Personas que conocí brevemente

Pasó algo raro en el hostal de Londres (la última semana estuve sola). La noche anterior había intercambiado algunas frases con un muchacho, más joven que yo. Eran acuerdos sobre el canal de televisión que queríamos ver. Esa charla insulsa, sin objetivos ni agendas. Al otro día, después del desayuno, me lo encontré en un pasillo. De la nada, me preguntó qué haría ese día. Le dije. Luego, directo, sin titubeos, que si quería ir a tomar un café. Dije que sí. Salimos. Hablamos. Me dijo que era músico. Que tocaba la trompeta. Hasta después de un rato le pregunté cómo se llamaba.

Ross.

Y al mismo tiempo, los dos:

– Friends.

Nos sentamos en un parque. Hacía frío. Hablamos más, nada en especial, lo que suele decirse: anécdotas de viaje, la música que escuchamos, silencios raros, una conversación que no fluía.

Cuando terminamos el café, se levantó y se fue.

Ya no volví a verlo más y después me fui.

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Cuando viajas solo conoces mucha gente. Hablas con decenas de personas. Pero todo es como una prueba y error. Esta persona que conozco será importante. De esta otra olvidaré su cara y su voz y seguramente nunca sabré su nombre. Además de este Ross, hablé con una pelirroja que se ponía a hablar con todos en el hostal, hasta la madrugada. Con un inglés que trabajaba en Chelsea. Y Susie, la neozelandesa, con la que anduve dos días enteros. Cenamos en Victoria, fuimos juntas al cambio de guardia en Buckingham, caminamos alrededor del Támesis, compramos boletos para ver The Taming of the Shrew en The Shakespeare’s Globe. En algún momento me dijo que acababa de terminar una relación de años y que su ex novio estaba en París y que no sabía si verlo. Le dije lo esperable. Seguimos caminando. No le conté nada de mí. Yo sabía que no seríamos amigas en otras circunstancias. Nuestras caminatas eran otra prueba y error. Eran un dejarse ir. Eran un conformarse.

Y pienso: qué triste. Buscas con quién conectar y rara la vez lo logras. Escoges a personas que no te importan para ir a lugares a los que siempre quisiste ir sólo porque te aterra la idea de ir a solas (yo prefiero ir sola, digo algunos). Y después, en la evocación de la experiencia, estará su cara difusa como una mancha en un vidrio. Pero en esta prueba y error de los solitarios siempre digo que sí. Es el problema de no saber decir que no. En todos los hostales en los que he estado, en todas las ciudades en que he estado, llega alguien en algún momento y me dice: vamos por un café, vamos a este barrio, vamos a este museo (por ejemplo). Y todas las veces voy, sin desearlo.

Con Susie al menos hubo el protocolo de agregarnos a Facebook y fingir que habría alguna especie de vínculo. Pero lo del muchacho Ross fue la prueba más pura de esta conexión no alcanzada: nunca seremos amigos, para qué fingir.

Y me niego. Cada momento, tarde perdida, conversación aburrida, debe permanecer. Cada persona debe ser fijada.

 

 

Londres

No sé si se te olvidan las caras, creo que las de personas importantes difícilmente, pero las de personajes que miras en la calle o en otros lugares y con los que no hablas seguro sí. Por eso me dije: debo escribir de este niño. Acá hay otro pedazo de crónica en Europa, pero en detalles, porque me abrumo.

El sábado quince tenía que tomar un tren a París a las cinco y media de la tarde. Me salí por la mañana del hostal, fui al British Museum, caminé por ahí, me tiré en una plaza que había descubierto dos días antes (Russell Square), me puse a leer. Por alguna razón, tenía la idea de que debía salir del hostal a las cinco en punto y que haría media hora en el autobusito número 10. Llegué a las cuatro con dieciséis. En la sala del hostal, un tipo veía Snatch. Se reía y me señalaba la televisión y yo le sonreía con pena ajena y a eso de las cuatro cuarenta pensé: un momento. UN MOMENTO. Debía estar a las cinco en la estación. Con temblores, corrí a la parada, esperé diez minutos, me subí. Unas cuadras adelante, era evidente que no llegaría. Me bajé, busqué un taxi. No tenía más que cinco libras en la cartera. Sufrí en el trayecto. Llegamos a St. Pancras a las cinco con veinticinco. Mi tarjeta no pasaba. En un momento de desesperación, le dije al taxista -un negro enorme, con ojos bondadosos- que me aceptara cinco libras y veinte euros. Aceptó.

Pero no llegué.

Derrotada, me senté en un bar y me bebí un whisky. En la mesa de enfrente estaba sentado un niño de doce años. Un Hugh Grant pequeño (Agustina decía que los ingleses se dividen en los que se parecen a Hugh Grant y todos los demás). Frente a él estaba su hermana menor, aburrida. Un hombre canoso le preguntaba qué libro había leído el fin de semana. El acento del niño era el londinense posh, no el cockney que es más común. Su corte de pelo era de tazón, y tenía papada. Su voz era correcta y taimada. En su cara estaba toda la contención inglesa. Y pensé: Londres. Tal vez eso no es Londres. Tal vez los guardias reales no son Londres. O los carros que manejan del otro lado y los letreros en cada paso peatonal que te recuerdan en qué dirección fijarte para no morir atropellado. Muchas cosas no son Londres. La cara de la reina. El please mind the gap between the train and the platform. El extracto de cebada. Un pato en un lago. Las cabinas de teléfono con la corona inglesa. Una anciana con un sombrero rimbombante. Pero ese niño era para mí Londres. Y las caras de la gente que he visto en otros lugares se me olvidarán, pero la expresión de este niño cuando hablaba de su libro con toda propiedad ojalá no.

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Tengo un problema con escribir de un viaje después del viaje y es que olvidas fácilmente la persona que fuiste durante esos días y colocas otra idea, otro estado de ánimo en días que después parecerán idílicos aunque no lo hayan sido. Y el dolor, el cansancio, el mal humor, serán reemplazados con beatitud pura. Por eso, recordar que mientras se estuvo ahí hubo miedo y hartazgo y enojo y que a pesar de ver lugares hermosos, o los lugares del mundo que son estampas del mundo mismo, también tuviste hambre o sueño o dolor de pies y que viviste no en un sueño sino en una realidad.

A veces idealizo mi viaje a Sudamérica, más la idea que las cosas que hubo, pero luego me acuerdo que también estuve cansada y que sufrí, y que hubo días desperdiciados como aquí.

También pensaba que el estado ideal antes de regresar debe ser ambivalente: querer y no querer regresar. No quieres regresar porque te la estás pasando bien. Pero quieres regresar porque tu vida real  también es importante. La noche antes me sentí satisfecha. Caminé muchísimo. Fui a todos los museos que pude. Platiqué, bebí y reí. Y aprendí. Fue un buen viaje. Luego escribiré más.

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La tarde que descubrí Russell Square apareció en el iPod England, de The National. Y este verso:

You must be somewhere in London
You must be loving your life in the rain
You must be somewhere in London
Walking Abbey Lane