Hagamos una película de narcos, debió pensar Oliver Stone. Hagámosla realista. Habrá descabezados y mensajes intimidantes, como en los cárteles. Sangre. Explosiones. Persecuciones. Hackers que hackean golpeando furiosamente un teclado. Habrá humo de marihuana y entonces la cámara se alejará, la imagen se distorsionará, nuestros actores pondrán ojos de beatitud, sumidos en la pacheca, como en la vida real. Además, como es de narcos, tendremos a Demián Bichir y a Salma Hayek. Y a Benicio del Toro, que no es mexicano, pero qué bien le salen los mexicanos (piensa Oliver Stone). Y sexo, sexo desenfrenado, sexo entre tres incluso, pero como un acto de amor. Todo eso tendremos.
Pero Savages, cómo pudo anticiparlo Stone, es un fracaso. Parte de una anécdota que por sí sola es poco verosímil (chavos fresas en Laguna con negocio sustentable de marihuana enfrentados a un cártel poderoso) y luego pretende desenvolver el conflicto como si éste fuera posible, como si dos chavitos que fuman marihuana recreativamente pudieran enfrentarse –tener la oportunidad de hacerlo– contra un cártel sanguinario.
Pero veamos: Ben y Chon son dos amigos californianos que surfean (porque son californianos, qué más) con la idea grandiosa de cultivar semillas de cannabis provenientes de Afganistán y comercializar su propia marihuana extra potente. ¿Pero cómo? Uno es ex miembro de la armada SEAL y el otro estudió negocios y botánica en Berkeley. Fácil. Donde uno tiene cicatrices protuberantes y wargasms en lugar de orgasmos, el otro enseña a leer a niños en África. Su negocio está tan exento de violencia que parece iniciativa verde, como un Starbucks de la ilegalidad.
Ophelia (Blake Lively, interpretando a Blake Lively), O, es su amante compartida. Los tres viven la California de sus sueños hasta que el Cártel de Baja les propone una asociación, que rehúsan. O es secuestrada. El Cártel de Baja les manda mensajes por mail, en letras gigantes, rojas y con caritas felices. Cada que llega un nuevo mensaje, suena la tonadita del Chavo del Ocho. En el primero hay unas cabezas –nunca se dice de quiénes. ¡Miren estas cabezas decapitadas!, parece decir el Cártel. ¡Miren qué malos somos! Excepto que Oliver Stone desestima, en todo su barroquismo sanguinario, la lógica elemental de una organización criminal.
Ahí es donde Savages, además de churro dominguero, es deshonesta. Retrata la violencia del narco (decapitaciones, torturas), asumiéndolos como los salvajes que, en su infinita hipocresía, se escandalizan con el mènage a trois de los gringos, pero termina presentándolos como una bola de pendejos. Eso son para Stone: mandan mensajes violentos con imágenes de víctimas, que sin embargo no son las víctimas de los receptores del mensaje. Además, los mandan por internet. Por internet. Lo tecleo de nuevo: por internet. Con tonaditas del Chavo del Ocho.
Savages es, además, obsoleta. Pensé que ya habíamos superado la idea folklórica de la reina de cártel. Pero no. Y para que quede claro: se llama la Reina Roja. Y es Salma Hayek. Hablando spanglish, usando pelucas, viendo películas de Pedro Infante. Un cliché. Si a Oliver Stone le interesa tanto el narco, si respeta el tema tanto como pregona, ¿por qué no se molesta en inventarse un jefe de cártel creíble, duro, estratega, curtido, desalmado hasta donde es necesario, un hombre que ha perdido todo y lo ha creado de nuevo? Podría inspirarse en este perfil del Chapo Guzmán, Cocaine Incorporated, en la revista de The New York Times. Hay más cinematografía en un párrafo de esa pieza periodística que en 131 minutos de Savages.
Podríamos pedirle verosimilitud a Stone. No la hay. Una rehén sin importancia pide hablar con la jefa del cártel y se lo conceden, vaya, hasta termina cenando con ella. Por tanto, no podemos pedir eso. Pero tal vez podamos pedir seriedad.
Alejandro Hope, uno de los expertos que han estudiado más a fondo los intríngulis del crimen organizado y el narcotráfico, ha hecho estimaciones de los ingresos del narco: la conclusión es que es imposible saber a ciencia cierta cuánto dinero mueve el narco, tanto en distribución como en mercados dentro de Estados Unidos. Entonces, ¿por qué Stone afirma con tanta soltura que la economía de México depende por entero del narco? Y entonces, si es como Stone cree, ¿por qué la jefa de un cártel tan poderoso se lanzaría contra un par de comerciantes indie que, además, sólo venden marihuana? Seguramente Stone, en su investigación, aprendió que los ingresos por exportación de cocaína son más del doble que los de marihuana, según esta presentación, también de Hope.
El narco no es un tema menor. Lo peor: es un tema fascinante, con cientos de aristas. Una sola nota de un caso relacionado al narcotráfico da para trama de película, como ésta que acaba de aparecer en El Universal. Pero no. Stone se basó en una novela y creyó con esto retratar al fin lo que es el crimen organizado, incluido el agente de la DEA corrupto (John Travolta, indigestándose con comida rápida en cada escena en la que aparece).
Al final, Savages desperdicia sus recursos. Menosprecia a sus actores: la única escena donde Bichir aparece realmente es una donde trae el ojo medio salido, Emile Hirsch la hace de un analista financiero/ciclista que, sorprendentemente, nunca se desprende de su atuendo de ciclista y Sandra Echeverría es un adornito nada más. El contexto, en Savages, se vuelve prescindible: hay una vaga mención de las elecciones en México y un jefe del narco, El Azul, con un Joaquín Cosío al que no permiten explayarse. Sin contar el final, que arranca las carcajadas.
Si Stone quería hacer arte donde las telenovelas colombianas han transigido, falló. En su épica digna de Galavisión, como siempre, los mexicanos son los malos y los gringos son los buenos. Pero si buscaba ridiculizar un tema que, en sus cifras más laxas arroja 60 mil muertos en un sexenio, triunfó. Por supuesto, el suyo es un triunfo vergonzoso.