La otra magdalena

Cuando era chica, mi mamá y yo teníamos una costumbre establecida: después de salir de la farmacia de la tía abuela Guadalupe Real, íbamos a cenar unos tacos con una señora a la que llaman doña Vicky (supongo que su nombre es Victoria, pero no tengo pruebas suficientes) (seguiré en la pesquisa).

Sólo a ella y a mí nos gustaban. Los llamábamos “tacos de aire”, porque eran unas flautas imposiblemente delgadas, con una guarnición que de tan ordinaria sólo parece despertar lástima (col, jitomate, crema, chiles en vinagre y unas deliciosas papas aceitosas y fritangueadas). Eran un placer de los dioses.

Desde siempre, asocié esos tacos con Guadalupe Real. Eran indisolubles: el trayecto de la botica, antigua y obsoleta, a la fondita de doña Vicky.

Un día, doña Vicky cerró el local. Cuatro años después, mi tía Guadalupe Real murió.

Ambas cosas terminaron tajantemente, sin posibilidad de secuela. El platillo (¿podría llamarle platillo a una garnacha tan vulgar?) que más había disfrutado en mi incipiente vida, en la vida del niño que no conoce más sazón que el de su madre y el de la comida rápida. Y mi tía Guadalupe Real, el personaje que ha ejercido la mayor influencia -me atrevo a decir- literaria en mí. Ambos se fueron.

En cuanto a los tacos, supongo que magnifiqué su recuerdo ante la certeza de que no iba a probar otros igual. Es difícil describir en qué consistía su grandiosidad; era más bien una conjunción de elementos (sumados a circunstancias externas: el trayecto por la noche, mis 10 años recién cumplidos, la sensación de la aventura en complicidad con la madre).

He estado en casa de mis papás desde el sábado: nada extraordinario, pero sí edificante. Hace un rato, mi mamá me llamó. Me puse una chamarra, me subí al coche y le pregunté a dónde íbamos. Me confió con otra modulación en la voz: “doña Vicky volvió a abrir”.

¿Es absurdo decir que sentí una contracción en el estómago? No era el hambre, ni el antojo postergado. Era una sensación de nostalgia renacida, similar a la que se experimenta cuando se entra a la casa de infancia, o se encuentra un cuaderno de garabatos extraviado hace tiempo. Lo que sentí, lo que temí casi, fue que dentro de poco estaría cara a cara con uno de los recuerdos sensoriales más intensos de mi niñez. Probaría de nuevo algo que fácilmente tenía 13 años sin comer, y a ese algo se le sumaban otras sensaciones: la inocencia de la infancia, los anaqueles de la botica, mi mamá con mi tía abuela, quien fungió como su madre la mayor parte de su vida.

El local ahora está en una ranchería a las afueras. Allá fuimos, con el temor de que estuviera cerrado. Le dije que por mí no importaba, habría de ir a pie hasta donde estuviera. Y cuando vimos la luz a la entrada, y las mesas de plástico, y mi mamá se estacionó y nos acercamos a la lumbre, escuchamos el chisporroteo del aceite y ambas lanzamos un gritito ante lo expectante, lo añorado.

Me comí tres órdenes casi sin respirar, y el sabor era tal como lo recordaba. Y todo volvió, como en el episodio de Proust con las magdalenas. Mi mamá miró su plato un rato, luego a doña Vicky y le dijo que esos tacos le recordaban a su tía Guadalupe Real.

Recuerdo haber escrito un cuento sobre su muerte: llevaba dos años agonizando por cáncer de mama, y mi mamá la cuidaba a diario. Yo me aparecía de pronto, casi no decía nada; me sentaba frente a su cama, ahora lo entiendo, a verla morir. También recuerdo que ese día llegué a su casona en el centro, y desde que entré al patio tuve la certeza de que estaba muerta. El episodio es similar a los cuentitos del realismo mágico: cuando entré a su cuarto, en el quicio de la puerta, vi que le quitaban los pantalones de su pijama. Creí que me había equivocado, que seguía viva después de todo, pero cuando mi mamá levantó la cara y me miró, supe que sí: estaba muerta.

Cuando digo que su influencia es literaria no lo digo porque ella me hiciera leer, o me hubiera mostrado una puerta hacia la literatura. Lo único que leía era la fecha de caducidad de sus medicinas y las revistas de viaje que le llegaban por correo. Pero su capacidad como personaje era asombrosa: todo en ella era teatral, llevado al extremo, pasado por todos los disparates. Era asombrosa, con una cualidad de malvada y mártir fundida en una sola que hasta hoy a todos nos sorprende: la forma en que la maldad y la bondad aparecían en ella de la forma más natural, sin transiciones visibles.

De todo esto no pienso seguido. Pero los tacos de doña Vicky, como reflejo de Pavlov, me trajeron esas imágenes mentales a la cabeza. El recuerdo y la sensación fueron como atravesar un portal de tiempo: ¿cómo era posible que ahora, a mis 23 años, en el año 2009, regresara tan nítidamente a una etapa de mi vida ya abandonada?

Eso me hace pensar también que, tal vez, el recuerdo habita en un lugar distinto a la mente. En un lugar más accesible, disponible a nuestra existencia, en los objetos más ordinarios. Como con los tacos de doña Vicky, de los que no volveré a separarme jamás.

Farewell, my dear friend

Siempre me acuerdo de Damian en “Boxing day”. Lo imagino con su corona de papel, sentado junto a su amigo Gas jugando videojuegos, su mamá llamándolo para cenar. Lo imagino con su playera de 3 Colours Red, o de Bon Jovi (su gusto culpable), sin zapatos y con boxers de cuadritos. Lo imagino de muchas formas, porque nunca lo vi.

A los 16 años, una de mis bandas favoritas era HIM, ese intento de goth music para chavitas con ideas de marginación. Eran los tiempos de la conexión a internet por teléfono, antes de los blogs y las redes sociales. Yo tenía 16 años, iba en la Prepa Sur, me gustaba HIM: por lógica estaba inscrita en el HIMclub, un foro para fanáticos de la bandita finlandesa de todas partes del mundo.

Ese era el mejor lugar del mundo. El choque cultural consistía en convivir diariamente, en una suerte de Twitter organizado, con chicos de Finlandia, Estonia, Lituania, Luxemburgo, Rumania, República Checa, Noruega, Inglaterra… Me encantaba enterarme de sus rutinas, de su comida favorita, de sus frustraciones, de cómo era ser un adolescente serbio que no habla de conflictos políticos, sino de la borrachera con vodka que se acomodó hace dos horas. Las reglas eran estrictamente amistosas; nadie te llamaba troll, todos te felicitaban en tu cumpleaños, las grandes charlas sobre tu país eran bienvenidas…

Ahí conocí a Damian. Su nickname era NewBornNebula y su lista de bandas favoritas, en su perfil, llenaría tres cuartillas en Word. Era tan tímido, tan retraído, tan inescrutable. Ya no me acuerdo cómo empezamos a platicar, pero a partir de ahí todas mis rutinas en los interents se trastocaron.

No había día que no chateara con Damian por horas. Me llevaba 6 años, vivía en un pueblito al suroeste de Inglaterra llamado Southport, no estudiaba ni trabajaba, era depresivo, dependiente de su mamá, con un amigo gordo llamado Gas que vivía en la casa de al lado… Y, sin embargo, a mí me parecía la persona más fascinante del mundo. Me gustaba que se tomara tan en serio las amistades a través de internet, que me citara para entrar a Messenger a una hora determinada, que viviera a 6 horas de distancia en el tiempo, que le gustara tanto la música como buen inglés, que le temiera tanto a los dentistas, que gastara todo su dinero en conciertos, que amara el puré de papa, que me preguntara por mis papás y mis hermanos, que soñara con viajar a América.

Casi nunca me enviaba fotos, pero me emocionaba que lo hiciera (tenía baja autoestima, por qué no). En mis sueños lucía así:

Como es evidente, estaba enamoradísima de él. Sentía algo inexplicable, bobo e imposible por alguien que probablemente nunca conocería… pero era intenso. Era casi doloroso.

La otra vez encontré un correo que le envié. Fue casi un shock: yo le contaba toda mi vida, y él me contaba toda la suya. Todos esos detalles fútiles que hacen la vida de un adolescente: mis exámenes finales, las conversaciones con amigos, las depresiones inexplicables de entonces, mi cena del viernes pasado, el estado de mi relación parental. Y ante todo él era ecuánime, neutral, comprensivo.

Pero era como tensar un hilo. Su depresión, su codependencia, se hacían mayores si no me aparecía en internet (a pesar de todo, a pesar de que prefería pasar mis tardes en HIMclub, también vivía una vida normal: iba al cine, salía con mis amigos reales, tomaba cervezas afuera de un Oxxo, asistía a conciertos). Sus reclamos velados se transformaban en comentarios pesimistas, en cuasi-amenazas suicidas, a las que yo respondía con palabras exaltadas. Me iba a dormir pensando que tal vez mi sueño de ir a Inglaterra no se haría realidad, que quizás Damian sí estaba en otro plano de la vida al que yo jamás llegaría. Tuve compasión de él, esa clase del lástima por las personas que han dejado de soñar y tener expectativas, que carecen de planes y jamás van a fiestas. Ni siquiera sabía si era virgen (yo también lo era, pero me consideraba joven para tal efecto) y me angustiaba pensar que Damian pasaría su vida en la absoluta soledad.

Al parecer, toda su vida social se desarrollaba en internet. Sus grandes amigos estaban en Tailandia, Finlandia, España, Argentina. Yo sentía celos de todos ellos y pensaba que era poca cosa, que mi vidita ordinaria no ofrecía interés alguno, que Damian preferiría visitarlos a todos antes que hacer escala en México.

Hasta los 20 ó 21 años llevé esta especie de doble vida. Me disculpaba con él si tenía un interés romántico de carne hueso, no le mencionaba si tenía novio, era como si mi infidelidad consistiera en vivir.

Una vez me envió 48 DVDs con cientos, miles de discos de sus bandas favoritas. Es lo más cerca que estuve de él. Ni siquiera tenían su letra impresa (hasta eso lo avergonzaba), así que hizo que su mamá rotulara cada uno con “Lilian DVD 01” y así hasta el 48.

Parece muy tonto ahora en perspectiva, pero después de eso ocurrió el distanciamiento. Él quería que yo le quemara unos DVDs, pero mi computadora ni siquiera tenía quemador. Supongo que nunca me levanté a hacerle el favor, y cuando entré a la universidad ni siquiera me conectaba tanto al Messenger. Dejé de enviarle correos informativos, dejé de saber de él.

Un día, de pronto, dejó de aparecerse. Y todo fue tan natural: su ausencia no era notoria, porque empezaba a conocer a mucha gente a la que veía todos los días, sin depresiones que me deprimieran igual. Ya no pensaba, en ningún momento, que si él se mataba, yo lo haría también. Ya no soñaba con Damian.

No me di cuenta sino hasta un año o dos después, cuando ya no había ninguna forma de volver a ponerme en contacto con él.

Joanna, una amiga finlandesa en común con la que aún platico, me preguntó hace unos meses si no sabía nada de Damian. Y entonces me pegó, me di cuenta de que había dejado de saber de él desde hacía años. Empecé una búsqueda desesperada a través de Google, con todos sus correos, sus cambiantes nicknames, su nombre y dirección, su código postal. Hasta sostuve un carteo regular con su homónimo en Facebook, que me contestó con un decepcionante: “Born and raised in the U.S. state of Virginia, in what’s known as the Hampton Roads area which includes the cities of Chesapeake and Norfolk. Still reside in the city of Norfolk”.

Nada.

Un día, Joanna me dio su número de teléfono. Dijo que lo había encontrado en la guía telefónica de Southport, pero le daba miedo llamar. Me pidió que yo lo hiciera. Pensé que sería fácil, podría fingir un acento y preguntar por Damian de lo más normalmente (con toda seguridad, su mamá contestaría, porque -según él- nadie lo llamaba y por lo tanto no se acercaba al teléfono). Sabría si se habían mudado, si estaba bien, si…

Pero no lo he llamado y la sospecha sigue viva. Si Damian sigue vivo, si cumplió esa oscura promesa que ahora, con todos sus rastros difuminados, parece más real que nunca. Y entonces pienso en lo raro de las amistades fantasmales, en lo mucho que alguien que nunca vi me hizo sentir. En cómo puedes crear algo, una amistad tan real, de la nada. Como si Damian hubiera sido, desde el principio, un mero espejismo.

La verdad, siempre me acuerdo de Damian. No sólo en el Boxing day, como dije al principio del post. Y me pregunto si lo habría conocido en otro universo, si la compatibilidad fue sólo masturbación mental. Y lo único que pido cuando pienso esto es en lo mucho que me hubiera gustado despedirme de él apropiadamente. Decirle adiós, en el idioma que fuera.

Al menos ahora, me queda el único idioma que siempre conocimos: el internet. Me despido de él, resignada a no saber ya de él, con este post.

123

1. Me acuerdo una vez, hace mucho tiempo, que me quedé dormida en el sillón viendo televisión. En la madrugada bajó mi mamá las escaleras y me encontró hecha ovillo frente a la tele prendida. “¿Por qué no te vas a acostar?”, me preguntó, y yo abrí los ojos y la vi en el pasillo, y por un segundo no entendí de qué me hablaba; aún me encontraba en la duermevela, en ese estado donde no se entiende bien a bien qué está pasando, y mi cerebro no lograba comprender gran cosa. La veía pero no sabía quién era, sino hasta que me incorporé, la vi mejor y le dije “ya voy”, y al decirlo tuve la sensación de que no conocía en lo absoluto a esa persona que me miraba, y que esa persona tampoco me conocía a mí.
Sentí miedo.
¿Cómo podría no conocer a mi mamá? ¿Cómo podría parecerme una desconocida en ese momento? A partir de entonces me sentí en otra parte, en un lugar más bien nebuloso donde no soy parte de nada y soy incapaz de reconocer las caras de las personas que he visto toda mi vida. A veces todavía, cuando charlo con ella y le tengo tanta confianza y siento que no hay mujer a la que quiera más en la vida, recuerdo que hubo un segundo en el que me pareció una absoluta desconocida, como si hubiera sido abducida por los extraterrestres, me hubieran borrado la memoria, y me hubieran insertado en la casa de una familia desconocida, a la que no hubiera visto nunca.
Es horrible.
Siempre tengo esas pesadillas donde soy Nicolas Cage en Padre de Familia, y en una realidad alterna despierto como parte integral de una familia que no conozco y tengo que fingir que soy “el papá”, que sé dónde está la repisa de las medicinas, dónde guardan las toallas y cómo se toma el café en esa casa.
Es, se los digo, horrible.

2. Cuando estaba en Buenos Aires fui al MALBA a ver una exposición de Andy Warhol que iba a cerrar en unas semanas. La primera vez que pasé, mientras hacía mi recorrido por la Recoleta con Nicolás, el chileno del que he hablado antes, había una fila enorme que me hizo renunciar a entrar ese día. Fui después, un miércoles por la tarde, y la fila le daba la vuelta a la manzana. Me dije que no había tiempo y, abnegadamente, me formé.
Ya saben eso de que Buenos Aires es la capital de la moda.
Me di cuenta de que tenía frente a mí la fila más larga de fashionistas de la historia: todos los sujetos estaban en sus veintes, tenían peinados a la moda, zapatos curiosos y ropajes excéntricamente combinados. Todos hablaban con su acentito porteño y leían libros de Dostoyevsky mientras fumaban sus Lucky Strike.
De modo que me quedé paradota mientras los veía y conté porteños hipsters en la cabeza hasta que, hora y media después, fue mi turno de entrar.
Lo hice, vi las obras, me reí un poco, fui al baño, regresé, leí cosas, y me salí. Cuando iba cruzando la avenida Libertador, una muchachita me detuvo. Me preguntó si me podía sacar una foto. Puse una cara de vergüenza y confusión máximas, y cuando le iba a preguntar para qué, se adelantó y me dijo que estaba haciendo un proyecto DE MODA para su clase de no sé cuánto y que le había encantado mi atuendo y que por favor, si no me molestaba, le permitiera sacarme una foto. Así que hice mi más logrado intento de una pose (mano en la cintura, mirada al vacío) y la muchacha me sacó la foto, luego se despidió con un beso y se fue dando brinquitos hasta el MALBA.
Fui dios en ese momento.
No les puedo contar en qué consistía mi atuendo porque eso arruinaría la emoción. Sólo sé que canté una canción de los Bee Gees mientras caminaba para tomar el ómnibus (que por supuesto tomé equivocadamente y donde desde luego me humillé ante todos).

3. También me acuerdo cuando fui al pueblecito ese en Chile, Pumanque, con los universitarios católicos. Me hice amiga sobre todo de una chica llamada Valeria, que tenía una relación tormentosa con su pololo. Me gustó que fuera muy sarcástica y que no moviera un dedo para levantar vigas ni cargar ropa, así que hicimos migas ipso facto. Al día siguiente me encontré en el campamento bebiendo pisco con los sujetos mencionados, y una de las muchachas católicas de alcurnia se sentó conmigo, no me acuerdo de su nombre, pero sí que era extremadamente delgada. Me contó que el “líder” de la expedición era su pololo desde hace poco, pero que ella estaba muerta de vergüenza porque desde hacía dos días no se podía dar un baño. Luego, de la nada, empezó a hablarme en inglés. A mí me dio risa y no dije nada, pero luego noté que los chavales ricos tienen la costumbre de ponerse a hablar en inglés por ningún motivo. Mientras estaba con ella llegaron otros tres que se pusieron a charlar en el idioma de Shakespeare con un acento peor que el de Penélope Cruz y de nuevo me sentí en la dimensión desconocida, una dimensión donde no sabía si era mejor llorar o reír.
Afortunadamente, Valeria llegó y me rescató. Era tan mala leche que aún la extraño.

4. Tengo ganas de abandonarme a la actividad física extrema. Cuando era chica canalizaba mi hiperactividad con peleítas con mi primo Juan: nos aventábamos almohadas, nos dábamos de patadas o corríamos sobre el pasto hasta vomitar la comida. También me gustaba poner un cassette de Ace of Base y ponerme a bailar como desquiciada en la sala de mi casa. Esa sensación de hacer algo idiota hasta sudar para después correr por un vaso de agua a la cocina y bebértelo en treinta segundos es algo que realmente extraño. Todavía de vez en cuando me pongo a bailar como estúpida, hasta sudar de veras, pero no es lo mismo: quiero ponerme a golpear a alguien amistosamente, patear objetos y dar brincos por la calle como si me hubiera tomado una pastilla de éxtasis.
Hace poco veía Little Ashes por la única razón de que sale Rob Pattinson, quien a pesar de ser el hombre más guapo del mundo es el peor actor del mundo, y hay una escena donde él -que la hace de Salvador Dalí, por razones incomprensibles- se pone a golpear unas ramas en la playa con el güey que la hace de Federico García Lorca. Ambos se ven muy desquiciados, empujándose y cayéndose al piso y luego levantándose y arrojando cosas y tropezándose contra las olas. Me gustó tanto esa acción que no sé cómo definir… ¿Pendejear acaso? ¿Andar de hiperactivo sin rumbo? ¿Jotear? Da igual.
Tengo ganas de entrar a una casa y destrozar todo. Me sabe mejor que gritarle a la gente y esas cosas.

5. Aunque estuve cerca de eso hace ocho días, cuando fui a la feria del vino y el queso en Tequisquiapan. No sé por qué se me subieron tan rápido las botellas de vino espumoso, o el chiste ese de “vino… chileno… Maipo… merlots” (lo malo de las bromas internas es que cuando uno las quiere exteriorizar ya no funcionan igual), pero el caso es que amanecí con quemaduras de segundo grado, moretones en las piernas y una vaga sensación de haber estado tirada en el pasto mientras escuchaba a unos muchachos cantar unas canciones de un grupo que odio.

6. Quiero perderme en estos ojos:

Escuchando: Yeasayer: O.N.E.

Random thoughts for Valentine’s Day – 6 months later

A veces siento que decir “Eternal Sunshine of the Spotless Mind es una de mis películas favoritas de todo el puto mundo” es asquerosamente demodé. Por Alá, es tan 2004, es tan “Güey, Michel Gondry, ¿viste su video de Björk? ¿Lo viste? Güey, es lo más”, es tan lugar común, tan todos la vimos y la amamos, tan no-indie, tan no-rara, tan no-de-culto precisamente por haberse convertido tan-de-culto. Escribir de ella me provoca la misma incomodidad que me provoca decir que también amo Fight Club, porque es la película favorita de toda una generación y casi siempre, de forma invariable, está en los perfiles de Blogger de una centena de sujetos.

Pero debo hacerlo. Siempre que la veo me conmuevo y lloro. Siempre termino pensando en esa idea tan bella de volver a hacerlo todo, sabiendo que terminará mal. A veces creo que la idea original de Kaufman, esa semilla brillante desde la que construyó toda la historia, no era la posibilidad de borrar a una persona de nuestra vida. Creo que su pensamiento original, su idea hermosa, era esa resignación poética ante la disyuntiva metafísica de volver a hacer las cosas que hicimos en el pasado, aún con la certeza de su fracaso.

“Si pudiera hacerlo todo de nuevo, si pudiera volver el tiempo y conocerte, lo haría todo igual”. Creo que la única forma de ilustrar esa situación hipotética, para él, vino en la forma de Lacuna Incorporated: si borráramos a una persona de nuestra vida, si la conociéramos de nuevo, y si después de conocerla aprendiéramos de nuestra propia voz, de nuestra propia experiencia grabada en un casette, que esa persona llegará a cansarnos, que la relación se tornará hostil, contaminada e hiriente, que todo terminará mal… ¿seguiríamos adelante? Es tan bello pensar que Clementine y Joel, dos tipos totalmente ordinarios, aburridos, llenos de fallas y manías y vergüenzas, tan rotos como el resto de la gente, deciden hacerlo.

Me gusta mucho este diálogo. Es tan simple y tan poderoso al mismo tiempo. Resume la aceptación de algo que terminará mal, pero que se sabe feliz, mientras dure.

Joel: I can’t see anything that I don’t like about you.

Clementine: But you will! But you will. You know, you will think of things. And I’ll get bored with you and feel trapped because that’s what happens with me.

Joel: …Okay.

En la vida real no tenemos la posibilidad de saber qué pasará en el futuro, cómo resultarán las cosas con una persona, y sin embargo… ¿No decidiríamos hacerlo de todas formas?

La otra idea que me gusta mucho en la película es la subtrama de Mary Svevo y el Dr. Howard Mierzwiak. Creo que habla del destino. No importa que te borres de la cabeza a una persona, si todo tu ser, tu historia de vida, las cosas que te gustan, la forma en que te relacionas, y además esa persona precisamente, lo que es, lo que significa, lo que hace en ti… si todo eso conspira para que te enamores, lo hará siempre, una y otra vez. No podemos escapar a eso.


Enamorarte una y otra vez de la misma persona, ¿no es eso algo muy bello?

Mi amigo Billy

Cuando estaba en Buenos Aires conocí a Billy (o Guillermo Alén, un nombre que será muy importante en unos años). Puedo decir sin reservas que él fue mi mejor amigo en el tiempo que pasé allá. Lo recuerdo siempre en nuestros paseos por las calles hermosas, calurosas y amplísimas de Buenos Aires. No nos vimos mucho o, en todo caso, supongo que menos de lo que creo. Pero todas las veces charlamos durante horas, ininterrumpidamente, de cualquier cantidad de temas posibles. Fuimos al teatro, en la calle Corrientes como es debido, una noche lluviosa después de cenar en el “comedero para estudiantes pobres”. Intentó llevarme a muchos sitios que, según él, eran excelentes para comer. Siempre que llegábamos estaban cerrados. Luego de pasar un fin de semana en Iguazú, me dijo que me había puesto más bronceada. Me llevó, eso sí, a las mejores empanadas argentinas. Yo me empaché unas siete y me bebí a grandes tragos una Quilmes Stout mientras lo escuchaba hablar de literatura, sobre todo, y pensaba: qué tipo tan interesante, podría pasar horas escuchándolo.

Otra tarde le dije: “¡Deberías ver a un tipo que comenta en mi blog! ¡Muy lúcido! Se hace llamar El Profesor”. Billy se rió y me dijo: “Che, pero si soy shó”.

En fin. Nos la pasamos muy bien. Le confié muchas cosas al calor de unos tragos maricones con bebida energética y licor de melón, que no me pusieron ni tantito borracha, a pesar de que luego le sumé varias cervezas, esas cervezas que los argentinos beben en unas botellas gigantescas de ¿un litro? ¿Dos? Luego corrimos de vuelta a Corrientes con Junín, donde me quedaba, para hacer mi mochila y tomar un taxi a Aeroparque, pues partiría al Calafate. Eran las cuatro de la mañana y la ciudad estaba dormida pero, al mismo tiempo, nunca tan despierta como entonces.

Sé que de haber recorrido Buenos Aires sola no la habría encontrado tan hermosa y, a la vez, tan hermética. Sobre todo porque Billy, como buen argentino, la ama y la odia con la misma intensidad. Vive su propia ciudad, en cada poro y en cada parabús y en cada pedazo de césped.

Buenos Aires, ah, Buenos Aires… qué te puedo decir. Buenos Aires es como una amante mala que me trata como a un gusano en verano, y en otoño me abraza y me dice que me va a amar por siempre. El invierno es una prolongación de eso, con más bufandas. La primavera es cuando empiezan a verse las grietas, discutimos por cosas boludas como qué video llevar en el Blockbuster o si pedir chino o no, yo empiezo a sospechar que sale con otros, las cosas se entibian. Verano, y vuelta a empezar.

Es mala, sí… pero es mía. Y yo soy suyo. Y ella lo sabe.

Ahora que estoy acá, mantenemos el contacto con correos esporádicos. Le decía que cuando él sea un escritor laureado y yo me quede en el intento, algún editor holgazán hurgará entre nuestra correspondencia para rellenar las novedades primavera-verano 2034. Él me respondió que le hace gracia cómo todos los aprendices de escritores sueñan con los “volúmenes compilatorios de las cosas que escribíamos mientras estábamos en el baño y las conversaciones completamente ociosas que tuvimos y que no deberían interesarle a nadie”.

Pero le pregunté si podía reproducir algunos párrafos y me dio todo el permiso, porque “lo que escribo para vos es tuyo”.

Hablábamos la otra vez, por ejemplo, de Montevideo. Ya se sabe la relación Buenos Aires-Montevideo, pero Billy fue el primero que me hizo notar lo pasivo-melancólico de la ciudad. También, gracias a él, pude notar la enfermiza y dependiente relación de los uruguayos con el mate.

Montevideo es eso que decís: una ciudad tristona, preciosa y alejada del mundo. Una especie de hermana menor de Buenos Aires, la rara de la familia, la loca del altillo. Igual de antigua y venerable pero olvidada, abandonada, paralela. Todo barrido por el viento, silencioso, medio desierto. Con más librerías increíbles por metro cuadrado que ninguna ciudad que yo haya visto, incluyendo Buenos Aires. Cada vez que voy, vuelvo más enamorado de Montevideo; si no estuviera tan caro meditaría seriamente liar el petate e irme a vivir un año allá, a ver si aguanto la vida en cámara lenta y el miasma melancólico o sucumbo a la indolencia, me agencio una linda uruguaya que me cebe mate y no me voy nunca más.

Luego me contó una anécdota increíble sobre Borges y Casares. Resulta que Billy trabaja en una librería de viejo hermosa, en Junín a la altura de la Recoleta, donde han comprado primeras ediciones de verdaderas joyas (ahí fue donde me mostró la primera edición de Los lanzallamas, de Arlt) y otras rarísimas y bellas del Quijote, por las que los coleccionistas pagan millonadas.

…Le puedo mostrar el folleto que tenemos en la librería escrito por Borges y Bioy Casares sobre las ventajas de la alimentación láctea que hicieron por encargo de una compañía lechera… El encargo era tan ridículo (y su necesidad tan grande) que Bioyrges decidieron no sólo defender sus ventajas, sino proclamarlas a pleno pulmón, con muchas referencias históricas y clásicas de dudosísima autenticidad y gran cantidad de científicos y experimentos delirantes que sólo existieron en su imaginación. Absolutamente desopilante.

Luego la cosa se pone apocalíptica y brillante y enciclopédica y erudita:

El otro día pensaba, justo… Todos los futuros locos que se imaginaron que íbamos a estar vestidos en papel de alumino con autos voladores, y al final somos los mismos boludos de siempre, pero con un aparatito negro en la mano, que con apretar unos botones nos abre toda la información acumulada y amasada por los siglos. No podía ser la república platónica, la ciudad celeste de San Agustín, la utopía de Tomás Moro, o aunque sea el Götterdämmerung o el paraíso a vapor y sin clases de Marx… No. De todas las utopías posibles, justo nos tuvo que tocar la de Diderot…

Pero sobre todo, y en mis momentos más oscuros, que abundaron en Buenos Aires (donde permanecí varios días sin “guita” y supeditada a los caprichos de la burocracia bancaria, por contar mis pesares más comprensibles), Billy siempre era aire refrescante, una voz luminosa que me sacaba del marasmo. Así que, haciendo mi autoestima un lugar más habitable, me quedaré con la percepción (naturalmente, equivocada) que tiene de mí:

Es una agradable y divertida mexicana ligeramente fashionista que conoce los códigos, pero no se los toma en serio, que sabe que es bonita sin ser un misil, y que no tiene mayores complicaciones familiares, sentimentales, ni nada…

*Pausa para pensar “Ajá, sí, claro” y luego continuar*

***

Un bonito deseo sería tener la alegría de conversar a diario con Billy. Tal vez en el futuro, si vivo una temporada en Buenos Aires. O él una en el DF. O ambos en París, o en Londres, o en Helsinki. La imaginación lo hace todo posible.