Yo les creo

Publicado originalmente en el marco del espacio Inflexión en Kaja Negra.

 

En marzo de 2019, una ola golpeó el ecosistema cultural mexicano. Ahora, en medio de la pandemia, qué interés puede reclamar volver a esto. Pero debemos hacer un esfuerzo. Kaja Negra, las editoras y las autoras de estas reflexiones hacemos el esfuerzo, así quede como archivo [ver la intervención de Natalia Flores].

 

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Mientras me decido a terminar de redactar este texto, han pasado 67 días desde que inició el confinamiento masivo en México, o Jornada Nacional de Sana Distancia, el día 23 de marzo. Un año exacto después de la explosión en redes sociales de lo que dio en llamarse #MeToo mexicano [por los ecos del movimiento denominado #MeToo, surgido entre actrices y trabajadoras de la industria hollywoodense que denunciaron abusos, violencias y delitos de una gran cantidad de actores, directores, productores y otros pesos pesados del sector].

Aquella ola mexicana, aquella iteración de otros movimientos surgidos en espacios digitales, según la llama Ana G. González en su recuento de los hechos, inició con un tuit. Se trataba de una denuncia, un escrache, una llamada de atención, una exigencia a cerrar filas. En su reflexión de aquel momento, que urde las figuras de la marabunta, la falange y el caracol, Tessy Scholler Presburger argumenta que fijarle un origen al movimiento, a la manera de un «paciente cero», es un ejercicio poco productivo; en realidad, una de las preguntas más importantes pasa, forzosamente, por lo que movió a tantas mujeres a contar historias íntimas, a exponer la violencia en sus vidas.

Hubo algo desordenado, visceral y furibundo en las denuncias vertidas en Twitter y otras redes sociales, producto de una impotencia vital que en su centro es perfecta y legítimamente revolucionaria y feminista: la necesidad de la destrucción purificante, refundante. La denuncia colectiva no era exactamente punitivista –no tenía el poder para serlo– sino que, antes bien, provenía de una desconfianza o hartazgo o desilusión de lo punitivo, de la idea de justicia y reparación. No habría nada de esto pero al menos se señalaría lo velado, lo que se sabía tras bambalinas, lo que nadie decía abiertamente pero tantos, tantas, sabían. Sabíamos.

El escrache inicial, hacia un poeta a punto de presentar un libro jugosamente premiado, buscaba poner de relieve la complicidad, pero también, o así lo interpreté entonces, exigir que pararan los estímulos, los premios, la buena voluntad de los escritores, las editoriales, los espacios culturales, los medios de comunicación. Cuando decimos que golpeadores, acosadores y abusadores siguen publicando con tranquilidad, interviniendo en el campo cultural, lo que denunciamos es una red de complicidades y actitudes solapadoras. 

Como consecuencia de esta ola denunciante hubo castigos sociales: despidos, ostracismo, carreras literarias canceladas. Hubo, incluso, castigos ejemplares. Quizás el punto más álgido fue cuando, tras una denuncia anónima en la cuenta oficial de #MeTooMusicosMexicanos, el músico y escritor Armando Vega Gil cometió suicidio. En el testimonio que lo implicaba, una mujer denunció anónimamente el acoso sexual que recibió de parte de Vega Gil cuando ella tenía 13 años y él, más de cincuenta. Según la nota de suicidio de Vega Gil, que colgó a Twitter, su muerte «no es una confesión de culpabilidad, todo lo contrario, es una radical declaración de inocencia».

Hace un año pensé que estas denuncias, que en muchos casos ponían de relieve la ineptitud y negligencia de las instancias oficiales [del ámbito laboral al jurídico], tenían que ser además una invitación muy concreta a no consumir las obras de violentadores. A no otorgarles espacios de enunciación. Perdonarlos, alentar su rehabilitación, denunciarlos judicialmente donde corresponda: sí. Pero hacernos de la vista gorda ante sus violencias suponía admitir que los daños a las mujeres violentadas eran menos importantes que las contribuciones de sus agresores al campo cultural. Que, si sus daños no alcanzaban a considerarse delitos, eran pasables, olvidables, pertenecientes a una intimidad que no merecía desmenuzarse en público.

Más tarde, cuando se anunciaron resultados de una convocatoria del Fonca con beneficiados señalados en el #MeToo, se me ocurrió que, si no había sanciones efectivas, por lo menos que las hubiera sociales. Y económicas, si hablamos de recursos del Estado. En otras palabras: que el castigo de sus violencias sea la peste. Apestados. Violentadores apestados. La pérdida de su prestigio o su buen nombre, su empleo o sus redes de confianza, sería la consecuencia del ejercicio de una violencia que mina, en las mujeres que la padecieron, su autoestima, su voz interior, su libertad sexual, su posibilidad de tener carreras literarias y autonomía económica.

Era más vehemente, más sesgado lo que pensaba entonces. Pensaba que, vaya, los creadores denunciados tampoco es como que nos hubieran entregado, a cambio, obras mayores. Pero el arte no es una moneda de cambio. 

Nuestro canon, nuestros mapas literarios, están rayados por la violencia, saturados de ausencias y vacíos. Denunciar implica dar nuestra versión, nuestra historia, nuestro punto de vista. Entre personas que escriben, se torna más obvio. Escribimos, publicamos, intentamos crear literatura. Perpetuamos y enquistamos la violencia, o nos resistimos a ella.

En aquel marzo de 2019 estaba convencida de que si hay un motivo para denunciar escritores e intelectuales concretamente era ese. La denuncia es una intervención pública. Una necesaria toma de postura, digan lo que digan. No corren tiempos fáciles. Vivimos en un perenne estado de emergencia. Tenemos que señalar el machismo, tenemos que señalar el racismo, la violencia, el despojo y, en suma, la ideología del fascismo. Condenarlo en privado no basta. 

Cómo pasar de la adherencia ideológica a la militancia

Una mujer que admiro mucho, desde el sur, me recuerda mirar hacia la Comisión de Escrache de H.I.J.O.S., o Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, colectivo militante conformado por simpatizantes e hijxs de detenidos, desaparecidos, presos políticos, fusilados y exiliados por la última dictadura militar en Argentina. A mediados de los años noventa, esta organización política dio con un método novedoso de denuncia e intervención pública, que se bautizó con la sonora palabra del lunfardo escrache. Desde luego, eran genocidas los escrachados, señalados de modos peculiares [con marchas, actuaciones, recitales y otros elementos espectaculares] en las inmediaciones físicas de sus propias casas, oficinas y barrios, involucrando así a vecinos y conocidos, y confrontando a estos últimos con la realidad de la complicidad y el silencio. Pero hay algo de la práctica –también llevada a cabo con criminales políticos impunes en Chile– que subyace.

El impulso inicial del #MeToo trajo otros. El escrache de escritores pronto se extendió al gremio entero de los intelectuales [que, gramscianamente, habría que categorizar por las funciones que desempeñan socialmente]:periodistas, cineastas, músicos, editores, trabajadores de la cultura.

En la cresta de la ola, la práctica llegó a escuelas y universidades, y se manifestó no en lo digital sino en los espacios físicos donde la violencia se ejerce cotidianamente: los tendederos en que las estudiantes denunciaban conductas impropias, acoso sexual, abuso de poder y diversas violencias de parte de profesores y compañeros. Esta violencia endémica en el sistema educativo es corrosiva, y la manera en que la joven militancia feminista mexicana se ha movilizado en torno a ella es admirable, como puede verificarse en los paros y tomas de diversas facultades y bachilleratos de la UNAM.

La misma Natalia Flores, lo recuerdo, ironizaba en un tuit sobre la opción del #MeToo de los «don nadie»: nuestros vecinos, compañeros de trabajo, hombres que nos violentan de manera cotidiana. Y esto también nos obliga a pensar cuál es la arena de estas denuncias, dónde son los espacios en que se legitiman o en los que hay una incidencia real más allá del quemón dentro del gremio o de una clase social que, sin militancia, no corta la membrana de lo meramente individual.

Nosotras

En las últimas semanas, a raíz del #MeToo, leí algunas reflexiones que parecían dirigir el grueso de sus críticas a otras mujeres, es decir, a las mismas compañeras de lucha. Si bien es una forma de apelar a la autocrítica y exigir una organización más concreta, creo que corren el riesgo de perder de vista el objeto de los reclamos originales. Nayeli García, en Yo acuso, escribió sobre el componente identitario de las acusaciones, basado «exclusivamente en el género». Y ese Yo te creo, que le dispara alarmas. O el texto de Nora de la Cruz aquí mismo, sobre el que hay que volver, que habla de ciertos capitales simbólicos aprovechados por grupos de mujeres privilegiadas a raíz del #MeToo. Leo también el texto que Lucía Melgar escribió hace un año, donde reflexiona sobre las denuncias desde el anonimato: el peso negativo, la incapacidad de organizarse a partir del anonimato, que como desahogo o catarsis, opina, no genera responsabilidad en su denuncia, ni moviliza. 

¿Arruinamos vidas?

A menudo lo pienso. En versiones anteriores de este texto hablaba sobre tres casos en los que intervine, como testigo, cómplice o víctima. Pero era demasiada exposición, demasiado de , de mi vida privada y de mujeres cercanas a mí, y me pregunto con franqueza si vale la pena, si desnudarme así me libera. 

La denuncia, viniera acompañada de un nombre, una voz y un cuerpo, o bien surgiera del anonimato [motivado más por el miedo y la cautela que por el ánimo de joder impunemente a hombres inocentes], parecía irremediablemente acompañada de un desnudamiento. Para desnudar al agresor, era preciso desnudarnos nosotras primero. Para señalar los pecados, había que describirlos, inscribirlos en nuestros cuerpos y nuestra psique.

Me entra la sensación de que, fuera de algunos casos contados, nuevamente fuimos nosotras las víctimas colaterales: queríamos liberarnos, queríamos alzar la voz, denunciar y gritar y exigir, y acabamos peor que antes: expuestas, arrinconadas, culpables

Hace un año, mientras leía a tantas mujeres a la distancia, percibía –y las reflexiones de este especial coinciden en este aspecto– que el #MeToo fue, para muchísimas mujeres, un trance DOLOROSO. Lo fue, sin duda, para las que participaron en él, por proximidad o al interior del ojo del huracán, por perjuicio directo y por relación indirecta. Además, el desvelamiento público de lo más privado trajo consigo, de manera inesperada, una especie de duelo colectivo en el que muchas pudimos reconocernos y encontrarnos en las historias de otras mujeres. En la violencia surgida del amor, de una idea del amor.

Creo, todavía sin saber demasiado en lo que creo, que el #MeToo mexicano se instaló como una práctica que pudo ser reapropiada por grupos diversos de mujeres y que movilizó una gama de resistencias. En ese sentido, celebro su emergencia. Pero en un punto muerto en las discusiones feministas en que tenemos que volver sobre nuestros pasos y combatir desviaciones del proyecto común de emancipación de las mujeres –como los discursos transodiantes, que cada vez permean más y retrasan una organización posible–, estoy de acuerdo en lo que plantea Nora de la Cruz:

Denunciar no es suficiente, ni expresar simpatía por un movimiento; se necesita crear un núcleo ideológico, plantear una agenda política, establecer metas y procedimientos, pero sobre todo, proponer una nueva forma de ejercer el poder. 

Es decir, ¿cómo transformar nuestra adherencia ideológica al feminismo en una militancia activa? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Quiénes

Creo también que, lejos de erigirnos jueces morales, de cancelar carreras, repudiar personas y negarnos a la compasión, esta inflexión nos obliga a insistir sobre temas no superados: que todo arte es político, que toda escritura es una cosmovisión, que nunca está trazada la raya que divide la obra de la persona, ni la teoría de la praxis; que algunos poemas no valen nada, que hay mucha pedofilia normalizada, que entre nosotras sabemos, compartimos, y nos defendemos –hasta con nuestra pluma– de sus violencias. Y aunque muchos de nuestros conocidos hayan hecho como que no sabían, o hayan guardado silencio, nosotras sabemos que no es así. No olvidamos.

En esta lucha contamos con nuestros métodos de defensa, sobre todo con uno que es esencial en toda lucha colectiva: la solidaridad. La sororidad entre nosotras.

Yo te creo, repetíamos una y otra vez, como un mantra, durante la erupción de aquel marzo.

Yo les creo.

Desde Argentina: 8 de Aborto, las pibas arriba

publicado originalmente en La Brújula de Nexos

 

Buenos Aires, 8A. A las tres de la tarde, mi amiga B. envía un mensaje desde la marcha: “Uuuh llueve”.

Es agosto. Invierno austral. Lunes y martes, y durante el fin de semana, tuvimos días lindos, soleados, menos húmedos que otros. Pero hoy llueve.

“Ni el cielo se quiso poner celeste”, dirá otra amiga mía, A., más tarde.

Estoy trabajando y todavía no puedo desplazarme a Congreso. Ayer, por Whatsapp, circuló un mensaje:

IMPORTANTE 8A

El inicio de la sesión será mañana 8 de agosto a las 9.30 a.m, antes de lo previsto. Por lo tanto la votación se adelanta. Está circulando que se votará alrededor de las 18 hs con lo cual es muy importante reforzar la mañana y la tarde, pero estar preparadxs en caso de que se extienda como en diputadxs. Tenemos que ser millones!

Avisar a todes les compas.

Cuando fue la primera sanción en la cámara de diputados en junio pasado, el resultado de la votación se dio a conocer casi 22 horas después de iniciada la sesión, a las diez de la mañana del miércoles 14 de junio. Había entrado el invierno ya, con temperaturas que rozaban los cero grados. Pero una buena parte de las doscientas mil asistentes hicieron vigilia toda la noche en las avenidas y calles aledañas a Congreso, acampando sobre la plaza renovada, único espacio verde de la zona; a lo largo de avenida Callao hasta Corrientes, y de Rivadavia, colmando las calles y rincones y esquinas de ese barrio que se conoce y nombra por el Congreso mismo, pero que técnicamente sería Monserrat, o Balvanera, dentro del cuadro central de la ciudad de Buenos Aires. Un sector donde, cada noche, pernoctan cientos de personas en situación de calle. Allí es donde esta vez, donde muchas otras veces, se concentran los cuerpos. No: las cuerpas. Las cuerpas femeninas.

Pero hoy sabemos que la sesión de Senado, y por ende el día mismo, se extenderá más de la cuenta. El resultado no saldrá a las seis de la tarde, como dicen. Y el día de hoy no hay indecisos.

En ese grupo de Whatsapp, donde somos amigos migrantes, B. (quien llegó de Caracas hace siete años, y milita como feminista en Buenos Aires) nos manda una foto. “Tan patrios, tan buenos, tan cristianos”. En la foto aparecen, en la esquina de Callao y Lavalle, dos mujeres (rubias, de unos cuarenta años, bien vestidas) con los pañuelos celestes. Al fondo, un hombre ondea la bandera de Argentina (ah: celeste). Son las cuatro o cinco de la tarde; la luz es gris y la lluvia, muy fina. Desde ayer circulan también planos con la ubicación de cada bando. Hay un lado que es del mal. Son las celestes. Y para ellas son las pibas del pañuelo verde. Miles de ellas, por cierto, estuvieron en el último Encuentro Nacional de Mujeres (ENM), que en octubre de 2017 se realizó en Resistencia, Chaco, y en dos meses será en Chubut. Un encuentro autónomo y autogestionado que, desde 1986, se organiza para debatir política y feminismo.

A las 18:58, cuando ya ha anochecido por completo, B. envía otros mensajes:

“Va ganando el no la puta madre”

“Para mí no pasa chicos”

Un mensaje de voz: “Ahora en Canal 5 Noticias estaban analizando los votos y, en los senadores menores de cincuenta años, gana el sí; en los que son mayores de cincuenta, gana el no. Para mí de verdad no pasa, no pasa hoy. Pero bah, si no es hoy, será el año que viene, y sino el otro, y sino es esta cámara de senadores será en el 2024… Y ahí veremos”.

Desánimo.

En este pequeño grupo de Whatsapp (somos cuatro), J., otra amiga, mexicana, monitorea las noticias desde casa, donde trabaja y cuida a su niña de dos años.

“Agh, las sandeces que dice Claudio Poggi! Que sí hay muchas muertes por aborto clandestino y la madre, pero que si aprueban la ley pasan por encima de la autonomía de las provincias”. Poggi fue gobernador de la provincia de San Luis. Cristiano.

Otras barbaridades dichas durante la sesión por miembros del Senado:

José Mayans, senador por la provincia de Formosa: “Imagínense que la madre de Vivaldi le hubiera negado el derecho a la existencia. O la de Mozart, o la de DaVinci, o la de Miguel Ángel. Yo le agradezco a mi madre que no me negó el derecho a la existencia”.

Por su parte, Cristina del Carmen López Valverde, senadora de la provincia de San Juan, confiesa que no tuvo tiempo de leer el proyecto y, por lo tanto, votará en contra.

Rodolfo Urtubey, peronista y salteño, dice algunas frases monstruosas:

“La violación está clara en su formulación, aunque yo creo, señora presidenta,* que hay que ver aquellos casos que no tienen la configuración clásica de la violencia a la mujer, sino que a veces la violación es un acto no voluntario hacia una persona que tiene una inferioridad absoluta de poder frente al abusador, por ejemplo, en el abuso intrafamiliar, donde no se puede hablar de violencia pero tampoco se puede hablar de consentimiento”.

*La presidenta de la cámara de senado es Gabriela Michetti, vicepresidenta de Argentina, que ha expresado en numerosas ocasiones su rechazo al aborto legal.

El 5 de agosto pasado, en Santiago del Estero, Liliana Herrero murió por una septicemia a causa de un aborto clandestino. Tenía 22 años. La extirparon el útero, desde donde la infección había avanzado a otras partes. Pero no se salvó. Dejó dos niñas huérfanas menores de cinco años. Liliana vivía en Las Lomitas, una zona rural del partido de Loreto. Hace algunos años había perdido a su hermana Mirna por el mismo motivo. Aborto clandestino. Un aborto que muy frecuentemente se efectúa por mano propia. El anuncio que Amnistía Internacional Argentina pagó en el New York Times, donde figura un gancho de ropa en primer plano, señala una realidad concreta.

Que sea ley

Finalmente es hora de acudir a Congreso, pasadas las nueve de la noche. Me subo al subte, línea B: atestada. En las estaciones Pellegrini y Uruguay entran las pibas con pañuelos verdes, llenas de glitter verde, el pelo empapado. Cantan consignas. “Somos las nietas de las brujas que no pudiste quemar”. En Callao, donde intento bajarme, el vagón colapsa: nadie entra, nadie sale. Gritos, un vidrio que se rompe. Parece que alguien intentó entrar por la ventana. Por fin logro bajarme en Pasteur. Y a esa altura Corrientes ya está cerrado y la marea verde es, todavía, una pleamar. Hace mucho frío. Mucho, mucho. Y llueve, una lluvia helada que cae a pleno.

Caminar desde ahí hasta Callao y Bartolomé Mitre, donde quedé de encontrarme con A., es una proeza. Jóvenes, casi todas. Pero también mujeres mayores, y niñas. Y muchachos. Maquillaje verde, verdísimo, en párpados, labios, mejillas, en forma de bindis, en gorritos, en bufandas, en abrigos, en paraguas. Tamboras que retumban. Parrillas callejeras que no se dan abasto vendiendo choripanes, panchos (hot dogs), hamburguesas. Vendedores de café, y de cerveza. Pero es invierno, el alcohol de la época es el vino, preferentemente tinto. Las grupas se pasan la botella abierta. Y el mate humeante. Y a veces algún porro.

En las redes sociales causa furor la intervención de Fernando “Pino” Solanas (porteño, también cineasta, 82 años), el único que argumentó que el goce es un derecho humano fundamental. Horas después, escribiría en su cuenta de Twitter: “A los 16 me enamoré profundamente. Ella quedó embarazada. Al tiempo desapareció. Perseguida por el miedo a la represión social terminó haciéndose un aborto clandestino. Casi muere de una infección. Lo viví, viví el pánico de esa chica. Yo no quiero una juventud con pánico #SeráLey”.

Todas las cafeterías, los bares, las pizzerías de la zona están copados. B. consiguió lugar para cenar en un restaurante de Lavalle, el Roma. Las atiende un mozo de unos cincuenta años. “¿Es ley o no es ley?”, les pregunta antes de servirlas. Y saca de su mandil el pañuelo verde.

La intervención más esperada es la de Cristina Fernández de Kirchner, que recién habla pasada la 1 de la mañana. Su discurso queda a deber a muchas feministas, incluso a las “cristinistas”, que lo encuentran oportunista. Otras aplauden el viraje. Es católica, nunca estuvo de acuerdo con el aborto. Pero ha cambiado de opinión, no por su hija, militante feminista, aclaró, sino por “las miles de chicas que se volcaron a la calle”. Recuerda a los senadores que están rechazando un proyecto sin proponer nada alternativo. En un grupo de militancia de Facebook una compañera cuenta que la escucharon “calentitas” en un bar, y que cada que Cristina decía palabras como feminismo, deconstruirse, patriarcado, todas gritaban.

“Miren, si yo tuviera la certeza de que votando negativamente no hay más abortos en la República Argentina, no tendría ninguna duda en levantar la mano. El problema es que van a seguir efectuándose”. Y votó a favor.

Hace mucho frío y no para de llover, tenemos hasta los huesos empapados. En la parada del colectivo, A. se quita el pañuelo, pues muchas celestes van para su rumbo (Belgrano, Cabañitas, Olivos). Ya Anfibia ha reportado quiénes están detrás de los pañuelos celestes (organizaciones sin fines de lucro inspiradas en modelos de la derecha estadounidense, y la Iglesia), así como los actos de violencia que las pibas de los pañuelos verdes han sufrido debido a su militancia.

En casa me duermo casi una hora, para despertar ante el no. Cerca de las 3 de la mañana, Michetti explica a senadores cómo se vota, visiblemente fastidiada, y cuando aparece el funesto 31-38, da por terminada la sesión y el micrófono abierto alcanza a registrar un “vamos todavía, vamos”.

El mundo entero miró y los dinosaurios votaron que no. Rechazaron el aborto legal seguro y gratuito en hospitales. Rechazaron salvar vidas: la de Liliana Herrera, la de Ana María Acevedo, la de María Campos, las de quienes ahora están vivas y morirán por un aborto clandestino.

El sentimiento es de fracaso y enojo.

Hay hasta quien culpa a Mercurio retrógrado.

Si no es ahora será mañana. El próximo año. O el que sigue. O el que sigue. Hasta que sea ley.

El eco de la bronca al día siguiente

M., una compañera del posgrado, envía al grupo de chat un post de la filósofa y activista Virginia Cano, donde confiesa el deseo de instalarse en el resentimiento, “en la mala onda de las gordas y en lo aguafiestas de les tortilleras, porque lo de anoche en el senado fue una reverenda mierda y no tenemos por qué poner cara de que aquí no ha pasado nada, o de que esto no es tan tremendo”.

“Voy a sentir los ecos de la bronca y el enojo y la tristeza y la frustración y la sensación de que ayer, en el senado, se hizo todo menos justicia”.

Y concluye que ya es ley. Se legalizó en la calle. En la región. Réplicas, algunas más numerosas que otras, pero potentes igual, por ejemplo en Costa Rica, Bolivia, Ecuador, Paraguay, como lo reportó Distintas Latitudes. En Ciudad de México, una nutrida marcha del Monumento a la Madre al Hemiciclo de Juárez. En Querétaro, ciudad conservadora y religiosa del Bajío, donde viví siete años sin atestiguar algo parecido, una concentración denominada Pañuelazo Querétaro en el monumento a La Corregidora, convocado por el colectivo Tejer Comunidad.

Ésta es una carrera de duración. De persistencia. Las pibas de verde son demasiadas, cantan, sufren y se abrazan bajo la lluvia, y en sus redes sociales, y en la calle aunque les griten asesinas. El verde, en América Latina, se intensifica. Un color de algo orgánico y que crece. Porque tanta muerte, tanta violencia, tanto dogma inútil, tanta incompetencia gubernamental, enoja mucho. Encabrona. Pero el enojo tiene una ventaja: fertiliza.

 

 

Soy una feminista enojada

He estado pensando, otra vez, en el feminismo. Y aunque he estado pensando en él -en ellos, en los feminismos- con frecuencia en las últimas semanas, a raíz de diversas polémicas y sucesos, es poco lo que he logrado articular, salvo ideas sueltas que no puedo zurcir y que dejo así, abiertas, distendidas, flotantes.

No todo, pero algo comenzó con el texto de Valeria Luiselli en El País, “Nuevo feminismo” (un singular que en principio, como ya se ha apuntado, abona a la desconfianza). Sí, me escandalizan los bostezos y la burla, pero sobre todo aquella noción de que una idea tenga que intercambiarse por una postura, como si una postura no fuera una idea y un pensamiento, como si todo -incluso, el rechazo mismo a la ideología- no fuera ideología. “Pensamiento complejo” básico: todo es ideología. Y, sobre todo y de manera más peligrosa, aquéllo que abjura o descree de la ideología.

Lo otro que leo es un rechazo a la terminología feminista. Lo que solían ser categorías para pensar y plantear los feminismos posibles -heteropatriarcado, descolonización, interseccionalidad, deconstrucción- se ha convertido, al uso, en mero slang y, en el peor de los casos, en memes. La trivialización de las categorías es decepcionante, abona a la ridiculización y la mofa, hace pensar en un movimiento, una causa, una “tribu” que no aspira a lo universalista, que excluye a quien no es ducho con los términos, o que exige una adscripción cuasirreligiosa. Y por eso dan ganas de revitalizar el lenguaje, infundirle nueva vida a las palabras. Pero éste es un momento en que los términos se vacían de su significado, y la consecuencia de la crítica a Luiselli -que fue de lo tibio a lo imbécil y lo inteligente: una crítica variada que no deja de ser eso: una crítica esperable, necesaria, saludable, normal– lo confirmó de la peor forma: se le llamó censura, linchamiento quema de brujas.

Pero hay otra cosa en la que he estado pensando.

Recuerdo mucho que en el prólogo de Ensayos impertinentes de Jean Franco, Marta Lamas dice que si bien se acepta como feminista a quien se asume como tal (como sucede en una identidad sexual como la bisexualidad, tan trivializada últimamente), hay distintas formas y grados de serlo. Y precisamente en ello he reflexionado a últimas fechas, en la necesidad de asumir un feminismo diferente, enojado.

Jessa Crispin acaba de publicar un libro con el título provocativo de I am not a feminist. En la reseña de la New Yorker:

The point of “Why I Am Not a Feminist” isn’t really that Crispin is not a feminist; it’s that she has no interest in being a part of a club that has opened its doors and lost sight of its politics—a club that would, if she weren’t so busy disavowing it, invite Kellyanne Conway in.

(La cuestión de “Por qué no soy una feminista” no es, en realidad, que Crispin no sea una feminista; es el hecho de que no tiene ningún interés en ser parte de un club que ha abierto sus puertas y ha perdido la perspectiva de su política: un club que, si ella misma no estuviera tan empeñada en rechazarlo, invitaría a Kellyanne Conway.)

Creo que Crispin apunta a la misma necesidad de revitalizar las palabras: que ya no es posible llamarse feminista cuando marcas como Dior y Taylor Swift han cooptado el término para su explotación comercial, cuando su estética se ha transformado en mercancía y, al igual que un término repleto de tantos significados simbólicos como linchamiento, puede usarse a la ligera, sin implicaciones reales, sin compromisos políticos visibles.

Pero algo dentro de mí no está del todo de acuerdo con esto: como Benjamin, creo en el potencial revolucionario de la cultura pop. Y sin embargo me resisto al feminismo de chocolate de Zara, de Buzzfeed, de Beyoncé, de Twitter y sus figuras de sololoy que explotan sus convicciones políticas para llevar agua a su molino, que repiten consignas y canibalizan experiencias y discursos. Trato de entender, entonces, a los que se disocian del feminismo porque lo asocian a dichas figuras repelentes, pero de todos modos no puedo evitar sentir, ante sus abismos intelectuales, ante textos tan perfectamente idiotas como éste, algo en el estómago, una náusea, un sentimiento de injusticia extremo, como cuando éramos niños y veíamos expresiones fulgurantes de racismo en el cine.

Pienso entonces que no es un nuestro trabajo hacerles el pensamiento más digerible a quienes prefieren vadear las aguas superficiales de la discusión, y que no necesitamos más ese feminismo dulce e inofensivo. Me interesa, por eso, la postura de Crispin: contradictoria y encabronada, hipercrítica y beligerante, radical en cuanto a su rechazo por la dinámica capitalista de tajo. En su conversación con Madeleine Davies en Jezebel, ésta le dice:

“Self-care” is another one of those ideas that’s been bastardized. It started off as an Audre Lorde philosophy that addressed the struggles of activist women of color and now it’s applied to, I don’t know, getting a blowout. 

And pedicures.

(El “autocuidado” es otra de esas ideas que se han trivializado. Empezó como una filosofía de Audre Lorde que se enfocaba en las luchas de las mujeres activistas de color y ahora se aplica a, no sé, un tratamiento capilar.

Y pedicures.)

 

E Indiana Seresin, en un texto en The Harvard Advocate contra lo que algunos creen que es el “nuevo feminismo” (en itálicas, en comillas, todo con pincitas), que en realidad es una demoledora reseña sobre un libro de Kate Zambreno, Heroines, sobre esposas, escritoras y figuras (o no) del modernismo, dice:

There need to be standards for what counts as valuable writing, just as there need to be standards for what counts as valuable feminism.

(Es necesario que haya estándares para lo que se cuenta como una escritura valiosa, tal como es necesario que haya estándares para lo que cuenta como un feminismo valioso.)

Por eso vuelvo a las ideas pendencieras, no del todo agradables para ese remedo de feminismo que busca volvernos amigos de nuestros enemigos, de Crispin en Jezebel:

It’s just that now, the people who are actually very regressive and retrograde are embracing the word “feminist,” whereas in the second wave, you had mainstream women’s culture refusing to use the name, horrified by the name, and actively getting in the way of the feminist movement.

(Es sólo que ahora, gente que en realidad es reaccionaria y retrógrada está adoptando la palabra “feminista”, mientras que en la segunda ola, la cultura popular femenina se rehusaba a usar el término, se horrorizaba de él, y bloqueaba enérgicamente el movimiento feminista.)

Creo, entonces, que no se trata de las mujeres y los hombres que no saben o no les interesa conocer lo que son los feminismos, sino de los que se asumen feministas y “aliados”, y convierten un movimiento político en una preferencia, una cualidad, una aptitud o, incluso, una esencia. Y los que celebran a los -oh, perdón por el terminajo- falsos profetas y contribuyen a la bastardización de lo que tanto trabajo ha costado construir. Porque nos matan, nos golpean y, encima, se orinan en nuestro pensamiento. Yo sí quiero tomar mis cartulinitas, destaparme el torso y asustar a los que prefieren una protesta pacífica, buena onda y recatada. Quiero estar enojada y que ese enojo se reconozca. Y si no, si lo que me sale es escribir, opinar, pensar, contribuir, como dice muy sabiamente Gabriela Damián, hacerlo con imaginación compasiva.

 

 

Nos queremos vivas

(nota en Polifonía de Letras Libres)

1.

“Ni una mujer menos, ni una muerta más” es un verso atribuido a Susana Chávez, poeta mexicana y activista contra los feminicidios, asesinada en Ciudad Juárez en enero de 2011.

Cuatro años después de su asesinato, ni una menos devino consigna y, en Argentina, se convirtió en el centro de un movimiento inesperado. El colectivo #NiUnaMenos, integrado por periodistas, escritoras, intelectuales, artistas y activistas por los derechos de las mujeres, se formó en marzo de este año para convocar, desde redes sociales, actos en repudio del feminicidio. Uno de los primeros, ese mes, consistió en una maratón de lectura, danza y performance en una pequeña plaza del barrio de Recoleta, Buenos Aires. Pero el 12 de mayo, tras darse a conocer el asesinato de Chiara Páez, una adolescente de 14 años matada a golpes por su novio de 16, en la provincia de Santa Fe, #NiUnaMenos convocó a una manifestación masiva para el 3 de junio.

A lo largo de mayo –mes en que, según un artículo de Constanza Tabbush en Latin American Bureau, los feminicidios fueron tema principal de talk shows, radio, redes sociales y conversaciones privadas– la invitación circuló por internet, prensa y televisión argentina. Cada día, en sus cuentas de Twitter y Facebook, #NiUnaMenos publicaba imágenes de quienes hacían suya la consigna: escuelas, oficinas, grupos scout de provincia; académicas, políticos, actores y conductores de televisión; las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, Lionel Messi y, desde su cuenta de Twitter, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.

La tarde del 3 de junio, más de doscientas mil personas acudieron a la Plaza del Congreso de Buenos Aires. La manifestación tuvo réplicas en 110 ciudades de Argentina y, con menor concurrencia, enUruguay, Chile y México.

Una marcha de muchas caras, que atrajo a colectivos de diversos feminismos (algunos, por ejemplo, aprovecharon para exigir, nuevamente, la despenalización del aborto), a personas de distinto signo político, a madres y familiares de mujeres asesinadas, a familias, niñas y jóvenes, que se manifestaron con objetos, con el cuerpo y con palabras.

¿Por qué la marcha #NiUnaMenos tuvo tanto éxito en Argentina?¿Qué galvanizó a la sociedad para unirse, de manera masiva, a una manifestación contra la violencia de género? Una tercera pregunta, más incómoda: ¿Por qué en México no ha sucedido algo similar?

2.

Florencia Minici, editora de la revista Mancilla y una de las integrantes del colectivo #NiUnaMenos, cree que el poder de convocatoria de la marcha se debió, en parte, a que “existía ya un clima, una serie de condiciones que la convocatoria interpretó y por eso se hizo realmente masiva. El que aproximadamente cada 30 horas ocurra un feminicidio, los problemas que las mujeres enfrentan a la hora de ser amparadas por el poder judicial: son hechos indudables de una situación dramática que busca revertirse”.

Para comprender ese clima al que se refiere Minici, Cecilia Palmeiro, académica y experta en teoría queer y su vinculación con lo político, me sugiere mirar hacia los medios, los que usualmente ponen untema en el radar colectivo.

Cada día, al intentar avanzar sobre este texto, la presencia mediática de los feminicidios se impone.

“Una mujer con miedo – su ex pareja la golpeó y quiso prenderla fuego, en La Pampa”.

“Lo acusan de abusar y matar a una nena de dos años en Derqui, Pilar – El padrastro, detenido, fue encontrado mientras intentaba fugarse con un bolso.”

En los canales de televisión pública se habla de violencia de género y de feminicidios. En paneles de expertos y en largas notas, con reporteros en el “lugar del crimen”, se exhiben fotos de la vida cotidiana de las víctimas (casi todas salidas de sus redes sociales) y se editorializa, implícitamente, sobre su propia culpa: “una fanática de los boliches, que abandonó la secundaria”. Quizá, aunque con propósitos distintos, los medios han hecho visible el problema.

3.

El feminicidio se considera crimen de odio porque se dirige a una categoría (mujeres) y no a un sujeto específico, aunque,según Rita Laura Segato, el odio o el machismo –este último sin duda presente en el contexto– no son factores que lo expliquen por completo: se trata de un proceso en que la víctima es, más bien, desecho, pieza descartable. Gabriela Cabezón Cámara, integrante del colectivo #NiUnaMenos, lo ha resumido así:

Tiradas a la basura en la bolsa de consorcio: igual que se tira un forro, la cáscara del zapallo, los papeles que no sirven y los huesos del asado entre tantas otras cosas. Tiradas como si nada, como objetos de consumo que ya fueron consumidos. Agarrarlas, asustarlas, verlas rogar, desnudarlas, humillarlas, violarlas, después matarlas, meterlas en una bolsa, tirarlas a la montaña de restos de la ciudad. Ya terminó el predador. Seguirán la policía, los abogados, los jueces y las cámaras de TV: sigue la carnicería en una especie de show que explica los femicidios.

A falta de un registro oficial*, la marcha del 3 de junio se apoyó en las cifras de la organización civil La Casa del Encuentro, que contabilizó 1.808 feminicidios desde 2008. Solo durante 2014 fueron asesinadas 277 mujeres.

En México, el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio, en su último estudio sobre la implementación del delito de feminicidio en México, contabilizó 3892 asesinatos de mujeres entre 2012 y 2013. El grupo Pan y Rosas, vertiente mexicana de Ni Una Menos, maneja la cifra de la ONU Mujeres: 6.4 feminicidios cada 24 horas. Casi siete veces más que en Argentina.

Lucía Melgar, académica y crítica cultural, elabora una instantánea del panorama mexicano en un reporte para Nexos, que revela el aumento de la tolerancia social al feminicidio y niega la percepción común de que se encuentra focalizado: no ocurre solamente en Ciudad Juárez y Estado de México; sucede en Tlaxcala, Guerrero, Guanajuato, Morelos, Chiapas, Oaxaca, Veracruz. No es una cuestión del ámbito doméstico: la barbarie de los cuerpos abandonados en la vía pública, la persistencia de los asesinatos perpetrados por desconocidos, implica al Estado y lo liga a la definición misma de feminicidio.

La discusión de las marchas pasa por sus “logros institucionales” y, plantea Melgar, por su desgaste como medio de protesta. “¿Qué hace falta no solo para visibilizar la violencia del feminicidio sino para indignar?”. “Si las mujeres asesinadas y tiradas en calles o baldíos fueran de clase media, ¿la indiferencia de las clases medias, las que en la ciudad de México se movilizarían más fácilmente, sería la misma?

4.

¿Por qué unas víctimas cimbran y otras permanecen invisibles? ¿Qué detona las grandes movilizaciones políticas? Josefina Ludmer, en Aquí América Latina, dice que, en nuestra región, “la memoria es siempre política, un grito de justicia”. Cada país tiene una tragedia que graba su impronta en la memoria histórica. En México: los 43 estudiantes asesinados. En Argentina: la lucha de las madres y abuelas de los desaparecidos.

5.

Elisa Godínez, antropóloga e investigadora mexicana, me dice: “En Argentina las madres y abuelas de la Plaza de Mayo son íconos. Aquí la lucha de las mujeres no se ve: no es que no exista, es que no se le percibe. Hay que analizar por qué el sistema y el discurso las invisibiliza e ignora, a ellas y al feminicidio, y por qué las principales demandas sí son utilizadas políticamente, pero como logros progre, de los hombres: Ebrard y la despenalización del aborto, por ejemplo. Las mujeres, en México, están fracturadas y aisladas en lo político”.

 

 


*Uno de los puntos de su pliego petitorio (que exigía al Estado garantías jurídicas, subsidios y capacitaciones en dependencias oficiales con perspectiva de género) solicitaba, precisamente, la recopilación de estadísticas oficiales. Dos días después de la marcha, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación respondió con el anuncio de la creación de una unidad de registro, sistematización de feminicidios y homicidios agravados por el género.

Ensayos Impertinentes: humanismo pertinente (reseña ampliada)

Jean Franco

Ensayos impertinentes

México, Océano – debate feminista, 2013, 256 pp.

 

 

Feminismo y América Latina: los temas de un volumen titulado, tal vez demasiado provocativamente, Ensayos impertinentes. Es posible que el título y lo que se anuncia en la contratapa –por ejemplo, los ensayos que abordan las figuras de Sor Juana y Frida Kahlo– respondan a una necesidad de marketing razonable; que estos “ganchos”, la promesa de la impertinencia, atraigan a un público en búsqueda de visiones frescas sobre temas atractivos: la Malinche, las historietas populares mexicanas, las disputas entre el Vaticano y los movimientos de izquierda. La contradicción funciona porque no es feminismo a secas ni América Latina los verdaderos temas, sino otros, enunciados de manera menos explícita: el discurso del mercado que permite el uso de la mujer como mano de obra barata; los mecanismos del orden social que logra prosperar del centro hacia los márgenes y la injusticia, una verdad moral incontrovertible. “Una de las ironías del pluralismo es que hasta el compromiso se convierte en mercancía”, afirma Jean Franco, tal vez ahí sí impertinentemente.

En uno de los ensayos finales, la autora confiesa que siempre le han gustado las misceláneas y los pot pourri del siglo XIX, un espíritu que Ensayos impertinentes suscribe como síntesis del pensamiento de la humanista.

Marta Lamas, directora de la revista mexicana debate feminista, es la encargada del prólogo y la selección, que abarca ensayos previamente publicados en medios como la misma debate feminista, los cuadernos del North American Congress on Latin America (NACLA) y la colección Marcar diferencias, cruzar fronteras, en estricto orden cronológico. Pionera de la enseñanza de literatura latinoamericana en Inglaterra, profesora emérita de la Universidad de Columbia y autora de La cultura moderna de Latinoamérica (1967), Las conspiradoras. La representación de la mujer en México (1994) y Cruel Modernity (2013), entre otros títulos, Franco es, según Marta Lamas, “la referencia imprescindible para quienes estudian la cultura latinoamericana y también para las feministas”.

Franco, por cierto, acaba de cumplir noventa años y se mantiene productiva todavía. Su interés por la cultura latinoamericana comenzó en los años cincuenta, cuando, nos explica Lamas, conoció a un artista guatemalteco y se mudó a su país; en 1954, tras el golpe de Estado que derrocó a Jacobo Arbenz Guzmán, llegó a vivir a México. De vuelta en Londres, en 1957, estudió Letras Hispánicas, y en 1972 obtuvo un puesto de catedrática en Stanford, donde nació su interés por los movimientos feministas en América Latina. Esta trayectoria es referida en el prólogo, que comenta de manera excepcional las búsquedas y métodos interpretativos de Franco, y hace la necesaria precisión de que, “si bien se acepta como feminista a quien se asume como tal, existen distintas formas y niveles de serlo. Y el feminismo de Jean Franco se cuenta entre los más altos de los distintos grados y tipos existentes”.

Las claves para leer Ensayos impertinentes se encuentran en la primera pieza, “Invadir el espacio público, transformar el espacio privado”. La primera es muy general y concierne al estado actual del feminismo o, más bien, a su percepción en el amplio espectro de lo social. Jean Franco dice que las mujeres que encabezaban los movimientos populares por la supervivencia en los Estados ineficaces solían “rechazar la denominación de feministas, término que se ha envenenado al asociarse a mujeres puritanas que odian a los hombres o a grupos de mujeres de clase media cuyos intereses no coinciden con los de las clases subalternas”. No hay, en los dieciséis ensayos que componen la colección, una definición explícita de lo que es o no es el feminismo, pero encuentro necesario detenerse un momento en este breve pasaje para preguntarse por qué la palabra misma se ha degradado. Feminismo, un concepto lleno de equívocos.

La segunda clave que Franco da al lector alude al papel que ella misma juega en la crítica cultural: “La mujer intelectual no puede ya sostener ingenuamente que representa a las mujeres y que es su voz, pero puede ampliar los términos del debate político mediante (…) el uso del privilegio para destruir el privilegio”. En aquel ensayo, Franco analiza la vinculación entre lo público y lo privado que las madres de los desaparecidos en la dictadura de Videla, en Argentina, hicieron posible mediante el traslado de lo íntimo y lo familiar a la esfera pública (con un acto simple: la exhibición de las fotos familiares), constituyéndose en nuevos paradigmas de ciudadano. Desmenuza el trabajo de varias escritoras: la chilena Diamela Eltit, la argentina Tununa Mercado, la peruana Carmen Ollé, la mexicana Elena Poniatowska (quien, a la vez que da voz a las clases subordinadas, “afirma (en La flor de Lis) enérgicamente su identificación con su aristocrática y esnobista madre”), y la brasileña Clarice Lispector, cuyas voces ponen en crisis la separación entre lo subjetivo y lo dominante (tradicionalmente asociado a lo masculino). Franco escribe: “Los textos que a mí me interesan no son aquellos en los que habla el subordinado mientras el agente intelectual del discurso permanece oculto”.  Pero es en “La larga marcha del feminismo”, que inicia con el recuerdo de su amiga Alaíde Foppa, feminista e intelectual que murió torturada por el ejército guatemalteco, donde Franco asume una postura hiper-crítica ante la izquierda ortodoxa que margina o ignora las necesidades de las mujeres; antes de iniciada la participación de las mujeres en la esfera pública, se pensaba que la militancia feminista era lo mismo que lucha armada. En los ochenta, con la creación de centros de investigación y publicaciones feministas, la esfera privada empezó a revalorarse como arena política.

Franco también analiza las narrativas estadounidenses (con los romances de editoriales como Harlequin) en contraste con la literatura popular mexicana de los años ochenta, representada en El libro semanal. Pero su tratamiento es radical en tanto que demuestra cómo los mecanismos narrativos se transforman de acuerdo a la destinataria del texto: mientras el primero la mira como consumidora, el segundo la percibe como un eslabón más de la fuerza de trabajo. Esta dialéctica marxista es la base de ensayos como “Deponer al Vaticano” y “Las guerras del género”, que analizan el rechazo de la élite católica por el uso de la palabra género como el “conjunto de significados culturales que asume el cuerpo sexuado” (en la acepción de Judith Butler), pues alcanzaba a entender las consecuencias de un debate tan amplio: la legalización del aborto, los matrimonios homosexuales y las familias no convencionales.

Incluso en el ensayo donde prevé la “iconización” de Frida Kahlo, “Manhattan será más exótica este año” (1996), la mirada es demoledora: en la exhibición México: esplendores de treinta siglos, en el Museo Metropolitano de Nueva York, y a pesar de que las mujeres artistas permanecieron al margen, el “Autorretrato con mono” de Kahlo fungió como símbolo de la nueva retórica nacionalista, que se hacía más accesible por medio del exotismo y dejaba atrás el discurso antiimperialista de la Revolución. Era 1990, plenos “esplendores” salinistas. “Tanto la publicidad como la derecha han usurpado el lenguaje y los símbolos de la izquierda”, concluye Franco.

Tres veces interrumpí la lectura del ensayo más duro de este volumen. En él se narran las violaciones como estrategia de tortura y eliminación étnica en las guerras civiles de Perú y Guatemala durante los años ochenta y noventa. Apoyándose en los testimonios documentados por las comisiones de la verdad creadas en ambos países, Franco describe escenas de una abyección intolerable. Es difícil leerlas. “La violación: un arma de guerra” analiza la destrucción y degradación del cuerpo humano en los estados de excepción instaurados en ambos países con el fin de reprimir movimientos insurgentes. En los dos casos, ejército y policía emplearon la violación sistemática como aniquilación colectiva de grupos indígenas y mujeres, a las que, además de considerar “parte del botín”, creían portadoras de “la semilla”: la matanza de niños, incluso de fetos dentro del vientre, apunta a un proyecto de genocidio. Todavía más terribles son las consecuencias en lo social, pues el concepto de “deshonra”, que tiende a culpar a la víctima, la lleva al silencio y al sufrimiento en solitario. Franco no se limita a enlistar las atrocidades, ni aplaude la creación de las comisiones de la verdad, cuyo poder reparador pone en duda. “¿Pueden la verdad y la reconciliación reparar las ruinas de tantas vidas (…), especialmente dado el hecho de que ha sido tan difícil acabar con la impunidad de los responsables?” Franco apela a “valores esenciales de justicia” que deben ser establecidos, mal que bien, por instancias supranacionales de derechos humanos. Y se pregunta si los feminicidios en Ciudad Juárez, Colombia y ciudad de Guatemala se han “privatizado”. El problema del activismo contra la violación sexual es que “no afecta suficientemente a la población para obligarla a entrar en acción. La impunidad del ejército y de otros sólo se romperá cuando la población en general acepte que la violación es un crimen contra la humanidad y decida llevar a los responsables ante los tribunales”.

Ensayos impertinentes es una lectura intensa, que obliga a veces a poner el libro abajo y pensar fríamente en lo que se ha leído. Pero también regala momentos luminosos. En “Elogio de la diversidad”, Franco en realidad elogia la labor de debate feminista, pero la inclusión de la pieza es tanto un alarde como un autogol, pues ahí mismo exhibe la renuencia de las integrantes de la revista a tramar el tema de la vejez, tropezón que corrigen dos números adelante y que da pie al texto final, “Confesiones de una bruja”. Por supuesto Franco recurre a Beauvoir, pero con La Vieillese, un tratado exhaustivo de la vejez que pertenece sólo a su tiempo, cuando existían Estados benefactores. Ahora, ante la falta de representación (a no ser por los viejos que aparecen en anuncios de “remedios para la incontinencia, la artritis y el pene flácido”), y bajo el apelativo de senior citizen, Franco urge a perder la vergüenza a sentirse viejas y generar, en cambio, un pensamiento político de la vejez.

Hay que elogiar también el impecable trabajo de edición, las acertadas traducciones individuales de cada ensayo y la apuesta de una editorial más bien comercial que decide colocar en las mesas de novedades un libro lleno de humanismo, inteligencia, nociones de izquierda verdadera, de contribución a la memoria colectiva y, sobre todo, de un feminismo que es, que siempre ha sido, para todos.

 

 

versión impresa en Letras Libres, aquí.

Cosas en las que he pensado

Hay cosas que me calman y otras que me inquietan. Estoy en el periodo de las que me inquietan. No podía escribir acá. La escritura automática de este lugar, tan calmante otras veces, no llegaba o llegaba a medias. Mientras tanto hice otras cosas, muchos pendientes, mucho trabajo del que paga y transcurre en una oficina, y del otro que no paga y transcurre en todos lados. Fui a San Miguel de Allende, fui a Acapulco, dos lugares cada vez más familiares. Escribí, vi, leí, etcétera.

Demasiados temas, demasiadas impresiones. Sentimientos de permanecer bajo observación. Algo de lo cual quería quejarme por escrito y que sólo he discutido con otras personas, la mirada privilegiada de algunos intelectuales mexicanos, las distintas sensibilidades de clase, las posiciones de poder de las que parecen no tomar conciencia, etc. Pero me resistía (y no encontraba el tiempo y la energía). Sin embargo no puedo dejar de pensar en aquello. Enojarme, inútilmente. El hombre y su circunstancia. El mundo que cada quién sobrevive.

Pero tal vez se puede escribir sobre eso.

Por ejemplo, no sé por que nunca he escrito de ellas aquí.

En la beca del Fonca conocí a María José Gómez y Gabriela Damián. Ahora pienso en la suerte increíble de que me tocara compartir género (cuento) y generación con ellas: ambas son escritoras extraordinarias, muy talentosas. Me resulta difícil aclarar hasta qué punto talentosas, porque este tipo de cosas, en otros contextos, da la pinta de espaldarazo. Aquí no, aquí no podrían operar esas reglas. Ambas están entre las mejores escritoras del país en este momento, lo he dicho siempre, y luego pienso que es de una estadística improbable que las dos estuvieran en la misma generación. (y que yo, inexperta todavía y de ninguna manera con una idea de mí misma similar a la que sostengo de ellas, tuviera la suerte de cobijarme en su talento y experiencia, es de presumirse, de anécdota que se presume, como la vez que me encontré con el señor Pollos de Breaking Bad.) Por suerte ahora nos vemos mucho más que en esa época, hacemos talleres al menos un miércoles cada mes y seguimos trabajando en todo aquello. Se trata de un taller literario productivo y concentrado, pero se ha convertido también en un encuentro de reflexiones, de intercambio de concepciones del mundo, de amistad. Como en tertulias similares, también -ni modo- hablamos de otros escritores, de lo que escriben, de lo que opinan, de las tradiciones en las que se inscriben, de las causas que apoyan o denostan, de sus miradas contrarias o similares a las nuestras.  Todo eso es inevitable cuando se intenta escribir. Pero todo eso también es pensar.

Gaby nos invitó a participar en el especial de género de Tierra Adentro, En Reconstrucción. Era emocionante porque participaríamos las tres en un mismo medio, en un mismo dossier y al mismo tiempo. Yo, insegura y aferrada, no quise participar con un cuento, no considero ninguno terminado nunca, y mejor escribí un ensayo que empezó como comentario y se extendió más de la cuenta (éste). Ellas escribieron un cuento (Majo, Turnos; Gaby, El monstruo del lago Ness) y ambos cuentos, bellos y tristes y profundamente femeninos, son una entrada a su literatura, a sus temas, a sus sensibilidades.

Gaby además coronó con un punzante y sabio ensayo que redondeó la idea entera del dossier, Reconstructoras del tiempo y el espacio (vuelvo a él más adelante).

Al mismo tiempo reseñé el libro de ensayos de Jean Franco (que resultó una de las columnas vertebrales del ensayo que intenté) para el ¿especial de género? de Letras Libres, que en realidad se trató de un dossier sobre la disparidad laboral. Me gustó de nueva cuenta compartir páginas con Gaby, quien además escribió una emocionante reseña (pensemos en lo infrecuente de que esas dos palabras aparezcan juntas) de una novela de Helen Oyeyemi (otra suerte mayúscula: a quien vimos, las tres juntas, en el Hay Festival de Xalapa el año pasado). Pero algún sabor agridulce me quedó.

Majo lo dijo: el ensayo de Gaby en Tierra Adentro es valiente (me tomaré el atrevimiento de citarla en uno de nuestros correos) “no sólo porque señalas ciertas conductas de algunos privilegiados, sino porque haces referencia explícita a personajes concretos. Me gustó mucho leer algo que sentí como una continuación de las conversaciones que hemos tenido.”

El especial es importante porque pretendía, y creo que lo logró, desbrozar muchos de los estereotipos atados al acto radical de asumirse feminista. Ideas de lo femenino, de lo masculino, de los distintos feminismos, de la labor de mujeres trabajadoras y mujeres artistas; manifiestos personales, hábitos culturales, hay un poco de todo y de una calidad excepcional. Pero creo que ese ensayo resume muchas de las ideas más importantes del dossier. Este párrafo, por ejemplo:

La figura de la feminista constituye uno de los “Yo no soy así” más comunes. “Uno se eleva rebajando lo otro”, por lo tanto, quienes sienten la necesidad constante de aclarar que “están a favor de luchar por los derechos de las mujeres, pero no son feministas” desean comunicar que no han caído en la trampa de un discurso percibido como arcaico,violentoradical, y cuyo verdadero objetivo la mayoría desconoce. Desde luego, este deslinde tiene muchos matices: para empezar, hoy en día existen muchos feminismos, no uno sólo. Hay quienes se mantienen cerca de alguno de los feminismos, pero se desmarcan para evitar la carga socialmente negativa que implica el término; quienes lo rechazan en pos de otro que defina mejor su perspectiva, como sucede con el Womanism; y, por supuesto, hay mujeres que no pueden estar física y socialmente seguras en sus comunidades si confrontan al patriarcado como proponen ciertas estrategias del feminismo mainstream.

Cuando menciona a los genios bobos (desde figuras notables como Schopenhauer, quien escribió: “Las mujeres no tienen el sentimiento ni la inteligencia de la música, así como tampoco de la poesía y las artes plásticas”, hasta un bobo a secas como Luis González de Alba, con su risible texto “¿Cuotas por género?”), Gaby escribe:

Al parecer, los genios bobos se sienten autorizados para hablar de misoginia, inequidad o feminismo aunque nunca se hayan ocupado en documentarse seriamente acerca de estos temas porque, al ser tan brillantes, están confiados en que podrán dar una opinión atinada, cuando en realidad lo único que hacen es repetir una convención social, un acuerdo que les favorece, y que, por lo tanto, no tienen la necesidad de cuestionar. Este mecanismo opera de la misma forma en otras desigualdades: las económicas, de clase, de etnia. Y es que es difícil estar dispuestos a reconocer que se tienen ventajas, porque al reconocerlo (en contextos donde el cinismo no es aplaudido, claro), estarían obligados a alguna clase de renuncia: ceder espacios, reconocer la valía de algo que no les  gusta.

(¿a alguien podría sorprenderle que, en un estudio cualquiera, sólo el 17% de los blancos perciba que la discriminación racial continúa siendo un problema grave, frente a 55% de negros? ¿Que entonces, para hombres y mujeres privilegiadas, el feminismo parezca un asunto inútil o innecesario?)

Continúa (¡todo el texto es para citarse!):

Los genios bobos necesitan dejar de suponer de qué se tratan los libros, investigaciones, discusiones y hasta las leyes que abordan la equidad de género. Seguramente son expertos en muchas otras cosas, pero de este asunto necesitan leer más y escuchar con atención antes de repetir las opiniones de siempre. Hay frases hechas tan sobadas por unos y otros que me sugieren una analogía estrambótica: las visualizo como un chicle que quizá en el origen fue redondo, dulce, de algún color brillante, pero que se fue pasando sin empacho de boca en boca hasta convertirse en un cuajarón gris, insípido y viscoso al que nadie pone muchos reparos porque ya se han acostumbrado a masticarlo:

Y ejemplifica con estas frases, que hemos leído en CANTIDAD de textos: “Las cuotas son otra forma de sexismo”, “La corrección política es sólo censura”, “Las mujeres se victimizan solas”, “Hay asuntos más importantes, como la pobreza”, “Tipificar al feminicidio es discriminación, a los hombres también los asesinan”, “Yo no soy machista, soy un enamorado de la belleza y la inteligencia de las mujeres, es más, creo que son mejores que los hombres”…

La razón por la que estas posturas se vuelven tan populares es porque la incorrección política es equiparable a ser “valiente”, “honesto”, atreverse a decir las cosas “como son”. Quienes no encuentran regocijo en el “me río porque es cierto”, son intolerantes y carentes de sentido del humor.

Pero esa no es la razón por la que no nos da risa. Las verdades a las que alude la generalidad de opiniones catalogadas como políticamente incorrectas son, con frecuencia, estereotipos, simplificaciones de la realidad que: 1) no reflejan la realidad, sino una experiencia muy limitada de ésta; 2) no cumplen con el objetivo principal del humor como herramienta de ruptura: no se oponen al discurso hegemónico, no confrontan al poder, más bien, lo refuerzan al reproducirlo en clave de chiste.

(y el bloque de las amas de casa como escalón más bajo de la especie humana, más adelante, es fundamental).

Pensaba en estas cosas. En los privilegios, sobre todo. Nacer en algún lugar, dentro de alguna familia, con unos obstáculos o sin ellos.

Pensaba en este párrafo de Jean Franco:

Originalmente, “políticamente correcto” era la denominación que los liberales y la izquierda utilizaban para evitar un habla signada por el odio y para hacer que la gente lo pensara dos veces antes de utilizar términos de abuso con claras referencias peyorativas, como nigger (negro), wog (árabe, indio o cualquier persona de tez oscura) o dyke (lesbiana). Desde el punto de vista de la derecha, sin embargo, lo “políticamente correcto” se identifica con nociones de una nueva “policía del pensamiento”, con el paradójico resultado de que la gente se ve estimulada a ser políticamente incorrecta y demostrar su libertad, especialmente en programas de radio, utilizando la misma habla de odio que lo “políticamente correcto” intentaba refrenar. Este nuevo significado de lo políticamente correcto como autorización para “hablar obscenamente”, lejos de ser un asunto abstracto, ha tenido efectos reales en la exacerbación de las ya agudas divisiones raciales.

Pensaba en cuántas veces he leído ataques a lo “políticamente correcto”, al carácter “fascista” de lo políticamente correcto, a lo tonto imbécil innecesario carente de sentido del humor de lo políticamente correcto. Esas cosas. Esas luchas.

Pensaba en las reacciones negativas al reto Read Women 2014 (las reflexiones de Daniela Franco en LL, que echan mano de los mismos argumentos del “sexismo” que según esto se oculta en la propuesta, del paradigma del gusto, del “buen escritor” a pesar de su “género” (¿sexo?), de las cuotas de género, etc.). De cómo resulta inadmisible cuestionar cómo o por qué razones se ha formado el canon literario y cómo influye éste, en su clasificación de autores menores y mayores, en nuestros hábitos de lectura (de eso se trata: descubrir por qué leemos lo que leemos, por qué escogemos los libros que escogemos). No significa leerlas porque son mujeres. Más bien, leer a las que no sabemos que existen, porque no han sido integradas al canon, porque se mantienen en una trastienda, y porque deberían estar, por su altura literaria, en dicho canon. Nadie acusa a nadie de macho. Nadie pide absurdas cuotas de género. Nadie pide basarse en el sexo para elegir lecturas. Pero ah, no. Luchas inútiles. Luchas egoístas. Dos bandos, dos formas de mirar el mundo.

¿Por qué es inútil el feminismo? ¿Por qué se nos niega la posibilidad de construir (reconstruir: ahí la idea de En Reconstrucción) nuestra identidad? ¿Es egoísta, es inútil? Habiendo asuntos más graves (en México apenas esto podría decirse con una mueca seria), ¿apuntamos erróneamente los dardos?

Mis razones para adherirme al feminismo descansan en la idea de solidaridad femenina. De la empatía en la experiencia de la otra. Así inició el ensayo de Gaby y me gustó mucho leerlo y encontrar mis motivos ahí. Y fue grato saberme rodeada de esta clase de sabiduría.

Pensaba en estas cosas.

 

 

El cuerpo radical: la representación femenina en el cine y la TV

(En el especial sobre feminismos para Tierra Adentro, editado por Gabriela Damián, un ensayo sobre la reconstrucción pop de lo femenino)

Ahora mismo tengo conmigo la Vogue de febrero. Admiro en la portada la cara redonda, la camisa de bolas rojas, los ojos grandes –todo son redondeces explícitas– de Lena Dunham. El balazo principal reza:

Choose your

SPRING STYLE

73 Great Looks, From Bohemian Chic to Boy Shirts

El balazo que concierne a la entrevista de Dunham se sitúa en el extremo superior izquierdo, en letras blancas: Hey, Girl LENA DUNHAM The New Queen of Comedy.

¿Es extraño que Dunham salga en la portada de Vogue? Lo es, la misma editora, Anna Wintour, lo aclara en su carta editorial, desde la primera frase: “Algunos pensarán que Lena Dunham no es la típica chica de portada Vogue, y estarán en lo correcto; precisamente por eso es la más indicada para protagonizar nuestro número de febrero” (nota: nunca sabemos qué tiene de especial el número de febrero). Wintour enumera las razones “verdaderas” para su fichaje ―que es exitosa, que no sólo “ha ascendido a la fama sino a la conciencia cultural colectiva”, que tanto ella como Sarah Jessica Parker encarnan al Zeitgeist― y, aunque muchas frases se leen ensayadas o innecesariamente rimbombantes, encuentro cosas interesantes en algunas, como la afirmación de que los ejercicios de exhibición tan típicos de Dunham no provienen de un deseo deliberadamente provocador.

Más adelante, en la pieza escrita por Nathan Heller, Dunham es retratada en un día de filmación de Girls (la serie que ―se aclara― escribe, dirige y actúa), en eventos públicos, en la cotidianidad de su departamento en Brooklyn Heights. Inevitablemente llega la parte donde se cuestiona el tratamiento poco convencional de la sexualidad en Girls, “famosa por su naturalismo”, pero también, de forma curiosa, por los frecuentes desnudos de Dunham. El texto recuerda que no sólo sus formas han sido reveladas en el programa, sino también las de Becky Ann Backer, la actriz que interpreta a su madre, quien se lamenta cómicamente de que nadie le hubiera pedido que saliera topless en la televisión sino hasta ahora, pasados los cincuenta.

Ahí mismo se recuerda un capítulo controversial en el que el personaje de Lena Dunham, Hannah Horvath, se liga a un hombre guapo, más grande que ella, con el que pasa un par de días ―dentro del bonito bronwstone de él― sin compartir nada más que sexo: un auténtico encerrón que a algunos les parecería muy normal en una chava de 24 años, pero que en las audiencias despertó todas las alarmas de la inverosimilitud: ¿cómo era posible que él, tan guapo, tan casado en la vida real con una modelo, sin ninguna perversión sugerida en el delineado de su personaje, se fijara en ella?

 

Al iniciar un ensayo con la figura de Dunham me arriesgo a varios males: que mi ejemplo me limite (y me confunda, me distraiga y me lleve a ideas a las que no deseaba llegar), y que todo aquel que opine horriblemente de ella decida no leer más que lo anterior.

Sin embargo, la escojo a ella porque es tal vez la figura más visible del cambio de la representación femenina en los medios audiovisuales: no la única, no la mejor, no la más innovadora, simplemente la más obvia aunque también, como me gustaría demostrar más adelante, la más radical.

 

El estudio de las representaciones sociales es complejo y difícil de abordar aquí. El concepto nace con Durkheim, para quien representar significa “traer cosas a la mente”. Serge Moscovici, uno de sus teóricos fundamentales, encontró que la representación social tiene la función de transformar lo arbitrario en lo consensuado, es decir, las representaciones recogen aspectos de la realidad y les asignan significaciones. Dichas significaciones varían de acuerdo al sistema de valores que rige a la sociedad en la que la representación social es creada. Carlos Colina, en “De la teoría(s) de las representaciones sociales a las mediaciones”, dice que las representaciones “moldean nuestras respuestas ante un determinado objeto pero también configuran nuestra percepción de dicho objeto. Lo que quiere decir que el objeto no es idéntico para los que no comparten su misma representación”.

La definición más simple de una representación social sería, según Abric, “el conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes al propósito de un objeto dado”. Este objeto puede ser, como indica en sus ejemplos, desde una autopista hasta las funciones de una enfermera. La representación, se repite aquí y allá en la teoría, no reproduce sino que re-produce. La idea, más que reflejar al objeto, lo produce de nuevo: la idea se vuelve objeto. Este conocimiento no es de carácter científico. Es el saber natural, empírico, social, modelado y rectificado por un amplio rango de circunstancias que van desde la tradición oral hasta la precisión del entorno que habita el sujeto. Éste no recibe pasivamente la representación: también la modifica y, de algún modo, reconstruye con ella la realidad.

 

Además de la Vogue, que anuncia en un balazo la SUPERBOWL PARTY de Kate Upton (no la conocía, pero ayer vi que alguien compartía en Facebook una explicación teórica de por qué a los hombres les gusta Upton mientras que las mujeres prefieren a Kate Moss), tengo también los Ensayos impertinentes de Jean Franco, publicados recientemente por Océano en colaboración con Debate feminista.

En uno de sus ensayos, “La incorporación de las mujeres. Una comparación entre narrativa popular mexicana y estadunidense”, Franco analiza el discurso contrapuesto de las novelas publicadas por la maquiladora de novelas románticas Harlequin y el de las historietas de El Libro Semanal, muy populares durante los años ochenta. Hay que tomar en cuenta que el ensayo fue publicado en 1996, cuando ambas formas de entretenimiento eran multitudinarias: El Libro Semanal tenía, por ejemplo, una tirada de entre 800 mil y un millón de ejemplares cada semana. Las que Franco llama “narrativas de la cultura de masas” se distinguen entre sí por el público al que van dirigidas: mientras que las novelas románticas le hablan a consumidoras potenciales (mujeres adineradas de ciudades grandes, grupos selectos de países tercermundistas), las historietas mexicanas apuntan sus dardos a mujeres integradas o en vías de integrarse a los niveles más bajos de la fuerza de trabajo. Hasta aquí, sobre todo para quien no conozca el finísimo trabajo de la humanista, parecería una división tajante y hasta arbitraria de dos productos distintos. Sin embargo, Franco es muy cuidadosa en sus intentos por explicarse el éxito de las ficciones románticas, que prometen, sí, una utopía que permite sustraerse del mundo, un mito con reglas inamovibles que conducen a un final satisfactorio, pero al analizarla como literatura de consumo masivo no distingue entre alta y baja cultura. Más bien, desde una sensibilidad marxista, Franco entiende que estas historias enfatizan “la adaptación incuestionada a una situación de abundancia” y el anhelo por obtener poder ―vaya, autonomía, un lugar legítimo― a través del contrato social.

Pese a que sabe que un ejemplo aislado es riesgoso, Franco cita la trama de una de las novelas más populares de Harlequin de entonces, Moon Witch, que narra el ascenso de la huérfana Sara al emporio textil que de pronto, en su lecho de muerte, su abuelo le hereda. “De este modo”, explica Franco, “Sara ya está incorporada desde el comienzo de la novela, lo que demuestra cómo, en el romance, el deseo de la mujer es canalizado antes de su nacimiento”. Entre el aprendizaje que obtiene del antiguo socio de su abuelo, quien le enseña modales y formas de navegar entre el elitismo corporativo, muy al estilo de un moderno “hado madrino”, y los enredos románticos con el hijo de éste, a quien toma por antipático y egoísta, Sara termina su odisea después de obtener su “verdadero lugar en la sociedad”: casada con la versión ochentera del señor Darcy. Es interesante lo que apunta Franco respecto a que, en la mayoría de estas novelas, la socialización no proviene de la madre sino que toda “programación social de importancia es dejada al hombre”.

Pienso ahora en Twilight (el vampiro rico, sofisticado, enamorado sin grandes motivos de una niña de 17 años), o en Fifty shades of Grey (un rico magnate, sadomasoquista, enamorado sin grandes motivos de una recién graduada de universidad), fenómenos comerciales que ilustran no sólo el enorme poder de la ficción romántica, sino los mecanismos narrativos apenas modificados entre una historia y otra. Su éxito se debe, según Franco, a que ponen en crisis el deseo de reconocimiento de las mujeres, “consecuencia directa de la posición devaluada que ocupan en la sociedad”, contra su deseo de amor individual.

Algo curioso sucede en El Libro Semanal, cuyo discurso podría confundirse por feminista cuando, en momentos inesperados, incita a la liberación sexual. Pero las moralejas, si las hay, son extrañas y no se desprenden de manera lógica de aquello que cuentan. Por lo general, sus argumentos se recogen de casos reales, de la nota roja y cartas de lectores, con abundancia de violencia y sexualidad explícitas. Su antecedente literario se encuentra en la novela naturalista, en contraste con los romances de Harlequin y similares, que beben de la caballeresca.

Franco exhibe, con el análisis de tramas (mujeres maltratadas que huyen de casa, mujeres adúlteras que tras el castigo “vuelven a las andadas”), las “diferentes estrategias narrativas cuando las mujeres son destinatarias en cuanto consumidoras, que cuando se las interpela como miembros potenciales de la fuerza laboral”.

Jean Franco rastrea los orígenes de la producción masiva de textos durante la reforma educativa de Vasconcelos. Con la caída del monopolio estatal en la producción de contenidos (consecuencia de la airosa entrada de México a la política neoliberal), el discurso de la Revolución entró en crisis, haciendo notoria la escisión entre aquella República ideal, modernizada, con la demoledora realidad de los mexicanos. Hay, acaso, una separación de la generación vieja, la “mala” ―responsable de la desviación que tomó el camino al progreso― de la generación “nueva”, que para sobrevivir deberá desprenderse del lastre que supone la familia. Y hay algo doloroso aquí: el recordatorio de la sociedad que “hace de la escasez el principal incentivo (para) la fuerza de trabajo”.

(Una suposición precipitada: el interés por lo sensacionalista parece haber sido desplazado, actualmente, por publicaciones como TvNotas, que dispensa unos dos millones de ejemplares cada mes y es una de las lecturas más consistentes del mercado editorial mexicano.)

La preferencia sobre cierta narrativa es reflejo de un momento histórico. Está el ejemplo demasiado obvio de la entrada masiva de las mujeres a las fábricas como consecuencia de la fuga laboral que trajeron consigo las dos guerras mundiales, y el advenimiento de Rosie The Riveter con su enfáticoWe can do it! como símbolo de la mujer trabajadora (un símbolo ahora reapropiado por voluntades menos interesantes, pero esa es otra historia). También, el suave retorno del discurso del ama de casa como columna y eje central de la familia, y el posterior del “empoderamiento” (esa palabra que suena muy feo, pero que es necesaria) de la mujer: una nueva manera de llamarle a su profesionalización laboral. En resumen, una serie de discursos que cambian de acuerdo a las necesidades del mercado.

He citado ampliamente a Franco, una mujer de lucidez, inteligencia y compromiso precisos, pero no encuentro una manera mejor de terminar este apartado que con una de las frases finales de su ensayo: “Lo que falta de manera crucial en la literatura de masas es cualquier forma de solidaridad femenina”.

 

Vi hace poco el documental Miss Representation, una producción de Girls’ Club Entertainment. Es interesante, es, incluso, entretenido. Trata sobre la “objetificación” (otra palabra fuerte, poco atractiva) de las mujeres en el cine, la televisión, el internet y la música, es decir, en los mass media. El discurso se construye con los siguientes elementos: imágenes que exhiben la representación femenina dominante en los medios gringos (escenas deGossip Girl, de reality shows, de noticieros con presentadoras escotadas, de videos musicales); la opinión de personajes de la academia, de directivos de organizaciones civiles por la equidad y los derechos femeninos, de actrices y periodistas, y de estudiantes preparatorianos en lo que parece unfocus group o taller de discusión; por último, de estadísticas y datos en frío que, sin conectarse de manera directa con aquello de lo que se habla, respaldan teóricamente la idea del documental. El hilo conductor lo lleva la reflexión de Jennifer Siebel Newsom, incipiente actriz y directora del documental, que expone su preocupación por la concepción del mundo que los medios transmiten a su hija, y a los jóvenes en general, en lo que toca a los conceptos de feminidad y masculinidad.

Algunas cifras: los adolescentes norteamericanos pasan 31 horas a la semana viendo televisión; 10 horas (me parece poco) en internet; 17 escuchando música, en resumen, más de 10 horas al día consumiendo entretenimiento. El documental inicia con una frase distintiva de la crítica cultural: el medio es el mensaje y el mensajero. Y otra, no tan original pero que encuentro veraz, sobre que entender los medios de comunicación significa enterarse de lo que está sucediendo en la sociedad (la gringa, en este caso).

Sólo 16% de las protagonistas de películas hollywoodenses son mujeres. Sólo 26% del segmento de mujeres que aparecen en la televisión tiene más de 40 años. Las estadísticas no producen análisis cualitativos, como se le ha querido atribuir al súbitamente popular test de Bechdel, pero funcionan como herramienta para medir un fenómeno cultural.

(Una refrescada de lo que dicho test clasifica: una película tendrá una representación femenina más eficaz si en ella aparecen: 1) más de dos mujeres, 2) hablando entre sí, 3) de algo que no sea un hombre).

El mensaje predominante en los medios masivos sitúa el aspecto físico como uno de los valores más altos a los que debe aspirar una mujer. Lucir bien es tener poder. El “empoderamiento” es más efectivo si, preferentemente, es sexual. La mujer fuerte se encarna, a menudo, con el estereotipo de la heroína ruda pero hiper-sexualizada (aparecen imágenes de Gatúbela, Elektra, Lara Croft; las opiniones de adolescentes que perciben el bombardeo de la silueta femenina lo suficientemente redonda, lo suficientemente delgada, como única forma de belleza aceptable; estadísticas que, por tramposas o aisladas que puedan ser, no dejan de apuntar a algo: el 65% de las adolescentes norteamericanas sufre trastornos alimenticios, una cifra que ha crecido entre 2000 y 2010; el gasto promedio en cosméticos y salones de belleza en Estados Unidos es de 12 a 15 000 dólares al año.)

Este argumento salta a otro mucho más agudo: la representación de las mujeres con poder verdadero (económico, político) en los medios de comunicación. Las constantes alusiones al físico de Hillary Clinton, de Sarah Palin (agreguemos: de Angela Merkel, de Cristina Fernández de Kirchner, de, ¡vamos!, Elba Esther Gordillo); la preponderancia del aspecto emocional en las descripciones y juicios respecto a ellas e incluso, si se permite el pecado de la subjetividad, el encasillamiento, la ridiculización, la condescendencia. En pocas palabras: la trivialización del poder femenino.

Un clip de Jay Leno donde presenta el juego: “Adivina si es presentadora de noticias o mesera de Hooters”. ¿Quién con conocimientos poco especializados del mundo de los negocios conoce los nombres de Indra Nooyi (presidente de Pepsi), Ursula Burns (presidente de Xerox), Andrea Jung (presidente de Avon)? Rachel Maddow, analista, frontwoman de un programa político, un personaje delicioso, lleno de candor y perspicacia, relata el hate mail que ha recibido a diario, desde su primera aparición en la televisión, por razones de género, sexualidad (Maddow es lesbiana) y aspecto físico.

Condolezza Rice, Jane Fonda, Geena Davis, Jim Steyer (director de la organización Common Sense Media), Jean Kilbourne (cineasta y académica de Wellesley Centers for Women), Pat Mitchell (presidente de Paley Center for Media), Martha Lauzen (directora ejecutiva del Center for the Study of Women in TV and Film), todos opinan, relatan sus experiencias, apoyan con su visión la propia visión del documental. Y la conclusión demoledora es la siguiente: el tratamiento de las mujeres en la cultura popular es indigno.

Los niños, que construyen su educación sentimental en mayor medida con los medios que con la literatura y el arte, reciben concepciones parciales de lo que significa ser mujer y ser hombre, de lo que hace a una mujer, mujer y a un hombre, hombre. La perspectiva de los creadores de contenidos es, forzosamente, limitada y poco incluyente: la presencia de mujeres y de razas diferentes de la blanca en los puestos estratégicos de cadenas como NBC, Disney, Time Warner o Fox es ínfima (un 3%).

Lauzen plantea: “Cuando un grupo no es representado en los medios, es inevitable que se cuestione qué rol juega en esta cultura”. El término acuñado para este fenómeno es “aniquilación simbólica”. Geena Davis argumenta que siempre se ha dado por hecho que las mujeres se interesan por las historias protagonizadas por los hombres, pero no viceversa: una forma de indicar que la experiencia de la otra mitad del mundo no es taninteresante (aparece el ejemplo de las chick flicks, un género unánimemente asociado con las mujeres, cuyas protagonistas tienen como objetivo más importante la consecución del romance: lo que recuerda el análisis de Jean Franco sobre los romances: lo que trae a la memoria, una vez más, el test de Bechdel).

 

Las representaciones sociales surgen, se perciben y se intervienen desde numerosos frentes, pero la cultura es uno de sus abrevaderos más significativos. En After Theory, Terry Eagleton recuerda que la cultura se movía, hace muchos años, en el terreno de lo simbólico, lo erótico, lo ético, lo afectivo y lo mitológico. A partir de los años sesenta y setenta empezó a significar también cine, moda, imagen, estilo de vida, publicidad, marketing, medios de comunicación. Éste es el concepto de cultura que entendemos hoy. El lenguaje de los medios y el de la cultura es uno solo.

La cultura, conviene el mismo Eagleton, es central para las demandas políticas del feminismo. “Valor, discurso, imagen, experiencia e identidad son el lenguaje mismo de su lucha política, como en las políticas étnicas o sexuales”. Y agrega que el único paradigma sobreviviente de la moralidad clásica (la capacidad de plantear verdades morales) es el feminismo, con su insistencia por entrelazar lo político (en su definición aristotélica) con lo personal.

Un grupo lanzado a los márgenes, en un sistema económico que requiere dichos márgenes para sobrevivir, y que emplea a la cultura como uno de sus artífices principales, vuelve la realidad del mundo un discurso. La realidad se vuelve discurso. La realidad se vuelve representación.

 

Hay muchas cosas que me hubiera gustado decir aquí. Que mis ejemplos son limitados, que el apartado anterior apenas puede aplicarse en México, donde la cultura y su distribución son muy distintos de Estados Unidos. Habría que hablar de los medios de comunicación en nuestro país, del acceso al internet, la televisión, la prensa, la literatura, el arte. De las representaciones femeninas y de clase en nuestros medios, de su transformación (y, acaso, involución) en el tiempo. De los grupos privilegiados que tienen acceso a las narrativas gringas ―y son, por tanto, influidos por ellas―. Pero no albergo ambiciones tan grandes: tan sólo quería hablar de Lena Dunham, la mujer con la que inicié el texto.

En el libro de Jean Franco hay otro ensayo, “Invadir el espacio público, transformar el espacio privado”. En él analiza los movimientos populares de mujeres latinoamericanas a partir de los años noventa, cuando las madres de desaparecidos durante las dictaduras se erigieron como un nuevo tipo de ciudadana. En las manifestaciones de las Madres de la Plaza de Mayo, en Argentina, las mujeres que blandían las fotografías de sus hijos desaparecidos, imágenes tomadas generalmente en reuniones familiares, representaban la “vida privada” de manera pública. Franco entiende lo privado como lo individual y lo particular en oposición a lo social. Al invadir el espacio público con lo privado se pone de relieve la anomalía que significa la presencia femenina reclamando la polis, que a su vez revela la destrucción de las estructuras familiares y sociales. La separación entre la esfera pública y la privada es factor de subordinación.

En “Silence is a woman”, recientemente publicado en The New Inquiry, la académica Wambui Mwangi describe las técnicas de subversión de las mujeres kenianas contra el régimen opresivo de las élites Gikuyu, que han dirigido Kenia con mano dura desde los años cincuenta. En el lenguaje Gikuyu, “mutumia” es una de las palabras genéricas para designar a la mujer. La traducción literal es “la silenciosa” o “la que no habla”. La condición natural de la mujer, explica Mwangi, es “habitar en silencio, perseverar mudamente, comunicarse sin habla”. El silencio es una mujer.

Las mujeres kenianas, en 1922 durante el colonialismo británico o en 1992 contra el régimen Moi, usaron la desnudez como su arma política más poderosa. En sus manifestaciones descubrían los cuerpos tabú que resultaban una afrenta para el espacio público keniano, acostumbrado a ver esos cuerpos under cover. La desnudez tenía el poder de hacer público lo privado, de crear publicidad a partir del cuerpo. No podía ser de otra forma en una cultura que ha negado la presencia pública de ciertos cuerpos y que, más aún, ha usado el cuerpo de la mujer como “instrumento de aprendizaje”: cuando, en la indecencia y la exhibición, es motivo y justificación de la violencia sexual.

Menciono estos dos ejemplos, radicales en su dimensión política, porque apuntan a dos conceptos que me interesan: lo privado como subversión, la desnudez como protesta.

Vuelvo a Lena Dunham. Es inevitable que, comparada con las madres de la Plaza de Mayo y las mujeres kenianas, su discurso parezca banal. Sin embargo, el tema del ensayo es la representación de la mujer en los medios de comunicación y, tras mucho pensarlo, no encuentro una figura que subvierta las convenciones de la representación femenina en la pantalla de manera más sencilla y a la vez más drástica: con su desnudez.

Girls retrata la vida de cuatro veinteañeras en Nueva York: sus relaciones amorosas, familiares, amistosas, sus búsquedas personales, sus dificultades económicas. Por supuesto la perspectiva es limitada, pero sería imposible pedirle lo contrario; la pretensión de representación detodas las perspectivas femeninas o de clase es tan necia que ni siquiera vale la pena mencionarla. Girls es, a pesar de todo, una comedia: la protagonista, Hannah Horvath, interpretada por Dunham, es una aspirante a escritora con una mirada alienada, desentendida, por momentos insensible. Gran parte de la comedia surge de esta ingenuidad voluntaria, que no es mero ejercicio de autocrítica: al exhibir opiniones que le granjean continuamente la animadversión de cierto público poco perspicaz, queda claro que Dunham, más que ridiculizar, crea un personaje.

Las protagonistas de Girls tienen sexo continuamente, pero el sexo que decide mostrarse es del tipo incómodo, del que recrea los aspectos más torpes, mediocres e incluso violentos de las relaciones sexuales. Es, en resumen, un sexo poco convencional… Y qué extraña es esta frase: poco convencional, porque refiere a una cualidad que sólo existe en relación con las convenciones de la tele y el cine, mas no de la vida diaria. Muchas de las anécdotas que se presentan en Girls me han pasado a mí o a personas que conozco. Puede decirse, entonces, que son anécdotas realistas.

En Girls hay, por lo tanto, mucha desnudez. Pero quien más se desnuda es Lena Dunham, la mujer de las “redondeces explícitas”. No sólo cuando tiene sexo, sino cuando llora en una tina con agua tibia, frente a su mejor amiga; cuando decide usar una blusa de red transparente para ir a una fiesta, cuando habla con su novio mientras se cambia de ropa. Sobre todo, en la actual temporada, Hannah se desnuda mucho.

He leído, en Twitter, en Facebook, en los blogs que reseñan y desentrañan cada capítulo de televisión que sale al aire, que no entienden por qué Hannah se desnuda tanto. No lo entienden. No hay razones. No.

El asunto llegó a su momento más álgido cuando, en un evento con la Asociación de Críticos de Televisión, el reportero Tim Molloy, de The Wrap, le hizo la siguiente observación a Dunham:

No entiendo el objetivo de tanta desnudez en el show, de ti particularmente, y siento que me pones en una trampa cuando dices que nadie se queja de la desnudez en Game of Thrones. Pero entiendo por qué lo hacen: porque quieren ser lascivos y, de algún modo, estimular al público. Tu personaje, en cambio, se desnuda en momentos arbitrarios y sin motivo.

La respuesta de Dunham fue simple: “Creo que es una expresión realista de lo que es estar vivo”.

 

He leído muchas opiniones sobre los “motivos” de Dunham para desnudarse constantemente en su show. En algún texto cuyo rastro he perdido en el historial de mi computadora, una bloguera feminista le daba carpetazo al asunto: porque el cuerpo femenino no está hecho solamente para, con su bella presencia, “alegrar el ojo” de quien lo ve. No existe sólo para el placer masculino.

Pero, además de que es una sentencia enteramente cierta, si bien un tanto obvia, creo que hay una postura política de enorme significado en la desnudez continua, sin motivos, de Lena Dunham. Una desnudez subversiva.

En su entrevista con Vogue, Dunham explica que buscaba normalizar lo que es natural para todo el mundo: “ese tipo de sexo”, el sexo que es cotidiano para la gente. Su decisión de desnudar a la actriz que interpreta a su madre, en una escena tan anodina como lo es un momento de intimidad con su esposo, obedece a la misma idea.

¡Qué absurdo que la televisión requiera normalizar lo que es normal! Pero lo requiere. Y es mucho más que la satisfacción de Lena con su propio cuerpo, un discurso tibio del que el mercado se apropia lentamente (pensemos en Dove, para no ir tan lejos), y de los modelos a seguir que las niñas (a las que no les interesa Girls) tendrán en el futuro: se trata de una postura radical. Su cuerpo es una herramienta de subversión, porque lleva aquellos “defectos imperdonables” a la luz. Si el arte moderno rompía las formas sobre la base de la armonía, y al experimentar alteraba un orden, no es descabellado pensar que Lena hace lo mismo con su cuerpo en un medio cuya armonía depende de la convención generalizada que exige la belleza.

Los medios son parte de la cultura que permite construir representaciones sociales. Ver, leer, escuchar: todo moldea sensibilidades. Lo que he leído, lo que he visto, lo que he escuchado, lo que he usado como ejemplos y base de mis argumentaciones, está allá afuera, en el corpus de la cultura misma, nodentro de mí, en un hipotético chapuzón hacia los confines de mi alma.

Es un reclamo justo exhibir los modelos destructivos de imagen, su papel protagónico en las representaciones que nos permiten reconstruir la realidad. Si esto sólo pasa con el cuerpo y la imagen, ¿cuánto más falta, cuánto más debe transformarse?

El medio es el mensaje y el mensajero.

¿Entonces? Que Lena se desnude. Que se desnude más y sin motivo.

 

Pienso ahora también en la frase de Franco que utilicé muchos párrafos arriba. “Lo que falta de manera crucial en la literatura de masas es cualquier forma de solidaridad femenina”. Pienso en mis amigas, en si estamos o no representadas en Girls, con las diferencias de clase, de circunstancia, de lugar en el mundo. No del todo, eso es cierto, pero a veces… El tema más importante en Girls es, a final de cuentas, la amistad que hay entre ellas. La solidaridad femenina. Resulta triste admitirlo, pero en eso, de una manera importante, también es radical.

 

 

Bibliografía

Ensayos impertinentes, Jean Franco. Editorial Océano – Debate feminista.Selección y prólogo de Marta Lamas.

Prácticas sociales y representaciones. Bajo la dirección de Jean-Claude Abric. Presses Universitaires de France (1994). Ediciones Coyoacán.

After Theory, Terry Eagleton. Penguin, 2004.

Miss Representation, Jennifer Siebel Newsom. Girls’ Club Entertainment, 2011.

“De la teoría(s) de las representaciones sociales a las mediaciones”, en revista Comunicación, Carlos Colina. Centro Gumilla, Venezuela, 2000.

“Silence Is a Woman”, en The New Inquiry, Wambui Mwangi. Junio 4 de 2013.

 

Tina Fey y la nueva generación de comediennes

1.

En 2008, en plena carrera interna de los demócratas, Tina Fey se apareció como invitada al segmento Weekend Update de Saturday Night Live para una nueva entrega de su Women’s News. Centrada en historias de mujeres, con una brevísima dosis de defensa de género, Women’s News apareció en la época en que Tina Fey y su camarada, Amy Poehler, eran conductoras del tradicional noticiero (la primera vez que dos mujeres lo hacían desde la creación del show en 1975). Pero ese sábado de febrero de 2008, Tina Fey quiso dar un espaldarazo a Hillary Clinton como la primera candidata con posibilidades para llegar a la presidencia y dirigió su ataque contra los que llamaban a Hillary una bitch.

La frase con la que terminó fue ésta: bitch is the new black.

El sketch estuvo chistoso pero también fue un error, pues en lugar de reivindicar el peso de la mujer en los ámbitos más competitivos (¿y hay algo más competitivo que una contienda presidencial?), terminó convertido en una ratificación descarada de la señora Clinton, sin que Fey se lo propusiera[1].

Pero lo importante es que una vez más, en una nueva causa, aparecía el leitmotif básico de Tina Fey: el feminismo no como recurso para el chistorín, sino como un discurso serio. Un feminismo básico para las masas, lecciones de humanismo a través de la televisión.

Ya que los personajes feministas no ayudaban a la causa, alguien tenía que llevar estos asuntos al imaginario. Fey no tenía aliadas poderosas. Pienso en Lisa Simpson, la niña genio de ocho años, feminista, vegetariana y liberal, que a fuerza de defender sus causas con ardor exasperante acabó convertida en una party pooper neurótica.

El bitch is the new black puede no ser la mejor proclama feminista del mundo; de hecho, podría pasar por un argumento sexista y racista en un contexto más severo. Algunas semanas después, tal vez para nivelar sus afectos pero conservando la tradicional posición demócrata de SNL, Tracy Morgan apareció con el contraataque, declarando que Obama estaba en la contienda por sus logros y no por ser negro. Bitch may be the new black, but black is the new president, bitch.

Una frase que Tracy Morgan dejó caer con su encanto mitad ingenuo mitad badass.

 

2.

Lo que distinguió a Tina Fey de sus colegas, mientras fue jefa de escritores de Saturday Night Live, fue el tino que siempre tuvo para hacer el comentario adecuado cuando éste se necesitaba, sobre todo cuando hablamos de audiencias amplias. Mientras comandó, trató siempre los temas delicados sin censurarse ni dulcificar su voz, pero lo hizo siempre con gracia e inteligencia.

Sentó un precedente: la mujer inteligente detrás de la comedia, que poco a poco generaría secuelas.

Cuando imitó a Sarah Palin, la líder del movimiento Tea Party y candidata republicana a la vicepresidencia en 2008, aprovechó para hacer el comentario que era más pertinente, y que aplica en México para las campañas de 2012.

En el sketch están Tina Fey como Sarah Palin y Amy Poehler como Hillary Clinton. Tienen un mensaje para el público sobre el sexismo imperante en la campaña. Cada diálogo es un pimpón de elocuencia en el que Sarah Palin queda como la tonta fanática religiosa, cuyo concepto de relaciones internacionales consiste en poder “ver Rusia desde su casa” y Hillary, por el contrario, es presentada como la mujer que trabajó muy duro para conseguirse un lugar en la política y cuyas ilusiones fueron aplastadas por Obama. Liviandad de espíritu contra ira, en una situación política determinada. Al final, siguiendo el chiste pero con un gesto súbitamente serio, Poehler concluye: It is never sexist to question a female politician’s credentials.

La misma Fey, en su libro Bossypants, admite que esta frase fue la tesis y argumento de lo que intentaron hacer durante seis semanas con las parodias de Palin y Clinton. Un sketch sobre feminismo envuelto en bromas, “como cuando Jessica Seinfeld esconde espinacas en los brownies de los niños”.

Es como si con sus diálogos, Tina Fey aleccionara a sus televidentes, les enseñara a reflexionar a través de la comedia. Todo mientras demuestra un hecho que ya no debería intentar demostrarse: que las mujeres son graciosas. Que ellas solas pueden soportar el peso de un show. Como prueba están ella misma en 30 Rock y Amy Poehler, otro ícono del feminismo pop, que en Parks and Recreation se gana el pan dando lecciones de civilidad y ciudadanía. Ambas, con humor y con inteligencia, integraron un discurso marcadamente feminista en su obra, que además se atrevió a ir más allá del tema de género.

3.

Hay un sketch que atesoro: Bernie Mac (q.e.p.d.) y Tracy Morgan están en un cine a punto de ver The Pianist, a la que entraron porque ya no había boletos para “la de Vin Diesel”. Durante toda la película se la pasan comentando en voz alta y molestando a los asistentes, retratados con tan mala tinta que el estereotipo del negro ignorante (pero súbitamente conmovido por la historia de Wladyslaw Szpilman, un judío que al parecer no es tan diferente de los negros) profundiza un comentario que pocos shows se atreven a hacer[1].

Si el SNL presidido por Seth Meyers (discípulo ejemplar de Fey y actual jefe de escritores) se regocija en la nota coyuntural, que pese a su filo inmediato pierde vigencia con el paso de los meses, el SNL que Tina Fey comandaba trataba siempre los grandes temas americanos con entusiasmo y arrojo.

En el mencionado sketch hay que ver cómo, cada vez que termina de pelearse con un miembro de la audiencia, Bernie se vuelve a Tracy y le pregunta, con el tono amenazante pero a la vez fraternal de algunos miembros curtidos de la comunidad negra, did he touch you, did he touch you?

Esa era Tina. La pluma se le notaba, pues no hablaba de estas cuestiones desde una white guilt que es lugar común, sino como una ghetto más, una niña griega con una cicatriz que le atraviesa la mejilla que vivió, por este motivo, suficiente marginación mientras crecía.

4.

Al irse Tina y Amy, SNL dejó la comedia femenina a cargo de Kristen Wiig. Su forma neurótica de interpretar neuróticas le ha dado una fama de comediante que no es estridente, sino contenida, de mucha comedia física (los gestos, las miradas, los tics, el movimiento corporal). Ella y Maya Rudolph, acaso emulando la mancuerna Fey-Poehler, son el nuevo dúo femenino dinámico. Bridesmaids recaudó casi 300 millones de dólares internacionalmente, demostrando que a la gente sí le interesa reírse un rato con aventuras de puras mujeres (más una dosis de humor escatológico).

Según Fey, mientras estaba en The Second City, el teatro de improvisación de Chicago donde debutó (y conoció a Amy Poehler), un director le dijo que nadie quería ver un sketch con dos mujeres. El de Palin y Clinton fue visto por diez millones de personas en vivo.

Me gusta pensar que a lo mejor, quién sabe, ya estamos listos para reírnos de las mujeres.


[1] A menos que hablemos de otro gran show al aire: Community, donde Jeff Winger (Joel McHale) declara, respecto a esa insistencia enfermiza por ser multiculturalmente incluyentes,“not being racist is the new racism”.


[1] Aquí hay una transcripción del segmento.

 

entrada original en Letras Libres 

Sobre Rape New York

Qué lectura tan brutal es ésta: Jana Leo, una arquitecta española, narra en el primer capítulo la violación no-violenta que sufrió en su propio departamento en Harlem. Un edificio que se caía a pedazos, sin seguridad, y a veces sin agua ni calefacción. En un barrio históricamente asociado a la pobreza y la negritud.

En la contraportada informan que el libro no es memoria ni manifiesto. Acaso no es nada en específico: un texto monumental sobre la violación, sobre feminismo, sobre la especulación de bienes raíces, sobre Nueva York. Un estudio tanto sociológico como criminalístico sobre el concepto de casa y hogar. Sobre la incidencia de crímenes violentos en los grupos más vulnerables, en las zonas más pobres y marginadas de una ciudad.

Esta parte me conmovió casi hasta llorar:

My friend L told me that when she was raped, the thought “here it is” came to her, as if rape is something every woman fears and expects to happen. The probability is that a woman has to assume that if she hasn’t already been raped, she very possibly will be in the future. And if she has, she may be raped again. The ghost of rape is attached to being a woman. 

Hablar de la violación de esta forma es aplastante, pero tan necesario. Deconstruir la idea de la violación como un sometimiento que te despoja de identidad, de humanidad, de la sensación de privacidad y dominio sobre tu propio cuerpo. Entrar en un cuerpo sin permiso, y que eso suceda en tu propia casa, rompiendo dos principios a la vez: el del hogar y el de la propiedad. Derribar tus derechos más elementales. No es casualidad que la palabra que Jana use, a lo largo de todo el libro, sea rape, una palabra fuerte, que reverbera, y no assault, sexual attack, violation…

Una parte se titula Defeated by New York.

Supongo que eso es lo fascinante de Nueva York, que es lo mismo que fascina del DF. La grandeza de una ciudad cientos, miles de veces evocada. Lo bello y lo horrible. Los túneles oscuros del metro. El asfalto reventado. Los puentes. Los museos. Los sitios turísticos. Los barrios de artistas que adquieren plusvalía.

En una entrevista con Jana Leo, una mujer extraordinaria, de una fría inteligencia y con valores terminantes y por eso mismo extremadamente admirables, ella comenta sobre Nueva York:

 In the city do you recognize the buildings or do you recognize the grid? Suddenly I was in the grid, seeing what is connecting things, seeing a different city.

Acá se lee: http://urbanomnibus.net/2011/03/rape-new-york-by-jana-leo/

Muchas gracias a Alón por prestarme el texto.

 

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Ser feminista en 2011, ¿todavía?

En un episodio de la cuarta temporada de Mad Men, la serie sobre publicistas neoyorquinos en los años sesenta, Peggy Olson está sentada en un bar con las luces bajas. Peggy no es una mujer convencionalmente hermosa, pero es tenaz: minó su camino de secretaria a copywriter, una de las buenas. Es talentosa, una mujer que hace el trabajo de un hombre en una época inconcebible. En esta escena, Peggy conversa con un tipo que a todas luces la corteja. Él es un intelectual típico de los sesenta, un progresista, las ideas bullendo del revisionismo marxista de Adorno y Horkheimer. La revolución es inminente. Hay un aire de protesta flotando, que es fino y delicado, pero que ahí, en esos años claves, está.

El intelectualillo habla de la injusticia de los corporativos, la forma en que “lanzan el dinero” que es, aunque él no lo nombra, tan capitalista. ¿Y cómo puede trabajar para esta gente, haciendo la publicidad de empresas que ni siquiera contratan negros? No puede creerlo, la poca consciencia social de esta chica, “estamos hablando de los derechos civiles, por Dios, de lo que es inequitativo en esta sociedad”. Entonces ella, permitiéndose un momento de indulgencia, de desahogo casi, comenta que muchas cosas que los negros hacen ella tampoco puede hacerlas. No puede jugar golf, no puede asistir a ciertos clubs. Y no hay copies negros, dice, pero pueden labrar su destino como ella lo hizo. Nadie la quería en la agencia, nadie sentía ningún respeto por su trabajo y aún ahora sufre la segregación a la que su sexo la condena.

El intelectualillo la escucha con la mirada en blanco. Y luego, con voz sardónica, pregunta ¿y qué quieres que hagamos, una marcha por los derechos de las mujeres?

El capítulo, que además se titula The beautiful girls, termina de una forma hermosa. Tres mujeres diferentes (la gerente de oficina, la copywriter en ascenso, la sicóloga soltera), enfrentadas al reto cotidiano de ser mujer, pero ahora en una nueva época, bajando juntas un elevador. Uniéndose, acaso sin saberlo, a la lucha de género.

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La marcha se hizo, pocos años después. Fue en Estados Unidos, incluso en Nueva York. No fue el primer acto por los derechos de las mujeres, pero la huelga por la igualdad, en 1970, fue uno de los puntos cruciales en la segunda ola del feminismo, iniciada en los años sesenta.

Hace unos días, las defeñas replicaron la Marcha de las Putas. Leo que la marcha se ha hecho en varias ciudades: de Toronto a Tegucigalpa. Que fue inspirada por la desafortunada frase de un policía canadiense, women should avoid dressing like sluts in order not to be victimized. Porque si ellas seducen deben cumplir. Porque a pesar de que la mujer es, ya lo dijo Natalia Flores, biología pura, el hombre, que es la razón, no puede contenerse ante la exhibición de sus carnes. De esos atributos que él no conoce, tan abandonado como queda a su lado animal si está frente a la tentación.

Vestirse provocativamente como atenuante para la agresión sexual tiene tanta lógica como dejar la ventana abierta como atenuante para robo a casa habitación. El ladrón que diga “no pude evitarlo, robarlos era inevitable” parece risible, pero hay quien piensa que ese mismo argumento, en la boca de un agresor sexual, tiene toda la lógica del mundo. ¿Un ejemplo? El presidente municipal de Navolato, Sinaloa, que pretende erradicar la minifalda de la vestimenta femenina para “evitar embarazos”. ¿Campañas de reproducción sexual? Qué va, el problema no está en la razón sino en el impulso. Recuerda al ex gobernador de Chihuahua, el infame Francisco Barrio Terrazas, que en 1993 atribuyó los feminicidios de Ciudad Juárez a la vestimenta. No eran chicas de buena lid, tuvieron lo que merecían.

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La Marcha de las Putas trajo el tema a la mesa: feminismo. Y entonces, la ignorancia. Twitter fue el hervidero de la discusión. Una selección de tweets que mencionan la palabra feminismo el domingo 12 de junio, el día de la Marcha de las Putas. @brisaruch, mujer: “Al menos es un atisbo de conciencia. Si hubiera cultura sabrían que el feminismo es tan peligroso como los demás esencialismos”. @butterocio, mujer: “no hablo del feminismo, que para mí es sólo la contraposición del machismo. Hablo de mujeres en su derecho a ser, pensar y decidir”. @herziliagato, mujer: “hay cosas en las que nunca seré consecuente, una de ellas es la doble moral del feminismo”. @cherryelix, mujer: “Tanto el machismo como el feminismo no debería de existir (sic). No concuerdo con ninguna de las dos”. @luislamz, hombre: “el feminismo es machismo rosa, tal cual”. @Tales_Milet, hombre: “Feminismo: palabra que el hombre le dio a la mujer para que se entretenga”. @CualquierCabron, un cabrón cualquiera: “Feminismo de rancho es lo único que se puede esperar en un país que todavía requiere vagones exclusivos para mujeres en el metro”.

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El tema del último mes es Dominique Strauss-Kahn, ex director del Fondo Monetario Internacional, acusado de presunta agresión sexual a la empleada de un hotel en Manhattan. No es la primera vez que es denunciado por su conducta sexual, un hombre que donde pone el ojo pone la bala, de naturaleza inquieta. En el blog de Letras Libres, Alejandra Isibasi cita a un terapeuta manhattanita que trata a fauna de Wall Street, hombres con poder para quienes el impulso siempre antecede a la acción, hombres que siempre, o eso creen, se saldrán con la suya. Isibasi comenta: “esto agrega una dimensión sistémica al drama personal de Strauss-Kahn y explicaría –sin justificar– la sensación de impunidad que se resiente en su historia con las mujeres”.

La periodista Elaine Sciolino escribe en el New York Times que, históricamente, los franceses son más tolerantes con las vidas privadas de los hombres de poder, pues desde la época cortesana la información no verificada corría libremente para el entretenimiento del vulgo. Esto no exime a Strauss-Khan de varios delitos que no sólo lo separan de su deseo de contender por la presidencia de Francia, sino que lo tipifican como un agresor de mujeres.

Cuando eres un hombre poderoso, importa mucho con quién te metes a la cama. Cuando eres una mujer, marca toda la diferencia. Varias décadas de liberación femenina no han evitado que las mujeres salgan más perjudicadas de un escándalo sexual. El ejemplo más famoso: Monica Lewinsky. Vamos, Bill Clinton recuperó su prestigio y hasta se reconcilió con su esposa. ¿A qué suena? A que la sociedad tiende a ser más permisiva con los hombres que se muestran arrepentidos. Lewinsky, en cambio, porta aunque no queramos admitirlo una letra escarlata. La reputación es como un recordatorio invisible de lo que hiciste y de lo que ya no podrás ser.

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¿Quieren cifras? INEGI tiene varias: el desempleo en el sector femenino subió en un 0.6% durante la década de 2000 a 2010. De 1990 a 2005 se duplicaron los hogares monoparentales comandados por mujeres (6 millones, 24% de la totalidad de hogares en México). Sí, las mujeres constituyen el 35% de la fuerza laboral del país, pero ganan 12.6% menos que los hombres.

¿La ley? En Guanajuato el aborto es considerado homicidio y se castiga con mínimo tres años de cárcel. Hay mujeres que han sido condenadas a veinticinco años.

Ahora hay que preguntarle a los que consideran el feminismo como un “machismo rosa”, como un “esencialismo” igual de peligroso que la misoginia, si la lucha por la equidad de género no es necesaria. Si hoy, al igual que en los años sesenta, parece absurdo unirse a una marcha por los derechos de las mujeres. Y con los datos sobre la mesa, con la realidad de un país en el que los feminicidios en Ciudad Juárez no sólo no son esclarecidos sino obscenamente ignorados, por hombres como Plata Insulza y Barrio Terrazas, porque una marcha por nuestros derechos sexuales es motivo de mofa y descalificación, la única respuesta sensata es que sí lo es. Esos avances de los que nos jactamos, esa pretendida igualdad de género, no existen aún. No en el sentido práctico de nuestras vidas y de nuestro papel en la sociedad. No en nuestra participación económica. No en nuestra salud reproductiva. Esa lucha que apenas se gesta en los años sesenta no es menos pertinente hoy, ni menos necesaria. Aunque suene incómodo cuando se dice.

El ojo femenino

Mujer. Mujer al fin y al cabo. La literatura de Inés Arredondo es femenina y delicada, sugestiva cuando la dedica a algún hombre, algún contemporáneo; es nostálgica cuando trata sobre el recuerdo y los años pasados. En Orfandad, dedicada quizás a un pariente no poco lejano, es cruel y desalentadora. Es de los pocos cuentos de Río Subterráneo (1979, Premio Xavier Villaurrutia), en donde las palabras evocan imágenes grotescas y terribles, sin razón ni esperanza. En Las palabras silenciosas, en cambio, la tristeza del chino no viene de una condición exterior, sino de una incomprensión interior que se pone de relieve al encontrarse con la torpeza inexplicable de su paladar. Porque las palabras que no puede pronunciar –en una lengua que le es extraña y ajena– son a la vez conceptos que a él lo enternecen profundamente y que, sabe muy bien, los demás no pueden comprender. Lo que él admira y siente incluso más que los que se burlan de él o lo tratan como un inferior.

El cuento 2 de la tarde, dedicado a otra mujer (Inés Segovia), trata precisamente sobre el enaltecimiento del poder y dignidad femeninos ante la practicidad casi burda del hombre. La anécdota es citadina y ordinaria: en espera del camión un hombre juzga a una mujer por sus proporciones y aspecto sin saber que, minutos después, su mirada altiva durante el inevitable manoseo la reivindicaría en un nivel inalcanzable de pureza y superioridad. Los Inocentes (a Ernesto Mejía Sánchez) es relatado en primera persona por la madre: la historia son sus cuitas y a la vez regocijos. “Un equívoco”, dice la protagonista en algún momento y es que en realidad sus pensamientos son meras transiciones al momento verdadero del funeral de su hijo, que nadie puede anticipar después de que ella trasluce una especie de felicidad templada en sus palabras. “Mujeres veladas que no entienden nada, como yo. Que sólo tienen un muerto. Es mucho tener lo que tengo, un féretro, un cadáver ante el cual llorar”… pues el equívoco era esa felicidad incorrecta del extranjero intercambiado por su propio hijo.

Hay cuentos en apariencia sencillos, por su corta longitud. En realidad son algunos de los más profundos. En Las Muertes (dedicado a Juan Guerrero, probable protagonista trasladado), Arredondo toma la pluma como un hombre y habla en primera persona de dos muertes que le afectan: una por lo absurdo, otra por lo lógico. Las reacciones de la gente, de la prensa, de su familia lo atormentan y persiguen. Y es que no puede entender que sucedan así, juntas, la muerte de un guerrillero alzado en armas en contra del gobierno y la otra, la inútil del cuñado de Ángela, su secretaria (una mujer que le importa honestamente). En Año Nuevo, el cuento más corto y quizá el mejor de la compilación entera, Inés dice que “la mirada es lo más profundo que hay”, el entendimiento ciego entre un extraño y una mujer triste que acepta el consuelo del otro, sin palabras.

Apunte gótico, dedicado a su compañero –y director–– de la Casa del Lago, Juan Vicente Melo, es un cuento velado y, si se le mira con cierto detalle, transgresor. Es velado, ambiguo, críptico quizás a propósito… pues evoca la personalidad del autor de La Obediencia Nocturna y de un amor callado, lento, lleno de matices y detalles: la felicidad de una pareja tendida en la cama y la incertidumbre de la muerte de él, de su padre.

Río Subterráneo está dedicado a Huberto Batis, también miembro del movimiento cultural de la Casa del Lago. Es el cuento que le da título a la compilación y también uno de los más íntimos y nostálgicos. En él están los recuerdos de la niñez, de la locura, de los hermanos y el tiempo que se vive en provincia donde, lentamente, intentan comprenderse las cosas dulces, las cosas terribles y las cosas inexplicables. Es un cuento vívido en esa descripción casi inconcebible de un río que pasa debajo de una casa, de la escalinata que lleva a él y de las locuras compartidas de quienes se deben más allá de la sangre y el apellido.

En Londres describe otro tipo de soledad que no sólo existe por la renuencia de una niña a vivir en un lugar apartado, extraño y diferente del México que tan bien conoce, sino por una separación evidente con el resto del mundo, con sus hermanos, con la humanidad entera. La niña –ingenua, inocente– no comprende esta ruptura, aunque es consciente de su existencia y sólo hasta la revelación absoluta de su compañero sabe que, en adelante, sus vidas estarán unidas, pertenecidas una a la otra. Advierte que ya no estará sola más… en Londres.

En Las Mariposas Nocturnas (a Ana y Francisco Segovia y el único con un epígrafe de Edgar Allan Poe) aparece el único personaje recurrente de la colección de cuentos/recuerdos: don Hernán. El mismo, quizás, de Las palabras silenciosas. Un cuento elegante, cosmopolita: las andanzas de esa amante virginal y culta por Europa relatadas desde el ojo cansado y aburrido de un hombre que también ha sido amante y también ha sido ultrajado por la pasión hiriente de don Hernán. Y aunque toca temas oscuros y más bien terribles, el cuento es hermoso por las imágenes que construye y por su cualidad circular: cuando todo termina justo como al principio.

Atrapada, dedicada a Esteban Marco y conteniendo como personaje catalizador a otro Marco, trata sobre la constante búsqueda de Paula: una mujer socialmente vista como pura, pero atrapada entre el deber y el ser, entre el amado enemigo (Ismael, su esposo) y la felicidad que no se siente correcta, adecuada. La felicidad que sólo consigue al final, a expensas de un acto impuro y condenable, pero eso precisamente –renunciar a lo que la hace feliz y la convierte, al mismo tiempo, en una mala persona– la lleva a la pureza absoluta… la que siempre ha buscado.

Y uno de los cuentos más importantes, En la sombra, es una respuesta no sólo a Atrapada sino también a otro relato, de un escritor perteneciente al mismo tiempo a la Casa del Lago: Juan García Ponce (Enigma). Es la mirada femenina sobre el no menos delicado asunto de la infidelidad. Es el encuentro de la felicidad del otro y el ser testigo de los hechos, los detalles que la provocan y en los que ella –la engañada, la que no podría saberlo– no tiene injerencia alguna. Y de ese sufrimiento callado y angustiante surge la posibilidad de redención: se lo dedica a Juan García Ponce para demostrarle que la transgresión, aunque reveladora, también duele y causa estragos, también se sufre del otro lado. No es insólita ni osada desde el punto de vista liberal, sino precisamente lo que es: una ruptura, un dolor provocado. Y eso es lo que Inés comprende, vivir en la sombra… de la felicidad del otro.

A través de los cuentos se observa una mujer profundamente sensible y analítica, que no puede observar la vida desde una posición romántica y ciega… pero que tampoco evita las vendas: la ventaja invariable de ser mujer, de poseer un ojo femenino.