De aquí originalmente.
—
No se puede adaptar Anna Karenina al cine y triunfar. En el intento está la derrota: ninguna adaptación (que es también una mutilación) puede contener la inmensidad de la novela. Así, todas las versiones estarán defectuosas, se convertirán en resúmenes torpes de una sucesión de hechos, perderán el genio de Tolstoi, su descripción exhaustiva de la psique de cada personaje, la materia verdadera del libro.
Joe Wright, que ya ha sorteado otras adaptaciones literarias con buenos resultados (Atonement, Pride & Prejudice), no pretende interpretar aquí la novela -ni siquiera lo intenta-, sino ofrecer una versión distinta de las versiones cinematográficas que ya existen de Anna Karenina. Con esta idea, se regodea en su medio para llevar el texto literario a una sala de teatro que en realidad es un cine: un juego de espejos que, en su ingenio, busca la representación alegórica.
La presentación es potente:Anna Karenina, el peso de estas dos palabras, en tipografía de tapa de libro (piensas: la portada de una edición vieja). La música de Dario Marianelli, inspirada en vals rusos de la época. Un teatro vacío, las butacas apiladas como escombros. Cuando el telón sube, el espacio reducido del escenario se convierte en el ambiente en que se desarrollará la historia (parte de la historia). Gracias a esta triquiñuela, Wright puede permitirse muchos juegos: la primera secuencia, como en la novela, se concentra en Oblonsky, comic relief brillante, en cuya presencia la obra adoptará siempre características de comedia. Aunque la prestidigitación de Wright se basa en el uso abierto de la logística del teatro, las puertas que se abren y la escenografía que se superpone, aprovecha las ventajas técnicas del cine (la edición) para presentar a Anna, a quien sus doncellas visten, concentrando la mirada en sus largos dedos llenos de anillos: una mujer bella, que se admira en la distancia, como a una estatua. Desde aquí hay un apego estricto a ciertos detalles de la novela, pero una experimentación en el modo de contar la historia, y en estos radica el éxito y el fracaso de Anna Karenina.
(Premisa obligatoria: Anna viaja a Moscú desde San Petersburgo, donde vive con su marido Karenin, un viejo y mustio funcionario, para convencer a la esposa de su hermano de que perdone sus infidelidades; allí conoce al Conde Vronsky, un casanova que la persigue y la enamora; paralelamente está la historia de Levin, un terrateniente de integridad inexpugnable, atormentado por sus reflexiones sobre la vida y la muerte, que llega a Moscú a pedir la mano de Kitty, concuñada de Anna, enamorada de Vronsky. Los destinos de Anna y Levin no se tocan, son caminos centrifugados por la misma fuerza que corren en sentidos distintos.)
El uso de la música diegética, con músicos que atraviesan el escenario mientras tocan sus instrumentos, subraya la representación (y enaltece lo que de por sí, en imágenes, es muy bello). Y en el orgullo que Wright toma de su habilidad para convertir y trasladar, está la exhibición y la crítica: el teatro invita a un diálogo con el espectador, que al asistir a esta rica puesta en escena, se convierte en un personaje de la aristocracia rusa. Aunque en este rol pasivo habría una distancia, la historia se vuelve más clara: hay que mirar a Anna desde cierta comodidad moral, asistiendo a su destrucción lo mismo con desdén que con zozobra.
El concepto es enérgico cuando los barrios bajos de Moscú son situados en las barracas de los tramoyistas, entre tinieblas, como si lo que sucediera en la pobreza fuera demasiado incómodo y terrible para el espectador y debiera permanecer oculto, separado. O en la recepción de la princesa Betsy, donde todo adquiere un cariz excesivamente falso: una farsa.
Todo el día tuvo la impresión de que estaba interpretando una comedia en compañía de unos actores mucho más dotados que ella y de que su mala interpretación echaba a perder la representación.
Anna Karenina
Cuando Levin decide volver al campo y se cruza con Anna mientras caminan en direcciones opuestas, sin verse, como es típico en los espacios superpuestos del teatro, la idea de Wright alcanza su altura más alta: la enorme tierra rusa, su paisaje nevado e infinito, se vuelve real. Levin no pertenece al mundo falso de la sociedad moscovita, sino a otro más auténtico, lleno de dudas y búsqueda: él, por tanto, puede tocar la nieve, que es material, física (es interesante contrastar los momentos en que Anna descansa con Vronsky en un bosque: esencialmente hay escenografía, pero al volver la mirada al cielo, los árboles reales mecidos por el viento son como un resquicio de esta realidad que ella busca desesperadamente a través del amor). Baudrillard, en Simulacra & Simulation, diría que la parte que se desarrolla en el teatro es un simulacro, mientras que la historia de Levin en el campo es una simulación: el primero ya no tiene un signo real, el segundo imita lo real: esa nieve dentro de la parte realista no es real de todos modos (es una representación de la nieve en una pantalla de cine).
De tal manera, hasta los diálogos recitados con un perfecto acento inglés tienen un sentido profundo dentro de la representación: contribuyen a la ilusión de la ilusión.
Con una construcción teórica tan acertada, Anna Karenina no se libra de cometer errores, y estos resultan más notorios y decepcionantes después de la promesa ofrecida. El brío con que empieza se diluye cuando no es capaz de seguir, con sus propias limitaciones, el ritmo vertiginoso de la novela: en su intento por abarcar todos los eventos relevantes, pierde consistencia. Para alguien ajeno al texto, los momentos culminantes tienen algo de equívoco, pues no siguen la lógica de la narrativa cinematográfica (Anna en su “lecho de muerte”, pidiéndole perdón a Karenin, podría ser un final lógico). Y en el argumento se pierde el verdadero drama de la elección de Anna (y de la búsqueda de Levin, quien permanece como un mero personaje secundario). No hay forma de explorar la lenta devastación de una mujer que lo ha perdido todo y que poco a poco, vencida por los celos y el dolor de no ver a su hijo, el único ser humano al que ama de manera absoluta, se cierra en sí misma hasta una especie de locura. Es difícil atisbar este tormento en la película, que no parece tratar de entender a Anna (siempre queda como esa estatua que se admira de lejos), de modo que su muerte bajo el tren, cuya figura tiene tanto peso, es un suceso cantado, esperado.
Ya antes, Keira Knightley ha brillado bajo la dirección de Wright. Aquí no decepciona, es convincente en el dolor y la pasión (es muy bella su primera aparición, exclamando “¡Stiva!” con una candidez que se va apagando progresivamente), aunque en esta última se tope con una pared: entre ella y Aaron Johnson no hay química. Nada. No está la tensión sexual que tenía con James McAvoy en Atonement, o la ternura desmedida con Matthew Macfadyen en Pride & Prejudice (que aquí es brillante y comiquísimo interpretando a su hermano). Tal vez toda la culpa caiga en Aaron Johnson, demasiado joven para interpretar a Vronsky y ni de lejos tan buen actor como el reparto que lo acompaña: las loas se las lleva Jude Law, que captura con miradas y sutiles entonaciones de voz el carácter santurrón de Karenin, un hombre convencido de su superioridad moral pues ésta, sin cuestionamientos, discurre de acuerdo a las reglas marcadas por la religión. A veces, esta mojigatería es subrayada hasta lo burdo:
Otra gran actuación es la de Domhnall Gleeson (uno de los hermanos Weasley en Harry Potter), a quien le toca el papel más difícil; sin embargo, logra transmitir el tormento, la incertidumbre y la emoción genuina.
Al final, ¿qué sucede con Vronsky? ¿No merece el espectador un vistazo a su reacción a la muerte de Anna? ¿Cuál es la reflexión de Levin en la escena de arriba? Lo que sucede es que no hay tiempo, han transcurrido ya dos horas y no queda mucha cancha para resoluciones satisfactorias. Todo lo que emocionaba de Anna Karenina, la novedad y la fuerza que ofrecía, se precipita en un final deslucido. Su destino se parece al del romance adúltero en las promesas formuladas. Pero es bello abandonarse a esa emoción inicial.