Ensayos Impertinentes: humanismo pertinente (reseña ampliada)

Jean Franco

Ensayos impertinentes

México, Océano – debate feminista, 2013, 256 pp.

 

 

Feminismo y América Latina: los temas de un volumen titulado, tal vez demasiado provocativamente, Ensayos impertinentes. Es posible que el título y lo que se anuncia en la contratapa –por ejemplo, los ensayos que abordan las figuras de Sor Juana y Frida Kahlo– respondan a una necesidad de marketing razonable; que estos “ganchos”, la promesa de la impertinencia, atraigan a un público en búsqueda de visiones frescas sobre temas atractivos: la Malinche, las historietas populares mexicanas, las disputas entre el Vaticano y los movimientos de izquierda. La contradicción funciona porque no es feminismo a secas ni América Latina los verdaderos temas, sino otros, enunciados de manera menos explícita: el discurso del mercado que permite el uso de la mujer como mano de obra barata; los mecanismos del orden social que logra prosperar del centro hacia los márgenes y la injusticia, una verdad moral incontrovertible. “Una de las ironías del pluralismo es que hasta el compromiso se convierte en mercancía”, afirma Jean Franco, tal vez ahí sí impertinentemente.

En uno de los ensayos finales, la autora confiesa que siempre le han gustado las misceláneas y los pot pourri del siglo XIX, un espíritu que Ensayos impertinentes suscribe como síntesis del pensamiento de la humanista.

Marta Lamas, directora de la revista mexicana debate feminista, es la encargada del prólogo y la selección, que abarca ensayos previamente publicados en medios como la misma debate feminista, los cuadernos del North American Congress on Latin America (NACLA) y la colección Marcar diferencias, cruzar fronteras, en estricto orden cronológico. Pionera de la enseñanza de literatura latinoamericana en Inglaterra, profesora emérita de la Universidad de Columbia y autora de La cultura moderna de Latinoamérica (1967), Las conspiradoras. La representación de la mujer en México (1994) y Cruel Modernity (2013), entre otros títulos, Franco es, según Marta Lamas, “la referencia imprescindible para quienes estudian la cultura latinoamericana y también para las feministas”.

Franco, por cierto, acaba de cumplir noventa años y se mantiene productiva todavía. Su interés por la cultura latinoamericana comenzó en los años cincuenta, cuando, nos explica Lamas, conoció a un artista guatemalteco y se mudó a su país; en 1954, tras el golpe de Estado que derrocó a Jacobo Arbenz Guzmán, llegó a vivir a México. De vuelta en Londres, en 1957, estudió Letras Hispánicas, y en 1972 obtuvo un puesto de catedrática en Stanford, donde nació su interés por los movimientos feministas en América Latina. Esta trayectoria es referida en el prólogo, que comenta de manera excepcional las búsquedas y métodos interpretativos de Franco, y hace la necesaria precisión de que, “si bien se acepta como feminista a quien se asume como tal, existen distintas formas y niveles de serlo. Y el feminismo de Jean Franco se cuenta entre los más altos de los distintos grados y tipos existentes”.

Las claves para leer Ensayos impertinentes se encuentran en la primera pieza, “Invadir el espacio público, transformar el espacio privado”. La primera es muy general y concierne al estado actual del feminismo o, más bien, a su percepción en el amplio espectro de lo social. Jean Franco dice que las mujeres que encabezaban los movimientos populares por la supervivencia en los Estados ineficaces solían “rechazar la denominación de feministas, término que se ha envenenado al asociarse a mujeres puritanas que odian a los hombres o a grupos de mujeres de clase media cuyos intereses no coinciden con los de las clases subalternas”. No hay, en los dieciséis ensayos que componen la colección, una definición explícita de lo que es o no es el feminismo, pero encuentro necesario detenerse un momento en este breve pasaje para preguntarse por qué la palabra misma se ha degradado. Feminismo, un concepto lleno de equívocos.

La segunda clave que Franco da al lector alude al papel que ella misma juega en la crítica cultural: “La mujer intelectual no puede ya sostener ingenuamente que representa a las mujeres y que es su voz, pero puede ampliar los términos del debate político mediante (…) el uso del privilegio para destruir el privilegio”. En aquel ensayo, Franco analiza la vinculación entre lo público y lo privado que las madres de los desaparecidos en la dictadura de Videla, en Argentina, hicieron posible mediante el traslado de lo íntimo y lo familiar a la esfera pública (con un acto simple: la exhibición de las fotos familiares), constituyéndose en nuevos paradigmas de ciudadano. Desmenuza el trabajo de varias escritoras: la chilena Diamela Eltit, la argentina Tununa Mercado, la peruana Carmen Ollé, la mexicana Elena Poniatowska (quien, a la vez que da voz a las clases subordinadas, “afirma (en La flor de Lis) enérgicamente su identificación con su aristocrática y esnobista madre”), y la brasileña Clarice Lispector, cuyas voces ponen en crisis la separación entre lo subjetivo y lo dominante (tradicionalmente asociado a lo masculino). Franco escribe: “Los textos que a mí me interesan no son aquellos en los que habla el subordinado mientras el agente intelectual del discurso permanece oculto”.  Pero es en “La larga marcha del feminismo”, que inicia con el recuerdo de su amiga Alaíde Foppa, feminista e intelectual que murió torturada por el ejército guatemalteco, donde Franco asume una postura hiper-crítica ante la izquierda ortodoxa que margina o ignora las necesidades de las mujeres; antes de iniciada la participación de las mujeres en la esfera pública, se pensaba que la militancia feminista era lo mismo que lucha armada. En los ochenta, con la creación de centros de investigación y publicaciones feministas, la esfera privada empezó a revalorarse como arena política.

Franco también analiza las narrativas estadounidenses (con los romances de editoriales como Harlequin) en contraste con la literatura popular mexicana de los años ochenta, representada en El libro semanal. Pero su tratamiento es radical en tanto que demuestra cómo los mecanismos narrativos se transforman de acuerdo a la destinataria del texto: mientras el primero la mira como consumidora, el segundo la percibe como un eslabón más de la fuerza de trabajo. Esta dialéctica marxista es la base de ensayos como “Deponer al Vaticano” y “Las guerras del género”, que analizan el rechazo de la élite católica por el uso de la palabra género como el “conjunto de significados culturales que asume el cuerpo sexuado” (en la acepción de Judith Butler), pues alcanzaba a entender las consecuencias de un debate tan amplio: la legalización del aborto, los matrimonios homosexuales y las familias no convencionales.

Incluso en el ensayo donde prevé la “iconización” de Frida Kahlo, “Manhattan será más exótica este año” (1996), la mirada es demoledora: en la exhibición México: esplendores de treinta siglos, en el Museo Metropolitano de Nueva York, y a pesar de que las mujeres artistas permanecieron al margen, el “Autorretrato con mono” de Kahlo fungió como símbolo de la nueva retórica nacionalista, que se hacía más accesible por medio del exotismo y dejaba atrás el discurso antiimperialista de la Revolución. Era 1990, plenos “esplendores” salinistas. “Tanto la publicidad como la derecha han usurpado el lenguaje y los símbolos de la izquierda”, concluye Franco.

Tres veces interrumpí la lectura del ensayo más duro de este volumen. En él se narran las violaciones como estrategia de tortura y eliminación étnica en las guerras civiles de Perú y Guatemala durante los años ochenta y noventa. Apoyándose en los testimonios documentados por las comisiones de la verdad creadas en ambos países, Franco describe escenas de una abyección intolerable. Es difícil leerlas. “La violación: un arma de guerra” analiza la destrucción y degradación del cuerpo humano en los estados de excepción instaurados en ambos países con el fin de reprimir movimientos insurgentes. En los dos casos, ejército y policía emplearon la violación sistemática como aniquilación colectiva de grupos indígenas y mujeres, a las que, además de considerar “parte del botín”, creían portadoras de “la semilla”: la matanza de niños, incluso de fetos dentro del vientre, apunta a un proyecto de genocidio. Todavía más terribles son las consecuencias en lo social, pues el concepto de “deshonra”, que tiende a culpar a la víctima, la lleva al silencio y al sufrimiento en solitario. Franco no se limita a enlistar las atrocidades, ni aplaude la creación de las comisiones de la verdad, cuyo poder reparador pone en duda. “¿Pueden la verdad y la reconciliación reparar las ruinas de tantas vidas (…), especialmente dado el hecho de que ha sido tan difícil acabar con la impunidad de los responsables?” Franco apela a “valores esenciales de justicia” que deben ser establecidos, mal que bien, por instancias supranacionales de derechos humanos. Y se pregunta si los feminicidios en Ciudad Juárez, Colombia y ciudad de Guatemala se han “privatizado”. El problema del activismo contra la violación sexual es que “no afecta suficientemente a la población para obligarla a entrar en acción. La impunidad del ejército y de otros sólo se romperá cuando la población en general acepte que la violación es un crimen contra la humanidad y decida llevar a los responsables ante los tribunales”.

Ensayos impertinentes es una lectura intensa, que obliga a veces a poner el libro abajo y pensar fríamente en lo que se ha leído. Pero también regala momentos luminosos. En “Elogio de la diversidad”, Franco en realidad elogia la labor de debate feminista, pero la inclusión de la pieza es tanto un alarde como un autogol, pues ahí mismo exhibe la renuencia de las integrantes de la revista a tramar el tema de la vejez, tropezón que corrigen dos números adelante y que da pie al texto final, “Confesiones de una bruja”. Por supuesto Franco recurre a Beauvoir, pero con La Vieillese, un tratado exhaustivo de la vejez que pertenece sólo a su tiempo, cuando existían Estados benefactores. Ahora, ante la falta de representación (a no ser por los viejos que aparecen en anuncios de “remedios para la incontinencia, la artritis y el pene flácido”), y bajo el apelativo de senior citizen, Franco urge a perder la vergüenza a sentirse viejas y generar, en cambio, un pensamiento político de la vejez.

Hay que elogiar también el impecable trabajo de edición, las acertadas traducciones individuales de cada ensayo y la apuesta de una editorial más bien comercial que decide colocar en las mesas de novedades un libro lleno de humanismo, inteligencia, nociones de izquierda verdadera, de contribución a la memoria colectiva y, sobre todo, de un feminismo que es, que siempre ha sido, para todos.

 

 

versión impresa en Letras Libres, aquí.

En una parte de I’m Still Here, Joaquin Phoenix se pregunta, desesperado: is the dream unattainable or is it just the wrong dream?

Qué película-documental-mockumentary tan desgarrador. Se necesitan muchas agallas para llevar un performance más allá de las dos horas de una cinta y encarnarlo en cambio en tu vida diaria, interpretando el papel del actor lunático y talentoso que flipa de repente. Las mismas agallas que se requieren para gritarle a un tibio Ben Stiller cuando te muestra un guión, ver cómo se queda sin palabras, pero luego se venga burlándose de ti en una entrega de premios. Todo lo que es repulsivo, triste y ridículo de la industria: una broma monumental, una tomadura de pelo, un hoax que muchos considerarán de mal gusto, pero que encierra en la burla su tesis misma: no toleramos la decadencia.

Empecé a leer Psicología y alquimia de Jung. En una parte habla de la incapacidad del cristianismo para cultivar un alma, arrancándole de sí la responsabilidad de la bajeza suprema y la altura suprema. Estos valores, dice Jung, el cristiano los deposita en Dios, pues sólo Él posee la gracia máxima y sólo Él -mediante su hijo- se sacrificó por los pecados de los hombres. Queda en Él, por tanto, la posibilidad única de un espíritu superior que contenga todo lo malo y lo bueno del mundo. Para el hombre occidental las cosas profundas están afuera, son exteriores, no las toca. Está vacío, no tiene un foso profundo dentro de él al cual arrojarse y en el cual navegar; su concepto de lo divino es formulaico, imitado y constantemente interpretado como un guión. Es casi como decir que las personas más religiosas son a la vez las que tienen un alma más profana, pues ésta permanece inacabada, no ha sido domesticada. Jung dice que en las culturas orientales, sobre todo la india, la idea es exactamente la contraria: todo lo bajo y todo lo alto está dentro del hombre, que es trascendental.

Susan Sontag decía que los escritores se dividen en los exteriores -Tolstoi- y los interiores -Kafka-. Los primeros narran el mundo en el que viven, lo reinventan, crean un universo propio, observan y codifican a la humanidad como un todo. Los segundos se sumergen en la concavidad del propio ser, se narran a sí mismos, indagan al hombre como un particular (la condición humana, etcétera). Con algo de vergüenza, Sontag se incluía en los escritores del interior.

No sé cuántas posibilidades puedan existir en el mundo como lo conocemos, pero sí sé que dentro del alma humana son infinitas. Lo que ocurre dentro de un espíritu elevado, confrontado a sus múltiples horrores, reconciliado con sus bondades y sus limitaciones, es más fascinante y desconocido que todos los mundos imaginarios que la literatura ha creado.

Los cínicos no sirven para este oficio

Dice John Berger, casi al final de Los cínicos no sirven para este oficio, que Ryszard Kapuściński es uno de los hombres que mejor conocen el mundo que habitan. Berger, escritor y crítico de arte, no escatima en la aserción que –dada su condición y tratándose de él—es un halago de gran calibre. Pero tiene razón: Kapuściński se ha convertido en el estandarte en cuanto a periodismo de investigación se refiere. Polaco de nacimiento, es además un escrutador de la realidad autónomo, libre, consciente, realista y, sobre todo, noble. Noble en cuanto que ha luchado porque el periodismo siempre sea un ejercicio por el bien común, en pos de una causa definida. Y por ello no es gratuito cuando afirma, al inicio del libro, que un cínico no puede ser noble, no puede ser periodista.

El libro se divide principalmente en tres partes. Una se compone de las notas introductorias de Maria Nadotti, periodista italiana, que ilustran ese vasto mundo del que Kapuściński se ocupa. Lo describe en sus contrastes, en su filosofía, en sus afirmaciones siempre cargadas de sabiduría, conocimiento de causa y agudeza social. Esta primera parte introduce al lector al mundo del periodista polaco: lo sitúa en un contexto histórico. Una conferencia de jóvenes aspirantes a periodistas también es una oportunidad para ser cómplices de los consejos del veterano periodista, que desde 1956 fue corresponsal de guerra. Hay en sus palabras una reflexión poderosa y sopesada, que no puede ser ignorada ni pasada de larga. Una reflexión de quien ha vivido en las trincheras del periodismo (el único lugar posible para su ejercicio) durante décadas.

La parte intermedia del libro es la entrevista hecha por Andrea Semplici al periodista. El tema central es la situación del postcolonialismo africano, tema que Kapuściński domina con rigor. Este apartado es interesante y revelador en el sentido de que esclarece una realidad cruda e ignorada: la del continente negro. A instancias del olvido mundial por dicho continente, Ryszard Kapuściński se muestra contundente con los datos históricos de naciones que apenas hace unos años alcanzaron su independencia: Ghana, Sierra Leona, Somalia, África del Sur. Y es verdaderamente importante su conclusión respecto a la figura decisiva que significó Mandela para el continente. También una lección invaluable: la del periodista como traductor del mundo, como un visitante que a todo momento debe permanecer oculto y rezagado en la enorme impoderabilia de que puede construirse el periodismo. Un europeo de clase B, dicen de los polacos, malintencionadamente. Pero en Kapuściński es un prejuicio insostenible: un ciudadano de clase A que busca un mundo de clase A.

 

*Escrito a principios de 2007, antes del fallecimiento de Kapuściński

Mulholland Drive

Alrededor de Mulholland Drive hay muchos mitos. Además, desde luego, del propio que la trama propone: la prueba fehaciente es la lista de diez pistas que David Lynch (director y autor del guión) presenta paralelamente a la trama. La versión más aceptable es que el estudio –los franceses de Studio Canal– obligó a Lynch a producir un método alterno que explicara una película cuyo argumento, sencillamente, era incomprensible: en las primeras semanas de exhibición la cinta provocó pérdidas millonarias a Studio Canal. El otro mito, más bien cierto, es que la película fue concebida en un principio como un proyecto exclusivo para televisión. Cuando David Lynch encontró quien produjera la cinta que él originalmente imaginó, el formato cambió y se hicieron los ajustes necesarios; de ahí que los detractores del filme afirmen que algunos cabos sueltos (como, por ejemplo, la escena de los dos hombres en Winkie’s) son resultado directo de una supuración de personajes que, en una serie de televisión, llevarían cierto seguimiento. En realidad la afirmación anterior puede invalidarse de inmediato al reconocer que la película, aún cuando requiere un mínimo de dos veces para entenderse a profundidad, no tiene un solo cabo suelto: el misterio propuesto se resuelve en varios niveles y siempre con la discreción casi elitista de quien es un cineasta de culto y por ello puede darse el lujo de dirigir una historia complejísima y oscura. Pero jamás absurda o sin sentido.

En realidad no hay un argumento tangible sobre el cual construir la premisa de la cinta. Podría acotarse que la protagonista –una Naomi Watts sorprendente, que actúa mal a propósito y que luego, atada a las exigencias del guión, logra una transformación incluso física, temperamental– es una actriz canadiense venida a menos en un Hollywood banal y a veces tenebroso. La antagonista (la actriz de origen mexicano Laura Elena Harring) es una misteriosa mujer alrededor de cuya identidad gira la primera parte de la cinta. Y luego viene el golpe, el punto sin retorno a partir del cual las diez pistas parecen inminentes, aunque difícilmente necesarias. De hecho, cuando se logra la completa dilucidación de la historia, la lista de Lynch se antoja un mal chiste, un guiño evidentemente burlón para el espectador que espera las respuestas en bandeja de plata. La cuarta pista (“un accidente es un evento terrible, note el lugar en el que ocurre”) parece una bofetada con guante blanco: lo primero es indiscutible y lo segundo, el título de la película. Y en realidad no ayuda en lo absoluto para resolver el misterio. La función de las pistas es, luego de comprendida la cinta, comparar lo expuesto con lo explicado.

[Spoilers mayores a continuación]

 


Mulholland Drive, revelada

Dos pistas son reveladas antes de los créditos iniciales: la cámara sigue los contornos de una cama (sábanas y cobijas que veremos de nuevo, más adelante) y, luego de una respiración entrecortada -¿producto de una ingestión exagerada de drogas, alcohol? ¿una crisis emocional? Las probabilidades son infinitas y, lo mejor, opcionales-, una cabeza parece colapsarse contra la almohada. El sueño comienza.

La anécdota del sueño ha sido explotada por el cine incontables veces y sí, se ha convertido en un cliché. Baste recordar Abre los Ojos, de Alejandro Amenábar y su contraparte hollywoodense, dirigida por Cameron Crowe, Vanilla Sky. La diferencia es que, contrario a la mayoría de filmes apoyados en vueltas de tuerca, Mulholland Drive nunca explica el recurso deliberadamente. A pesar de que en momentos es obvio: cuando Diane Selwyn/Betty está a punto de despertar, el vaquero aparece sin más frente ella y le dice “despierta”. Ello sin contar que la atmósfera de la primera parte –el sueño– es indudablemente inverosímil, casi onírica. El espectador comprende de inmediato que algo está mal: la ingenuidad superlativa de Betty, los personajes acartonados, las situaciones absurdas, los misterios sin resolver.

La verdadera historia, la real, es simple. Se trata del amorío frustrado entre dos actrices: Diane Selwyn y Camilla Rhodes. Gracias a los flashbacks (y cuyo espacio temporal puede inferirse a partir de un objeto que Lynch menciona en las pistas: el cenicero que aparece y desaparece de la mesa) se descubre lo enfermizo de la relación, la insistencia de Diane por continuarla y la resistencia de Camilla, su traición. Después de que Camilla consigue el papel estelar en la cinta The Silvya North Story (pistas 3 y 8: el talento por sí solo no ayudó a Camilla) la ruptura es ya evidente: sostiene un romance con el director, Adam Kesher, y abandona a Diane –quien, para complicar el panorama, ansiaba el rol de Camilla–. Una situación desencadena el trágico final: Camilla invita a Diane a la cena en que anunciará su compromiso con Kesher y la humillación extrema en que se convierte la escena para Diane es luego sufrimiento desmedido: para ella, para quien la invitación significaba quizás una reconciliación. La desesperación la lleva a contratar un matón y, aunque nunca son explícitos, se sabe que es para matar a Camilla. El matón le da una llave azul, “cuando la veas en el lugar que acordamos significará que el trato está hecho”, verla en la mesa (fría, hermética y tonta; una llave que no abre nada pero que encierra un simbolismo insoportable) significará que Camilla está ya muerta. Y la anécdota es circular: la mañana en que Diane descubre la llave en su mesa, y especialmente después de un sueño sobrecogedor, es el final y principio de la historia. Su neurosis, sus demonios, su culpa, el sueño… finalmente Diane no puede con el peso de la situación y se suicida.

El sueño, una vez aceptado que es sueño, tiene mucho sentido y lógica. Roba elementos de la realidad y los mezcla y confunde. Diane se sueña como una idealización de sí misma: la inocente y bondadosa mujer que, en la vida real, jamás fue. La talentosa y amada mujer que nunca supo ser. Idealiza a su amante, le roba su identidad y la sueña como una mujer desprotegida y casi inválida. En la vida real Camilla llevaba las riendas de toda relación, era poderosa, seductora e insidiosa. En el sueño de Diane la razón por la que nunca obtuvo el papel se reduce a una mera confabulación, jamás explicada, de una mafia que insiste, sin razón aparente, colocar a cierta actriz (el nombre de Camilla y el rostro de una mujer vista en alguna parte, que le robó algo más que un papel: la atención mínima y un beso poco inocente de quien Diane ama) en la película de Adam Kesher. Él, de hecho, es un perdedor en su sueño. En la vida real fue su rival y el único ganador. El fajo de billetes (con los que le paga al matón) aparece en el sueño, de pronto, en la bolsa de Rita/Camilla. El matón mismo protagoniza una escena cómica y aparece como incompetente y torpe. La llave simbólica es en el sueño una llave de aspecto peculiar que abre una caja… o nada en realidad, solamente abre o cierra las realidades alternas. La anécdota que le escucha a Adam de pasada en la cena se convierte en otra escena cómica: la de él cuando descubre a su esposa y el limpia-albercas en la cama. Y los rostros que vio en la cena (sin duda el evento que más la afectó): el hombre que luego se convierte en el mafioso Castigliani (por cierto, un cameo del compositor Angelo Badalamenti), el vaquero, la falsa Camilla Rhodes, la madre de Adam/Coco. Todo ello se mezcla magistralmente en el sueño con el inconsciente y anhelos más íntimos de Diane. Y es que es evidente, en su sueño, el amor inenarrable que siente por Camilla: su visita al Club Silencio, las palabras que le dice, la historia entera que le dedica. Al final, Mulholland Drive no es más que una historia de amor.

La cinta de Lynch es también un homenaje al cine mismo: algunas escenas y personajes están construidos especialmente como una respuesta a diversos géneros cinematográficos. El trabajo de un hombre (podría decirse que es una antipelícula, en cierto grado) que conoce la industria fílmica a la perfección.

Los cinco sentidos del periodista

Entre el 7 y el 11 de octubre de 2002, Ryszard Kapuściński ofreció un taller de periodismo en Buenos Aires, Argentina. El periodista polaco, quizás el mejor de todos cuantos sobreviven actualmente, compila en una voz las lecciones más humanas de periodismo, del Nuevo Periodismo. Precisamente, la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (Fundación Proa) edita el primero de cinco libros acerca de la experiencia del periodista en los albores del siglo XXI.

Los cinco sentidos del periodista (estar, ver, oír, compartir, pensar) es un libro que se lee como agua. En la lectura, visiblemente compuesta por las charlas de viva voz de Kapuściński, se encuentran las lecciones de humildad y magnanimidad de quien ha recorrido los cinco continentes y ofrece a través de su experiencia la verdadera voz del mundo. Corresponsal de guerra en África, enviado en Asia y América Latina, el periodista polaco ilustra sobre el cazador furtivo que convive y se mimetiza con el ambiente del que escribe, de esa escritura furiosa que sólo puede provenir de la experiencia, la observación y la comprensión de la gente y los hechos; del acto de interpretar el mundo pese a los inconvenientes de la prensa escrita, de la inmediatez de la nota informativa, de la censura y la mass media.

Preocupado por las inquietudes de los jóvenes aspirantes a periodistas, Kapuściński revela los trucos de la profesión, otorga perspectivas a largo plazo respecto a la situación de los medios de comunicación, tanto electrónicos como escritos, y brinda panorámicas realistas sobre la situación política y social del mundo. Conocedor de ese mundo que ha recorrido incansablemente, es revelador en tanto que adquiere el sentido proporcionado de los acontecimientos: no demerita la guerra en Irak, pero habla, en cambio, de la tragedia en Ruanda, del poder antinorteamericano de la nación china, de la guerra de Estados entre Irak e Irán, del encono en el territorio musulmán a causa de las insoslayables diferencias dentro del Islam. Nos dice cómo mirar el mundo, ese cúmulo incansable de sucesos y probabilidades, de etnias y culturas, de conflictos y situaciones.

El periodista de origen polaco, que creció en medio de la guerra y de pronto la encontró como la cosa más natural del mundo, considera la realidad como fuente inagotable de recursos literarios. No por la ficción o importancia dentro de sí, sino por el alcance y la repercusión social. Hombre letrado, leído, viajado, escucharlo hablar debe ser una delicia. Leerlo, por lo menos, resulta el más esclarecedor de los viajes: el sabio de los libros, las observaciones y las experiencias.

Días de Furia

No es coincidental el hecho de que el subtítulo de Días de Furia, de Marco Lara Klahr, sea “Memorial de violencia, crimen e intolerancia”. Sobre todo porque en el libro –una compilación de reportajes minuciosamente construidos entre 1980 y 2002– se da cuenta de la condición humana en su presentación más cruda: Lara Klahr, periodista de El Universal y El Financiero, convive con violadores, narcotraficantes, asesinos, guerrilleros, comerciantes de fe y altos mandos de la cúpula política sin abandonar jamás su compromiso social de hacer periodismo. Un periodismo desafiante, autónomo y de denuncia, que no por ello es menos vívido o literario, menos escalofriante.

Sí, escalofriante puesto que la rápida revisión de los textos arroja imágenes insoportables de la realidad mexicana. Un país violento, intenso, contradictorio y en perenne embate con sus enfermedades, vicios y hostilidades. En México existe el tráfico clandestino de sangre; el lavado de dinero a gran escala; las sectas religiosas y subyugantes; las cárceles atestadas de pedófilos, suicidas, ladrones y homicidas, que esporádicamente incurren en botines acuáticos. Que, en fin, México está surcado por el conflicto.

El mérito de Marco Lara Klahr, y aún del libro, es el de presentar los hechos desnudos, objetivos; ofrecer una perspectiva que aún hoy –a ciertos años de distancia– parece tanto más realista e inmediata en tanto que el paso del tiempo no hace sino evidenciar lo que sólo un periodista como Lara Klahr pudo anticipar y exhibir en su momento. Es decir, personajes y figuras políticas desmenuzadas en sus páginas son aún “material periodístico” de la más alta factura y aún hoy modifican y transforman el destino de México como actores sociales que son.

La virtud de una obra periodística no es encapsular la novedad y reducirla en sus propios límites de caducidad e interés público. La virtud es lograr interpretar una realidad ineludible y asentar sus características de modo que aún años después resulten insoslayables, irrevocables; esto es lo que hace Lara Klahr en Días de Furia.

Pero además de la conciencia social que impone e ilustra, el autor es vehemente y hábil con su pluma. Recrea atmósferas, construye personajes, sitúa hechos exactos en lugares y tiempo que pueden ser fácilmente identificados por el lector. Basta citar la prodigiosa entrevista, en plena selva lacandona, a un subcomandante Marcos rebosante de confianza y misticismo. La precisión con que Marco Lara Klahr delimita el momento, la delicadeza en los detalles, la contundencia de sus afirmaciones… eso es lo que hace a un buen periodista.

También lo hace el hecho de que exhiba una sociedad consumida por la fe ciega e ignorante, el afán inverosímil de consumismo, el analfabetismo, el tráfico ilegal de bienes, drogas, armas. Qué mejor radiografía del México contemporáneo que la presentada por Klahr… y que sólo pudo ser conocida como el memorial de violencia, crimen e intolerancia.