Sueño septembrino

Que le falta asiduidad a esto. Sal. Carnita. O sea, que era graciosa. Juvenil, adolescente. Pueril, vamos. Pero antes, en tiempos pasados.

El domingo soñé que estaba en la selva, o en el mar, y había un río y sobre el río unas sillas voladoras, como de juego mecánico, en las que la gente se sentaba y se abrochaba un cinturón. Entonces yo me sentaba, sin abrocharme el cinturón, y un señor apretaba un botón o jalaba una palanca o en realidad no sé, sólo tengo la idea de que él accionaba el mecanismo, y las sillas daban vueltas, muchas vueltas; la sensación física del jalón era intensa, realista, y mientras iba en eso me daba cuenta de que tenía un bebé en el regazo, un bebé pequeñito, feo, rosado, con el pelo enmarañado pegado a la mollera, húmeda de tanto sudar y llorar, y entonces yo intentaba sujetarlo para que no se me cayera, pero el jaloneo era poderoso; yo no podía decirle al señor que se detuviera, de manera que agarraba al niño de la cabeza, como si fuera un pedazo de hule.

El bebé seguro era el que venía en el camión de Polo al DF. Un bebé llorón, un poquito feo, de pelo chinito y húmedo y pegado al cráneo rosado, al que su mamá envolvía y desenvolvía en una cobija violeta (lila, malva, purpúrea).

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Post-LASIK (Laser assisted in Situ Keratomileusis)

El ojo izquierdo me molesta, siento basuritas y a veces veo fragmentado, como a través de un vidrio roto. Pero en general veo. Ya veo. No traigo ya lentes, ni de armazón ni de contacto. Puedo meterme a la regadera y ver lo que estoy haciendo, aunque antes también podía, cuando usaba los de contacto. Se me resecan mucho, como en esa época. Pero con los de armazón ya no sentía eso. Había intercambiado las molestias. Ahora era el puente de mi nariz, por el que se resbalaban continuamente. La sensación de algo ajeno e inestable sobre la cara. La lluvia. El calor repentino. La regadera a ciegas. No poder recostar la cabeza de lado plenamente en la almohada, al leer. Perderlos momentáneamente (la búsqueda a ciegas, ridícula). Pero tenían otros beneficios sobre los de contacto, cuyo uso era problemático, arriesgado y tedioso, además de que irritaban la córnea. Ahora no uso ninguno. Es extraño, pero también cómodo, y nada cuesta menos que acostumbrarse a lo cómodo, a lo fácil. Todo mundo me hablaba de la primera mañana tras la operación, abrir los ojos y ver; yo misma fantaseaba al respecto, volver a distinguir las cosas en la primera mirada después del sueño, la sorpresa al enfocar objetos lejanos, que el mundo se revelara cristalino de golpe. Pero no fue así exactamente. Salí de la operación a las tres de la tarde, cuando empezaba a jugar Holanda contra Argentina, y antes de llegar a la casa pasamos a la farmacia. Tenía puestos los gogles transparentes especiales y, encima de ellos, lentes oscuros. En el camino entreabrí algunas veces los ojos. La luz del sol me los perforaba, pero entre el plástico y la pantalla negra y el lagrimeo, distinguía cosas que no hubiera distinguido antes, como letras sobre carteles en las calles. Los cerraba de inmediato, como temerosa de gastármelos. Después llegamos y me recosté en el sillón y me puse una chalina negra sobre la cabeza, la luz filtrada por la persiana me lastimaba muchísimo, y mientras comíamos escuché el partido que encontramos, justo, en el stream de un canal argentino. Nos gustaba que el comentarista no se guardaba su apoyo y orgullo por la selección argentina, nos pareció un buen gesto, que no sonaba mal, que aquí deberían hacerlo más. En los penaltis traté de volver a enfocar y a ratos, en medio de un ardor casi inaguantable, lo logré: el gol de Messi, por ejemplo. Luego de eso me dormí, con los gogles, y desperté sólo para ponerme las gotas medicinales, y volví a dormirme, un sueño entrecortado en la noche pero muy pesado y prolongado por la mañana; debía pasar 24 horas con los gogles, así que dormité el resto del día hasta que fue hora de ir a la consulta y después, al volver, ya no tuve que usar los gogles. Me encontré en la casa, sola, con ojos nuevos, con luz afuera todavía, sin saber qué hacer. Me daba miedo leer, prender la computadora, ver algo en la tele. Por eso empecé a escuchar entrevistas de escritores. Una manera de escuchar algo interesante mientras no se mira nada. Al día siguiente era otra persona, pero ni siquiera recuerdo esa mañana, sólo recuerdo levantarme pronto y con la luz ya muy amarilla -siempre me levanto cuando todavía es de noche- y hacer cosas, hacerme de desayunar, escuchar otras entrevistas, ir a cortarme el pelo, ver una película (era brasileña), pasar el resto del día normal. Después vino el fin de semana, incansable. Después volví a la oficina. Semana larga. Ojos resecos. Lenta adaptación. Pero no. Nada. La verdadera diferencia, el verdadero momento de quiebre, sucedió anoche, cuando me estaba quedando dormida. Fue un viernes largo, movido: oficina, cantina con los del trabajo, desplazarme al centro para ver a mis papás que estaban aquí, largo regreso en trolebús, caminata nocturna. Cuando por fin me acosté estaba tan cansada que me costaba trabajo dormirme. Ahora mi lugar en la cama está frente a la ventana. La persiana negra llegaba a una altura donde la persiana semitransparente seguía, insinuando a través de ella la jacaranda y el balcón, un pedazo del edificio de enfrente y la luz blanca de la lámpara callejera. Y mientras pensaba en el día, en los sentimientos del día, en los pensamientos principales del día, me puse a mirar la ventana, sin pensar mucho en la ventana sino en las otras cosas, hasta que me di cuenta de que veía la ventana, de que estaba distinguiendo todo. Esa fue la sensación extrañísima, el momento eureka tras la operación. No abrir los ojos por la mañana y que el mundo se transparentara a la primera, sino fijar la mirada en un punto y observarlo hasta que la conciencia se desvaneciera. Esa sensación era la que, de verdad, no había tenido desde que era niña. Todas las últimas noches de mi vida se habían disuelto en medio de una bruma hecha de oscuridad y miopía, entre manchones burdos de lo que debía ser la realidad. ¿Desde que era niña no había sentido cómo llegaba el sueño mientras mis ojos miraban con atención algo? La sombra de un mueble, un fragmento de paisaje detrás de una ventana, alguna figura en la pared formada por un haz de luna, las cúpulas de ladrillo rojo de la casa, que fue de mi abuela, donde vivimos muchos años cuando llegamos a Polo. Despertar y mirar esa cúpula. Las ondulaciones de la cortina. Las caras sobre el tirol. Sólo ayer, al dormirme, me di cuenta de que veía. De que las reflexiones nocturnas ya no transcurrirían en una penumbra total sino en la intuición realista de los objetos circundantes. También sentí que fue la recuperación de una sensación física de la infancia, que era la primera vez en muchos años que sentía -percibiendo- algo que no había sentido desde entonces. La memoria aparece algunas veces por otros conductos.

Aquí terminaba, pero creo que debo rescatar los momentos y sensaciones de la operación. Pienso, sin mucha gratitud, que al fin experimenté su primera ventaja, que ahora sí me ha cambiado la vida -por el tiempo que dure, pues se me advierte que no dura hasta la muerte-, después de la breve tortura que significó exponerme a ella. Volver a ver mi cara libre de anteojos no es algo tan lejano, todavía en noviembre así andaba, y ahora que ha llovido recuerdo mi época de lentes de contacto, y nada es tan extraño para no haberlo vivido antes; mi propia madre me dijo que es como verme antes, con los pupilentes, y el ojo rojo, ligeramente hinchado, no ha cambiado en casi nada. Pero ahora me asusta más cualquier luz u objeto cercano, y los detalles neuróticos se exacerban, esas fantasías a la inversa -en clave horripilante- que siempre me asaltan en momentos inesperados (accidentes y dolores), haciéndome mover los dedos de un modo extraño, llevarlos después a otras partes de mi cuerpo, a rascar la cabeza o la nariz o el lóbulo de la oreja o la rodilla, o tocarme el pelo, gestos ahora encendidos por el recuerdo de las pinzas para abrir los ojos, y el aparato que te abre la cuenca y te aprieta el globo ocular, y la mirada siempre atenta, deformada, acuosa, intentando fijarse en una luz verde que se borroneaba o perdía, el sonido del láser, el olor a quemado, el pincel pasando libremente por la córnea, y la mirada siempre atenta, imposible que no esté atenta, que el ojo mire lo que se le hace, esa es la idea horrible, la sensación incómoda, además del dolor, obviamente, y la neurosis de pensar que el ojo debe ser el órgano menos tocado, menos violentado, menos escudriñado de todos.

 

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Domingo en soledad

Dicen, leí, que soñar demasiado es signo de estar necesitado de sueño. Que estás durmiendo poco. También dormirse rápido, en menos de cinco minutos. Y soñar en pequeñas siestas. Todo me sucede. Pero es peor, porque ahora no recuerdo mis sueños. El del viernes lo recordé al otro día, pero una imagen o una sensación corta en relación con las horas y horas de material de sueño. El de hoy lo tenía aún mientras iba despertándome, sintiendo ya las sábanas y la cama y el rayo de sol que me caía en la cara, y vi la hora, cerré los ojos y volví a él, como dejarse caer en agua tibia. Después se fue. Era luminoso, color violeta, suave como el peluche. ¿En tierra o en aire? Sé que en un sueño anterior, más profundo, estaba mi papá; leí Don Draper y la activación de relaciones se encendió. Don Draper es tu papá. Don Draper: Jon Hamm, atractivo y encantador. Alarmas, alarmas, recuerdos de otros sueños, el catálogo de la memoria compuesto por igual de recuerdos oníricos y recuerdos reales. Absurdo separarlos, de todos modos. Archivo visual interno. Pero todavía trabajo con mis sueños. Pienso en él el resto del día, al rato aparecerá la clave, el tema o el motivo, y recuperaré sensaciones e imágenes, jamás la historia completa. Los sueños, los sueños, el lugar misterioso.

 

 

Si la muerte entrara por la puerta

El sábado por la noche se me subió el muerto. Es decir, tuve parálisis del sueño, pero en la versión asfixia, que es como si se te subiera el muerto. Como si se te trepara la muerte encima. Sientes un peso muerto y denso sobre ti, apretándote las costillas, el pecho y la garganta, sin dejarte respirar. No puedes respirar. No te puedes mover. Y la oscuridad te envuelve.

Estaba en mi pueblo, en mi cuarto, en la casa en la que crecí, con la ventana de piso a techo que da a la milpa y al campo, donde ahora se atraviesa una carretera y algunas casas -que antes no existían- encienden sus luces amarillas por la noche. Había estado leyendo Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, una lectura ligera y un tanto decepcionante. Antes de apagar la luz tuve un pensamiento terrorífico, que ahora ni siquiera puedo recordar. Estaba relacionado con un cuento de horror que lleva meses en mi mente. Hasta me dije: no pienses en eso ahora. Luego soñé. Toda clase de sueños, incluido uno erótico y otro apocalíptico, y con gente real e irreal, y de pronto, en el departamento donde hacemos nuestro taller post-Fonca, a oscuras, veía una sombra desconocida, sin dueño. Me llenaba de terror dentro de lo que ya claramente era una pesadilla. Y de pronto esa misma sombra salía del espacio del sueño y se ponía al pie de la cama y poco a poco iba subiendo hasta tenderse de frente y entonces, plaf, se dejó caer. Fue eso: dejarse caer. Sentí el golpe del peso y el agarrotamiento con una fuerza que, lo juro, me hizo echar la cabeza para atrás. Eran muchos kilos encima. Mi primer pensamiento, confundida sobre dónde estaba, fue que era J, que se subía sobre mí, pero luego entendí que estaba en casa de mis papás y que estaba experimentando otra vez la parálisis del sueño, pero esta pequeña variación que nunca me había ocurrido: la genuina subida de muerto.

Como comprendía lo que era, procedí a calmarme contando números. Hasta el 18. Y no se iba. Y, como no podía respirar, aunque se supone que de todos modos respiras, porque la respiración es mecánica, tranquiliza Wikipedia, empecé a desesperarme, ensayando otras formas de liberarme. Rezar es el antídoto perfecto según don Simón, papá de mis amigas de infancia, a quien siempre se le subía el muerto. No me sabía ninguna oración (no recordaba ninguna, alguna vez recité el Credo más rápido que nadie en la catequesis). Y en la lucha por recordar una oración, el Ave María o lo que fuera, sentí una bocanada de aire y rodé al lado izquierdo de la cama.

Estuve despierta dos horas más, con la luz prendida, extrañamente calmada, sin miedo. No sentí lo sobrenatural, pero en medio de la asfixia repentina me pregunté lo que sentiría alguien que nunca leyó la entrada de Wikipedia sobre la parálisis del sueño y simplemente una noche, en medio de una pesadilla, sintió una presencia que se le subía encima y lo aplastaba y no lo dejaba respirar. Puedes llegar a creer que estás muriendo. Qué desesperación.

La única variante de la parálisis que había sentido es la que involucraba un miedo repentino y absoluto, y alucinaciones visuales y auditivas. De alguna manera, con todo lo horrible que eso es, me parece mil veces mejor que el muerto genuino. Tal vez deba relajarme. No pensar en el horror. Y si llegara de nuevo, aceptar al muerto con su peso y ponerme floja y dejarlo ser.

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Sueños VI

Anoche soñé que me moría. Entonces, en el funeral, estaba otra versión de mí, viva, que lloraba. Y otra versión, desdoblada, consolaba a la que lloraba. Y yo era todas a la vez. Me abrazaba: abrazaba a una Lilián que tenía el pelo sobre la cara, sintiendo mucha pena por ella.

Es casi casi que un sueño barato.

También, últimamente, sueño mucho con serpientes. Mi fobia. En uno de los sueños, mi hermano tan querido, mi hermano que se fija en las películas en qué minuto y en qué segundo sale una y luego me avisa, se divertía arrojándome una a la cara. Mi hermano que es tal vez el más sensible con mi fobia. En otro sueño caminaba a través de puentes de madera sobre el mar, y  ellas brincaban del agua cada tanto. Pero no debía detenerme. Esta sensación es la que más temo: el día, que tal vez tenga que llegar, en el que me encuentre con una.

Sé lo que significan estos sueños.

 

 

Más de sueños

Los sueños son irreversibles. Todo lo que ocurre en un sueño, ocurre para siempre. Los dientes se te caen para siempre. La gente te vio sin ropa en la calle para siempre. Las personas que amas se mueren. Y se mueren una y otra vez, de muchas formas. Y cada noche es un nuevo sufrimiento, una nueva manera de recibir estas noticias. Porque, además, los sueños no tienen matices, en ellos no hay sentimientos o impresiones complejos. Todo es definitivo. El dolor es definitivo. Visceral. No hay espacio para ponerse intelectual. Todo es como una cajita en la que sambutes un sentimiento…

 

…y este sentimiento se expande dentro de su contenedor y lo ocupa todo. Los sueños son sentimientos para dummies. Aquí, el dolor. Allá, la calentura. Antes, el miedo. Nunca nada junto, nunca nada en la misma escena, aunque quizás todos aparezcan en la secuencia final (ver). Si se muere tu mamá, sufres. Al despertar, hay un alivio instantáneo. Te descubres en tu cama y la luz entra por la ventana y piensas: fue un sueño. Pero el dolor no se diluye fácil. Te acompaña mientras te estás bañando, mientras te lavas los dientes y te vistes, y meditas durante la rutina en el sueño, pero más en la sensación que dejó el sueño que en el sueño mismo.

Es por esta irreversibilidad. Esto es definitivo. Esto no tiene arreglo. Cuando sueño que, en un arrebato, me corto el pelo cortito, me aterra la imposibilidad de la reparación. Y sin embargo, en el fondo hay una conciencia mínima de que hay una forma de cambiarlo, como no ocurre en la vida diaria. ¿Será nuestra parte primitiva? Cuando eres niño y aún no sabes que la muerte es definitiva, y si tuviste que aprenderlo del modo fácil, con tus mascotas, llegas de la escuela y escarvas en el jardín para encontrar la caja de zapatos donde enterraron a tu canarito muerto y lo descubres cubierto por gusanos. Y así te enteras que eso es irreversible.

En tus sueños volverás a tus temores y los vivirás -qué cosa tan cruel- pero al despertar será como una formateada total. No pasó. En la mañana, J me dijo que soñó que su papá tenía demencia senil y que sufrió mucho. Fue esta cosa la que causó el sufrimiento. Demencia senil > nunca volverá a estar lúcido > irreversible. Yo también tuve pesadillas (debe ser el edredón) y he aprendido a tener la conciencia mínima en alerta, y en medio del sufrimiento, guardar la esperanza de que despertarás y la realidad se rebobinará sola.

 

 

Otra vez el sueño. Una cúpula se derrumba. En mi casa no hay cúpulas, claro. También estaba mi papá. Internet dice que puede significar muertes de un ser querido. Me desperté en la noche y luego ya no pude dormir. No podría ser que lo que más temo en el mundo ocurra. O la casa representa mi ser. En cualquier caso, no son sueños felices.

 

 

Sueño recurrente

Sueño con distintas versiones de mi casa, la de mis papás. A veces llego y el techo doble de la sala ya no es tal. Todo se ve más pequeño, más descuidado. A veces hay una terraza donde no había, o donde había una ya no hay nada. Hay partes en obra negra, como alguna vez las hubo. La escalera está en otro lugar. La cocina es diferente. Comemos bajo un foco que no estaba. Siempre son las siete de la noche, la hora en que mi pueblo se vuelve fantasma. No cae la noche, pero tampoco es de día. Es como la madrugada, sólo que sin su benevolencia. La calle -mi calle- está desierta. Alcanzo, en unos pasos, el centro del pueblo -el jardín principal, el kiosko que es réplica exacta de uno en China, dice la leyenda, dice el cronista oficial-. Corro por la banqueta, como si un metro fuera un centímetro o yo un gigante. Todo está distorsionado pero a la vez es familiar. Y los que están ahí no son mis hermanos, no son mis papás.

 

 

Paprika

Para María, que ahora trabaja en su tesis sobre Paprika.

 

No dejo de pensar en la secuencia inicial de Paprika: el sueño del detective Toshimi Konakawa. Está el disparate propio de los sueños, en el que narrativamente puede experimentarse, pero la estructura onírica tradicional es respetada: secuencias que se superponen (el cambio de escenarios: “estaba en una feria, pero luego ya estaba en la escuela, aunque yo sabía que era la cocina de mi casa”); ambientes y atmósferas que se transforman y a veces guardan distancias enormes uno del otro; la transición de estados de ánimo con demasiada rapidez (entras a una secuencia nueva, que es alegre o por lo menos pintoresca, pero aún permaneces afectado por las imágenes de la secuencia anterior), y por tanto: el carácter siempre confuso de los sueños; los temores más acendrados, la repetición sistemática de los símbolos, hasta las sensaciones básicas de caída libre y gravedad distorsionada, etcétera.

Al despertar, Konakawa puede ver el sueño de nuevo, como si fuera una película. La terapeuta (Paprika) que lo acompañó en el sueño analiza con él cada secuencia, buscando extraer el significado en bruto (con los símbolos ahí puestos) de su subconsciente. Al principio, Konakawa puede examinar las imágenes sin alterarse demasiado. Entonces, llega una escena en la que, desde una jaula, observa a una horda que se le acerca y lo ataca, con un detalle: todos tienen su rostro. Konakawa suda y tiembla. Es llano (es japonés), sólo murmura: eso fue muy perturbador.

La reacción de Konakawa me inquietó muchísimo la primera vez. Imaginé entonces cómo sería ver los propios sueños, como un video que puedes pausar, adelantar, fijar en una imagen para mirarla por minutos y luego asimilarla. Imagino que hay una razón por la que no estamos programados naturalmente para recordar nuestros sueños. Se logra con mucho tiempo. María y yo (es una gran presunción) somos buenas soñadoras. Es un entrenamiento.  Supongo que incluso cuando nos entrenamos para recordar nuestros sueños y también para vivirlos de modo consciente, elegimos después qué recordar. Tal vez los sueños deben accederse sólo desde la conciencia. Tal vez nadie debería mirarlos en crudo: observar el cardumen absoluto, completamente detallado, de todas y cada una de las imágenes que componen nuestros sueños. Imagino que lo que hay ahí adentro debe ser, a veces, intolerable y, muy seguido, monstruoso.

 

 

Con la desvelada de anoche, hace rato tomé una siesta enorme y tuve un sueño -varios sueños- muy intensos.

Siempre digo que la simbología de mis sueños es muy básica. Sueño con personas específicas, situaciones específicas (y muchas veces reales), objetos, canciones, películas, obras de ficción que estoy consumiendo. Y mi fobia. Innumerables veces sueño con innombrables. En mis sueños casi nunca hay conceptos universales (mandalas, diría Jung), sino elementos cuya interpretación recae en la superficie de mi personalidad. Con mis padres. Con las personas que amo y también, muchas veces, con las personas que odio (o creo odiar).

Corte: el sueño de hace rato fue muy intenso.

Primero, por alguna razón estaba ahí Kate del Castillo (uh, Kate del Castillo), ya que no puedo evitar saber que está filmando o filmó la versión telenovelera de La reina del sur. Todo ocurría en Colombia, en una selva infestada de innombrables. Nadando sobre un río, una bestia de esas enorme (como el Basilisco de Harry Potter) me perseguía y, a pesar de que era un sueño, yo me tapaba la visión con un algo invisible (¿la cobija con la que me estaba cubriendo en la vida real?), justo como cuando veo películas donde salen innombrables. Después llegábamos a la mansión donde Kate y su entourage acostumbraba departir. En el centro, una piscina techada, pero cuya agua no se había cambiado en mucho tiempo (siempre sueño con albercas descuidadas, de aguas amarillentas y sucias; el agua es otro elemento universal onírico). Aún así, otro tipo no identificado y yo nos metíamos a nadar. Llegaba después una mujer como de cincuenta años, que me recuerda levemente a una tía, mamá de una prima que hace ocho días vi en un Blockbuster (elementos de la vida ordinaria, totalmente olvidables, que adquieren otro significado dentro del sueño), y nos decía que no deberíamos nadar en una alberca tan descuidada y que ella, en su recámara, tenía una. Ahí voy (yo sola). En efecto, en una recámara exquisita y lujosa, como de museo (siempre sueño con museos), y la alberca comenzaba en una esquina y era toda un área del cuarto: tenía varios pisos y hasta muebles dentro de ella, para aumentar la experiencia del nado. El agua era caliente y yo sentía lo húmedo y lo caliente (sin albur), porque los sueños también vienen acompañados de experiencias sensoriales (olfativas, gustativas, táctiles) que no necesariamente son sólo visuales.

Hay acá una parte que es extremadamente triple equis y que no voy a compartir. Me sorprendió muchísimo el nivel de detalle y realismo, eso sí.

Al final de mi sueño estaba yo en una playa (siempre sueño con playas; otro elemento que sí es universal), al romper la tarde, en esa hora crepuscular en que no es ni de noche ni de día. En la playa había mucha gente. Todos tenían cara. Esto me llamó mucho la atención, generalmente los personajes incidentales de los sueños no tienen rostro o son borrosos e impersonales. Entonces entré en la fase consciente del sueño, una de las experiencias oníricas que más me gustan y en la que siempre trabajo mientras sueño (¿alguien recuerda Waking life?). Me dije que quería estar sola en la playa y, muy à la Inception, supe que todas esas personas eran manifestaciones de mi subconsciente y que, como tales, yo podía mandarlos. Les ordené que se fueran. Y fue increíble cómo, una escena que parecía totalmente cinematográfica, incidental (mucha gente dispar reunida en una playa), empezaron a levantarse e irse. Todos al mismo tiempo. Surrealismo puro.

Anoche tuve otro sueño increíblemente realista y simbólico, que me dejó exhausta. No descansé en toda la noche. Fue cuando pensé en entregarme a la idea de hacer un diario de sueños. Mi terapeuta lo recomienda. Jung analiza 400 sueños de un paciente con formación científica para identificar los mandalas que constituyen los círculos concéntricos de la personalidad. Todo lo que soñamos está ahí por una razón. Todo tiene un significado, aún sutil, aún inútil. Anoche estaba viendo The Sheltering Sky, la versión cinematográfica de la hermosísisisisima novela de Paul Bowles (que además la narra y aparece ahí), y en algún punto John Malkovich, como Port, empieza a narrar un sueño. Están en África del Norte, yuppies neoyorquinos de los años cuarenta que se consideran viajeros aunque siempre caigan en hoteles de lujo, en las ciudades más miserables. La pareja viaja con un amigo. Sentados en un café, Port habla de su sueño. Su esposa se enoja, le dice que a nadie le interesa. Él responde que si no lo cuenta lo va a olvidar. Es un sueño totalmente simbólico. Me gusta mucho la idea de contar los sueños. Acabo de hacerlo. Todos tenemos la costumbre de contar nuestros sueños, sobre todo cuando estos son raros o peculiares o involucran conocidos (“anoche soñé contigo”). Ya por último, Maips acaba de contarme que soñó con Kristen Wiig, que la “cortejaba”. Antes no le gustaba y yo constantemente le decía: pero si es bien hot. Ahora admite que le gusta. Los sueños eróticos transforman la forma en que vemos a una persona. Me ha pasado muchas veces. ¿Cuántos enamoramientos, fugaces o longevos, nacerían de un sueño?

En suma, qué fascinante es soñar.

Una vez, durante un ataque de pánico, estaba dormida en mi cama en mi departamento de la Juárez. Siempre experimento alucinaciones, así es como funciona eso del pánico (la forma más común es la parálisis del sueño, también conocida como se me subió el muertito, que fue mi primera experiencia con el pánico súbito). Bueno, estaba dormida y sentí el miedo como una sombra envolvente, una sábana negra y pesada que caía sobre mi cuerpo. Cuando cuento esto siempre aclaro: suena gracioso. Excepto que no lo es. O sea, sí suena gracioso decir que de pronto escuché a los jinetes del Apocalipsis. Sin embargo, cualquier alucinación es muy real durante el episodio y en el mío había caballos negros con patas de fuego que avanzaban rompiendo sus cascos, y jinetes con rostros cadavéricos sin ojos. Lo de los cascos era la clave.

El papá de mis amigas de la infancia es muy religioso. Extremadamente religioso. Siempre nos relataba historias sobrenaturales: brujas en cuerpos de guajolotes, animales que eran mitad coyote y mitad caballo, un hombre de piernas muy largas con un sombrero hasta la nariz sentado en medio de un bordo seco, toda la clase de cosas fuera de este mundo que le sucedían. Una de esas historias la hice cuento, por cierto, el que está en la antología española (no es nada bueno, no logré capturar el intríngulis de la historia). A este señor siempre se le subía el muerto, esa era otra de sus experiencias constantes. Su método para alejar el espíritu era rezar: apretar los ojos, relajar los músculos y rezar todos los misterios, los dolorosos, los gozosos, los que sabía de memoria y los que no. Al cabo de un rato, el muerto desaparecía. Simón -así se llama- también decía que si dormías en la posición de un cadáver (los pies juntos, las manos entrelazadas sobre el pecho) era más probable que se te subiera el muerto.

Luego entiendes que lo que le sucedía era mera parálisis del sueño. Que si duermes en la posición de un cadáver es más probable que tus músculos se acalambren y pierdas sensibilidad. Y que la única forma de superar un ataque de pánico es por medio de la calma y el razonamiento.

La alfombra de mi cuarto me salvó de los jinetes del Apocalipsis. Inmóvil sobre la cama, como encadenada, esperé con los ojos cerrados a que los hombres calavera llegaran. Pero de repente pensé, ¿cómo es que escucho los cascos de los caballos si en mi cuarto hay alfombra? Es imposible. Y así, como si nada, como la llave maestra, como el abracadabra, desperté del ataque de pánico. Los jinetes se fueron. Mera lógica, los rezos de la era de la inteligencia.

Mulholland Drive

Alrededor de Mulholland Drive hay muchos mitos. Además, desde luego, del propio que la trama propone: la prueba fehaciente es la lista de diez pistas que David Lynch (director y autor del guión) presenta paralelamente a la trama. La versión más aceptable es que el estudio –los franceses de Studio Canal– obligó a Lynch a producir un método alterno que explicara una película cuyo argumento, sencillamente, era incomprensible: en las primeras semanas de exhibición la cinta provocó pérdidas millonarias a Studio Canal. El otro mito, más bien cierto, es que la película fue concebida en un principio como un proyecto exclusivo para televisión. Cuando David Lynch encontró quien produjera la cinta que él originalmente imaginó, el formato cambió y se hicieron los ajustes necesarios; de ahí que los detractores del filme afirmen que algunos cabos sueltos (como, por ejemplo, la escena de los dos hombres en Winkie’s) son resultado directo de una supuración de personajes que, en una serie de televisión, llevarían cierto seguimiento. En realidad la afirmación anterior puede invalidarse de inmediato al reconocer que la película, aún cuando requiere un mínimo de dos veces para entenderse a profundidad, no tiene un solo cabo suelto: el misterio propuesto se resuelve en varios niveles y siempre con la discreción casi elitista de quien es un cineasta de culto y por ello puede darse el lujo de dirigir una historia complejísima y oscura. Pero jamás absurda o sin sentido.

En realidad no hay un argumento tangible sobre el cual construir la premisa de la cinta. Podría acotarse que la protagonista –una Naomi Watts sorprendente, que actúa mal a propósito y que luego, atada a las exigencias del guión, logra una transformación incluso física, temperamental– es una actriz canadiense venida a menos en un Hollywood banal y a veces tenebroso. La antagonista (la actriz de origen mexicano Laura Elena Harring) es una misteriosa mujer alrededor de cuya identidad gira la primera parte de la cinta. Y luego viene el golpe, el punto sin retorno a partir del cual las diez pistas parecen inminentes, aunque difícilmente necesarias. De hecho, cuando se logra la completa dilucidación de la historia, la lista de Lynch se antoja un mal chiste, un guiño evidentemente burlón para el espectador que espera las respuestas en bandeja de plata. La cuarta pista (“un accidente es un evento terrible, note el lugar en el que ocurre”) parece una bofetada con guante blanco: lo primero es indiscutible y lo segundo, el título de la película. Y en realidad no ayuda en lo absoluto para resolver el misterio. La función de las pistas es, luego de comprendida la cinta, comparar lo expuesto con lo explicado.

[Spoilers mayores a continuación]

 


Mulholland Drive, revelada

Dos pistas son reveladas antes de los créditos iniciales: la cámara sigue los contornos de una cama (sábanas y cobijas que veremos de nuevo, más adelante) y, luego de una respiración entrecortada -¿producto de una ingestión exagerada de drogas, alcohol? ¿una crisis emocional? Las probabilidades son infinitas y, lo mejor, opcionales-, una cabeza parece colapsarse contra la almohada. El sueño comienza.

La anécdota del sueño ha sido explotada por el cine incontables veces y sí, se ha convertido en un cliché. Baste recordar Abre los Ojos, de Alejandro Amenábar y su contraparte hollywoodense, dirigida por Cameron Crowe, Vanilla Sky. La diferencia es que, contrario a la mayoría de filmes apoyados en vueltas de tuerca, Mulholland Drive nunca explica el recurso deliberadamente. A pesar de que en momentos es obvio: cuando Diane Selwyn/Betty está a punto de despertar, el vaquero aparece sin más frente ella y le dice “despierta”. Ello sin contar que la atmósfera de la primera parte –el sueño– es indudablemente inverosímil, casi onírica. El espectador comprende de inmediato que algo está mal: la ingenuidad superlativa de Betty, los personajes acartonados, las situaciones absurdas, los misterios sin resolver.

La verdadera historia, la real, es simple. Se trata del amorío frustrado entre dos actrices: Diane Selwyn y Camilla Rhodes. Gracias a los flashbacks (y cuyo espacio temporal puede inferirse a partir de un objeto que Lynch menciona en las pistas: el cenicero que aparece y desaparece de la mesa) se descubre lo enfermizo de la relación, la insistencia de Diane por continuarla y la resistencia de Camilla, su traición. Después de que Camilla consigue el papel estelar en la cinta The Silvya North Story (pistas 3 y 8: el talento por sí solo no ayudó a Camilla) la ruptura es ya evidente: sostiene un romance con el director, Adam Kesher, y abandona a Diane –quien, para complicar el panorama, ansiaba el rol de Camilla–. Una situación desencadena el trágico final: Camilla invita a Diane a la cena en que anunciará su compromiso con Kesher y la humillación extrema en que se convierte la escena para Diane es luego sufrimiento desmedido: para ella, para quien la invitación significaba quizás una reconciliación. La desesperación la lleva a contratar un matón y, aunque nunca son explícitos, se sabe que es para matar a Camilla. El matón le da una llave azul, “cuando la veas en el lugar que acordamos significará que el trato está hecho”, verla en la mesa (fría, hermética y tonta; una llave que no abre nada pero que encierra un simbolismo insoportable) significará que Camilla está ya muerta. Y la anécdota es circular: la mañana en que Diane descubre la llave en su mesa, y especialmente después de un sueño sobrecogedor, es el final y principio de la historia. Su neurosis, sus demonios, su culpa, el sueño… finalmente Diane no puede con el peso de la situación y se suicida.

El sueño, una vez aceptado que es sueño, tiene mucho sentido y lógica. Roba elementos de la realidad y los mezcla y confunde. Diane se sueña como una idealización de sí misma: la inocente y bondadosa mujer que, en la vida real, jamás fue. La talentosa y amada mujer que nunca supo ser. Idealiza a su amante, le roba su identidad y la sueña como una mujer desprotegida y casi inválida. En la vida real Camilla llevaba las riendas de toda relación, era poderosa, seductora e insidiosa. En el sueño de Diane la razón por la que nunca obtuvo el papel se reduce a una mera confabulación, jamás explicada, de una mafia que insiste, sin razón aparente, colocar a cierta actriz (el nombre de Camilla y el rostro de una mujer vista en alguna parte, que le robó algo más que un papel: la atención mínima y un beso poco inocente de quien Diane ama) en la película de Adam Kesher. Él, de hecho, es un perdedor en su sueño. En la vida real fue su rival y el único ganador. El fajo de billetes (con los que le paga al matón) aparece en el sueño, de pronto, en la bolsa de Rita/Camilla. El matón mismo protagoniza una escena cómica y aparece como incompetente y torpe. La llave simbólica es en el sueño una llave de aspecto peculiar que abre una caja… o nada en realidad, solamente abre o cierra las realidades alternas. La anécdota que le escucha a Adam de pasada en la cena se convierte en otra escena cómica: la de él cuando descubre a su esposa y el limpia-albercas en la cama. Y los rostros que vio en la cena (sin duda el evento que más la afectó): el hombre que luego se convierte en el mafioso Castigliani (por cierto, un cameo del compositor Angelo Badalamenti), el vaquero, la falsa Camilla Rhodes, la madre de Adam/Coco. Todo ello se mezcla magistralmente en el sueño con el inconsciente y anhelos más íntimos de Diane. Y es que es evidente, en su sueño, el amor inenarrable que siente por Camilla: su visita al Club Silencio, las palabras que le dice, la historia entera que le dedica. Al final, Mulholland Drive no es más que una historia de amor.

La cinta de Lynch es también un homenaje al cine mismo: algunas escenas y personajes están construidos especialmente como una respuesta a diversos géneros cinematográficos. El trabajo de un hombre (podría decirse que es una antipelícula, en cierto grado) que conoce la industria fílmica a la perfección.