Todas las fiestas de Miguel Cane

Estás atado y amordazado, mientras se come tus intestinos y tus venas, las mordisquea y chupa la sangre, es un parásito que te consume todo, y no puedes hacer que se detenga. Sólo despiertas en la madrugada y lloras, y lloras y lloras hasta que crees que ya no puedes llorar más pero igual tú le sigues, porque no hay modo de parar.

Estefanía Larios, una semidiosa ataviada al estilo Jackie Kennedy va a Dallas, compara el amor con un tumor que duele en el cuerpo, en algún sitio indefinido, un dolor que pronto se convierte en el clima de la vida. O peor, porque antes “sólo ha estado dentro de ti; pero ahora tú estás dentro de él”. Con una intrepidez arrebatadora (casi dolorosa), y una fuerza narrativa que con justa razón ha sido elogiada a pesar de ser ésta su primera novela, Miguel Cane escribe Todas las fiestas de mañana con la certeza absoluta de que el amor y el sufrimiento se funden para al final volverse indistinguibles uno del otro.
Una historia fragmentada que revele a cuentagotas los matices y las esquinas de un secreto que encierra en sí mismo la magia del amor postergado: Luciano Reed es un crítico de cine que ama con intensidad y coraje; tanto más difícil en su caso: un joven gay en un mundo dominado por aquellos que salvaguardan las buenas costumbres y prefieren todo, dejarse matar incluso, antes que perder la compostura. En ese viaje que, en cierto modo, es su vida misma y en el puente que separa un acontecimiento de otro, Luciano se ve reflejado también en los demás: Estefanía, su amiga de siempre, su confidente y hermana; Isabelle, de belleza no tan etérea pero sí más terrenal (a ella “sientes que puedes tocarla”) y, por fin, Alejandro Almanza: el objeto de deseo impreciso y volátil cuyos sentimientos son todos ininteligibles y desconocidos, y por lo tanto más deseados y preciosos.
La novela, como es de suponerse, transcurre íntegra en fiestas. Una boda, una presentación de algo (los motivos no importan; la celebración, sí), una comida en un jardín japonés… Lugares disímbolos que contrastan entre la frivolidad y la profundidad, entre el glamour y la miseria, el amor y el desamor. Miguel Cane conoce este mundillo que se quiere elitista y que al final termina siendo vulgar y ramplón; lo describe con algo más que cinismo, sin admiración, para demostrar que en la superficie sólo está sostenido por alfileres. Para demostrar acaso que, al final, lo único que permanece son los sentimientos que se proponen ser sinceros y que se lo juegan todo por una certeza.
Plagada de referencias cinematográficas, musicales y literarias (toda una vida representada mediante metáforas y alusiones), Todas las fiestas de mañana es algo más que una novela posmoderna –lo que sea que el término signifique. Sí, retrata una generación desencantada que huye del amor con el mismo fervor con el que lo busca, una generación fundada en las apariencias y las sensaciones rápidas, una generación eternamente deprimida que quema todos sus cartuchos demasiado pronto, porque simplemente no puede esperar. Sin embargo, lo que la distingue de otras historias del estilo es el afán del autor por demostrar una tesis que es, por lo menos, en extremo passé. En este mundo sin tiempo, sin ilusiones, sin moral (el proverbial árbol que da moras), creer que el amor es la única salvación… tiene que ser ingenuo y pasado de moda. Pero no para Miguel Cane, y no para Luciano Reed, con todo y su imperfección. De hecho, el que el personaje principal sea tan temeroso, tan anticuado y tan renuente a las aventuras es lo que lo hace universal. Cualquiera podría sentirse un poco como el hombre cuyos recuerdos son capaces de provocarle una crisis nerviosa y un torrente de lágrimas y culpas que no puede acallar con nada. Porque en el fondo todos habitamos, sin cuotas y de por vida, en nuestro propio jardín de la soledad.
Si todos tus mañanas comienzan aquí, como sostiene Cane a lo largo de la obra, se está haciendo tarde para vivir una vida verdadera… Una en la que podamos elegir el amor y la forma en que queremos experimentarlo. Después de todo, las fiestas quedan para el mañana.

El amor según Henry Miller

“Hace un año, hace seis meses, creía que era un artista.
Ya no lo pienso, lo soy”.

H. M.

 ¿Cómo es posible que un hombre sin dinero ni recursos ni esperanzas sea un auténtico artífice del amor? ¿Cómo es posible que un hombre arruinado, hundido en la miseria, invadido por un profundo desdén hacia la humanidad y además herético en todo cuanto dice y proclama sea el valuarte del amor a la literatura, a la vida, al arte, a la muerte, al sexo, a todo lo que hay de ruin y mezquino en el Hombre?. Henry Miller (1891-1980) logró el milagro.

Trópico de Cáncer, su primera novela a caballo entre la crónica autobiográfica y el relato erótico, es un canto prolongado en honor al amor. Enorme paradoja, si se le mira con detalle, pues la Historia (y la crítica y la censura y el moralismo anglosajón) no se ha guardado de tildarlo de misógino, antisemita, homofóbico y obsceno. No pocas características que lo definirían, con absoluta justicia, como una escoria de las letras. Y, sin embargo, Henry Miller es quizás uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo pasado: influencia innegable de la generación Beat (cuna de otros personajes no menos execrables como Bukowsky, Kerouac o Burroughs), adepto al surrealismo, a la escritura automática, a la prosa desenfadada y testimonial… Sobre todo, Miller es precursor de lo que algún tribunal estadounidense acusó de pornografía y que no es más que la incursión, en sus narraciones, de detalles explícitos en torno al acto sexual. ¿Pero cuál es el crimen si, imbuido en el ambiente bohemio de un París de principios de la década de los treinta, Miller tropieza con putas y gachís cada tanto y en todas ellas ve impreso el rostro del amor? ¿No es ése el verdadero ideal de quien recorre las callejuelas parisinas de principio a fin, duerme bajo los puentes, sobrevive sin un centavo en el bolsillo y jamás anhela su patria pero sí la suave compañía de una única mujer a la que amaría por siempre?

Sería injusto satanizar a Miller por lo que sus dedos compulsivos escribirían en los momentos de furia y desesperación, cuando acababa de llegar a París sin más posesiones que la resolución de convertirse en escritor. El matiz erótico de su obra no es gratuito, pues son evidentes en su espíritu la lealtad y la devoción que por siempre profesaría a las dos mujeres más importantes de su vida: su esposa June Mansfield y la escritora de origen franco-cubano Anaïs Nin. Esta última, doce años menor que él, quien marcaría indefectiblemente su vocación literaria y se convertiría también, a la larga, en su amante fervorosa.

Es, pues, el amor el único sentimiento que engendra las obras de Miller, desde los Trópicos (de Cáncer y Capricornio, respectivamente) y su Primavera Negra de 1934, hasta la Crucifixión Rosa compuesta por Sexus, Plexus Nexus, además de abundantes novelas y estudios literarios. Las Reflexiones sobre la muerte de Mishima (1972), por ejemplo, son de una belleza lacerante. No podía esperarse menos: un Miller octogenario resume en pocas cuartillas la sabiduría, por fin templada y alejada de toda vorágine, que la lectura del escritor japonés le ha proveído. Pero no sólo eso: la sabiduría de Miller es la de un viajero que ha conocido cada rincón y esquina del planeta, que ha encarado la soledad y el escarnio, que ha conocido la pobreza y la miseria, la burla y el reconocimiento, el sexo y la ternura. En una palabra: un hombre apasionado por vivir.

Su amor, plagado de blasfemias (de Trópico de Cáncer decía que no era un libro sino “un insulto prolongado, un escupitajo a la cara del Arte, una patada en el culo a Dios, al Hombre, al Destino, al Tiempo, al Amor, a la Belleza… a lo que les parezca”) y de ofensas, no es un amor en el sentido ordinario de la palabra. Hay en él desafío, franqueza, justificación. Dice odiar a los judíos, a las mujeres, a las sociedades que compara con virus. Y es natural en él despertar reacciones encontradas, pero es precisamente en esta contradicción donde Miller se reencuentra con el hombre hipersensible en su interior. Este odio, que a la luz de su vida y obra no es más que una provocación sin fundamentos, es lo que desencadena su pasión en cambio por lo que a él le importa. Al sentirse orgulloso de ser inhumano, su humanidad florece: bella paradoja del amor según Henry Miller.

El amor se escribe sin (h)ache

 

En 1932, elegido el centro del mundo (España), Dios regresa a la Tierra. La Humanidad, de súbito convertida en católica fervorosa, prepara para el Altísimo un banquete de posibilidades: las maravillas terrenales representadas en el arte, la arquitectura, la música, los deportes, las academias, los cabarets y los circos. Pero Dios, que todo lo encuentra inocentísimo y aburrido, se maravilla en cambio con un objeto sorprendente, ingenioso, útil y excelentemente ideado. Esto es:

La máquina Gillette para afeitar.

Todo lo cual nos habla de la condición humana sin rodeos, chapucerías ni pretensiones, y en cambio sí con la gracia –en el fondo corrosiva– de quien considera el humorismo como un acto de inteligencia. Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) fue quizás el madrileño más inteligente del siglo pasado y, sin embargo, su obra parece destinada a pulular los rincones polvorosos de las librerías de viejo. Un destino sin duda triste (e injusto) para quien sin problema alguno pudo ser clasificado como un auténtico genio.

En ese episodio de “La tournée de Dios” (1932), Jardiel Poncela pinta un paisaje lo suficientemente nítido de su propia filosofía personal: no es una novela antiderechista –lo que a muchos se les antojaría adecuado dada la entonces recién estrenada República– ni antirreligiosa –ya que representa a un Dios más bien sacrílego–. Es, a lo mucho, un retrato amargo de la Humanidad: la única cabra desbocada, que tantas lágrimas engendra. Quizás por eso el autor fue tan vilipendiado por la crítica de su tiempo, ya que ni se decidía por la maravillosa utopía leninista ni alababa a ciegas las democracias modernas. La autonomía de pensamiento, en todas las épocas, gana discordias y enemistades.

Medio siglo después, el mundo advierte su infinito talento. En 2001, dentro de la celebración del centenario de su nacimiento, el circuito madrileño de teatro puso en escena algunas de sus obras más importantes (“Eloísa está debajo de un almendro”, “Usted tiene ojos de mujer fatal”, “Una noche de primavera sin sueño”, entre otras), que vistas a la luz de los años adquieren mayor profundidad y relieve. Este mes, en el que se cumplen cincuenta y cinco años de su muerte, el mito de Jardiel Poncela pervive a través de su vasta obra: artículos y cuentos publicados en revistas y periódicos, novelas (“Amor se escribe sin hache”, “¡Espérame en Siberia, vida mía!, “Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?”, “La tournée de Dios”), obras de teatro (“Los ladrones somos gente honrada”, “Un adulterio decente”, “Los habitantes de la casa deshabitada”, “Cuatro corazones con freno y marcha atrás”, por mencionar algunas de títulos peculiares) y textos de manufactura híbrida. Jardiel Poncela era un escritor prolífico y ello se debe principalmente a que, como él mismo lo dejó asentado, escribir no le reportaba el menor esfuerzo. De padre periodista y madre pintora, Enrique creció en un ambiente de intelectualidad que lo condujo a la literatura de manera precoz. A los veintisiete años publicó “Amor se escribe sin hache” y de inmediato se forjó un lugar dentro de la “otra generación del 27” y, en especial, entre los defensores del humorismo (cuya definición, según él, sería como “pretender clavar por el ala una mariposa, utilizando de aguijón un poste del telégrafo”).

El suyo es, claro, un humor gráfico (prefiere dibujar unos ojos hermosos que describirlos, o representar un crimen mediante diagramas), pero sobre todo es un humor ácido, inverosímil. Una rápida lectura concluiría que Jardiel Poncela era un hombre misógino, despechado, machista (en el prólogo de su primera novela escribió: “La mujer que aspire a que la quiera, suponiendo que esa mujer exista, que no lo dudo, tiene que venir a buscarme, como vinieron las anteriores, pues en eso ya he dicho que estoy muy mal acostumbrado, y entonces ya veremos si nos entendemos. Además, con respecto a ellas, sostengo un criterio cerradísimo: o se acomodan a mí, a mis gustos, a mi carácter y a mis aficiones, o me hago un nudo en el corazón y les digo adiós con melancólica entereza”). Por lo demás, nunca se cansó de decir que el mayor mérito de una mujer era tener un par de piernas largas.

Sin embargo, en el fondo, Enrique Jardiel Poncela era un escritor sensible y profundamente marcado por sus tragedias personales. Padre soltero a los veintiséis, abandonado por la madre de su hija de tres meses, herido en el orgullo por las nulas recompensas de su incansable carrera dramatúrgica y literaria (cesó de escribir novelas para concentrarse en obras de teatro, que al final de sus días ya no reportaban éxito ni remuneración económica), enfermo de cáncer de laringe antes de los cincuenta años y, en fin, subyugado por la violencia del amor, del que decía que “a semejanza de los catarros, empieza poniéndonos febriles, sigue impidiéndonos salir de casa por las noches y acaba obligándonos a secar los ojos con un pañuelo”, Enrique fue uno de los más grandes humoristas del siglo XX. El hombre a quien le hacía reír ver llorar a las mujeres y llorar ver reír a su hija; el que sostenía que todo lo importante en la vida se escribía con hache (el honor, la hermandad, el heroísmo, la Historia, el Hombre, los hipódromos, la hemoglobina, el humorismo); para quien tener fe es “masticar sin dientes” y la Filosofía, la Física Recreativa del alma; quien jamás osó compararse con Cervantes (pues entre ellos mermaban diferencias notables, decía Jardiel Poncela, como que él nunca estuvo en la batalla de Lepanto); el escritor que no vacilaba en dedicar dos capítulos al acto de bajar una escalera… El hombre que hizo soñar al público. Parece que es él, y no su personaje Zambombo, quien al sentirse terriblemente solo, se pregunta: “¡El amor! ¿Qué es el amor?” y por toda respuesta se tropieza con un anuncio de “Amor: la mejor pasta para limpiar metales”.

Convencido de que habría de morir joven y que a su muerte le sucederían interminables biografías y reconocimientos, Jardiel Poncela escribió su propio epitafio: “si queréis mayores elogios, moríos”. Tuvo que esperar, es cierto, pero la justicia le pagó. Y aún hoy, para el legado de Jardiel Poncela, es menos cierto que el amor se escriba sin hache. Pues lo que se toma en serio, como en su caso, es tan honorable como un buen par de habanos.

 

*en La Mosca en la Pared, 2007

Cuando los alacranes atacan

En la novela de Bernardo Fernández hay un periodista y se llama el Negro Aguilar. Tiempo de Alacranes, ganadora del Premio Nacional “Una Vuelta de Tuerca” en los géneros policiaco, negro y de misterio, es una disección por demás cómica y desvergonzada del narcotráfico mexicano y sus extraños (y a veces inverosímiles y absurdos) vericuetos.

Escrita con el humor encarnizado y truculento de quien se las sabe de todas todas y no teme retratar con crueldad y lascivia sus personajes, el relato de Bef (apócope por el que el autor es conocido desde siempre) es inteligente, sin lugar a dudas, y tonto también, si cabe tal dicotomía en una novela de su índole.

Inteligente por lo minucioso y fáctico con que se desmenuzan los hechos y personajes. Tonto por cuanto todo lo escrito no es más que una revisión al género que cae en sus propias trampas y aún así logra librar los obstáculos de su propia ridiculez: incoherencias en la trama, circunstancias absurdas y escenas improbables, que a final de cuentas no son sino un homenaje al género mismo.

Se decía, pues, que en Tiempo de Alacranes hay un periodista. Su columna ficticia, Vida Pública, en el periódico de circulación nacional Reforma no es más que un catalizador de todo cuanto sucede en la novela. ¿Por qué en un diario de franco sesgo derechista? Misterio. ¿Por qué el Negro Aguilar sabe todo lo que ocurre y lo plasma con rigurosidad periodística en el espacio asignado para tal fin? Misterio. ¿Por qué Bef sabe lo que sabe del narcotráfico, la Procuraduría General de Justicia y su División Antiasaltos, los sicarios pagados por la élite de los narcotraficantes, la trata de armas y demás asuntos escabrosos que un ciudadano común (para colmo diseñador gráfico y escritor de Ciencia Ficción) no podría conocer ni en la superficie? Misterio, pero lo sabe.

Sería fácil cerrar los ojos y fingir que en este país no pasa nada. Pero Bernardo Fernández no lo hace. Más aún: se burla de ello, le da una cara y un nombre a la podredumbre de las más bajas esferas delictivas del país (las más altas, en realidad, pues todo se reduce a un conflicto de status quo) y lo denuncia por medio de la literatura.

Escrita con un evidente estilo periodístico y hasta cinematográfico, Tiempo de Alacranes podría pasar por crónica veraz aunque abigarrada. No por ser ficción, sin embargo, es menos transgresora, menos delatora. En ella conviven El Señor (¿de los cielos?), el Cártel de Constanza, el General Díaz Barriaga, el Licenciado Gómez Darkseid, el Támez y el infantil Gordo (pareja quentiniana que provee las mejores dosis de humor negro), el capitán Tapia, Lola y Checo, Obrad (refugiado de un también falaz país: Latveria, república de los Balcanes, en abierta alusión a Letonia –Latvia, en inglés– y los regímenes comunistas de la ex-Unión Soviética) y Fernando Picochulito Figueroa… Ahí está, también, la princesita punk: musa y culpable a un mismo tiempo. ¿Personajes literarios que representan los verdaderos actores políticos del país? ¿Sustitutos ficticios de quienes en realidad mueven los hilos en la tragicomedia que es México? Sólo Bef lo sabe… y, si quisiéramos, todos podríamos hacerlo. Y es que, como dice Lizzy al final, todo el tiempo es tiempo de alacranes.