Dos semanas en México

Pasé dos semanas trabajando en unos reportajes a los que tuve la suerte de llegar gracias a Eileen Truax. Round Earth Media me puso en equipo con Monica Ortiz, de la radio pública estadounidense, para investigar tres historias poco tratadas en medios tradicionales, que serán transmitidas en radio en EU y publicadas en prensa aquí; antes han hecho investigaciones con este modelo en Bolivia, El Salvador, India… Las historias de aquí eran, en muchos sentidos, una sola: migrantes repatriados, mujeres y mexicanos invisibles. Empezamos en Nuevo Laredo, de donde conservo la imagen, que luego se convirtió en una idea triste, de los deportados en una cola larguísima bajo la lluvia. Luego estuvimos en Guanajuato, en Zacatecas, en Guerrero, en Oaxaca.

Me habría gustado escribir mientras estaba en el camino. Otra bitácora. Pero durante esos días no escribí nada, además de mis notas. Leía; leía mucho, en los camiones, en la noche, camino a algún lugar. Descubría que soy una blanda (también: poco exigente, habituada a la incomodidad, curtida en el viaje difícil, ¡albricias!). En Guerrero, una estudiante de la escuela de parteras nos invitó a pasar la noche en su comunidad, Tlalquitzingo. Viajamos en una pasajera, un camión de redilas que sale de Tlapa cada hora hasta las 6,15, y que hace casi una hora por una carretera de terracería con algunas curvas angostas, las milpas, las montañas y los árboles allá abajo, y los altos órganos (los cactus) que crecían en las orillas, y en cada curva, por supuesto, yo sentía que moriría mientras machacaba con la única pregunta que siempre traigo a colación, que es cuántos accidentes pasaban ahí. Pau -así la llamaría hasta que nos despedimos- me decía que a ella también le asustaba esa curva, particularmente una, en la que sentías que volabas. En la pasajera vas de pie y miras por los bordes y no ves la carretera, salvo los despeñaderos. Pau nunca quiso tutearme, y yo lo hacía con soltura, y la timidez que creyó parte de mí se convirtió en otra cosa, cuando llegó el momento de volver a Tlapa y vino esa despedida.

Me cuesta trabajo pensar que escribirás de personas que nunca leerán lo que digas de ellas, ni la honda impresión que dejaron en ti. Los funcionarios son anodinos y sus discursos, parejos. Pero las personas de las que escribes en los reportajes son personas, y no dejarán de serlo cuando reduzcas su vida a un párrafo, o deseches su grabación porque no fue todo lo interesante que debía. A Pau la quise, y a su madre todavía más. Y luego pienso: si la describiera, caería en ese lugar común. Te separas. Empiezas a colgarle esas cualidades que te parecen tan loables: su activismo que no se reconoce como tal, el feminismo que le achacas, el misterio de su lengua náhuatl, que habla con lo que crees es misterio (pero no es misterio: es sólo algo que no conoces).

¿Cómo escribir estas historias sin caer en esos lugares comunes? Estas personas sufren. Estas personas son admirables. Esa cola de deportados bajo la lluvia. Ese camino de terracería en el que madres a punto de dar a luz mueren todos los años. Soy una blanda, soy una blanda. ¿Cómo puedes olvidarte de todo y ponerlo en papel, y separarte de modo tal que excluyas el silencio junto al río que corría a pasos de la casa de Pau, después de comentar que su mamá le teme a los puentes? ¿Y pensar: ahí hay una persona, no un conjunto de cualidades y detalles chuscos, que jamás conoceré? ¿Cómo describes todo sin ser un manipulador o un cínico?

Otra cosa que aprendí: como reportero, es más fácil buscar la historia que quieres contar en lugar de contar la historia que encontraste. Sobre la historia de las parteras, sobre las razones de los migrantes repatriados, teníamos ideas periodísticas en nuestras cabezas: hipótesis que sonaban bien en papel, pero que se deshacían después de cada testimonio. Qué fascinante.

Síndrome Gellhorn: estar en el peligro. Arriesgarte por la historia. Descubrir horrores que llevarás al mundo occidental. Eso no lo deseo: ese detachmentEsta galería en Time sobre Siria. Esta frase del fotógrafo Rodrigo Abd.

We are journalists. In a way, we have a privilege of covering the story, but at the same time, we know we can get out. You can see the villagers -they are stuck there.

 

 

Cienciología, la religión que empieza como autoayuda

1. Al alcanzar el nivel Operating Thethan III (O.T.) en Cienciología, se llega a la siguiente revelación:

“La principal causa de los problemas de la humanidad empezó hace 75 millones de años, cuando el planeta Tierra, entonces llamado Teegeeack, era parte de una confederación de noventa planetas bajo el mando de un despótico tirano llamado Xenu”.

El documento secreto, obtenido por Los Angeles Times en 1985, es recogido en The Apostate, reportaje del ganador del Pullitzer, Lawrence Wright, para The New Yorker. El texto, un trabajo de investigación con el grosor de una novela corta, narra la deserción del guionista Paul Haggis de la iglesia de la Cienciología, después de militar en ella durante 35 años.

Cuando decidí ir a la iglesia de la Cienciología en México, sabía de sus polémicas, pero no conocía a detalle su sistema de creencias. La religión, creada por el escritor de ciencia ficción L. Ron Hubbard, proclama no hacer “esfuerzo alguno por describir la naturaleza exacta del carácter de Dios” y, por tanto, tener más similitudes con las religiones orientales que con la cristiana. Sus cursos de autoayuda multinivel están diseñados para eliminar los recuerdos dolorosos y acercarse a la “salvación espiritual”. Hay un infinito, pero la Dianética es flexible al respecto: lo que para algunos es Dios o el creador, para la Cienciología es el todo.

De hecho, son tan flexibles que es válido ser cienciólogo y profesar cualquier otra religión tradicional al mismo tiempo.

2. Llamé durante tres días. La primera vez, dudosa, dije que quería unirme.

— ¿A trabajar? –la voz era de mujer, su cortesía recordaba a la de un burócrata.

— No, a unirme unirme.

—¡Ah! Al Instituto.

Rectifiqué la dirección (de su página web): Chapultepec 540.

A la hora acordada recorría el tramo que va desde avenida Sonora hasta Veracruz, en el corazón del paradero Chapultepec. En el número 540 encontré la panadería “Lafayette”, un local diminuto con una charola de panes: el edificio que lo contenía estaba en reconstrucción.

Llamé de nuevo al número que antes marqué tantas veces. La voz nasal de la señorita de malas maneras: “Ay, es que ahora estamos en Balderas 27 esquina con Juárez”.

Durante años, el Instituto Tecnológico de la Dianética ocupó el sexto piso de un edificio que fue construido en los cincuenta o sesenta, ahora herrumbroso, inútil. Hoy habita con holgura un moderno edificio de cinco pisos (un macrotemplo) en el que se lee, con letras grabadas en piedra, Scientology.

 

3. Aunque la Cienciología llegó a México en 1970, aún no cuenta con registro oficial en la Secretaría de Gobernación como asociación religiosa, una figura jurídica que le da derechos frente al Estado. Opera, sencillamente, como una asociación civil. Los dirigentes de la iglesia iniciaron el registro desde 1998, pero fue denegado con el argumento de no presentar notorio arraigo.

“El notorio arraigo es una cosa un poquito equívoca y ambigua, que se resume en tener de uno a diez o cien mil seguidores, y que la presencia se conozca”, explica el doctor Roberto Blancarte, director del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México y experto en temas religiosos y relación religión-Estado.

Blancarte, quien asesora a la iglesia de la Cienciología para obtener su registro como asociación religiosa, es cercano al proceso. “Otros requisitos que se les pide son: que expongan su doctrina, que digan quiénes son sus dirigentes y cuáles son sus instalaciones, templos o equivalente, todo lo cual ya hicieron y en regla”.

Después de la negativa inicial, los dirigentes de la iglesia iniciaron un segundo proceso de registro con un expediente “tan grande que tuvieron que llevarlo en un carrito”, dice Blancarte.

“Cuando fui Coordinador de Asesores de la Subsecretaría de Asuntos Religiosos, me tocó lidiar con muchos funcionarios que suponían cosas de iglesias que desconocían, sin que les asustasen las prácticas de la religión católica. En una ocasión, quisieron cerrar una iglesia que vendía ‘pócimas milagrosas’, sin cuestionar los productos que se venden afuera de la Basílica, incluida el agua bendita”.

3. El macrotemplo de Balderas y Juárez es lujoso, una mezcla de lobby de hotel, librería y centro de convenciones. Apenas llegué, un hombre rollizo y todo sonrisas, con un suéter negro de cuello de tortuga, me dio la bienvenida y preguntó el motivo de mi visita. Le dije que quería hacer el test de personalidad, del que me enteré en la página del Instituto Tecnológico de Dianética A.C. (costo original, según Scientology México: quinientos dólares).

En un salón con espacios semiprivados provistos de un lápiz, un par de señoras y una chica emo resolvían afanosamente el examen de 200 preguntas. Rellené datos falsos.  Luego respondí todo lo opuesto de lo que normalmente respondería, más un entusiasta sí en las preguntas que lo requerían (“¿Te interesan mucho los demás?”), un enfático no a las que no (“¿Estás a favor de la discriminación racial?”) y un tibio “depende” a las que de plano no entendí (“¿Algunas veces tienes la sensación de que la vida es como un sueño, cuando todo parece irreal?”)

Mientras esperaba mis resultados, paseé discretamente por las espaciosas áreas, divididas por paneles de madera. En cada esquina hay un exhibidor con un libro de L. Ron Hubbard distinto. Acá hay una muestra de su nutrida colección.

El mobiliario: más de quince televisiones planas marca Panasonic, provistas de un apéndice de botones luminosos para navegar por los menús. Un asiento sin respaldo, parar mirarlas con la espalda arqueada. Hay un video distinto en cada televisión: uno explica qué es la Cienciología y cómo puede cambiar tu vida, otro ofrece testimonios de beneficiados, otro más entrevista a los líderes regionales, otro (con actores gringos, perfectamente doblados al español) transmite imágenes realistas y violentas. Eso, aseguran, es tocar fondo.

Al cabo de un rato, el chico del suéter me llevó a una oficina.

— Te confieso que, en el año que llevo trabajando aquí, son los resultados más altos que he visto.

Intuí que mi correcto llenado del examen se había convertido en un problema, pues sin áreas problemáticas a la vista, resultaba más difícil convencerme de la necesidad de aplicar los conocimientos de la Dianética. El diálogo, no más de quince minutos, fue un tibio forcejeo de confesiones.

Al final, el gordito terminó ofreciéndome un curso de liderazgo.

4. En el documento Panorama de las religiones en México 2010, del INEGI, se afirma que en 1985 solo 1% de la población profesaba una religión distinta a la mayoritaria, que es la católica. Hoy la cifra es de 15%, incluidos los que no profesan religión alguna. Hay siete posturas religiosas predominantes, en cuya cabeza está la católica (más de 92 millones en todo el país). Le siguen: iglesias cristianas (protestante, pentecostal, evangélica, cristiana); Adventistas del Séptimo Día, Iglesia de Jesucristo de los Últimos Días, Testigos de Jehová, Judaica y sin religión.

Uno puede aventurar que la libertad de cultos va a la alza. En la Clasificación de Religiones del Censo de Población de 2000, la pregunta tenía tres opciones: católica, ninguna u otra. Entonces, la Cienciología fue clasificada dentro de los movimientos espirituales de origen esotérico y del potencial humano, y se identificó en más de 300 casos.

Para el Censo de 2010, la Conapred sugirió una pregunta abierta, con el fin de no segregar a los practicantes de otras religiones. En este registro, la Cienciología aparece con la clave 8004, aunque sin el número exacto de seguidores (las cifras del Instituto manejan más de 5 mil afiliados en todo el país). El siguiente en la clasificación de religiones: la secta de Moon, o Iglesia de la Unificación, creada en 1973 por el reverendo coreano Sun Myung Moon.

Moon, como Hubbard, fue un líder espiritual avenido en millonario.

5. En la segunda etapa hablé con un señor canoso de ojos orientales, vestido como mesero de casino (también, todo de negro, solo que con chaleco y un porte más distinguido). Un tipo de pocas palabras que, secamente, preguntó cómo me enteré de la Dianética. Inventé una amiga, sin detalles. Asintió satisfecho y me enseñó el curso de liderazgo, con valor de 700 pesos.

— Es un curso supervisado por personal especializado, tú lees el material a solas y recibes calificaciones durante el proceso. El horario es personal, tú lo eliges. El tiempo sería de unas doce a quince horas y una parte es teórica y otra es práctica.

— ¿Y cómo empiezo?

— Pues te inscribes.

Después de seis minutos, accedí a pagar el primer curso, con un adelanto de cien pesos. En el lobby, mientras registraban mis datos falsos, me encontré con un grupo de gente en atuendos semiformales. Una mujer altísima, pelo dorado, acento caribeño, preguntó qué curso tomaría. Le dije cuál.

— ¡Eso! –exclamó guiñando los ojos, en un gesto que francamente me asustó.

También me saqué fotos (con el de los ojos orientales, sosteniendo el curso al que tendría acceso el día que terminara de liquidar mi deuda). Recibí felicitaciones de algunos, palmaditas invisibles. La calidez lleva a sentirse parte de algo –incluso cuando ese algo es desconcertante. Todos en el Instituto de Tecnología Dianética tienen actitud de vendedor de promesas. Tu tiempo compartido es la felicidad eterna.

6. En Proceso, el reportero Juan Pablo Proal Mantilla lleva algún tiempo investigando y recolectando los testimonios de diversos adscritos y proscritos de la organización y ha dado cifras duras sobre su operación. Hay acusaciones graves, como trata de blancas. Otro adverso: el blogde César Velasco, presunto apóstata, que narra los abusos (económicos, emocionales) de la iglesia de la Cienciología hacia él y su familia.

Aunque sus oficinas están en Argentina, la Red de Apoyo a Víctimas de Sectas ofrece ayuda a los mexicanos que deseen contactarlos. El hecho jurídico es uno, sin embargo: pertenecer voluntariamente a una religión exime a sus dirigentes de responder por las decisiones ajenas. Roberto Blancarte lo resume: “La acusación de trata de blancas hacia la Cienciología es injustificada, porque muchas congregaciones religiosas caerían en esa clasificación”.

— ¿Cómo cuáles?

— Las monjas. Desde una perspectiva religiosa, a eso no se le llama entregar tu libertad.

 

Del blog de Letras Libres.

De road trip con Damián Alcázar


Domingo por la mañana, San Miguel de Allende. De pronto, en una esquina, aparece Damián Alcázar. Es el Juan Vargas de La ley de Herodes, no hay duda: la misma mirada de pícaro, el bigote tupido y la sonrisa enorme. Pero hay algo diferente: es más tímido y su voz es melodiosa, como un susurro.

Una comitiva de siete personas lo esperamos apretujados en una camioneta bajo el sol del Bajío: el fotógrafo, dos asistentes, la productora de fotografía, la coordinadora de moda, el maquillista y yo. Damián, armado con un portatrajes y tres sombreros, saluda a todos mientras se acomoda en el asiento del copiloto. Lo primero que nos confiesa es que vive en San Miguel de Allende desde hace ocho años, pero viaja tanto que apenas ha pasado unos cinco meses efectivos aquí. Luego mira por la ventana. A la salida de San Miguel hay una rotonda con zócalos vacíos. “Los panistas los pusieron”, explica. En adelante se referirá siempre a los panistas con cierto desdén y odio contenido.

Nos dirigimos a Mineral de Pozos, un pueblo fantasma al norte de San Miguel de Allende. Durante el trayecto, el equipo entero no deja de hacer preguntas. Damián responde a todo afable y hasta emocionado. Es natural: El infierno (2010), la última parte de la trilogía del poder de Luis Estrada, se exhibe por todo el país con un éxito abrumador. “Es raro que El infierno continúe en cartelera, porque las películas mexicanas no duran nada: al rato te cambian por Un novio formidable o Mi tía tiene gota…”, bromea. Mientras el paisaje guanajuatense se torna árido y seco a medida que avanzamos, alguien hace la pregunta clave: ¿tuvieron problemas para hacer El infierno? Damián explica que, originalmente, la película se grabaría en Zacatecas, pero la entonces gobernadora Amalia García tuvo dudas. Entonces se cambiaron a Durango, donde la presencia de trocas rondando la producción, aunque sin intimidaciones, les hizo tomar la decisión de terminar de filmar en San Luis Potosí.

Al llegar a la primera gasolinera, ya nos enteramos que la película iba a ser distribuida por Televisa, con la idea de apropiarse de los festejos del Bicentenario. Sin embargo, luego de la proyección para ejecutivos, de un alto mando llegó la noticia de que no se iba a distribuir. “Casi casi no sale”, dice Damián. Una empleada con el uniforme de Pemex se acerca. “¿Me podría dar un autógrafo”, pregunta, apenada. “Claro, pero vaya a ver El infierno”, le responde Damián. La mujer asiente y se va muy contenta. “Luis Estrada, con sus propios medios y un poco de ayuda de Videocine, distribuyó la película con 314 copias”, continúa cuando emprendemos la marcha otra vez.

En las primeras dos semanas de exhibición, El infierno recaudó más de 30 millones de pesos, una cifra impresionante para una película mexicana. Y no sólo eso: una cinta sobre el narcotráfico, el tema más sensible de los últimos tiempos. Pero la película gusta y ahí sigue, ganándole en popularidad a churros hollywoodenses como Resident Evil Wall Street.

Se hace un silencio. Una voz pregunta: “¿Y el Cochiloco?”. Damián ríe. Hasta antes de El infierno, la gente identificaba a Joaquín Cosío por su papel de “Mascarita” en Matando cabos (2004). Hoy goza de una fama que parece haber llegado para quedarse. “Joaquín y yo hablamos hace unos días por teléfono, no nos vemos seguido pero tratamos de estar en contacto”. La camaradería entre ambos actores es notable dentro y fuera de la pantalla.

Han pasado cuarenta minutos y la ciudad más turística de Guanajuato ha quedado atrás. Frente a nosotros, una carretera de dos carriles larga y gris, casi vacía. No hay árboles, salvo algunos cactus rodeados de pasto seco. Montañas despintadas a lo lejos. El escenario recuerda al pueblo de San Pedro, de La ley de Herodes. Damián confiesa que es una de sus películas favoritas, por muchas razones: salió en un momento preciso, es divertida y no deja de ser relevante, porque la situación del país es tan ridícula como entonces. O tal vez más.

Por fin llegamos a Mineral de Pozos. La entrada es una calle blanca y deslavada. Nació como un pueblo minero en 1576, alguna vez se llamó Ciudad Porfirio Díaz, y parecía condenado al olvido. Conserva el casco original, con callejones que suben y bajan a espaldas del desierto, una casa miserable tras otra. Sin embargo, el pueblo revive cada fin de semana, atrayendo a turistas lo mismo de la capital del estado y Querétaro que extranjeros. La plaza principal es el punto neurálgico, rodeada de una cantina tradicional, media docena de hoteles y un par de restaurantes. El lugar no está del todo muerto. Un artículo de Los Angeles Times en 2008 confirmó su creciente popularidad, resaltando la vibra bohemia de sus calles.

Pero nuestro destino no es el centro del pueblo, sino una carretera a las afueras, donde el equipo instala la cámara y las luces. Tienen dispuesto para él un hermoso traje Etro de rayas, que le luce espléndidamente. Le comento a la productora de foto que Damián tiene un porte envidiable. “¡Sí! ¡Es divino!”, me responde. Ésta es la opinión general de las damas y hasta de algunos caballeros, que lo ven como a un compadre potencial: divertido, relajado y entrón. Sin embargo, hay algo más detrás.

Damián y yo nos apartamos del resto, grabadora en mano. La conversación fluye. Pienso entonces que Damián es adorable. No hay otra forma de describirlo. Tiene esa calidez que te hace perderle el miedo al minuto de conocerlo. Sí, es una estrella. Sí, ha actuado en más de setenta películas. Sí, ha ganado cuatro Arieles y lo han homenajeado en varios festivales de cine por todo el mundo. Es, con toda seguridad, el mejor actor mexicano de este momento. Pero al mismo tiempo, y contra todo pronóstico, es un tipo simpático y modesto. Bromea con todos y sigue indicaciones sin el mínimo asomo de divismo.

 “La violencia es una elipse que va hacia abajo. Se recrudece con el paso del tiempo y no tiene buen fin”, me dice al empezar a hablar de El infierno. El contraste es extraordinario: su preocupación inmediata es ésta y no otra.

Mientras posa como un soldado bajo el rayo del sol, sin quejarse lo más mínimo, sus palabras vuelven. Por un lado, está el actor clave en el resurgimiento del nuevo cine mexicano: de Dos crímenes (1995), dirigida por Roberto Sneider y basada en la famosa novela de Jorge Ibargüengoitia, a Bajo California: el límite del tiempo (1998), de Carlos Bolado. Uno de los actores mexicanos con más presencia en la escena internacional, alejado de la fama más bien trivial de algunos de sus compatriotas, pues él, antes que una estrella, es un actor. Pero también es un mexicano más, preocupado y conmovido por lo que ocurre en un país que atraviesa una de sus crisis más grandes. Entonces, pienso, su opinión sobre la violencia tiene sentido.

 

¿La musa de Estrada?

La primera vez que Damián Alcázar colaboró con Luis Estrada no fue en La ley de Herodes (1999), como muchos piensan, sino algunos años atrás, con Bandidos (1990). La película ya contenía algunos elementos que distinguirían el cine de Estrada. Ambientada durante la Revolución Mexicana, cuenta la historia de unos niños que se convierten en bandidos por venganza. Le siguió Ámbar (1994), de corte más bien fantástico, pero a partir de ese momento el director se dio cuenta de que quería trabajar con Damián siempre. Así fue: desde entonces no ha dirigido una sola película que Alcázar no protagonice. Me explica, en charla por teléfono desde las oficinas de Bandidos Films, que escribió toda la “trilogía del poder” con él en mente.

“Es un colaborador importantísimo no sólo como actor, sino en todas las áreas: se involucra por completo en su trabajo y en el de los demás, tiene opiniones técnicas y jamás te niega la posibilidad de hacer otra toma”, me dice. Es tanta su compenetración que Estrada incluso comparte con él los distintos tratamientos del guión. Sabe que La ley de Herodes los marcó profesional y personalmente, casi por una causalidad, pues al principio había escrito otro papel para Damián.

Pero la suerte estaba echada: juntos recorrieron el mundo exhibiendo la película, que ganó tantos reconocimientos como aplausos de la crítica. A pesar de sobrevivir a un veto, o precisamente por eso, La ley de Herodes fue la primera cinta que recibió publicidad involuntaria y se convirtió en un hito en la historia de la industria fílmica.

El éxito parecía evidente: hartos de una dictadura “perfecta” –como la definió el ahora premio Nobel Mario Vargas Llosa–, los mexicanos nos maravillamos y horrorizamos por igual con la fábula del despistado Juan Vargas, que descubre las bondades del priísmo más prehistórico (corrupción y mordidas mediante), y termina por ser linchado. Luis Estrada no imaginó que, diez años después, la realidad panista se antojaría más trágica. Después de Un mundo maravilloso (2006), la mancuerna vuelve con un retrato crudo y realista sobre el narcotráfico.

“Hay una guerra en este momento: a cien años de la Revolución, hay un movimiento armado en las calles”, dice Damián. Esta es la piedra angular de El infierno: la idea de que la guerra contra el narco es, en realidad, una guerra civil que ha dejado en México cerca de 28 mil muertos. La cifra aparece, aunque recortada, en la película.

Hay una explicación para que Damián y Luis se entendieran tan bien. Ambos son ciudadanos comprometidos, aunque la palabra haya perdido su significado. Pero lo son. No les interesa hacer películas sólo para entretener ni para generar dinero. Están interesados en mostrar la realidad de México como lo que es: una compleja red de corrupción, violencia y poder. Lo han logrado con tanto tino que sólo hace falta echarle un vistazo a los comentarios del trailer en YouTube: “El que piense que México no es así no vive en México o no sabe nada de él”, escribe uno de los millones que vieron El infierno, cifra histórica para una película mexicana.

“Luis y yo nos entendemos perfectamente: yo leo su historia y sé qué quiere”, dice Damián, sonriendo. “Me falta convencerlo de que me deje hacer muchas cosas, como en La ley de Herodes, donde me dejó enloquecer. En la segunda me detuvo un poco. Y en ésta se recortó todavía más. Pero creo que hacemos un muy buen trabajo juntos. He aprendido muchísimo con él, sobre todo a tener una postura respecto a mi gente. Hablo de Latinoamérica en general. Creo que para eso sirve mi trabajo: para acercarme a ellos”.

Es cierto: todos los proyectos en los que Alcázar se involucra tienen algo en común. Son, de alguna manera, reflejos de una realidad inmediata. Ya sea como ex combatiente colombiano atormentado por su pasado en Vietnam, un indocumentado mexicano cruzando la frontera o un revolucionario sandinista nicaragüense, sus personajes enfrentan al hombre con su circunstancia. Elige estos proyectos porque, sencillamente, cree en ellos.

Mientras lo dice me pone uno de sus sombreros en la cabeza, para protegerme del sol abrasador. Es un gesto amable. Entiendo entonces de qué está hecho este hombre, o al menos alcanzo a intuirlo. Me cuenta luego anécdotas sobre la contra nicaragüense, que entrenó a un niño de doce años para sacar ojos con un lápiz. O los campesinos pobres del Valle del Cauca, en Colombia, que ante la violencia se convirtieron en asesinos y violadores.

“Todas las guerras pueden hacer de una persona extraordinaria el peor asesino, el peor sicario, el peor vengador”, dice. Sabe de lo que habla. Los personajes de la trilogía del poder son, en todo caso, hombres buenos corrompidos por la vida.

 ¿Qué opinas de que llamen a Damián tu musa?, le pregunto a Estrada. Se ríe y luego lo piensa bien. “Sí, algo de eso hay, si tomamos la definición literal de la musa en el sentido de que es quien te inspira: en tal caso, sí, Damián es mi musa”.



La condición del pato

La vida de Damián, según la cuenta, parece turbulenta. Nació en Michoacán, en Jiquilpan, el mismo pueblo del que provienen los Cárdenas. Sin embargo, su familia lo llevó a Guadalajara de meses. A partir de ahí inició una vida de nómada que aún hoy no cesa. Cuenta que ahí vio su primera película, en las clases de catecismo, cuando tenía menos de tres años. Durante la secundaria se fue de pinta durante todos los miércoles de un año para ver tres películas por un peso. Es el tercero de seis hermanos y se confiesa taciturno y ensimismado. Cosa rara porque, desde entonces y a la par que descubría la literatura fantástica, su gusto por el showbiz quedó inoculado.

“En una plática con mi papá cuando tenía doce años me pregunto qué quería ser de grande. Yo le contesté: hacer películas. Y mi papá, me acuerdo muy bien, levantó su dedo y dijo: ‘eso se llama arte dramático’”. El recuerdo me enternece. Le pregunto a qué se dedicaba su papá y Damián suspira, como recordando. “Él hizo de todo, creo que en eso me parezco a él: bombero, boxeador, futbolista, cartero, guardabosques, policía…”

A los seis años llegó a vivir al Distrito Federal y al crecer sus intereses se diversificaron: quiso ser torero, cirquero, alambrista, payaso o músico. Todas profesiones relacionadas al espectáculo. Durante la adolescencia, Damián dibujó y escribió. Más tarde consideró convertirse en veterinario –dice que le encantan los reptiles y lo creo, pues mientras yo vigilo nerviosamente los cactus donde charlamos, él se siente a sus anchas en el desierto.

Luego me dice que más tarde se dio cuenta de que estaba sucumbiendo a la condición del pato, que explica así: “El pato nada, corre, vuela y canta, pero ni nada como delfín, ni corre como venado, ni vuela como halcón ni canta como jilguero”.

Pero su vocación terminaría por encontrarlo. Dejó la escuela y trabajó en fábricas de plásticos, troqueles y perfumes. Se fue a vivir a Tlaxcala. A los dieciocho años, una novia lo llevó al grupo de teatro del Seguro Social y Damián lo supo al instante. Esto era lo suyo. Empezó a hacer teatro de aficionados y luego estudió la carrera de actuación en Bellas Artes. También tomó clases en el Centro Universitario de Teatro, e incluso estaba listo para irse a la entonces Unión Soviética a estudiar actuación. Era el tiempo de los camaradas y el bloque socialista, con los sucesos del 68 recientes. Sin embargo, el maestro Raúl Zermeño lo invitó a unirse a la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana, que en ese entonces era la única universidad con una licenciatura del estilo. “Las clases eran de siete de la mañana a diez, once de la noche: era formidable”, recuerda.

Después de hacer mucho teatro, sobre todo en Veracruz, Damián volvió al DF para hacer una carrera en cine. Su primera parada fue la televisión y varios cortometrajes de los alumnos del Centro de Capacitación Cinematográfica y del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Al respecto, me cuenta que ha hecho dieciséis óperas primas. Confía en los nuevos directores y siempre queda maravillado con los resultados.

Luego de pertenecer al Centro de Experimentación Teatral, bajo la tutela de Luis de Tavira, la carrera cinematográfica de Damián despegó a principios de los noventa. Trabajó entonces con Arturo Ripstein, Francisco Athié, José Luis García Agraz y Roberto Sneider. Desde entonces, no hay fuerza que lo pare.

Como actor, Damián es disciplinado. Su método va en etapas: una primera lectura del guión, una charla con el director y una investigación de fondo. Si su personaje es salvadoreño o colombiano, se va un mes antes para vivir como ellos: estudia a la gente, la mira y la escucha. No imita. Se pone la piel del personaje, como un taxidermista que procura cada detalle. “Cuando llegas frente a cámara ya no hay manera de trabajar. Si no está ahí, estás perdido”, dice. Pero la magia ocurre, en todos los casos. Su trabajo es tan notorio que lo ha llevado a participar en producciones de toda Latinoamérica, interpretando magistralmente personajes disímbolos. Incluso fue invitado a interpretar al manipulador Lord Sopespian en Las crónicas de Narnia: el príncipe Caspian (2008), que grabó en Praga y Eslovenia, aprendiendo a montar a caballo y portando una armadura de veinte kilos.

“Trabajar con él es de lo mejor que te puede pasar”, dice Joaquín Cosío. “Lo digo sin halago fatuo: es un actor muy generoso que no duda en trabajar a tu lado”. Recuerdo entonces las palabras de Luis Estrada, que lo describen con la misma palabra: generosidad. ¿Qué hay en Damián que invita a tenerle confianza? Debe ser la sensación de que es asequible. Puedes tocarlo. No existe en una esfera aparte, la del actor consagrado. Tal vez por eso lo llaman un hombre en plena madurez como histrión.

Sin embargo, no le tira a Hollywood. No es ese su objetivo. Tampoco tiene planeado escribir y dirigir en el futuro, como parece dictar la moda. Piensa siempre en términos actorales, porque lo tiene en la sangre: no podría imaginarse de otra manera. Le gustaría, eso sí, trabajar con Jorge Fons y Guillermo del Toro, o con los Coen y Scorsese. Pero sus favoritos son, lo dice siempre, Cazals y Estrada. “Son absolutamente opuestos: Felipe es muy puntual y disciplinado, tanto que no tenemos una hora extra en el set porque él lo organiza todo. Con Luis, en cambio, es un día de campo y una fiesta; todo mundo está feliz y jugando, porque resuelve todas las dificultades con una sonrisa”.

¿Qué hay en el futuro?, le pregunto. A mitad de la sesión de fotos, el equipo entero nos metemos a un restaurante del pueblo. Damián pide una cerveza y ordena lo que la mesera disponga, tan flexible es. Por eso me resulta difícil imaginar que un actor tan ecléctico como él tenga objetivos inalcanzables. Está más preocupado por un país menos violento que por conseguir una estatuilla dorada. Por eso me responde, mientras come con gusto: “Seguir trabajando”.

No esperaba menos de él.


 “Esta vida, y no chingaderas, es el verdadero infierno”

En una parte de El Infierno, Benny García le pregunta a su sobrino qué quiere ser de grande. Decidido, el adolescente contesta: “¿Pus qué otra cosa? ¡Un chingón como mi papá!”

El papá es un narco al que mataron “como a un perro”. Pero eso poco importa, porque gran parte de El infierno se va en enaltecer, de boca de quienes lo conocieron, las virtudes del Diablo García.

Ésta es la quintaesencia del mexicano. Poco importa si uno es muy sensible o muy listo, siempre que tenga muchos huevos. Así, el nivel de chingonería es más apreciado que las cualidades morales o intelectuales del individuo. Tal vez por eso nos maravillamos tanto con un personaje como el Cochiloco, que ha revertido su suerte a punta de balazos. Su lema: no más miseria, cueste lo que cueste.

¿Pero es El infierno una apología al narco? De lejos, casi lo parece. Los dos personajes principales, a pesar de ser asesinos a sangre fría, resultan entrañables. Se avientan frases de antología que ponen el dedo en la llaga y retratan todo lo que sabemos, pero como por encima: de los cuerpos “pozoleados” a los bautizos de pistola, de la presión de los presidentes municipales a los actos cívicos de los narcos que ponen escuelas y hospitales en los pueblos donde viven. Pero así mirados, los narcos parecen hacerlo sólo por su familia. Por la promesa de una vida mejor.

 “Los jóvenes que se meten de sicarios ya no volverán a trabajar en una fábrica porque les van a pagar una mierda. Y ellos saben que la vida es corta, pero no importa, porque van a tener mujeres, nave y la mamá no va a sufrir de pobreza”, explica Damián. La película es tan fuerte que la pregunta vital surge: ¿Cómo logró ser financiada por el Conaculta y aparecer en el paquete de películas que celebran el Bicentenario, si su sentencia es clara: “no hay nada qué celebrar”?

“Hay una explicación. Hubo un certamen en el que se podía competir libremente por los temas, Luis metió su historia y ganó. Después hubo reticencias para darle el apoyo porque, según ellos, no tenía nada que ver con el Bicentenario ni con el Centenario. Yo creo que todo lo contrario: se habla de un México doscientos y cien años después”. Además, dice, siempre habrá gente crítica y consciente en estas instancias gubernamentales que lucharán por estos proyectos. Las circunstancias recuerdan a las del estreno de La ley de Herodes, que gracias al veto obtuvo una publicidad maravillosa. Esta vez, decidieron darle luz verde tal vez con el objeto de ufanarse de la libertad de expresión de la que ya Fox se enorgullecía tanto. Pero la película continúa en cartelera, sin publicidad más constante que la que se da de boca en boca.

Al romper la tarde nos dirigimos a las ruinas de una hacienda. Al llegar nos encontramos con un grupo de bandoleros revolucionarios. Están grabando en el lugar bajo la dirección de Roberto Gómez Fernández. Consienten compartir la locación una vez que miran a Damián. “¡Benny!”, gritan emocionados. Luego nos lo roban para tomarse fotos con él. Es fácil darse cuenta de que Alcázar, aunque lo niegue, es una estrella. Entre toma y toma, mientras le arreglan un cabello desacomodado o le ciñen algún botón, me pregunta a qué me dedico. Tiene interés por todos, sin importar de dónde vengan.

La confianza me hace preguntarle, a bocajarro, si votó por López Obrador. “Sí voté por AMLO, pero de ninguna manera soy perredista. Aquellos términos de derecha e izquierda están en desuso, pero si tú eres consciente del país en el que vives, de la situación por la que está pasando la gente, no tienes otra opción más que inclinarte hacia la ayuda y el apoyo a las mayorías desprotegidas. A eso le llaman izquierda y, si eres sensible, no tienes otra opción”.

En más de una cosa Damián se identifica con el político tabasqueño. En la política de austeridad, desde luego. En la lucha persistente de los ideales, cualquiera que estos sean. Y sobre todo, en la opinión de que los panistas, ese hato de villanos, acabaron con la autonomía del pueblo. “El PAN nos sorprendió por lo voraces. El día que ganó este señor grandote no supe si alegrarme o mentar madres. Ahora me pasa lo mismo: qué bueno que se va el PAN, pero qué pena que regresen estos otros hijos de la chingada”.

Al final del día, luego de tirar fotos en el desierto, exhaustos, todos somos grandes amigos. Damián no quiere que nos vayamos.

“Quédense; vamos por unas chelas, damos una vuelta por el pueblo”, nos dice por la noche, cuando vamos a dejarlo a su departamento. Para ser honestos, hay que decir que Damián vive austeramente. Renta un departamento modesto y no tiene coche. Otro detalle que recuerda a López Obrador y su incondicional Tsuru. Al día siguiente, Damián partirá a Costa Rica para hacer promoción y planea llegar al aeropuerto internacional en autobús. De pasada, nos comenta que tiene que ir a recoger su ropa a la lavandería. Esto es lo que no se dice con frecuencia sobre él: lo cotidiano, lo que no se ve. Su estilo de vida, congruente con su forma de pensar. La pasión con la que trabaja, cada día, todos los días.

Entonces me acuerdo del culto a la chingonería. Y pienso que Damián, con todas sus contradicciones, su talento, su personalidad generosa y hasta elegante, su buen tino de comediante y su sensibilidad extraordinaria, no es otra cosa que un chingón. Uno de los buenos.


Los cínicos no sirven para este oficio

Dice John Berger, casi al final de Los cínicos no sirven para este oficio, que Ryszard Kapuściński es uno de los hombres que mejor conocen el mundo que habitan. Berger, escritor y crítico de arte, no escatima en la aserción que –dada su condición y tratándose de él—es un halago de gran calibre. Pero tiene razón: Kapuściński se ha convertido en el estandarte en cuanto a periodismo de investigación se refiere. Polaco de nacimiento, es además un escrutador de la realidad autónomo, libre, consciente, realista y, sobre todo, noble. Noble en cuanto que ha luchado porque el periodismo siempre sea un ejercicio por el bien común, en pos de una causa definida. Y por ello no es gratuito cuando afirma, al inicio del libro, que un cínico no puede ser noble, no puede ser periodista.

El libro se divide principalmente en tres partes. Una se compone de las notas introductorias de Maria Nadotti, periodista italiana, que ilustran ese vasto mundo del que Kapuściński se ocupa. Lo describe en sus contrastes, en su filosofía, en sus afirmaciones siempre cargadas de sabiduría, conocimiento de causa y agudeza social. Esta primera parte introduce al lector al mundo del periodista polaco: lo sitúa en un contexto histórico. Una conferencia de jóvenes aspirantes a periodistas también es una oportunidad para ser cómplices de los consejos del veterano periodista, que desde 1956 fue corresponsal de guerra. Hay en sus palabras una reflexión poderosa y sopesada, que no puede ser ignorada ni pasada de larga. Una reflexión de quien ha vivido en las trincheras del periodismo (el único lugar posible para su ejercicio) durante décadas.

La parte intermedia del libro es la entrevista hecha por Andrea Semplici al periodista. El tema central es la situación del postcolonialismo africano, tema que Kapuściński domina con rigor. Este apartado es interesante y revelador en el sentido de que esclarece una realidad cruda e ignorada: la del continente negro. A instancias del olvido mundial por dicho continente, Ryszard Kapuściński se muestra contundente con los datos históricos de naciones que apenas hace unos años alcanzaron su independencia: Ghana, Sierra Leona, Somalia, África del Sur. Y es verdaderamente importante su conclusión respecto a la figura decisiva que significó Mandela para el continente. También una lección invaluable: la del periodista como traductor del mundo, como un visitante que a todo momento debe permanecer oculto y rezagado en la enorme impoderabilia de que puede construirse el periodismo. Un europeo de clase B, dicen de los polacos, malintencionadamente. Pero en Kapuściński es un prejuicio insostenible: un ciudadano de clase A que busca un mundo de clase A.

 

*Escrito a principios de 2007, antes del fallecimiento de Kapuściński

La pirámide de la Cruz

Alejado de San Juan del Río, la cabecera municipal, y unido solamente por un puente tendido por encima de la autopista México-Querétaro, el barrio de la Cruz está enclavado en lo que parece un gran despeñadero –el cerro desgajado, explican luego, recortado para la construcción de la carretera.
En la comuna no hay más que algunas callejuelas con empedrado, de nombres románticos como Manzanos y avenida La Cruz. Una calle serpenteada conduce a un portal cerrado con un zaguán. Después de penetrarlo, cuesta arriba, se llega a una especie de explanada algo miserable, a cuyo lado se encuentra la mítica pirámide resguardada por tiras de plástico. Se trata de una construcción exigua –no deben mediar más de 10 metros de la base a la punta– construida con toba careada (de consistencia similar al fango) y baba de nopal. En la punta hay un cuartucho que hace las veces de capilla, con una cruz en la cúpula.

Los lugareños suben cada tanto a la cima del cerro, pero por otro motivo: a un costado de este centro ceremonial, cuyos orígenes son inciertos, se encuentra una capilla católica de aspecto humilde y recatado. Fue construida en 1940 y está adornada con azulejos que retratan pasajes de la pasión de Cristo.

Los habitantes del barrio de la Cruz le rezan al “Santo Entierro”, un santito que viene de visita y ahora se despide de ellos en la convivencia. Afuera, justo frente a la puerta de la iglesia, hay una cruz enclavada. Dos niños juegan al pie.
En ese sitio exacto, hacia donde quiera que se mire, se tiene una vista panorámica del inmenso valle de San Juan del Río.

Las evidencias indican que era un sitio estratégico para los pueblos que habitaban el otrora sitio sagrado.

Una leyenda, una historia

Andrea Hernández, una lugareña de 43 años, lleva casi la mitad de su vida en el barrio de la Cruz. Mira a la pirámide como algo que se da por sentado, un objeto que ha estado ahí desde tiempos inmemoriales y cuya cercanía pronto se convierte en costumbre y hasta en motivo de tedio. Dice que las historias alrededor de la pirámide son muchas y que “jamás terminaría de contarlas”.

Sabe que la pirámide está acordonada desde el año 2000, a causa de la intervención del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). Si ella está ahí, explica, es porque los niños vinieron al catecismo. Mientras lo dice, a menos de 10 metros aparece un Jetta rojo que se estaciona junto a la pirámide. Enseguida el conductor es interceptado por el policía encargado de la vigilancia, y discuten acaloradamente.

“Mi hija, por ejemplo, trajo a un amigo de Querétaro para enseñarle la pirámide y todo. Y en la puerta del caminito se encontraron con el policía y no los dejó entrar”, cuenta.

¿Por qué la reticencia?

El INAH ha hecho investigaciones constantes desde 1986, a cargo de los arqueólogos Juan Carlos Saint-Charles y Ana María Crespo, en las que se liberó y consolidó la fachada norte y sur del basamento piramidal.

“Encima del cerro está el centro ceremonial, y en la parte baja del barrio está el asentamiento propiamente dicho, como áreas habitacionales y demás. Gran parte de esta área de habitación y asentamiento prehispánico empezó a quedar bajo las casas y calles del barrio desde las décadas de los sesenta y setenta”, explica Saint-Charles.

“Es en ese sentido que hemos tenido que hacer varios rescates en algunas calles y predios de La Cruz. Cuando se hizo en 1990 la introducción del drenaje, y la colocación de empedrado en el barrio, intervenimos y en algunos puntos del barrio recuperamos ofrendas y entierros, lo cual también ocurre en algunos lotes baldíos. Uno de los más importantes fue en 1999, cuando iniciaron las excavaciones para unos cimientos de una casa habitación, y aparecieron objetos de culturas prehispánicas, como ofrendas”.

Sin embargo, algunos lugareños tienen otra historia qué contar.

Andrea Hernández revela: “Nosotros hemos encontrado toda clase de objetos, desde pipas hasta vasijas. Incluso antes nos traían de la escuela para que buscáramos en la pirámide. Hay algunos vecinos que tienen colecciones en sus casas mejores que las de cualquier museo”.

Su compañera, que no quiso revelar su nombre, concuerda con ella. Entre las dos intentan describir uno de los objetos más recurrentes: una especie de muñeco de barro de poca altura que aparentemente es la representación de los enterrados. Los hay de diferentes tamaños y complexiones; todos se refieren a ellos como “los monitos”.

“Pero no le digo nombres, porque si se sabe que tienen estas piezas, se las quitan. Eso es ilegal”.

Construcciones inciertas

No obstante, la versión del arqueólogo Juan Carlos Saint-Charles es diferente:

“Yo conozco ese lugar desde 1986 y desde entonces no ha habido saqueo, eso sí te lo aseguro, porque yo ahí he estado. Antes de esa época no sé, pero a la fecha no ha habido saqueos. Al menos no arriba. Y la mayoría de la destrucción que tuvo el centro ceremonial fue anterior a la intervención arqueológica”.

“Existe un patrón de asentamiento disperso; es decir: hay algunos lotes, algún edificio, en otro lote no hay nada, en otro sí, en otro no… Es como jugar al jueguito este de las minas. Entonces, muchas veces alguien hace alguna excavación para construir una letrina o lo que sea, y aparecen figurillas, alguna vasija. Pero en muchos de los casos nos informan y nosotros vamos”.

Aclara que desde entonces se tiene el proyecto de construir una unidad de servicios que a la larga se convierta en un museo de sitio, que sirva como centro de divulgación y exhibición de todos estos objetos. Esta unidad contemplaría una caseta de vigilancia, taquillas en su caso, bodegas de bienes culturales y de servicios sanitarios, así como una sala introductoria al edificio.

Por el momento, se ha continuado con el trabajo de laboratorio y de gabinete, que implica el análisis de los fragmentos de cerámica, de huesos, de piedras, y de todo lo que se ha encontrado en las excavaciones. También está en puerta un proyecto de documentación, que reúna todos los datos recabados en un libro, y que signifique un “cierre de cuentas”.

Pese a todo, el cerro sigue parcialmente inexplorado.

“Toda la cima del cerro de la Cruz, que son alrededor de 10 mil metros cuadrados, está construida, y son diferentes etapas de construcción y también de ocupación por parte de grupos distintos”.

Algunos habitantes del barrio creen que el cerro está hueco, pero el arqueólogo refuta esta tesis. Indica que la matriz del cerro es volcánica: cantera maciza.

“Muchas veces se habla de túneles y oquedades; a veces sí existen, como aquí en la ciudad de Querétaro, donde se dice que hay túneles por debajo, pero en realidad se trata del gran colector de aguas residuales que construían a principios del siglo. En el caso del cerro de la Cruz, sin embargo, es muy difícil que esté ahuecado”.

La edificación indica que debajo de la pirámide hay cimientos de un edificio, sobre el que se construyó la estructura. En teoría, debajo de la pirámide que se observa a simple vista, hay otra que cubría toda el área del cerro, incluso la que fue cortada para la construcción de la autopista.


Ocupaciones prehispánicas

Quizá la pregunta más obvia, y al mismo tiempo la más difícil de contestar, es la concerniente a las culturas que construyeron y ocuparon este asentamiento prehispánico.

Juan Carlos Saint-Charles admite:

“Solamente cuando se trata de asentamientos muy próximos a la época de la Conquista es cuando se puede hablar de grupos en especial. Yo no me animaría ni siquiera ahora a decir que eran grupos otomíes o cualquier otro. Hay algunas evidencias, pero son precisamente las más tardías, las que son cercanas a la época de la Conquista por parte de los españoles”.

“Hemos distinguido por lo menos que hay una primera ocupación en el periodo formativo superior: estamos hablando de 500 a 100 años antes de Cristo, seguramente por grupos que comparten la tradición con grupos de Chupícuaro, cuyos asentamientos nucleares estaban en el área de Acámbaro, Guanajuato”.

“Después, en la estratigrafía y en la arquitectura, hemos apreciado que en un momento cercano al año de Cristo hubo la intrusión de grupos provenientes de la cuenca de México. Fue entonces cuando se construyó el primer basamento piramidal que rellena prácticamente todo el cerro. Hay después un vacío de ocupación, porque aparentemente el sitio fue abandonado del año 200 al 700 a.C. Los edificios quedaron en ruinas”.

“El sitio fue reocupado en el 700 ó 900 d.C., pero ahora por grupos que compartían una tradición cultural con otros que se hallaban asentados tanto en el valle del Mezquital, como en el valle de Tula”.

El arqueólogo explica que en épocas más recientes se encontraron vasijas indudablemente mexicas, pero cuyo descubrimiento no significa que los aztecas hayan ocupado la región. Podrían ser, dice, visitas esporádicas a través de los siglos.

En ocupaciones más cercanas al periodo colonial, cuyos habitantes construyeron sus casas habitación con materiales perecederos, se ha encontrado que los restos óseos presentan deformación craneana y mutilación dentaria.

Algunos lugareños creen que la pirámide solía ser un centro ceremonial dedicado a los sacrificios humanos.

Leyendas históricas y creencias populares

El único hecho reconocido por la mayoría de los habitantes de la Cruz es la leyenda “de la princesa”. Algunos dicen que era tolteca, otros que era hermana de Conin, y otros que era prima de Juan Mexixi, el primer gobernador de San Juan del Río: un indio otomí que vino desde el reino de Xilotepec a establecerse como mercader, y que llegó a un acuerdo con los españoles para fundar la ciudad.

De la princesa, poco o nada se sabe. Algunos afirman que fue enterrada, por razones desconocidas, dentro de la pirámide. También se dice que resguarda un tesoro que le dará al primer hombre que la despose.

Como nadie ha querido aceptar el reto, el fantasma de la princesa se aparece cada primero de mayo.

Las mujeres comentan:

“El que sabe más de eso es don Acacio, dueño de una tienda, aunque es muy cuentero. De niño, él siempre andaba en la pirámide ayudándole a un viejito que arreglaba las bardas. Dicen que la princesa quería casarse con este viejito, pero él no quiso. A veces, por la noche, se escucha el grito de una mujer”.

Y luego uno de ellas concluye:

“Yo nunca lo he escuchado y qué bueno: dicen que se oye bien feo”.

 

*aparecido en el periódico El Corregidor (Querétaro, 2007)

Periodismo border, ¿nuevo periodismo?

Emilio Fernández-Cicco se pregunta ¿qué diablos es el periodismo border? Y luego relata su experiencia como periodista marginado (paraperiodista, como no se salvó de ser tildado) y los excéntricos avatares –emplearse como enterrador, actor pornográfico o asistente de un boxeador– que lo llevaron a escribir crónicas nítidas, enriquecedoras y no pocas literarias con el único objetivo de presentarle certezas al lector. Y darle la vuelta al periodismo tradicional, en el ínter.

El texto es una suerte de manual exprés para convertirse en un periodista border: aquel que rechaza los dogmas del periodismo más rígido y echa mano de la ficción, la vivencia y la elocuencia para relatar situaciones y circunstancias muy cercanas a la temática periodística clásica, pero desde un enfoque alternativo. Vivir el reportaje, engatusar al entrevistado, interesarse por la “escoria” de la sociedad y comprender que, al final, no se puede ser parte de ningún movimiento cultural o artístico es lo que conforma a un verdadero periodista border. Y eso es sólo el comienzo.

Martín Zubieta, en su Apuntes sobre el nuevo periodismo, enumera los primeros indicios del llamado “nuevo periodismo” a través de sus exponentes originales y las corrientes sobre las cuales construyeron el género que ya nada le pedía a la literatura novelística o “respetada”. El periodista era también un hombre de letras que igual vivía al filo de la aventura y escribía con ímpetu lo experimentado como conservaba el compromiso social de hacer periodismo.

Ambos textos son clarificadores, sobre todo el escrito por Cicco. Descubrir que el periodismo no tiene por qué aferrarse a las reglas de manual que dictan objetividad y anonimato es sumamente liberador. De pronto el periodista no es el encargado de relatar una noticia (y elegir entre lo noticioso y de interés entre lo poco relevante o inverosímil) que se esconde tras un texto pulcro, políticamente correcto y neutral. El periodista participa de su sociedad (quizás más intensamente que cualquier ciudadano común) y es por tanto libre de incidir en ella a través de sus palabras: actúa como un espía al acecho que, terminada la jornada, regresa a su morada para escribir lo visto y sentido.

Y en especial comprender que el periodismo no es una ciencia exacta, sino humanística, que nace de las personas y no por el contrario, como se intenta establecer con las normas impuestas por quien relata una noticia y no la interpreta. Que es manipulable, aunque no corrompible, y admite transformaciones (aún las perjudiciales) de modo que evolucione naturalmente. Y, por supuesto, en lo particular éste es un hallazgo sin precedentes. No porque de ahora en adelante se elija al periodismo gonzo border como el arquetípico, sino porque en lo sucesivo se cuenta con la alternativa siempre viable (y enteramente respetable también) de hacer un periodismo diferente, literario, desafiante, crítico, autónomo.

Y no, esta clase de periodismo no es para cualquiera. Cicco lo advierte: no sólo son agallas y valentía. El periodista border asume las responsabilidades y desafíos de convertir su propia vida en un campo de experimentación y, desde luego, no resguardado bajo el manto del periodismo tradicional. Ello quizás suena atractivo para el que busca algo más allá del anonimato y la rigidez de buscar la noticia y presentarla en bandeja de plata, pero tampoco garantiza las loas instantáneas. El periodista border es susceptible de sufrir lo indecible por conseguir tres, cuatro cuartillas de prosa irreverente, provocadora y sagaz, pero real. Siempre real.

La Ley Federal de Radio y Televisión: Cultura y Comercialización en Abierto Embate

El 30 de marzo de 2006, el Senado de la República aprobó más de 20 reformas sustanciales a la Ley Federal de Radio y Televisión, expedida por primera vez el 19 de enero de 1960. Cinco días después, en su columna De Aquí para Allá del periódico de circulación nacional Reforma, Germán Dehesa escribe una carta al entonces jefe del Ejecutivo, Vicente Fox Quesada. Resume sus tropezones a lo largo de un sexenio que, sabe, nada cambiaría 71 años de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI); reprocha su servilismo desmedido y el crecimiento inconsecuente de la primera dama, Marta Sahagún. Y luego es contundente: recuperaremos la fe en usted y acaso podrá salvar su mancillada reputación si veta, de raíz, las reformas aplicadas a la Ley Federal de Radio y Televisión. Más de 200 intelectuales, académicos y especialistas –entre ellos Carlos Monsiváis, Francisco Toledo, Hugo Gutiérrez Vega, Margo Glantz, David Huerta, Dolores Béistegui y Ernesto Velázquez– se manifiestan abiertamente en contra de la bautizada por muchos Ley Televisa.

La polémica de poco sirve. El 20 de abril de 2006, con 62 votos a favor y 24 en contra, se aprueba una iniciativa paralela a la Ley. El presidente Vicente Fox tiene 180 días para expedir un reglamento que contemple a los medios públicos y permisionados… pero nada más. Las correcciones –que, en teoría, imposibilitarían las prácticas monopólicas– son hechas a un lado y, pese a las marcadas oposiciones de los senadores Manuel Bartlett Díaz, Javier Corral Jurado y Raymundo Cárdenas Hernández (del PRI, PAN y PRD, respectivamente), la Ley Televisa se desliza sin dificultad por las aguas de la legalidad.

Un año después, apenas el primer día de junio de 2007 y ahora con un nuevo presidente de la república (del mismo partido y de la misma afiliación ideológica, sin embargo), la ley es declarada inconstitucional. En buena parte debido a la lucha que más de cuarenta senadores emprendieron, entre los que destacaron los ya mencionados y un acto sorprendente calificado por algunos de mea culpa por parte del senador Santiago Creel –habiendo declarado que la legislatura aprobó los artículos bajo numerosas “presiones” ¿Las razones? La Corte consideró inconstitucional el refrendo automático que se da a los concesionarios de radio y televisión. El pleno consideró que para que los actuales concesionarios obtengan el refrendo, deberán someterse al requisito previsto en el artículo 17 de la ley de medios: una nueva licitación pública. Dicho artículo, luego de modificado el año pasado, dictaba a la sazón: “Las concesiones previstas en la presente ley se otorgarán mediante licitación pública. El Gobierno Federal tendrá derecho a recibir una contraprestación económica por el otorgamiento de la concesión correspondiente”. ¿Traducción? Las concesiones, antes otorgadas por 99 años y a un costo de 99 pesos, serían subastadas al mejor postor y por un periodo de 20 años. Esta reforma permitiría que los grupos que presenten las pujas más altas se lleven las concesiones, sin necesidad de esperar la aprobación de solicitud de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes. Los beneficiados con este nuevo método serían, evidentemente, los grupos televisivos y radiales que cuenten con los medios necesarios… es decir, las ofertas más jugosas. En el caso de la televisión, Televisa y Tv Azteca (con 126 y 177 concesiones, respectivamente) conforman el denominado “duopolio” que acapara más del 90% de las frecuencias. Y con la nueva Ley, la posibilidad de adquirir subcanales concesionados incrementa considerablemente.

¿Por qué, sin embargo, la ley Televisa fue por muchos considerada antidemocrática y un obvio retroceso en la libertad de expresión del país? Porque, según especialistas e intelectuales, los contenidos de la televisión mexicana se verían supeditados a los intereses, no de las compañías que los generan, sino de los anunciantes que compran espacio para publicidad. En otras palabras: la televisión y la radio cultural desaparecían en automático, pues al no poder renovar su concesión y por lo tanto ser subastadas en el mercado, compañías con el suficiente poder adquisitivo tendrían el pleno derecho de adquirirlas y programarlas a su conveniencia. Es bien sabido que la televisión y la radio cultural no atraen las inversiones de los anunciantes; de ahí que para el gremio empresarial sea más oportuno y rentable transformar los contenidos en aras de conservar los espacios publicitarios.

Otro giro importantísimo que surgiría a raíz de la aplicación de los artículos que ya fueron declarados inconstitucionales es el tecnológico. Con los nuevos parámetros que regirían el modo de difundir los contenidos radiales y televisivos, las estaciones de radio y televisión que no cuenten con tecnología de punta se verán relegados a último término. Y, como de nuevo todo se reduce a la cuestión económica, las radios y compañías televisivas independientes tendrían que ampararse ante la Corte para evitar que su concesión sea subastada y en el acto perder la posibilidad de transmitir sus contenidos originales.

¿Por qué la Ley Televisa es un ataque frontal a la cultura? Ésta parece la pregunta clave en el proceso. Según el maestro Vicente López Velarde, exdirector de Radio Universidad Querétaro, “el daño que los medios de comunicación orientados por la cultura de masas le han hecho al pueblo de México es verdaderamente irreparable”.[1] La injusticia, además, de que las ganancias inconmensurables del espectro televisivo se reparta en dos empresas solamente, presididas por dos hombres: Emilio Azcárraga Jean y Ricardo Salinas Pliego. El interés privado que pretende pasar como interés público es el estandarte bajo el que militan ambos consorcios, sin que exista jamás una verdadera lucha por la libertad de expresión y la democratización de la cultura. Al contrario: con opiniones facciosas introducidas como editoriales en sus noticieros, Televisa y Tv Azteca pugnan por una concesión libre del interés del gobierno y ponen por ejemplo el caso venezolano, donde a pesar del reciente cierre de RCTV, el crecimiento de las radios y televisoras locales (portavoces de la voz popular) ha ascendido a más del 80%.[2]

Hay datos, sin embargo, que orillan a creer que las apresurados reformas introducidas a la Ley Federal de Radio y Televisión en el primer semestre del año 2006 fueron en realidad una especie de previsión por parte de las televisoras ante un escenario político que, según las encuestas de entonces, favorecía notablemente al candidato de la Coalición por el Bien de Todos, Andrés Manuel López Obrador. Es notable que, hace tres años, especialistas en la materia urgieran una reforma sustancial a la entonces intocable Ley Federal de Radio y Televisión. Ya en una entrevista hecha a Enrique Velasco Ugalde, investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), por el periodista Álvaro Delgado para la revista Proceso del 4 de julio de 2004 (1444), se decía que “es prácticamente imposible reformar el marco legal que regula los medios electrónicos”. Delgado, en el reportaje titulado Concesiones en Juego, escribió: “pese a que el presidente Vicente Fox firmó los acuerdos de la Mesa para la Reforma del Estado (…), entre los que se encontraban adecuaciones al marco legal de los medios de comunicación, no se prevé modificar, en el corto plazo, la Ley Federal de Radio y Televisión vigente desde 1960”.

En el próximo sexenio se renovarían las concesiones de Televisa y Tv Azteca: el XEWTV (canal 2) y el XHTV (canal 4) expirarían el 26 de noviembre de 2009; el XEQTV (canal 9), el 11 de julio de 2009. El XHDF (canal 13), el 9 de mayo de 2008. La antigua Ley Federal de Radio y Televisión confería al titular del Ejecutivo la decisión discrecional de refrendar o revocar los títulos de concesión. Durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, se les refrendó de manera automática a la industria de radio y televisión medio millar de concesiones. Era evidente la alianza entre el entonces partido oficial y la empresa comandada por la familia Azcárraga: “Televisa está con México, con el Presidente de la República y con el PRI… somos del sistema” se le escuchó una vez decir al Tigre Azcárraga.

¿Y la ley? Antes se le consideraba inoportuna y obsoleta, pero los intentos por reformarla se veían aún muy lejanos. Velasco Ugalde, aún en 2004, opinaba: “es una ley que impide cualquier avance democrático”. Un fraude, también, pues según el especialista “no se pagaban los mensajes del Estado y Gobierno y además se pasaban de madrugada”. Todo ello, en el sexenio presidido por Vicente Fox, adquirió un nuevo matiz a partir del llamado Decretazo: el 10 de octubre de 2002, en la Semana Nacional de la Radio y la Televisión, Fox anunció la derogación del decreto relativo al tiempo fiscal. El decreto desde 1968 obligaba a los concesionarios y permisionarios a pagar 12.5% del tiempo fiscal.

 

Afortunadamente para algunos y cuando el debate parecía haber entrado en una etapa incubatoria, el pleno de la Suprema Corte de Justicia mexicana asestó el 5 de junio lo que algunos han definido como un golpe definitivo a la Ley Televisa. Todo ello con sólo invalidar cuatro artículos que suprimirían el proceso de participar en licitación pública sin tener que pagar al Estado, así como la obtención de concesiones con vigencia de 20 años.[3] Y aunque la anticonstitucionalidad se concentra en la supresión del llamado triple play (la posibilidad de ofrecer con la misma compañía los servicios de Internet, telefonía y televisión por cable), el logro es ya en suma visible. Según los nueve ministros de la Corte, las reformas vulneran seis preceptos de la Carta Magna que tienen que ver con los principios de libertad de expresión, igualdad, rectoría económica del Estado sobre un bien público, utilización social de los medios de comunicación y la prohibición de monopolios[4].

Así, por fin el artículo 17 es tasado en su debida medida: el mejor postor está concentrado en unas pocas manos (o más específicamente: dos), que jamás consentirían una libre competencia ni el derecho a la información que todo ciudadano mexicano tiene. La cultura, por lo tanto, es un bien común y no de unos cuantos: la obligación de protegerla, como los críticos de la Ley Televisa siempre propugnaron, es inalienable aún cuando la ley dicte aparentemente lo contrario.

 

 

Bibliografía:

 

§ Proceso del 4 de julio de 2004 (1444), artículo escrito por Álvaro Delgado.

§ Flores Olea, Víctor. “La Ley Televisa”. Artículo de opinión publicado en El Universal, el 8 de junio de 2007.

§ Diario Colatino. 7 de junio de 2007.

 

§ Entrevista realizada al maestro Vicente López Velarde.



[1] Entrevista realizada en mayo de 2006, en las instalaciones de Radio Universidad.

[2] Flores Olea, Víctor. “La Ley Televisa”. Artículo de opinión publicado en El Universal, el 8 de junio de 2007.

[3] Diario Colatino. 7 de junio de 2007.

[4] Íbidem.

Los cinco sentidos del periodista

Entre el 7 y el 11 de octubre de 2002, Ryszard Kapuściński ofreció un taller de periodismo en Buenos Aires, Argentina. El periodista polaco, quizás el mejor de todos cuantos sobreviven actualmente, compila en una voz las lecciones más humanas de periodismo, del Nuevo Periodismo. Precisamente, la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (Fundación Proa) edita el primero de cinco libros acerca de la experiencia del periodista en los albores del siglo XXI.

Los cinco sentidos del periodista (estar, ver, oír, compartir, pensar) es un libro que se lee como agua. En la lectura, visiblemente compuesta por las charlas de viva voz de Kapuściński, se encuentran las lecciones de humildad y magnanimidad de quien ha recorrido los cinco continentes y ofrece a través de su experiencia la verdadera voz del mundo. Corresponsal de guerra en África, enviado en Asia y América Latina, el periodista polaco ilustra sobre el cazador furtivo que convive y se mimetiza con el ambiente del que escribe, de esa escritura furiosa que sólo puede provenir de la experiencia, la observación y la comprensión de la gente y los hechos; del acto de interpretar el mundo pese a los inconvenientes de la prensa escrita, de la inmediatez de la nota informativa, de la censura y la mass media.

Preocupado por las inquietudes de los jóvenes aspirantes a periodistas, Kapuściński revela los trucos de la profesión, otorga perspectivas a largo plazo respecto a la situación de los medios de comunicación, tanto electrónicos como escritos, y brinda panorámicas realistas sobre la situación política y social del mundo. Conocedor de ese mundo que ha recorrido incansablemente, es revelador en tanto que adquiere el sentido proporcionado de los acontecimientos: no demerita la guerra en Irak, pero habla, en cambio, de la tragedia en Ruanda, del poder antinorteamericano de la nación china, de la guerra de Estados entre Irak e Irán, del encono en el territorio musulmán a causa de las insoslayables diferencias dentro del Islam. Nos dice cómo mirar el mundo, ese cúmulo incansable de sucesos y probabilidades, de etnias y culturas, de conflictos y situaciones.

El periodista de origen polaco, que creció en medio de la guerra y de pronto la encontró como la cosa más natural del mundo, considera la realidad como fuente inagotable de recursos literarios. No por la ficción o importancia dentro de sí, sino por el alcance y la repercusión social. Hombre letrado, leído, viajado, escucharlo hablar debe ser una delicia. Leerlo, por lo menos, resulta el más esclarecedor de los viajes: el sabio de los libros, las observaciones y las experiencias.

Días de Furia

No es coincidental el hecho de que el subtítulo de Días de Furia, de Marco Lara Klahr, sea “Memorial de violencia, crimen e intolerancia”. Sobre todo porque en el libro –una compilación de reportajes minuciosamente construidos entre 1980 y 2002– se da cuenta de la condición humana en su presentación más cruda: Lara Klahr, periodista de El Universal y El Financiero, convive con violadores, narcotraficantes, asesinos, guerrilleros, comerciantes de fe y altos mandos de la cúpula política sin abandonar jamás su compromiso social de hacer periodismo. Un periodismo desafiante, autónomo y de denuncia, que no por ello es menos vívido o literario, menos escalofriante.

Sí, escalofriante puesto que la rápida revisión de los textos arroja imágenes insoportables de la realidad mexicana. Un país violento, intenso, contradictorio y en perenne embate con sus enfermedades, vicios y hostilidades. En México existe el tráfico clandestino de sangre; el lavado de dinero a gran escala; las sectas religiosas y subyugantes; las cárceles atestadas de pedófilos, suicidas, ladrones y homicidas, que esporádicamente incurren en botines acuáticos. Que, en fin, México está surcado por el conflicto.

El mérito de Marco Lara Klahr, y aún del libro, es el de presentar los hechos desnudos, objetivos; ofrecer una perspectiva que aún hoy –a ciertos años de distancia– parece tanto más realista e inmediata en tanto que el paso del tiempo no hace sino evidenciar lo que sólo un periodista como Lara Klahr pudo anticipar y exhibir en su momento. Es decir, personajes y figuras políticas desmenuzadas en sus páginas son aún “material periodístico” de la más alta factura y aún hoy modifican y transforman el destino de México como actores sociales que son.

La virtud de una obra periodística no es encapsular la novedad y reducirla en sus propios límites de caducidad e interés público. La virtud es lograr interpretar una realidad ineludible y asentar sus características de modo que aún años después resulten insoslayables, irrevocables; esto es lo que hace Lara Klahr en Días de Furia.

Pero además de la conciencia social que impone e ilustra, el autor es vehemente y hábil con su pluma. Recrea atmósferas, construye personajes, sitúa hechos exactos en lugares y tiempo que pueden ser fácilmente identificados por el lector. Basta citar la prodigiosa entrevista, en plena selva lacandona, a un subcomandante Marcos rebosante de confianza y misticismo. La precisión con que Marco Lara Klahr delimita el momento, la delicadeza en los detalles, la contundencia de sus afirmaciones… eso es lo que hace a un buen periodista.

También lo hace el hecho de que exhiba una sociedad consumida por la fe ciega e ignorante, el afán inverosímil de consumismo, el analfabetismo, el tráfico ilegal de bienes, drogas, armas. Qué mejor radiografía del México contemporáneo que la presentada por Klahr… y que sólo pudo ser conocida como el memorial de violencia, crimen e intolerancia.