justa dimensión, tan antiestéticos a pesar del calzado femenino que invariablemente los cubría.

Recordó después que, el día que la conoció en la oficina de un proveedor, Argelia llevaba unas zapatillas estampadas de leopardo. Era imposible no notarlo (y es probable que ese sea el único calzado de ella que Joaquín identifique con precisión) y Argelia parecía orgullosa de despertar esa vaga curiosidad.

¿Cómo algo tan frágil podía cubrir algo tan monstruosamente grande?

Y así fue que llegó el pensamiento.

Rápido, volátil, implacable y sombrío.

Todo esto pudo maquinarse en menos de un segundo: el pensamiento se formula mucho más rápido de lo que puede manifestarse en palabras.

Sintió que una mano se le adormecía. Joaquín volteó hacia la ventana y alcanzó a distinguir un anuncio de Coca-Cola a 300 metros. La impasibilidad de la ciudad lo tranquilizó. Pensó en la avenida moteada de árboles, las banquetas anchas y cuarteadas, los aldabones de algunas casas antiguas y los cafecitos en los que solía desayunar con Argelia, con lo que le vino una sensación de hambre insoportable.

Movió la mano.

De nuevo apareció la reja oxidada, color rojo sangre, de la preparatoria. Un martes a mediodía, con los salones desiertos, y una bola seca en la garganta. Sabía que estaba un poco borracho y sabía que eso era lo que menos le importaba; algo dentro de él se había fracturado para siempre.

Un puñetazo en el estómago, tan real que Joaquín tuvo que enderezarse sobre la cama.

Estaba sudando. Se levantó, caminó hacia el lavabo y se mojó la cara repetidas veces. El chapoteo del agua hizo que Argelia se revolviera en su lugar y gimiera un poco, pero no despertó. Joaquín se sintió aliviado por ello y de pronto no supo por qué. Se recargó en la pared, débil, y la observó de nuevo.

Todo tenía una razón.

Frente a sus ojos estaba su sonrisa de niña perdida. También estaba el modo en que desviaba la mirada cuando algo la abochornaba. El pudor una vez desnuda.

La odió tanto por mentirle.

Se dejó caer sobre la alfombra.

¿Era igual a esa decepcionante primera vez?

La sensación de vacío, el sudor en la espalda, la boca seca, los puños crispados. Durante dos años se repitió que todo era culpa de la borrachera y apenas cuando tuvo una novia constante pudo olvidar (¿olvidar? Sólo una cosa no hay: es el olvido, había dicho Borges una vez) la vergüenza, quizá insulsa, de sentirse un maricón frente a una mujer.

Sí, fue muy cruel, y pudo entenderlo siendo un adulto.

Todo estaba superado ahora. Volvió a la cama, se acostó y le dio la espalda a Argelia. Intentó dormirse, pero en la duermevela lo asaltaban imágenes de una gran pelea con su amante y casi podía verse con la nariz rota y la sangre manando a chorros por su camisa. En una ocasión saltó al imaginar a los de la oficina literalmente muertos de risa al verlo al día siguiente con la camisa ensangrentada y los coágulos macerados en el labio.

Y todo un torrente de maledicencias.

La mataría, por deshonesta. Y él que la amaba: la había llevado a un congreso en Acapulco, le había regalado un vestido carísimo que ni en sueños hubiera pagado, la hacía acompañarlo a las fiestas de la oficina (la cena de diciembre y la conmemoración del aniversario y cuando todos celebraron en un restaurante marroquí por una cuenta que creyeron inalcanzable) y además la presumía sin tregua alguna.

¿Cuántos no debieron advertirlo antes que él?

Se odió a sí mismo, mucho más de lo que creía ya odiarla a ella.

Y lloró. Esta vez fue un llanto entrecortado, plagado de manerismos, que le recordó el momento más humillante de su vida y cómo lo confrontó llorando como un imbécil.

Esos pies. Esos pies tan extraordinariamente grandes simbolizaban su derrota. Esa fractura que nunca había sanado del todo.

 

Cuando Argelia despertó temprano por la mañana, Joaquín la esperaba sentado en un sofá frente a ella.

Supo de qué trataba cuando él le dijo, sin mover las pestañas:

– Es hora de golpearnos de hombre a hombre.

Apenas una niña

Tú también eras apenas una niña cuando te conocí. Acababas de entrar a la universidad, lo que significa que ya tenías tu buena dosis de vida recorrida. Sin embargo, a mis ojos, siempre fuiste una niña. Supongo que en eso residía el encanto de mi atracción por ti.

Eras una alumna regular, ni buena ni mala, y creo que fue un error de mi parte abordarte desde el ángulo académico. Yo no tenía ni un año en Santiago, acababa de hacer una maestría en Filología Hispánica en Madrid, y la sangre me hervía por poseerte. La clase era, aún lo recuerdo, “Las Grandes Corrientes de la Literatura Iberoamericana”: nombre ciertamente pretencioso para la hora y media que empleaba en divagar sobre los vericuetos de la vida y mirar tus piernas desnudas en el otro extremo del salón de clases.

Decías que yo tenía un cierto parecido a Zapata, pero ahora sé que era el único personaje mexicano que conocías y que por tanto me asociabas con él y esperabas de este modo congratularte un poco con el tipo pedante e ingenuo que yo solía ser.

No rechazaste mi primera invitación, pero me dejaste plantado en el cafetín a un costado del Palacio de la Moneda. No dije nada apenas te vi en la universidad al día siguiente, pero te devolví un ensayito humilde que habías hecho con un siete en tinta roja. También escribí, a un costado de tus notas bibliográficas, “Y la próxima vez procure no quedarme mal”.

Te llevé al cine Hoyts dos semanas después, pero ya no recuerdo ni qué película daban. Empleé todo ese tiempo en besarte el cuello y acariciar tu antebrazo, embriagado por esa mezcla de perfume dulzón y esencia femenina que desprendías con cada aspiración. Me atraía sobre todo esa inocencia perversa de tu conducta, ese aire de niña mojigata que en la oscuridad de la habitación accedía a todas mis órdenes y depravaciones. Y luego era realmente excitante mostrarme desenfadado en el aula, mirarte con lujuria y luego preguntarte, sin el menor recato, qué opinabas de El sí de las niñas y otras obras que por supuesto no te habías tomado la molestia de leer.

No sé si alguna vez estuve enamorado de ti. Casi tengo la seguridad de que nunca lo estuve. Al cabo de cuatro meses se había esfumado la chispa y no podía dejar de verte como la niña idiota que suponía eras y entonces me retraje al grado de evitar tu presencia en la medida de lo posible. No sé, no me lo preguntes, si alguna de esas veces tuve el mínimo indicio de culpa. Supongo que, después de extraer todo el jugo de tus entrañas, dejé de encontrarte atractiva y deseable. Sencillamente, habías dejado de ser un enigma para mí.

El siguiente semestre tuve que regresar a México, en plena crisis del 94. Empaqué mis cosas, renuncié a la universidad y tomé el primer avión disponible. No supe de ti más y me entregué a mis nuevas ocupaciones, que incluían un puesto burocrático y la coordinación de un suplemento cultural en un periódico apenas emergente. Con toda franqueza, tu recuerdo llegaba sólo en los momentos de mayor lucidez, los que ocurrían raras veces. Eso me permitió concentrarme en lo verdaderamente importante: ganar fama intelectual y conquistar veinteañeras ilusas no bien la ocasión se presentara propicia.

Una vida envidiable en lo aparente, ¿no te parece?

Es tan extraño lo que ha sucedido con nosotros. Hace algunos años me enteré que habías publicado una novelita de dudosa calidad y que vivías de forma decorosa, lo que me tranquilizó en cierta medida. No sé por qué. Ahora comprendo que los años (y la madurez que debía llegar con ellos, aunque en mi caso aquél era un proyecto irrealizable) me habían enseñado el poder de la culpa y le retrospección.

¿Y qué sucede?

Regreso a Chile después de casi quince años y me encuentro contigo convertida en una mujer adulta y autosuficiente. La noche que recibí tu llamada, en el hotel Fundador, apenas pude reconocer tu voz. Más que eso: me sorprendió, de una forma agradable, el modo en que te expresabas ahora. No cabía duda de que eras una mujer instruida y experimentada. De pronto quise poseerte de nuevo y comprobar si aún conservabas ese olor tan específico que solía excitarme tan gustosamente.

Me citaste en el restaurante del hotel. Pensé, si me permites tal ingenuidad, que buscabas atraerme de nuevo con la nueva mujer que eras y que acaso la llamada significaba un regreso evidente a nuestros escarceos eróticos.

Sin embargo, al verte atravesar el amplio salón del restaurante, me encontré con una mujer apagada y prematuramente envejecida. Quise contener mi emoción, pero todo lo que afloró de mí fue la llana decepción. Incluso llegué a pensar (recuerdo amargo y súbitamente estúpido ahora que lo sé todo) que sería mejor no aceptar propuesta alguna de tu parte y fingir que yo me había casado en México y que había inaugurado la sana costumbre de la fidelidad.

No esperaste a que trajeran los cafés. Lo soltaste ahí mismo, con la mirada gacha.

– Tu hija acaba de morir.

No entendí. No quise entender. Procediste a explicar luego que esas noches en moteles (a los que yo previamente te había arrastrado con toda alevosía y ventaja) habían terminado en lo único bueno que te había sucedido en la vida. Y lo recalcaste: “lo único bueno que he tenido en mi vida”.

Sólo atiné a decir:

– Pero… pero entonces era una niña.

– No había cumplido los quince –dijiste sin despegar la vista del mantel.

Quise preguntar tantas cosas. Luego quise gritarte, pero comprendí casi de inmediato lo imbécil que hubiera sido aquello. No revelaste su nombre y yo no me atreví a averiguarlo. Permanecimos en silencio hasta que el mesero vino y dejó las tazas sobre la mesa. Las miré sin emoción. Iba a decir: “No te creo”, pero luego pensé que era absurdo hacerlo. ¿Por qué mentir ahora, después de tantos años? Quizá la venganza… Pero tú no eras capaz. Tú no eres capaz de tantas cosas, Gabriela, y ahora lo sé.

Qué hubiera dado por saberlo entonces.

 

¿Es absurdo pedir perdón? Tu visita me hizo olvidarme hasta del propósito que me hizo regresar a Santiago. Espero no tomes esta breve nota como un recurso grosero de mi parte, ni como la escapatoria fácil que, sospecho, en el fondo es. He permanecido la mañana entera recluido en la habitación del hotel, con las cortinas cerradas, y a pesar de que lo intento, no puedo hallar una explicación a los hechos. Me he decidido por este recurso vulgar (espero el camarero te haya entregado la nota con la mayor discreción posible) y, aunque sé que no lo merezco y es lo menos que puedo pedir, he resuelto hacer una última petición:

Por favor, antes de irte, deja su nombre escrito en el papel.

Envío, de Juan García Ponce

Muchas veces despierto pensando en ti. Es absurdo. No ocurría cuando estábamos juntos y ahora apareces como una imagen que me rodea y en la que me pierdo hasta que poco a poco se disuelve y el día empieza en verdad libre ya de tu recuerdo. Mientras la imagen está presente no siento alegría ni tristeza, nostalgia ni arrepentimiento. Nada más estás. Quizás esa es tu fuerza durante esos breves momentos. Supongo, imagino, porque es probable, que a ti te ocurre lo mismo. Nadie se desprende por completo de su pasado. Pero yo no quiero evocarte, sino tan sólo asentar que muchas veces despierto pensando en ti. Traducido con exactitud esto equivaldría a afirmar que muchas veces, al despertar, por la mañana, te conviertes en mi pensamiento y si me sorprendo es porque entonces me doy cuenta de que nunca supuse que ibas a ocupar un lugar en él. “Quiero estar contigo porque sí. No espero nada”, decías y además lo cumpliste siempre. Pero si tal vez fue cierto para ti, a mí no me ha ocurrido lo mismo. Es imposible vivir sólo en el presente. El pasado no permanece como lo que fue, lo vence el olvido; pero su triunfo consiste en una transformación dentro de la que sus huellas son mucho más poderosas. Si trato de precisar de qué manera despierto pensando en ti al recordar ese momento tengo que corregirme y asentar que primero no aparece una imagen sino una pura sensación, que además no es la sensación de nada, sino algo que reconozco como tu presencia en mí. Sólo entonces alguna imagen se une de pronto al reconocimiento. Te veo –¿pero desde dónde te veo, cómo es posible que te vea si no estás, si lo que veo en verdad al abrir los ojos para ver, son algunos muebles y las paredes de mi cuarto, las ventanas cuyas cortinas he dejado abiertas y el árbol más allá y tú ni siquiera conoces este cuarto, nunca has estado en él más que cuando te veo y tú no sabes que te veo?–; sin embargo, te veo. ¿Para qué interrogarme sobre algo tan banal? Todos somos capaces de imaginar y entre muchas otras cosas lo que alimenta nuestra imaginación puede ser el pasado. Pero, a pesar de la banalidad, ¡qué extraño es poder verte con sólo imaginarte y, sin que mi voluntad intervenga, a la que imagino sea a ti! Estás con un traje de baño amarillo de dos piezas junto a la alberca de un club privado, un club muy exclusivo porque tú eras –debes serlo todavía pero eso ya no le importa ni siquiera a mi recuerdo desde el que el pasado siempre es presente– muy rica. Me habías llevado ahí el tercer día que salimos juntos. Y ahora me doy cuenta de que lo que veo al imaginarte, antes de que el recuerdo se transforme en una sucesión de un tiempo que ya no existe y la imagen se pierda, no es el momento en el que tuve la visión tuya con un traje de baño amarillo junto a una alberca en un club privado, sino una fotografía que he perdido o que nunca tuve porque tú te quedaste con ella que nos tomó la mujer de la pareja que iba con nosotros y que nos servían un poco de alcahuetes, porque al verte, sentada junto a esa alberca, yo estoy sentado también a tu lado y uno no puede verse como si hubiera tenido ocasión de verse desde afuera ni siquiera en el recuerdo. Eso sólo puede ocurrir en una fotografía.

No sé cuál es mi propósito. Ignoro por qué me he confesado que muchas veces despierto pensando en ti. Quizás quiero utilizarte como pretexto para contar una historia, ¿pero qué interés puede tener esa historia, hubo una historia entre tú y yo? Tiene que haberla habido porque toda sucesión de acontecimientos va creando una trama y tú y yo vivimos, tal vez sin darle importancia pero viviéndolos porque nos atraía estar juntos, una serie de sucesos.

No se trata entonces de recuperar nada. Ya te lo dije: no quiero evocarte. Sólo se trata de que algunas veces estás presente y no puedo dejar de reconocer que hay una historia que es nuestra historia, aunque ya no esté en ningún lado, del mismo modo que yo no sé dónde estás ahora y lo más probable es que a ti no te preocupe en lo más mínimo, más que si acaso en algunas remotas y fugaces ocasiones, dónde estoy yo. Juntos ya no existimos. Eso debe ser lo único que me seduce, que me atrae y me conduce una y otra vez al deshilvanado tejido de mis recuerdos: vernos como si ya no existiéramos. Algún día, en efecto, ya no existiremos y sin embargo, para nadie, para el recuerdo de nadie, los aspectos que nada más tú y yo podemos saber y a los que tendríamos que considerar como los que forman nuestra historia, habrán sido, y en esa dirección son irrevocables, aunque para lograrlo han pagado el precio, o pagarán el precio una vez que ni tú ni yo podamos recordarlos, de tener ninguna realidad. Y entonces, ¿en dónde se encontraría su carácter irrevocable, en qué futuro o en qué lugar, en qué espacio que sería el sitio donde el pasado que se ha salido del tiempo se convierte en presente, a pesar de que, esencialmente, ya no es sino tan sólo fue y porque fue ésta en ese espacio que alojaría a todo lo que alguna vez ocurrió y que es imposible de imaginar pues su dimensión tendría que ser la del infinito que, como no tiene principio ni fin, no está en ningún lado?

Alguna vez me contaste que tu primer marido –pues tú habías tenido un primer marido, habías enviudado de un segundo y te disponías a tener un tercero cuando nos conocimos– te había advertido que si empezabas a tener una relación conmigo terminaría usándote como modelo en algún relato. También me dijiste que le habías contestado que no te importaba porque fundamentalmente estabas muy satisfecha con tu presente y te negabas a pensar en el futuro. Nadie tiene futuro. El futuro no existe o más bien deja de ser futuro en el preciso instante en que ya existe. Tal vez yo estoy cumpliendo con una predicción; pero tiene un carácter distinto al de aquel con el que la hicieron. No es la misma. El presente hace falso el futuro que pretendimos imaginar. Y después de todo, ¿qué consecuencia puede tener ser el modelo para un relato? Ninguna. Siempre se puede negar la veracidad del que te ha utilizado como modelo, porque la verdad de los relatos no es la vida y en ellos todo se compone, se desfigura, se acomoda para lograr una verosimilitud que sólo le es necesaria al relato, de tal modo que el retrato nunca se parece al modelo. Pero además, cuando tú me dijiste todo eso, lo que yo pensé fue que eras adorable en tu ingenuidad, porque lo que me estabas diciendo es que te gustaría que te usara como modelo para un relato y yo no lo haría nunca porque no veía qué interés podrían tener para un relato tu persona, el papel que yo estaba actuando entonces y lo que los dos vivíamos juntos: una relación sexual privada muy intensa y que no necesitaba que yo la imaginara contemplada por ningún voyeur que la viera desde afuera. Ahora, al recordar tus palabras, vuelvo a verte en el momento de decirlas. Era por la tarde. Tus dos hijos habían salido y estábamos en la terraza de la parte posterior de tu departamento, la que no da a la calle sino al jardín del edificio y desde la que pueden verse los enormes árboles del bosque que es nuestro legítimo orgullo y nuestro parque nacional desde tiempos inmemoriales, anteriores a ti, a mí y a la Conquista. Yo estaba bebiendo, como siempre, y tú traías un vestido de seda tras el que se dibujaba tu figura, tenías la pierna cruzada y de vez en cuando levantabas la punta del pie. Supe que era bello poder tener mujeres como tú y debería considerarme afortunado, pero que también, después de todo, nuestra relación descansaba en un malentendido porque a ti te excitaba considerarme un malvado y yo no era más que un ingenuo. La ventaja de ese malentendido era que, como ocurrió en ese momento, no dudé en proponerte que fuéramos a tu cuarto. Ni siquiera había intentado besarte antes o hacerte cualquier caricia que propiciara tu aceptación y te negaste alegando que tus hijos podrían regresar en cualquier momento. Yo dije entonces, un poco molesto, que por la noche tenía que hacer y no podría verte y tú me propusiste, arrepentida, que al terminar, fuese la hora que fuera, regresara a tu casa e iríamos a tu cuarto. Lo que no aclaraste, pero yo lo sabía, era que tú también tenías que hacer en la noche porque tu novio iba a ir a verte.

Te encuentro y me encuentro en los ocultamientos y engaños que forman nuestra verdad. Podría contarme cómo fui por primera vez a tu cuarto la noche que nos conocimos. Creo incluso que voy a hacerlo. Tal vez ese suceso merece permanecer dentro del tipo de presente que ya no le pertenece a nadie. Había llegado por la tarde a mi casa después de dar una conferencia en una ciudad de provincia. La conferencia había sido un fracaso, desde luego. Verdaderos racimos de madres abandonaban horrorizadas el salón llevando del brazo a sus hijas y detrás a los novios de sus hijas conforme yo avanzaba en la lectura del que consideré el más limpio e inocente de los capítulos de la novela que estaba escribiendo. Hice un horrible viaje de regreso en un avión tan lleno e incómodo como un camión de segunda. Estaba triste, gozando con la masoquista comprobación de que el signo del fracaso se hacía cada vez más evidente en mi vida y de mal humor por el aspecto de las calles de una ciudad que me encanta y que es espantosa e inhabitable, en el camino del aeropuerto a mi casa. Al entrar a mi departamento me encontré una nota de mi mujer, que me había echado de nuestra casa unos meses atrás, y me anunciaba, en términos más bien despreciativos, que tendría que presentarme en el juzgado a la mañana siguiente para el juicio de divorcio y otra nota en la que los amigos que más adelante nos sirvieron de alcahuetes me invitaban a una cena en su casa. Decidí ir con el aspecto que me correspondía y más que nada para poder comer y emborracharme gratis. No me había rasurado por la mañana y seguí sin rasurarme. Me puse un suéter con los codos rotos y un pantalón de pana inconcebiblemente sucio. Nunca se sabe de antemano por qué conviene adoptar cierta actitud: pero, en cambio, siempre se sabe que ya todo está escrito. Mucho de lo que acabo de contar me recuerda, por el malentendido que permitió crear, algunos aspectos de Hambre de Knut Hamrun. ¡Pero qué diferencia…! Sin embargo así fue y esos son los verdaderos antecedentes: sé que tú me tomaste por algo que no era: bohemio, descuidado y atractivo por eso. Pero yo no me equivoqué sobre ti. Recuerdo el momento en que nos presentaron y me recuerdo viéndote después, vestida de negro, con tu collar de perlas, con el enorme brillante de tu anillo, con tu sonrisa sin edad, con tu frente abombada y el pelo corto, con tus movimientos en los que se afirmaba, se afirma todavía, estoy seguro aunque haya pasado tanto tiempo sin verte, una secreta coquetería, una necesidad de gustar. A mí, por lo menos, me gustaste de inmediato. Eso siempre pasa. A uno le gusta la gente de inmediato o no le gusta nunca. Pero tampoco eso significaba algo. Tú eras una señora rica a la que mis amigos –poco recomendables como todos mis amigos– adulaban discretamente y yo un fracasado, con un oficio sin beneficio, sucio, vestido andrajosamente y, además, más joven que tú. Sin embargo, como es natural, como siempre cabe esperarlo, todas esas desventajas se convirtieron de inmediato en ventajas porque tú lo malinterpretaste todo. Mi aspecto tenía que ser un disfraz y yo hablaba como una persona muy inteligente. Lo cierto era que mi verdadero aspecto no consistía más que en tener que disfrazarme siempre y todavía no logro averiguar para qué me sirve esa inteligencia que acepto, a no ser que sea para seducir a personas como tú y luego no saber cómo enfrentar la seducción.

Había pocos invitados además de nosotros, la cena fue más bien aburrida y yo bebí mucho antes de ella y durante ella. Nuestros amigos acababan de hacer un viaje a Oriente y al levantarnos de la mesa oscurecieron la sala y empezaron a pasar una interminable serie de diapositivas. No soporto esas crónicas de viaje que consisten en retratar desde un ángulo siempre equivocado los monumentos que tiene que admirar todo infeliz turista. El dueño de la casa se sentía obligados además a dar una explicación sobre cada diapositiva. Era ya un especialista en Oriente y entre los invitados se encontraba hasta un profesor americano de literatura japonesa. Pero entre los invitados también estabas tú y a esas alturas yo ya te había observado con una absoluta admiración durante la cena, había observado que tú advertías mi admiración y estaba soberanamente borracho. En la sala oscurecida a medias quedé sentado cerca de ti. Vi cómo la dueña de la casa miraba con horror que había extendido el brazo y desde detrás de tu sillón te tocaba con la punta de los dedos el cuello. Supongo que para sorpresa de la dueña de la casa, tú, en cambio, no te horrorizaste. El tedioso viaje a Oriente empezó a hacerse interesante porque dejó de existir y era un perfecto pretexto para poder actuar en la semioscuridad. Te acaricié cada vez más francamente el cuello. Perdí mis dedos entre tu pelo. Agarré muy suavemente una de tus orejas. La dueña de la casa ya no miraba las diapositivas, me miraba sin saber cómo intervenir, cómo evitar esa ofensa, esa falta de respeto a una de sus invitadas más distinguidas por parte de alguien cuya conducta resultaba inaceptable y que, sin embargo, tú, por lo visto, no encontrabas la manera de rechazar y tenías que fingir que no advertías. Yo sabía, lo supe desde el primer momento, desde que arriesgué el primer contacto entre mis dedos y tu cuello, que tú no tenías ningún deseo de rechazar mi atrevimiento y al placer de tu aceptación se sumaba el gusto ante la turbación de la dueña de la casa, que era mi amiga, que me estimaba y que debería estar totalmente arrepentida de haberme invitado. Mientras, tú y yo estábamos en otra zona. Nadie tiene acceso a ella más que los protagonistas que la hacen posible y acaban de descubrir un lenguaje particular. Yo confirmaba que, como todas las señoras que lo son de verdad, tú no eras una señora decente; tú contribuías a mi confirmación y te gustaba hacerlo. El principio de algo del que se desconoce por completo en qué va a consistir y que transforma a dos personas en lo que no eran apenas un momento atrás.

Para alivio de la dueña de la casa, tal como me lo contó después, la serie de diapositivas se terminó al fin. Volvieron a prenderse las luces. El profesor de literatura empezó a hablar, en inglés, de Japón. Yo dejé mi lugar y me senté en el brazo de tu sillón. Ahora el dueño de la casa cambió una mirada con la dueña de la casa cuando te tomé la mano para ver tu anillo y me quedé con ella entre las mías sin que intentaras retirarla. Resultó que tú habías quedado de llevar a su hotel al profesor de literatura. Los demás invitados fueron yéndose y al final sólo estábamos tú, yo, el profesor y los dueños de la casa que, como supimos después, aunque sólo nos lo dijeron por separado y en diferentes términos y con otro tono (“La sedujiste, desgraciado” y “Puedes confiar en él, parece loco pero no lo es”) ya se habían dado cuenta “de que algo estaba pasando entre nosotros” y suponían que de alguna manera ese “algo” iba a convenirles. En vez de salir con el profesor, con todo cinismo y sin ningún respeto por los dueños de la casa a los que sabías a tus órdenes, hiciste que el dueño de la casa y yo lo lleváramos en tu coche, mientras tú te quedabas esperándonos en la casa. Luego me contaste que la dueña de la casa actuó como si no hubiera notado nada de nada. En cambio fui yo el que manejó tu coche –el dueño de la casa había olvidado sus lentes– y estuve a punto de chocar no sé cuántas veces, ante el terror del profesor y las repetidas súplicas de mi amigo de que manejara con más cuidado. Pero regresamos sanos y salvos y ahí estabas tú, con tu vestido negro y tu collar de perlas. Era obvio que yo iba a acompañarte y, a solas con nosotros, los dueños de la casa ya empezaban a ser nuestros alcahuetes. Después de todo conocían a tu actual novio, que no había ido a la reunión por una mera y afortunada casualidad, y debían actuar como si supieran que tu conducta siempre sería irreprochable, tal como lo había sido durante tu primer matrimonio desgraciado, en medio del irreparable dolor de la muerte de tu segundo marido, que además te había hecho heredera de una cuantiosa fortuna, y como lo comprobaban la seriedad de tu actual prometido y de tu relación con él. Todo eso era tú; pero yo todavía no lo sabía. Para mí no eras más que alguien a la que acababa de conocer, que era un poco mayor que yo, no respondía en lo absoluto a la seriedad que le atribuían los dueños de la casa y había aceptado encantada mis groseras insinuaciones, gracias a las cuales ahora iba a acompañarte a tu casa.

Tú y yo solos en la calle, sin intermediarios, sin testigos, dos totales desconocidos uno para el otro, unidos por una vaga sensación de espera. Te tomé del brazo y te solté enseguida. No había que precipitar lo que ya se había precipitado bastante y supuse, falsamente por supuesto, que tal vez te turbaba. Dijiste que estaba muy borracho y te empeñaste en manejar. Te miré hacerlo, sin intentar tocarte ni hablarte casi. Fuiste tú la que me dijiste: “Me turba que me mires así”. Era una obvia, evidente, obscena insinuación; pero yo la ignoré y seguí sin intentar acercarme. Mientras te miraba estaba pensando en qué pensarías de mí si al llegar a tu casa me despidiera simplemente y, después, te hiciera saber a través de mis amigos que era homosexual. ¡Cómo te hubieras reprochado haber perdido el tiempo de una manera tan tonta y además haberte puesto en entredicho y qué explicación le habrías dado a mis amigos para justificar la facilidad con que habías cedido a mis gratuitas insinuaciones! Pero la verdad es que me gustabas mucho. Hay otro tipo de tentaciones más fuertes y de la posibilidad, siempre atractiva, de tener una conducta abyecta, pasé a pensar en cuáles deberían ser mis precisos pasos para evitar cualquier rechazo y hasta cualquier postergación de lo que podía esperar pero no estar seguro de si lo ibas a aceptar tan pronto.

Llegamos a tu edificio, me diste las llaves del garage y me bajé para abrir. Metiste el coche, cerré, me acerqué al automóvil, voví a tomarte del brazo al ayudarte a bajar y apenas estuviste de pie frente a mí te di un rápido beso en la mejilla. ¿Te acuerdas de lo que dijiste? “Acabamos de conocernos, ¿cómo te atreves?” Supe que iba a tener éxito. Tu remedo de indignación era la más abierta invitación a seguirme atreviendo que he tenido en mi vida. ¿Te acuerdas de lo que contesté? Yo no muy exactamente. Una vaguedad sobre las nuevas costumbres que en cualquier forma iba a ser efectiva porque tú querías tanto como yo que subiera a tu casa, mi respuesta carecía de importancia y es imposible recordarla. En cambio, vuelvo a verte “ahora” desde “aquella” maravillosa seguridad de que iba a acostarme contigo. Te veías adorable sin abandonar nunca tu actitud de señora decente sorprendida por un tipo de conducta al que no estaba acostumbrada. Sentado en el sofá de tu sala seguí tus ondulantes movimientos mientras te dirigías a servir la supuesta última copa que íbamos a tomar y regresabas a mi lado. Unos cuantos, obligados, gestos de rechazo y luego estábamos besándonos y te toqué por primera vez los pechos y empecé a intentar desvestirte. “Mejor vamos a mi cuarto”, dijiste, a medio desvestir ya. Después entramos a la oscuridad total; pero no la de los sentidos sino la de los pasillos por los que me llevaste sin prender la luz para no despertar a tus hijos, ni la de tu cuarto con las cortinas cerradas. Tuviste que conducirme, literalmente, tomado de la mano, como se lleva a un ciego, hasta la cama, me dejaste ahí y saliste del cuarto “para ir al baño”, o sea, para “prepararte”.

Es difícil desvestirse en medio de una oscuridad tan definitiva sin saber a dónde tira uno su ropa y quedarse desnudo en una cama sin ver nada y con una cierta sensación de ridículo. Pero luego tu cuerpo desnudo también estaba junto al mío. No lo veía, pero lo palpé y fui conociéndolo y resultó agradable estar totalmente a oscuras, aunque no me explicaba para qué habías tomado tantas precauciones cuando eres tan ruidosa verbalmente al hacer e l amor. Pensé que si tus hijos tenían el sueño ligero iban a entrar al cuarto de un momento a otro para salvar a su madre del asesino que la hacía quejarse de tal manera. Luego supe que tenían el sueño profundísimo pero te gustaba hacer el amor a oscuras, fingiendo para ti misma que no estabas muy segura de con quién estabas y en verdad, en esa ocasión al menos, no podías saber muy bien con quién estabas, pero a aquel con el que estabas le gustaba hacer el amor con la luz prendida para sumar el goce de la vista al de los demás sentidos. Lo averiguaste luego y aceptaste mis propias “idiosincrasias”, aunque nunca en tu casa, sino sólo en mi departamento. Tu sentido de la propiedad y la justicia era estricto: cada quien debería ser dueño de su propio terreno.

Es hermoso contarte a ti lo que ya sabes, lo que sólo tú y yo sabemos, lo que no necesitas leer ni probablemente vas a leer nunca; pero no estoy muy seguro de por qué he sentido la necesidad de hacerlo. No estoy trazando tu retrato, aunque sé que me gustaría que te vieras en ese retrato y al verte supieras cómo te veía yo. Sin embargo, no eres mi modelo; eres el recuerdo que tengo de un retrato que me sirve para llegar hasta ti como modelo. Ignoro por qué quiero hacerlo, del mismo modo que no sé por qué, al cabo de tanto tiempo, muchas veces despierto pensando en ti. ¿Me interesa averiguar si nuestra historia es una historia y puede contarse para hacer que le pertenezca a todo el que quiera llegar hasta ella? No tendría ningún sentido en relación con nosotros dos que ya sabemos que nuestra historia es si acaso la historia de una relación que no llegó a ser una historia. ¿Pero lo tendría para lo que fue nuestra relación? ¿Hay que convertirla en una historia, una ordenada sucesión de acontecimientos en vez de quedarse sólo con tu imagen con el traje de baño amarillo y conmigo sentado a tu lado en la fotografía o en vez de tener el recuerdo de tu figura, con un traje sastre y tu inevitable collar de perlas, la primera vez que salí a abrirte después de que, pasados dos días de aquella primera noche, fuiste a verme a mi departamento, cuya dirección te habían dado nuestros amigos? Pensé de inmediato que ya me había metido en otro lío. Te hice pasar, pero por fortuna tenía un principio de gripe y lo usé como pretexto para no darte ni siquiera un beso en la mejilla. Sentada en el sillón que está frente a mi cama, que estaba frente a mi cama en aquel entonces en aquel departamento, jugabas nerviosamente con tu collar de perlas haciéndolo girar alrededor de tu cuello, mientras yo, en la orilla de la cama, inclinándome a cada momento con unos exagerados ataques de tos, te oía decir que no querías que lo que había pasado impidiera que llegáramos a ser amigos y yo pensaba en lo absurdo que era oírte justificar cuando habías sido tan adorable y estaba seguro de que lo único que querías era repetir el suceso, pero yo no iba a caer en la trampa. No obstante, caí en la trampa y sé por qué: no tomó la forma de una trampa sino que volvió a demostrar el seguro poder del azar y las coincidencias. Ante ellos nadie debe oponer resistencia o al menos yo no puedo hacerlo. Fue fácil despedirte de mi departamento con todo tipo de seguridades sobre mi acuerdo con el proyecto de que llegáramos en verdad a ser amigos. Fue inevitable terminar de nuevo en tu cuarto, sin ver tu cuerpo y encontrando tu cuerpo después de una breve ceremonia idéntica en todo a la anterior cuando, caminando por la calle, pasaste junto a mí en tu coche con los amigos en cuya casa nos habíamos conocido y, apenas un día después de tu formal visita a mi departamento, desaparecido mi principio de gripe, nos fuimos los cuatro al cine y después a cenar y después dejamos a nuestros amigos en su casa y yo tuve que acompañarte a la tuya.

Ya había tenido la imprecisa y nada desagradable sensación de estar en camino de que me tomaran por tu maquereau en el club al que fuimos la primera vez que nos vimos por la mañana y esa sensación se acentuó o más bien se hizo definitiva cuando me presentaste a tu novio, sin dejar de resultar nada desagradable, obligándome a pensar en la opinión que tenía de mí mismo. Según tu presentación yo era alguien al que habías conocido en casa de quienes ya sabemos, que te resultaba muy simpático y cuyo oficio te seducía, que era muy inteligente a pesar de su aire irresponsable, que era menos joven de lo que parecía y con el que estabas segura de que, a pesar de nuestras diferencias, tu novio también iba a simpatizar. No debo haberle caído mal y por mi parte, desde el principio, gozó de toda mi simpatía y estuve a su lado y contra mí en relación con lo que yo sabía que él tomaba por un momentáneo e inútil de combatir capricho tuyo, lo cual no impedía que debiese tener algunas dudas sobre mi rectitud moral. Pero la tentación de actuar cualquier papel que me convirtiera en otro era irresistible y además siempre podía decirme que si yo era un capricho tuyo, tú también eras un capricho mío, un capricho al que someterme, te lo digo sinceramente, me fascinaba mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Sé que tu novio llegó a respetar mi falta de respeto por mí mismo y a mi vez yo lo respeté más por ello. Hay que admitir que los dos te reconocíamos igualmente y nos gustabas así. Eras una señora decente y una mujer fácil. A él le tocaba tu parte de señora decente y a mí la de mujer fácil. Un reparto justo y adecuado porque él era un serio hombre de negocios, bastante mayor que tú, tan rico como tú y que no podía dedicarte mucho tiempo y me temo que yo, tal como sigue ocurriendo ahora por si te interesa saberlo, tenía un porvenir abierto en el sentido de que por esa abertura huía todo lo que podría suponerse que era ese porvenir. Por eso podía acompañarte a nadar a tu club privado cualquier mañana sin ningún problema. Era un placer. La luz, el sol, la piscina, en vez de la oscuridad, el sexo, la cama, resultaban sinónimos. Me gustaste mucho también en traje de baño. Aprobé tu descaro al llevarme a ese club donde todos te conocían y dejar que de pronto te besara un hombro o te estrechara contra mí al pararme detrás tuyo para envolverte con una toalla al salir de la piscina. Incluso me sentí orgulloso de que pudieran pensar que yo era tu maquereau y tú una desvergonzada que abusaba del poder que le daba su dinero cuando, después de que nos vieron en la piscina, también nos vieron entrar al comedor donde te saludaron varios conocidos, el chef y casi todos los meseros y donde, ostensiblemente, igual que en la piscina al pagar las bebidas, firmaste la cuenta.

Fue nuestra primera mañana juntos y la tengo muy presente. Ibas con pantalones y con una camisa de seda floreada que no me gustó. Pero eso no tiene importancia porque en cambio me gustó sentir tu cuerpo bajo ella cuando al terminar de comer salimos a caminar por el campo de golf y fuiste tú la que te apoyaste en mí para que te abrazara, tal vez para poner más aún a prueba la complicidad de nuestros amigos. También era bella la suave ondulación verde con la súbita verticalidad de algunos grupos de árboles y las islas de algodón de las nubes moviéndose apenas sobre el azul del cielo. Nos acostamos uno al lado del otro en el pasto y nos quedamos mucho tiempo así, solos y juntos, a pesar de la presencia de nuestros amigos.

A mí me gustan el dinero y la buena posición social. Son como el amor y el sexo: tomados debidamente sólo producen satisfacciones y hacen que los que no los tienen finjan despreciarlos. Pero también hay que aceptar que en los dos casos algunas gentes saben cómo conseguirlos y otras no. Cuando se tienen las cuatro cosas es perfecto; cuando no, hay que conformarse. Tú tenías las cuatro y te admiraba por eso. Yo sólo tenía las dos segundas; tu novio las dos primeras. Un arbitrario reparto gracias al cual esa mañana me tocaba a mí estar a tu lado.

Es más agradable todavía, pero menos cómodo, pasar por maquereau cuando algunos de tus amigos, que saben que no lo eres, pero se indignan ante el hecho de que aceptes representar ese papel, toman posiciones morales ante ello. A mí me sirvió para advertir lo que eran en verdad algunos amigos, para justificar contigo la necesidad de guardar las apariencias y usar eso como pretexto para conservar una independencia que no deseaba perder; pero tú te pusiste furiosa cuando unos de ellos se negaron a invitarme a una cena junto con tu novio. Te dije que tenían toda la razón. Fue un error. Decidiste portarte más desvergonzada aún y tuve que ocuparme más de ti. ¿Pero por qué trato de justificarme cuando lo que recuerdo con nostalgia y lo que tal vez sea una forma de amor por ti es el ocio en el que me hacías vivir y el placer de mi dependencia? La primera vez que fuimos a mi departamento, después de cenar en un restaurante en el que apenas me alcanzó el dinero para pagar la cuenta y tú lo notaste y me dijiste que no tenías ninguna objeción en ayudarme y sabías que no era lo suficientemente ridículo para ofenderme por eso, dándome ocasión de contestar que me gustaba pagar para tener la sensación de que había comprado un objeto valioso cuyo precio estaba más allá de mis posibilidades y llenándote de placer porque tú tuviste la sensación de que te estabas vendiendo, te hice desvestir con todas las luces prendidas y además te pedí que te dejaras el liguero puesto mientras hacíamos el amor. No había preparado nada de eso, pero supongo que fijó lo que para ti era nuestra relación. Yo te trataba como a ti te gustaba que te trataran y estabas dispuesta a arriesgar todo por eso. Terrible compromiso. No para ti, es delicioso poder arriesgar algo, sino para mí, porque no me resignaba a renunciar al placer que me daba.

Debo tratar de averiguar en qué consiste ese placer. La respuesta parece fácil. El sexo, desde luego. Pero me niego a aceptarla. Nuestra especie no es solamente animal. Lo que resulta difícil es reconocer cuál es ese agregado que se coloca en el sexo y lo transforma particularizándolo de tal modo que nunca se trata de hacer el amor, sino de hacerlo con alguien en especial y sin embargo, eso no pone el amor en el hacer sino que nada más convierte en algo diferente hacer el amor. Después de que hicimos el amor en mi departamento, con las luces encendidas y contigo dejándote el liguero puesto, todavía en la cama, te dije que te quería. Lo recuerdo perfectamente porque fue la única vez y aunque sé que te llenó de orgullo y te hubiera gustado contestar que tú también, tuviste la suficiente altura para no aprovechar mi debilidad y nunca me dijiste algo así, sino que sólo afirmabas que estabas conmigo mejor que con nadie y harías cualquier cosa por seguir estándolo. Dicho en cualquier lugar neutro, más allá del inmediato recuerdo del placer y el afecto o el agradecimiento o lo que sea por quien nos lo ha dado, eso me llenaba de terror y me hacía hablar cada vez con más frecuencia del respeto que me merecía tu novio y las indudables ventajas que la relación que tenían tú y él creaban para ti. Lo malo era que una de esas ventajas consistía en que te permitía estar conmigo y yo no podía dejar de aprovecharla.

Sé que era delicioso y es más delicioso aún recordarlo, llegar a tu casa una tarde y ver ponerse el sol juntos desde la terraza. Me seducía mirarte y gozaba mucho con tus mentiras sobre ti misma; pero mi espíritu negativo y algún molesto residuo de mi estricta educación moral me llevaban a considerar que sólo perdía el tiempo contigo y no sabía lo que ganaba a tu lado. Encontraba la respuesta por la noche, en la oscuridad de tu cuarto, cuando llegaba a verte después de que se había ido tu novio, o en mi departamento iluminado, después de haber cenado, por ejemplo, en la casa de nuestros alcahuetes. Y también estaba siempre presente la curiosidad por comprobar las reacciones que provocaba nuestra relación entre tus amistades. A unos, el ejemplo más radical y más claro era el de los dueños de la casa en donde nos conocimos, les convenía ser nuestros cómplices. Al fin y al cabo, tú eras una señora de posición; me imagino que ahora, después de tu matrimonio, todavía más. Otros, como tu novio, te eran fieles, despreciaban la opinión de los demás y no te juzgaban. Pero no hay que olvidar a los que se escandalizaban y rechazaban por completo verte en mi compañía, igual que aquellos aborrecibles pseudo amigos. Y ya sólo resta mencionar tu especial gusto en llevarme a conocer a algunas amigas que deberían tener también una conducta dudosa y con las que yo advertía de inmediato que les habías hablado de nuestra relación. Con ellas, inevitablemente, en algún momento y como si no te dieras cuenta, me hacías algún cariño que, aún cuando ellas no hubieran sabido todo de antemano, te hubiera delatado sin ninguna posibilidad de duda. ¿Por qué te admiraba tanto entonces, por qué me gustabas tanto, qué placer encontraba estando junto a ti como el amante prohibido, como la relación ilícita, como el lujo que podías permitirte? ¿Me sentía orgulloso de gustarte? ¿Debo considerar que tengo o tenía una vanidad idiota? Tú deberías haberle dicho a tus amigas que yo era un amante maravilloso. Y entonces mi gusto o mi satisfacción son vergonzosos o despreciables. Todo autoanálisis termina en que se encuentra un defecto abominable y uno no puede evitar seguir interrogándose para averiguar si todavía lo tiene. Esa no era mi intención. Yo sólo quería recordar cuán agradable era estar a tu lado y hacerlo como una forma de homenaje a las virtudes a las que, probablemente, pero espero que no, debes haber renunciado ahora.

Fue una de esas amigas con las que te enorgullecías de estar conmigo la que me comentó, con un aire contrito, una tarde que me crucé con ella en la calle, que te habías casado. No me importaba y ya me lo habían dicho los amigos en cuya casa nos conocimos, pero adopté también un aire contrito y le dije que así tenían que ser las cosas. Me sonrió llena de comprensión y simpatía. Y la verdad es que así tenían que ser las cosas. Por eso ahora puedo hablar de ti con la seguridad de que todo fue siempre perfecto, hasta mi asistencia a tu casa la noche en que le diste una fiesta a tu novio porque era su cumpleaños, en la que era inevitable oír algunas de las murmuraciones después de haber bailado contigo y en la que me emborraché muchísimo y me quedé hasta el final con la esperanza de llegar a estar solo contigo e ir a tu cuarto sin que tu novio dejara de mostrarse tan decidido como yo y no se fuera nunca.

Pasaste a buscarme a mi casa al día siguiente. Nos acostamos sin saber que era la última vez, lo cual demuestra la importancia de no conocer ese espacio inexistente en el que habita el futuro y a cambio de ello contar con el valor que el pasado tiene en el recuerdo, y luego decidiste que ibas a quedarte varios días ahí, en mi casa, pasara lo que pasara. Me negué resueltamente. Por último, fingiste aceptar mis razones. No te acompañé; te recuerdo sólo besándome al despedirte y saliendo de la casa. Dejamos de vernos varios días y luego nuestros amigos comunes se encargaron de decirme de tu parte que habías decidido casarte.

No hubo despedida entre tú y yo. Alguna vez, cuando nos permitíamos imaginar proyectos irrealizables, en algún restaurante, después de haber bebido mucho, planeamos hacer un viaje a Europa juntos, con tu dinero, claro. Yo aceptaba entonces sin ningún esfuerzo, simplemente porque me hubiera gustado hacer ese viaje contigo y sabía que nunca se realizaría. Sólo era nuestro el placer de poder imaginar. Otra de las mañanas que pasamos juntos entramos a una librería y me regalaste una hermosísima edición de las cartas completas de Malcolm Lowry. Después nos fuimos a tomar unos sándwiches de tocino y tomate a una cafetería horrenda porque tú “adorabas” esos sándwiches. El libro es maravilloso. Todavía lo tengo. Leo alguna parte de vez en cuando y me conmuevo mucho con la vida de Malcolm Lowry y creo que también, un poco, ante el recuerdo de aquella mañana luminosa y banal en la que me regalaste ese libro y por tanto ante tu recuerdo y la unión entre tú y el libro. También cuando jugábamos con la posibilidad de ir a Europa te hablé muchas veces de mi absoluta fascinación por la Dánae de Tiziano que está en el museo de Viena. Durante tu viaje de novios me mandaste una postal en la que se reproducía ese cuadro. No la firmaste. Detrás sólo decía: “Es muy bello”. A partir del recuerdo de ese detalle todo se disuelve y sólo sé que, ahora, al cabo de tanto tiempo, muchas veces despierto pensando en ti.

 

 

El gato y otros cuentos. Juan García Ponce. Fondo de Cultura Económica. Primera reimpresión, 1996. Pp 55.72.