Aventuras culinarias en Francia

El año pasado que fui a París por primera vez, el presupuesto era evidentemente reducido. Todos los presupuestos son reducidos en París. Olga (y Jordy, los dos días que estuvo) y yo íbamos al Carrefour o al Mono Prix y comprábamos el cliché parisino, en barato: baguettes, quesos semi-añejos, charcutería de quinta, papas fritas sabor barbacoa o vinagre, los vinos más baratos del mundo, que no rebasaran los cinco euros ni bajaran de los dos, porque eso ya era sospechoso. Cuando tenía mucha hambre comía kebabs con mayonesa y papas a la francesa grasosas. Fui dos o tres veces a los dos mismos restaurancitos árabes sucios, por casualidad o por comodidad, en la Bastilla y cerca del Canal de St. Martin. Cuando llegábamos al estudio de Olga, le poníamos salsa Valentina (que le llevé) a todo lo que colocábamos en un plato. En resumen, esa estadía en París, la capital de la gastronomía, fue un desastre culinario.

Ahora tengo un trabajo que me permite viajar y comer de formas inaccesibles para mi presupuesto. Entonces, fui a Francia. A la región de Aquitania, en el suroeste, donde está el País Vasco francés. El otro sur. Cinco días sin los traslados. En esos días comí mejor de lo que he comido nunca en mi vida. Atisbé brevemente la grandeza, la tradición y la innovación de la gastronomía francesa. Fue nada, una prueba rápida. No fue comer con lujo (¿Qué se entiende por lujo? Alguna vez leí que es solamente la ausencia de mal gusto). El lujo no es el precio, la elegancia o la presentación de la comida. Lo importante para mí era comer desde una tradición, pero también desde la creación de una mano en particular (el trabajo de un chef).

Relevante: comimos en tres restaurantes con estrella Michelin.

El primer día fue en un pueblo cerca de Biarritz, St. Jean de Luz, en el corazón vasco francés. Zoko Moko tiene un chef de 26 años, Remy Escale. El restaurante podría ser condesero, con paredes de piedra, mantelitos blancos, espacio rectangular sin mayor fanfarria. Empezó con una sopa fría de chícharo y menta, que he visto replicada en un montón de lugares. Luego, un generoso, redondo y grasoso pedazo de cerdo con papa rellena y mancha de salsa de mango. Reniego de las manchas, pero están en todas partes. Como postre, un cheesecake que tenía apariencia de milhojas: tres pisos crujientes y crema pastelera de queso.

Simple pero aún no, dijeran, jaw-dropping.

 

Langostinos

Esa misma noche cenamos en La Rotonde, el restaurante con una estrella del Hôtel du Palais (antiguo castillo imperial de Napoleón III y su esposa Eugenia, ahora convertido en hotel categoría palais, donde pasamos dos noches). Lucie, la chica de PR del hotel, nos dijo que el chef, Jean-Marie Gautier, está frustrado porque no alcanza la segunda estrella, cosa entendible porque también tiene que supervisar los otros dos restaurantes del hotel. Comimos langostinos y un pescado llamado Pez de San Pedro, o Saint-Pierre, de la zona. En el postre, un arreglo decimonónico, había compota de ruibarbo, un raro vegetal devenido en fruta que parece un apio rojo.

Postre vestido de niña quinceañera.

Después escribiré del viaje. Después otros detalles. Ahora, la comida.

Llegamos a Bordeaux. Gwenaëlle, la encargada de turismo, nos llevó a una calle que prácticamente le pertenece a un excéntrico señor llamado Pierre Xiradakis, que tiene cinco restaurantes ahí (un bar, una marisquería, un bistrot con influencia española, un café y uno de comida tradicional del sur de Francia) y un hotel con cinco habitaciones que él mismo decoró con muebles comprados en bazares y mercados de pulgas. Comimos en La Tupiña, el tradicional. Una crítica de restaurantes escribió de él que si Disney recreara la comida del suroeste de Francia, luciría como este lugar: una cacerola de cobre sobre las brasas, una canasta con vegetales frescos, un montón de quesos, una chimenea, un olor a grasa de animal y hierbas. Comimos, sin tiempos ni orden: cordero, faisán, foie gras, frijoles blancos, jamones y embutidos, pescado fresco, papas fritas en grasa de pato.

DISNEY DREAMWORKS.

Estuvimos en dos châteaus viñedos. Tomamos vino. Más papas fritas en grasa de pato. Pain perdu: el pan francés, en Francia (que se hace con pan viejo, perdido). Pastel vasco, relleno de crema. Montones de macarons, de los que más bien parecen pedazos redondos de pan y que son típicamente vascos, hasta los parisinos que son como de una materia tersa y transparente. Preparados de chiles rojos de Espelette, que un tipo peculiar cultiva y comercializa…

Verdaderas PAPAS A LA FRANCESA.

Pastel vasco

Variedad de postres en un lugar cuyo nombre no recuerdo de Bordeaux.

Escupidera no opcional.

Quesos muy rancios

Luego fuimos a París. Un día y medio. Menos, casi. Llegamos un viernes por la tarde, pero sólo pude salir, ver el Arco del Triunfo (estábamos a dos cuadras) y regresar al hotel, porque teníamos actividades y actividades y actividades. Cenamos en el restaurante del hotel (La Cuisine de Le Royal Monceau), que tiene otra estrella Michelin. Empezó simple, unos ceviches, unas entraditas, y luego trajeron ternera con espárragos y hongo Morchella. Oh. Oooh. Aquello. Quise llorar. Tal vez fueron los vinos, tal vez ya estábamos entonados y el pequeño grupo empezaba a sentirse cómodo (al fin, después de tantos días), o tal vez eso es lo más hermoso que he comido. Los meseros y las meseras son bellos. El sommelier es tan distinguido. Los quesos vinieron y más vinos también. Luego hicimos nuestro propio postre con el chef repostero. Ya eran casi las dos de la mañana cuando abandonamos el lugar.

BELLEZA

Mi postre en equilibrio.

Al otro día tuvimos un pequeño lunch por la mañana y después cada quién hizo lo que quiso. Entonces, fui con Olga y David a caminar por París. Nos sentamos en el pasto cerca de Les Invalides y sacamos nuestras bolsas de Carrefour: charcutería de quinta, quesos de quinta, papas sabor queso y dos botellas de vino barato.

Cenamos hamburguesas de dos euros en un Quick.

 

La idea de Europa

 

Volví a leer La idea de Europa, que Jordy me regaló hace un par de años. Entendí más. Las cinco ideas que, para George Steiner, sostienen o definen a Europa son: los cafés, el continente caminable, las calles bautizadas con los nombres de otros europeos (personajes históricos, escritores, músicos, monarcas, científicos), la descendencia -desde lo espiritual y lo filosófico- de Jerusalén y Atenas, y la idea de la finitud: el término de la civilización, un capítulo final en el que Europa se hallará aplastada “bajo el paradójico peso de sus conquistas y de la riqueza y complejidad sin parangón de su historia”.

Qué extraño pensar que las ideas que definen a Europa también pueden definir a México (aunque no a Estados Unidos, pues de hecho Steiner hace la diferenciación precisamente entre Europa y América, o sea, EU). En Europa no hay desiertos saharianos o australianos, la aridez de Arizona, la selva del Amazonas; históricamente, las distancias se cubren a pie, pues el paisaje ha sido domesticado. ¿Quién me contaba del césped perfectamente recortado de Europa, el paisaje de jardinería desde la ventana del tren? No hay parajes inexplorados en Europa -salvo, pienso, Laponia, pero es mera suposición: tal vez el mismo círculo polar ártico es un set del reino de Santa Claus y cada tanto hay una cabaña y un sauna y puedes mirar la aurora boreal tomando té verde.

Para los que no somos europeos, el viaje a Europa contiene varios países, y todo es como en bloque, por la pequeñez del terreno. Volviendo a la idea de México, lo que ha sido explorado no necesariamente es accesible. La idea del cuerno de la abundancia. Regocijaos, pues en nuestro país hay abundancia de climas, nos decían, y esta idea del orgullo por los bienes naturales del país se quedó incrustada. Las playas, bosques, desiertos y selvas dan la idea de algo salvaje, algo exótico, pero caminado al fin y al cabo.

(“me tocó” pasar el 15 de septiembre en París; fuimos a la fiesta mexicana oficial, que según me dijeron tuvo presencia del embajador, aunque llegamos tan tarde que no nos dejaron entrar sino hasta después del grito. Era un salón de fiestas inmenso: 18 euros la entrada, 5 euros cualquier cosa, atiborrado de franceses muertos de risa y de mexicanos fresitas que viven en París y, sobre todo y lo peor, mirreyes tomando Corona y bailando cumbia con la mitad de la camisa abierta. Lo importante es que había dos pantallas en las que, cíclicamente, pasaba un video turístico con los 31 estados de la República: imágenes de Querétaro, Yucatán, Baja California, todo en este estilo preciosista de la publicidad turística, y sin embargo juro que en algún momento decías puta madre, qué bello es México, qué ecléctico, qué lleno de cosas y colores y sabores. Y extrañabas. Todas las ideas del cuerno de la abundancia, del imaginario común mexicano, se exaltaban dentro de ti y revoloteaban y te hacían cantar canciones de Maná sin vergüenza porque al fin y al cabo y a pesar de terribles son mexicanos, sólo para sentir al otro día una resaca patriotera espantosa. Esta pulsión deben sentirla quienes viven algún tiempo en el extranjero; esta cercanía con tu país, con tu cultura, el redescubrimiento ocasionado por la perspectiva de la distancia, por el factor emocional de la nostalgia).

La otra idea de Steiner respecto a Europa es el peso histórico visible en cada calle. Las calles nombradas a partir de otros hombres, a diferencia de los genéricos, dice Steiner, Arce, Pino, Roble, Sauce que se repiten al infinito en Estados Unidos. O las calles numeradas, idea brillante para la practicidad, pero terrible para la memoria (¿por qué Colombia tuvo que caer en eso?). Esta costumbre que es tradicional en México (crecí en la calle Mariano Abasolo y por eso, como todos los niños, sentía afinidad por este personaje en la monografía; también me acordé de este post de Plaqueta con fotos de personajes históricos bigotones que nombran calles en que ha vivido). Tal vez este homenaje perpetuo se replica en otras partes que fungen como memorial. Ciudades-museos, ciudades-recordatorio. Por eso pensaba: si alguien visitara el DF con la misma avidez histórica con que se visitan ciertas ciudades europeas, encontraría los remanentes de un pasado no remoto. Las ruinas del Templo Mayor contrapuestas a la catedral, el hecho de que ésta se construyera sobre aquél, como símbolo de la Conquista. O Coyoacán. Ahora vivo en Coyoacán: algunas tardes, bajo cierta luz, imaginando que no hay coches, el ambiente es el de un pueblo. Y yo sé lo que es un ambiente de pueblo, pues crecí en uno donde había aún carretas y procesiones del silencio; sin semáforos, sin peligro, sin ruido, sin cines o cafés; un pueblo que sobrevivía como cuando fue concebido, con una plaza en el centro y una botica y una lechería y un molino). ¿Cómo puede haber lugares así dentro del DF? Yo me maravillaría (aún me maravillo). En esta ciudad hay territorios de nadie. Están los lugares más sórdidos que he visto, y también unos muy hermosos, a pasos de los otros. Hay que visitar La Ciudad de México en el tiempo, archivo fotográfico del cambio en el DF. Lo fascinante de las ciudades viejas (otra cosa que me acuerdo, pero no sé dónde leí, eso de que Nueva York es la más vieja de las ciudades nuevas).

La herencia cultural en México: el catolicismo español y el pasado prehispánico (rasgo en común con Latinoamérica, salvo Argentina). Y la idea de la finitud: el DF como criatura llena de tentáculos, creciendo desordenadamente, el commuter pain (DF, número uno en el mundo según este estudio). Y los otros temas que sabemos tan bien. Aunque, claro, es forzar las similitudes demasiado, pues no creo que haya un símil en México de los cafés como centro de la vida cultural, sitio de escritores y de tertulias en la historia europea (o tal vez sí, tal vez Carlos pueda contestar esto mejor). Además, obviedad, la idea de la conquista en México tiene un sentido inverso.

Hoy -ayer- la Unión Europea recibió el Premio Nobel de la Paz. En The Guardian leí este texto que se pregunta quién deberá ir a recoger el premio. Buenísimo.

As Henry Kissinger famously pointed out, when he asked: “Who do I call when I want to speak to Europe?”, there are several pretenders for the job (…). An unscientific appeal to Twitter yielded several interesting recommendations. Most were humorous. Some were unprintable. They included: “Nigel Farage”, “Giscard d’Estaing?” “Golden Dawn” – the neo-Nazi Greek party – and “A weirdly shaped banana.”