Bromeaba el sábado: leí en una TvNotas que una actriz embarazada se mudó a Los Ángeles porque su papá muerto se le apareció en un sueño y le dijo que en el DF habría un gran terremoto del que no sobreviviría.
En eso, se fue la luz. Estábamos en la fila de la dulcería del Cinépolis Universidad un sábado a las siete treinta de la noche. Antes, al caminar del estacionamiento al cine que es como una torre altísima encima de la plaza, las grandes cantidades de gente me subieron el pulso. Parece que la agorafobia (que es el miedo al miedo o a padecerlo en situaciones de riesgo) se confunde con la enoclofobia (que es el miedo a la gente). Entonces, ¿cómo? ¿Enoclofobia? Pero, mientras caminábamos, también recordamos que las grandes multitudes de un concierto o un festival no resultan jamás molestas; entonces, esta enoclofobia repentina era más bien una cosa pretenciosa, de último momento.
Luego, dije, se fue la luz. Y en la oscuridad nerviosa, A: ¿Supieron que tembló hace poco? Entonces, sin mediar grandes procesos mentales, pensé de golpe en todos los escenarios catastróficos posibles: la actriz de la TvNotas volaba en mi mente, chocando con el temblor que ocurrió y no sentí, y también con mis recuerdos sobre los temblores, y con mis lecturas obsesivas sobre el terremoto del 85 y con la sensación que siempre imagino de sorpresa y terror, la idea del temblor que pasa cuando nadie se lo espera, en medio de todo y de nada, y que en su rapidez es fulminante. Es cierto también que las circunstancias me hacían particularmente susceptible a caer en la paranoia; de hecho, es probable que éstas fueran las únicas causantes del moderado ataque de pánico que me invadió en la fila de la dulcería del Cinépolis.
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El primer temblor que sentí en serio fue el de la influenza, abril de 2009. Una vez me quedé de ver con mi papá en el centro para comer, y la ciudad estaba vacía. Caminamos cuadras y cuadras intentando encontrar un restaurante abierto (Ebrard acababa de dar la orden de cerrarlos por alerta sanitaria), y además hacía frío y las calles desiertas del centro de la Ciudad de México a la hora de la comida de un día cualquiera fueron lo más apocalíptico que he visto en mi vida. Y la paranoia generalizada, claro. Las compras de pánico, la escasez de jabon antibacterial. Una tarde, estaba en mi departamento de la Juárez, en un cuarto piso detrás de un pasillo con reja y candado, con la computadora en las piernas, cuando tembló. Fuerte. Los candelabros de la sala se mecían. Abrí la puerta y vi a mis otros vecinos detrás de la reja y les dije: está temblando y ellos se rieron nerviosos y esperamos ahí. Abajo, la gente lloraba. Creo haber leído que una señora se murió de un ataque cardiaco. Era miedo con miedo. Lluvia sobre mojado. Un temblor que otro día habría sido más irrelevante, ese día se sintió con el estómago. Pero, no logró inocularme el miedo a los temblores.
Luego estuvieron los temblores de Chile, que ya conté aquí y aquí. Empecé a respetarlos y temerlos. Los entendí más: el ruido que hacen, ese rugido como de excavadora -que en la ciudad es indiscernible. Un folleto chileno: los terremotos no matan; matan las estructuras en las que la gente se queda atrapada. Antes de sentir un temblor, es común pensar que sería interesante vivir un temblor. De lejos, la experiencia tiene encanto y peligro. Se temen hasta después.
Luego, el temblor de marzo de 2012. La oficina en que trabajaba en la Roma está en un edificio cuyos dos últimos pisos se cayeron en el 85, nos contaban con candidez. Siempre que pasaba un camión, preguntaba: ¿Está temblando? Pero ese día, nos miramos, nos reímos nerviosamente y dijimos: está temblando. Aún todos los de la oficina nos reunimos en la recepción, riendo con torpeza, cuando el tirol empezó a caerse de las paredes, y se nos ordenó subir a la azotea, lo cual hicimos ya francamente asustados, entre grititos. Arriba había mujeres llorando. En la azotea de ese edificio viven los cuidadores, una pareja ya grande; la señora abrazaba a su nieta, que se tapaba la nariz y la boca con las manos, viendo nerviosa a todos lados. Hubo un momento en que nadie dijo nada. Tal vez el temblor ya se había acabado, pero el edificio se quedó tambaleando como un columpio. Y en el silencio, me pareció posible que se desplomara. Lo sentí visceralmente. Sentía ya el vértigo de la caída cuando el piso se desmoronara. Fueron segundos de terror absoluto. Sabía que pronto sentiría lo que sintieron los del 85, ese momento de terror e incredulidad, el accidente inesperado. Pero, no sucedió. Sólo quedó el miedo inoculado.
El sábado, también por la paranoia de la sustancia, pude ver cómo en el temblor se caían partes de la escenografía Cinépolis y en la oscuridad la gente gritaría, habría pisotones, caídas, empujones, violencia, las larguísimas escaleras eléctricas colapsadas, el caos total. Y sería peor en nuestra situación. El corazón me latió tan fuerte que luego el pecho estuvo doliéndome; sudé frío, apreté los puños. Pero sonriendo. Intentando calmarme con la lógica hablada, con el comentario tranquilizador inseguro, hasta con las quejas ramplonas, qué terrible cine es éste, y cuánto nos choca pero no había función en otro, y ojalá pudieran cobrar sin la computadora, y pensando: la Coca-Cola me hará bien. Pensando: cuando imaginas un accidente con claridad antes de que suceda, lo cancelas. Lo imaginado nulifica lo repentino. Estas cosas son terribles porque son sorpresivas y esto ya dejó de serlo. Tengo maestría en salvarme y salvar a los demás del malviaje, el miedo, la angustia repentina; es un talento que no me ha resultado inútil en la vida.
Vimos The Master. La sala estaba atascada (es un error ir al cine en sábado). El tipo que estaba sentado junto a mí cambiaba de posición, se jalaba el pelo, revisaba su celular: estaba aburridísimo y ansioso. Es terrible ver una película como ésta en esas condiciones (ay, y las risitas del público cuando alguien dice “pene” o “vagina”, muestra de nuestra grandeza como sociedad). A la mitad de la película, el suelo empezó a vibrar. Pensamos que estaba temblando y en la ansiedad es posible que hasta algunas palomitas salieran disparadas. Pero luego pensamos que era la sala 4DX, que está al lado. Así, estado de tensión absoluto sin descanso (ideal para ver películas de Paul Thomas Anderson).
En la noche soñé con catástrofes. La sensación no me ha abandonado hasta ahora. Reaviva un miedo reciente: el gran terremoto de la Ciudad de México. La gran sorpresa.
Joaquin Phoenix me tuvo.
Probablemente el único tipo de miedo que en Buenos Aires no es posible conocer.