Ser feminista en 2011, ¿todavía?

En un episodio de la cuarta temporada de Mad Men, la serie sobre publicistas neoyorquinos en los años sesenta, Peggy Olson está sentada en un bar con las luces bajas. Peggy no es una mujer convencionalmente hermosa, pero es tenaz: minó su camino de secretaria a copywriter, una de las buenas. Es talentosa, una mujer que hace el trabajo de un hombre en una época inconcebible. En esta escena, Peggy conversa con un tipo que a todas luces la corteja. Él es un intelectual típico de los sesenta, un progresista, las ideas bullendo del revisionismo marxista de Adorno y Horkheimer. La revolución es inminente. Hay un aire de protesta flotando, que es fino y delicado, pero que ahí, en esos años claves, está.

El intelectualillo habla de la injusticia de los corporativos, la forma en que “lanzan el dinero” que es, aunque él no lo nombra, tan capitalista. ¿Y cómo puede trabajar para esta gente, haciendo la publicidad de empresas que ni siquiera contratan negros? No puede creerlo, la poca consciencia social de esta chica, “estamos hablando de los derechos civiles, por Dios, de lo que es inequitativo en esta sociedad”. Entonces ella, permitiéndose un momento de indulgencia, de desahogo casi, comenta que muchas cosas que los negros hacen ella tampoco puede hacerlas. No puede jugar golf, no puede asistir a ciertos clubs. Y no hay copies negros, dice, pero pueden labrar su destino como ella lo hizo. Nadie la quería en la agencia, nadie sentía ningún respeto por su trabajo y aún ahora sufre la segregación a la que su sexo la condena.

El intelectualillo la escucha con la mirada en blanco. Y luego, con voz sardónica, pregunta ¿y qué quieres que hagamos, una marcha por los derechos de las mujeres?

El capítulo, que además se titula The beautiful girls, termina de una forma hermosa. Tres mujeres diferentes (la gerente de oficina, la copywriter en ascenso, la sicóloga soltera), enfrentadas al reto cotidiano de ser mujer, pero ahora en una nueva época, bajando juntas un elevador. Uniéndose, acaso sin saberlo, a la lucha de género.

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La marcha se hizo, pocos años después. Fue en Estados Unidos, incluso en Nueva York. No fue el primer acto por los derechos de las mujeres, pero la huelga por la igualdad, en 1970, fue uno de los puntos cruciales en la segunda ola del feminismo, iniciada en los años sesenta.

Hace unos días, las defeñas replicaron la Marcha de las Putas. Leo que la marcha se ha hecho en varias ciudades: de Toronto a Tegucigalpa. Que fue inspirada por la desafortunada frase de un policía canadiense, women should avoid dressing like sluts in order not to be victimized. Porque si ellas seducen deben cumplir. Porque a pesar de que la mujer es, ya lo dijo Natalia Flores, biología pura, el hombre, que es la razón, no puede contenerse ante la exhibición de sus carnes. De esos atributos que él no conoce, tan abandonado como queda a su lado animal si está frente a la tentación.

Vestirse provocativamente como atenuante para la agresión sexual tiene tanta lógica como dejar la ventana abierta como atenuante para robo a casa habitación. El ladrón que diga “no pude evitarlo, robarlos era inevitable” parece risible, pero hay quien piensa que ese mismo argumento, en la boca de un agresor sexual, tiene toda la lógica del mundo. ¿Un ejemplo? El presidente municipal de Navolato, Sinaloa, que pretende erradicar la minifalda de la vestimenta femenina para “evitar embarazos”. ¿Campañas de reproducción sexual? Qué va, el problema no está en la razón sino en el impulso. Recuerda al ex gobernador de Chihuahua, el infame Francisco Barrio Terrazas, que en 1993 atribuyó los feminicidios de Ciudad Juárez a la vestimenta. No eran chicas de buena lid, tuvieron lo que merecían.

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La Marcha de las Putas trajo el tema a la mesa: feminismo. Y entonces, la ignorancia. Twitter fue el hervidero de la discusión. Una selección de tweets que mencionan la palabra feminismo el domingo 12 de junio, el día de la Marcha de las Putas. @brisaruch, mujer: “Al menos es un atisbo de conciencia. Si hubiera cultura sabrían que el feminismo es tan peligroso como los demás esencialismos”. @butterocio, mujer: “no hablo del feminismo, que para mí es sólo la contraposición del machismo. Hablo de mujeres en su derecho a ser, pensar y decidir”. @herziliagato, mujer: “hay cosas en las que nunca seré consecuente, una de ellas es la doble moral del feminismo”. @cherryelix, mujer: “Tanto el machismo como el feminismo no debería de existir (sic). No concuerdo con ninguna de las dos”. @luislamz, hombre: “el feminismo es machismo rosa, tal cual”. @Tales_Milet, hombre: “Feminismo: palabra que el hombre le dio a la mujer para que se entretenga”. @CualquierCabron, un cabrón cualquiera: “Feminismo de rancho es lo único que se puede esperar en un país que todavía requiere vagones exclusivos para mujeres en el metro”.

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El tema del último mes es Dominique Strauss-Kahn, ex director del Fondo Monetario Internacional, acusado de presunta agresión sexual a la empleada de un hotel en Manhattan. No es la primera vez que es denunciado por su conducta sexual, un hombre que donde pone el ojo pone la bala, de naturaleza inquieta. En el blog de Letras Libres, Alejandra Isibasi cita a un terapeuta manhattanita que trata a fauna de Wall Street, hombres con poder para quienes el impulso siempre antecede a la acción, hombres que siempre, o eso creen, se saldrán con la suya. Isibasi comenta: “esto agrega una dimensión sistémica al drama personal de Strauss-Kahn y explicaría –sin justificar– la sensación de impunidad que se resiente en su historia con las mujeres”.

La periodista Elaine Sciolino escribe en el New York Times que, históricamente, los franceses son más tolerantes con las vidas privadas de los hombres de poder, pues desde la época cortesana la información no verificada corría libremente para el entretenimiento del vulgo. Esto no exime a Strauss-Khan de varios delitos que no sólo lo separan de su deseo de contender por la presidencia de Francia, sino que lo tipifican como un agresor de mujeres.

Cuando eres un hombre poderoso, importa mucho con quién te metes a la cama. Cuando eres una mujer, marca toda la diferencia. Varias décadas de liberación femenina no han evitado que las mujeres salgan más perjudicadas de un escándalo sexual. El ejemplo más famoso: Monica Lewinsky. Vamos, Bill Clinton recuperó su prestigio y hasta se reconcilió con su esposa. ¿A qué suena? A que la sociedad tiende a ser más permisiva con los hombres que se muestran arrepentidos. Lewinsky, en cambio, porta aunque no queramos admitirlo una letra escarlata. La reputación es como un recordatorio invisible de lo que hiciste y de lo que ya no podrás ser.

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¿Quieren cifras? INEGI tiene varias: el desempleo en el sector femenino subió en un 0.6% durante la década de 2000 a 2010. De 1990 a 2005 se duplicaron los hogares monoparentales comandados por mujeres (6 millones, 24% de la totalidad de hogares en México). Sí, las mujeres constituyen el 35% de la fuerza laboral del país, pero ganan 12.6% menos que los hombres.

¿La ley? En Guanajuato el aborto es considerado homicidio y se castiga con mínimo tres años de cárcel. Hay mujeres que han sido condenadas a veinticinco años.

Ahora hay que preguntarle a los que consideran el feminismo como un “machismo rosa”, como un “esencialismo” igual de peligroso que la misoginia, si la lucha por la equidad de género no es necesaria. Si hoy, al igual que en los años sesenta, parece absurdo unirse a una marcha por los derechos de las mujeres. Y con los datos sobre la mesa, con la realidad de un país en el que los feminicidios en Ciudad Juárez no sólo no son esclarecidos sino obscenamente ignorados, por hombres como Plata Insulza y Barrio Terrazas, porque una marcha por nuestros derechos sexuales es motivo de mofa y descalificación, la única respuesta sensata es que sí lo es. Esos avances de los que nos jactamos, esa pretendida igualdad de género, no existen aún. No en el sentido práctico de nuestras vidas y de nuestro papel en la sociedad. No en nuestra participación económica. No en nuestra salud reproductiva. Esa lucha que apenas se gesta en los años sesenta no es menos pertinente hoy, ni menos necesaria. Aunque suene incómodo cuando se dice.

Top Gear, cuando el humor deja de ser gracioso

Leo en Wikipedia que el programa Top Gear lleva transmitiéndose desde 1977 por la BBC de Londres. El tema fundamental, coches. En 2002 le dieron un giro cómico: ahí entran en escena nuestros protagonistas, Jeremy Clarkson, James May y Mark Hammond, tres ingleses desabridos con dentaduras lamentables. O así es como el estereotipo nos obligaría a imaginarlos.

El escándalo ya se sabe: en su penúltima transmisión, mientras comentaban el automóvil deportivo de manufactura mexicana, Mastretta, los tres conductores se dieron vuelo “bromeando” sobre la ironía de que un coche tenga origen mexicano, visto que los mexicanos son flatulentos, perezosos y pasados de peso. En otras palabras: pedorros, huevones y marranos. Otros comentarios distinguidos fueron: “Los mexicanos no pueden cocinar, toda su comida es como vomitada con queso encima” (los mexicanos, indignados, respondemos que nuestra cocina es patrimonio cultural de la humanidad y que la inglesa llega a su máximo nivel de sofisticación con el fish & chips) , “imagínate despertar y recordar que eres mexicano, sería brillante, porque de inmediato puedes volverte a dormir”  y “no recibiremos ninguna queja por esto porque el embajador va a estar sentado con su control remoto (roncando)” (los mexicanos les recordamos que Eduardo Medina Mora ya tuvo su dosis de no hacer nada mientras fue Procurador General de la República). Llama la atención cómo en ningún momento analizaron las ventajas o desventajas del  automóvil, el real propósito de incluirlo en el show.

Más allá de que, en efecto, el embajador presentó al día siguiente una queja ante la BBC, exigiendo disculpas por el “despliegue de prejuicios e ignorancia” por parte de los tres presentadores, lo que me sorprende respecto al escándalo fue la reacción de los mexicanos. Por una parte, los genuinamente ofendidos, muchos de los cuales incluso exigieron veto hacia el programa y  la cadena (El Instituto Mexicano de la Radio decidió suspender la transmisión de los contenidos de la BBC, pero reconsideró su postura al día siguiente con un comunicado de prensa). Por otro lado, se desplegó un curioso fenómeno: los ofendidos por los ofendidos.

Desde las redes sociales, cientos de liberales, que desde luego no se sintieron aludidos por las bromas de los ingleses, se erigieron como la parte ecuánime del asunto, acusando de pueriles y “chillones” a todos aquellos que criticaron los comentarios hechos en Top Gear.

Héctor J. Coronado, conocido en la blogósfera como Control Zape (@control_zape), escribió: “En vez de indignarse por lo que dicen los de Top Gear, aprendan a construir con sus manos. Sin quejarse ni esperar el viernes” (sic) y “A la lista de características mexicanas que mencionó Richard (sic) Hammond le faltó agregary no aguantan vara”. El tuitero @doctor_marmota también aportó: “Puro pinche chillón con lo de Top Gear. Las bromas étnicas sirven para cualquiera y el que no las sabe tomar a la ligera, es un patriotero” y “En lugar de indignarse de que hagan chistes sobre el cliché de que somos huevones, jodidos y comemos mierda, pregúntense de dónde viene”.

Los comentarios por el estilo continuaron durante todo el día (1 de febrero, el día que el “escándalo” se destapó). Casi todos tenían la misma estructura:  “En lugar de ofenderse por lo de Top Gear, oféndanse por: narcobloqueos en Guadalajara/el caso Marisela Escobedo/la guerra contra el narco/Felipe Calderón/la televisión mexicana, etcétera”.

El incidente desveló un fenómeno que me parece curioso: la intolerancia hacia la intolerancia. Podemos comprender que un amplio sector de la población experimentara disgusto por los comentarios de los presentadores ingleses: durante años, el mexicano ha sido estereotipado en la cultura pop como un ranchero ataviado con sarape (la sábana con un hoyo en medio que Hammond y compañía no pudieron nombrar), sentado a la sombra de un cactus sobre un desierto enorme salpicado de iglesitas miserables. Ya que Hollywood ha perpetrado insistentemente dicho estereotipo –pensemos en Speedy González, que a pesar de ser mexicano parecía estar en un constante rush de cocaína– parece natural que el resto del mundo haga suya esta percepción y  mire a los mexicanos de esa forma. Es el mismo motivo por el que imaginamos a los franceses como mimos con boina y camisa de rayas, a los italianos como chefs obesos de espeso bigote y a los rusos como cosacos perpetuamente borrachos. La pregunta es: ¿qué tan inteligente o siquiera medianamente verosímil es prolongar estereotipos obsoletos e incongruentes ya?

Lo que me resulta difícil de comprender es por qué tantos mexicanos asumirían una postura tan intolerante, justificando una broma que, de entrada, es de mal gusto y sobra en el contexto en el que apareció. Hay una delgada línea entre la burla políticamente incorrecta, aquella que echa mano de lugares comunes y se regocija en el mero hecho de poner el dedo en la llaga, y la burla desatinada y fuera de lugar. Los ingleses de Top Gear cayeron en esta última. No se trata de satanizarlos, pero tampoco de defenderlos y mezclar los temas: ofenderse por lo que dijeron no equivale a ignorar lo que ocurre en el país; más bien, me suena a que la misma gente que toma con tanta naturalidad estos comentarios es la que se queja del tráfico que las marchas generan. Mexicanos que, desde el falso bastión de la neutralidad, se enjuician unos a otros pero aceptan la crítica ajena.

El periodista mexicano Enrique Acevedo, ganador dos veces del Premio Nacional de Periodismo, escribió en el periódico en línea The Periscope Post un artículo esclarecedor y enteramente objetivo sobre los comentarios hechos en el programa inglés. Su conclusión es definitiva: la emisión del 30 de enero fue como “ver un episodio de una película gringa de bajo presupuesto, en la que el protagonista queda varado en un pueblo que luce como Tijuana hace 150 años. Es un estereotipo ridículo y un lugar común aburrido que no tiene cabida en el horario titular de la BBC”.

Estoy con Acevedo cuando afirma que, más allá de ofender a una nación entera, lo que los titulares de Top Gear hicieron fue mala televisión. Y, aparentemente, llevan haciéndolo desde su renovación (es un decir) en 2002: acusados constantemente de cimentar su humor en estereotipos y en burlas recalcitrantes, han recibido quejas por comentarios homofóbicos y racistas. Sí, del tipo: un gallego quiere cambiar un foco…

Algunos hechos claros: la exigencia de Medina Mora no puede reprochársele, ya que incluso, de no haberla hecho, habría suscitado más críticas. Era, posiblemente, la única forma de reaccionar ante el comentario de Jeremy Clarkson.Y en eso no estuvo solo: el parlamento británico presentó un punto de acuerdo para que la cadena ofreciera una disculpa pública por los comentarios considerados “inaceptables e inoportunos”, dado que las excelentes relaciones diplomáticas entre nuestro país y el Reino Unido, específicamente Inglaterra, pueden resquebrajarse gracias al que, de otra manera, se consideraría un desliz menor. Sobre todo, en vísperas de la visita del vice primer ministro, Nick Clegg, a México. Hay hilos sutiles en la diplomacia que no deben halarse demasiado.

La BBC obedeció… Pero de qué forma. Se disculpó ante Medina Mora, pero defendió el humor de los chicos de Top Gear porque, sencillamente, así son sus bromas: “Nuestros propios comediantes se burlan de que los británicos son malos cocineros, los italianos son desorganizados y dramáticos; los franceses, arrogantes y los alemanes, ultra organizados”. Bueno, podemos estar de acuerdo en que ningún alemán se ofendería por ser etiquetado como un tipo muy organizado. El colmo: Clarkson tituló su columna en el periódico The Sun, “Lamento mucho… que no tengan sentido del humor”. Recicla los mismos argumentos de la BBC, básicamente: así es nuestro humor y si no pueden lidiar con ello, es su problema. Remata con un chiste: “¿Por qué los mexicanos no tienen un equipo olímpico? Porque todo aquel que puede correr, saltar o nadar ya está del otro lado de la frontera”.

Sobre este asunto quedan muchas reflexiones al aire. Está, por ejemplo, la estudiante mexicana de joyería, residente en Londres, que interpuso una demanda a la BBC. Están, por el otro lado, los que no se ofendieron por las bromas, pero sí se ofendieron porque varios mexicanos se ofendieron: los tuiteros antes citados, abusando de una ecuanimidad de la que a todas luces carecen. Están los que determinaron no volver a ver una sola emisión de Top Gear, personas de susceptibilidad frágil. Y también están los creadores del Mastretta MXT, una familia mexicana que le apostó todo a un auto deportivo con acabados de lujo y un costo de 690 mil pesos, que irónicamente obtuvo la publicidad deseada de la peor forma posible.

Si me preguntan si debemos sentirnos ofendidos, mi respuesta tiene que ser un tanto conservadora: sí. Estamos en pleno año 2011, hay protestas en Egipto tratando de desterrar una dictadura atroz, países en el Medio Oriente que despiertan en las calles de una existencia adormecida y esclavizante, cubanos tratando de comunicar a escondidas la realidad de su país, y miles de mexicanos muriendo cada día en lo que cada vez se parece más a una guerra civil. No estamos para estereotipos ni para lugares comunes. Si el humor de los señores de Top Gear tendrá la misma sutileza que un jueves de cantina con Ortiz de Pinedo, eso sólo significa que no han sabido portar con dignidad la tradición del humor inglés. Ahí tienen a sus maestros, los integrantes de Monty Python, que cuando quisieron hacer un comentario sobre las características de las naciones, escribieron un sketch en el que los filósofos alemanes se enfrentan a los filósofos griegos en un partido de futbol. Su disculpa me suena más a justificación y a soberbia, y a que no han podido comprender que su humor está lejos de ser humorístico.

La verdadera broma de Kundera

La Real Academia de la Lengua Española define la ironía como una “burla fina y disimulada”. Justo ahora, a 42 años de la publicación de su primera novela, la palabra que más me gusta para definir la narrativa de Milan Kundera es esa: ironía.

No es gratuita esta interpretación. El año pasado ocurrió un sisma en la comunidad literaria: el escritor checo, el mismo alguna vez considerado (aunque jamás galardonado) para el premio Nobel, fue acusado de haber delatado a un presunto espía en 1950, mientras aún militaba en el Partido Comunista.

Tampoco es gratuito que haya usado la palabra “acusado” y no otra. En ella viene implícita la acción: la revista Respekt, de origen checo, publicó una investigación, basada en archivos policiales, que aparentemente desvelaba la pavorosa realidad: Kundera había sido un soplón.

La acción era deleznable en tanto que descubría una faceta oculta de la personalidad del escritor checo y, peor aún, ponía en entredicho todo un sistema de creencias en torno a él y su literatura. Las novelas más representativas de Kundera, de La insoportable levedad del ser al Libro de la risa y el olvido, tienen un eje temático similar: el comunismo como un régimen represor, que persiguía y condenaba a los que no comulgaban con sus ideales.

Aparentemente, el Kundera de 21 años se presentó en una estación de policía el 14 de marzo a las cuatro de la tarde para denunciar a Miroslav Dvoracek como agente encubierto. Este hecho, de una simpleza aterradora, originó la aprehensión de Dvoracek, quien fue sentenciado a 22 años de cárcel y terminó sirviendo 14 en una mina de uranio.

La historia se complica en un argumento que perfectamente pudo haber sido la trama clave de cualquier novela de Kundera: Dvoracek era el amante de Iva Militká, novia de Ivan Dask, quien por entonces era amigo de Kundera.

El hilo de acontecimientos, según Respekt, era el siguiente: Dvoracek le contó a Militká que era un piloto militar desertor, que después volvió a Checoslovaquia como espía occidental. Militká le contó esto a Dask, quien se lo contó a Kundera, quien se presentó en la estación de policía y precipitó los hechos que hoy, 58 años después, condenan al escritor irreversiblemente.

¿Delación de honor? ¿Venganza informal? ¿Lío de faldas? ¿Qué ocurrió realmente?

La broma

Milan Kundera publicó su primera novela en 1967: La broma es la historia de una fruslería que cambiaría por siempre la vida de su protagonista, Ludvik. Un estudiante universitario, henchido de orgullo y vitalidad, parte activa del Partido Comunista, quiere probar el amor de su ligue veraniego, Marketa. Separados por un curso ideológico que afilará el intelecto de Marketa, Ludvik le manda una postal provocadora en la que se burla inconscientemente del comunismo y sus prosélitos, y en la que declara:“¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez”.

Esta simple broma, tomada literal por la poco perspicaz Marketa, suscita la expulsión del partido de Ludvik, quien tiene que hacer trabajos forzados en una mina para desertores o “simpatizantes confundidos”. Sus estudios universitarios, su futuro, sus perspectivas, su ideología misma: todo es extirpado de raíz.

Ludvik lo resume con una frase desoladora: “todos los hilos habían sido arrancados”[1].

Al final, la verdadera broma no es tanto el chiste irreflexivo de su juventud, sino el curso de su vida misma, la broma que acabó siendo esa vida incompleta, mutilada de origen, en la que Ludvik giró alrededor de un satélite insignificante puesto en una postal.

A pesar de todo, y Kundera lo ha establecido tajantemente, La bromaes una historia de amor, la persecución continua de una mujer, Lucie, a la que Ludvik llegaría a amar de un modo inocente, casi intuitivo, y contra toda circunstancia.

La defensa

Naturalmente, todo lo hasta aquí escrito tiene el tufillo de la coincidencia y la sanción moral. Más allá de eso, los hechos.

Desde la publicación de La broma, un éxito editorial automático, Milan Kundera se convirtió en algo así como un apestado cultural en la entonces Checoslovaquia. Expulsado en 1950 y luego readmitido en el Partido Comunista seis años más tarde, su “biblia contrarrevolucionaria” lo hizo exiliarse de su patria y establecerse en Francia, donde se asentó y cambió su nacionalidad.

Milan Kundera es el ejemplo perfecto del que no es profeta en su propia tierra, donde apenas hace tres años se hizo una segunda impresión de su novela más famosa, La insportable levedad del ser. Fuera de ese universo, claramente marcado por el totalitarismo soviético, Milan Kundera es aclamado. Se trata de una celebridad literaria, uno de los escritores vivos más importantes, y su obra es considerada ya indispensable en la literatura contemporánea.

La investigación de Respekt, según asentó Fernando de Valenzuela en su ensayo “La ventana de los espías”[2], tiene inconsistencias pasmosas: basa su argumento en el nombre de Milan Kundera aparecido en uno de los reportes policiales, con tantas lagunas en legibilidad y discurso, que resulta casi increíble pensar que algo así se tomara como prueba definitiva de la culpabilidad de Kundera.

Más importante aún, y como el mismo De Valenzuela asentó, al ser él traductor y experto en la lengua checa, los reportes parecen indicar que fue Militká quien denunció a Dvoracek. El mismo acusado, que para coronar la ironía, sufrió recientemente un ataque al corazón, continúa en la creencia de que fue ella quien lo traicionó. Otros, como Juan Goytisolo en El País, y apoyado en el texto de un historiador praguense, Zdenek Pesat (que afirma conocer de primera mano los hechos), aventuran que fue el mismo esposo de Militká quien acusó a Dvoracek, pero con el propósito de protegerla, pues la relación con desertores/espías era muy condenada y ella estaba justo en el ojo del huracán.

La cuestión sobre quién lo hizo importa muy poco al final, pero pone de relieve todo un entramado de acusaciones y señalamientos que equivalen a una moderna quema de brujas contra Kundera.

¿El premio Nobel? Desde luego que eso ya puede irse escapando de los planes de Kundera, y a esta infeliz eventualidad se le suman infames documentos donde los escandalizados piden deshacerse de todos los libros del escritor francés de origen checo.

Estas respuestas instantáneas, de una supuesta alta moralidad, me provocan una rabia difícil de definir. En la condena viene implícita una superioridad demasiado etérea como para admitir semejante falta de un ser humano: para ellos, la delación es tan execreable como los crímenes contra la humanidad, y no admite tolerancia alguna. Sobre todo si, de semejante hecho, se desencadenó el “sufrimiento” de un congénere. Lo que estos individuos procuran soslayar es que la delación no es otra cosa que un sinónimo de acusación, que a su vez es sinónimo de la condena que ellos mismos ejercen, y en tal sentido son tan despreciables como el objeto de su desaprobación.

Al final: la redención

Y sin embargo, a la luz de todos los hechos que he expuesto, me gusta pensar que lo hizo. De este modo, cada libro suyo operó como una expiación anónima, íntima, de su pasado en las juventudes socialistas. Los pecados de juventud no recaen en los hechos, sino en las creencias. Kundera no estaba equivocado, en el sentido más maniqueísta del término, por haber delatado a un espía. Si acaso hubo equivocación en él, estuvo del lado de su ideología, ¿pero cómo culparlo si al fin era un joven checo criado en un contexto sociohistórico determinado, ineludible, del que era imposible separarse? Sus novelas subsecuentes denuncian la represión, y son más importantes en la medida en la que él formó parte de ese conglomerado ideológico, y él creía en eso, y él militaba con absoluta libertad en el Partido Comunista.

Para apoyar esta teoría, que a mi juicio engrandece su obra y la dota de una complejidad distinta a la usual, un pasaje en La broma:

“… la mayoría de la gente se engaña mediante una doble creencia errónea: cree en el eterno recuerdo (de la gente, de la cosas, de los actos, de las naciones) y en la posibilidad de las reparaciones (de los actos, de las injusticias). Ambas creencias son falsas. La realidad es precisamente lo contrario: todo será olvidado y nada será reparado. El papel de la reparación (de la venganza y del perdón) lo lleva a cabo el olvido. Nadie reparará las injusticias que se cometieron, pero todas las injusticias serán olvidadas”[3].

¿Es posible pensar acaso que toda la obra de Kundera es una broma prolongada? Una denuncia luego de la denuncia: el tipo que mata a un ciervo y de pronto, motivado por la culpa o el desazón o sin motivo alguno tal vez, condena la cacería con avidez.

Me gusta pensar en el Kundera atormentado, que busca su redención a través de las palabras. Pero, como su Ludvik imaginario, ha sido objeto de una broma de una magnitud imposible, y su pasado poco importa. Tal es la verdadera ironía.


[1] Kundera, Milan. “La Broma”. Editorial Planeta Mexicana S.A. de C.V.  México, DF. 1999. Pp 61.

[2] Revista “Claves de razón práctica”, número 188, diciembre, 2008. Pp 48-51.

[3] Op. Cit. Kundera, Milan.