Hay que ir a Estados Unidos. Hay que empaparse de su cultura: revolcarse en ella. Hay que ir, a veces, y ver de cerca todo lo que ves de lejos, aquí, en una tele, un cine, en una revista, en internet. Hay que ir y prender la televisión y sentir una extraña incomodidad, una inquietud que no sabes de dónde nace, y entender luego, caminando por las calles, por los Walgreens y los 7-Elevens, que es la obsesión por los precios, por el precio más bajo, por el 9.99, por el catorce pequeños pagos de cuarenta dólares cada uno, por el dólar y los centavos. Hay que hablar con los gringos. Sentir y querer y agradecer y luego cansarse de su amabilidad, de su acento de entrevista de televisión, de su -lo dijo bien J ayer- condescendencia. Son buena gente, los gringos. Son gringos.
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Estuve en Chicago, por la revista, pero fue un viaje muy distinto de los otros, más rico, más complejo, más divertido incluso. Digamos que ‘me alivianó’. ‘Me sacó del track‘. Me dio un descanso de todo. Estuve en otra parte, con otra disposición mental (lo que sería el ‘frame of mind’). Además, iba a Chicago. Chicago era la protagonista. Chicago y su arquitectura (y también, para otro texto más adelante, su comida). Los edificios y los hombres detrás de ellos. El trazo de la ciudad y los hombres que lo concibieron. La historia de la ciudad. La gente que la ha habitado. La gente que todavía la habita. Los indigentes de Michigan Avenue. Los meseros de la calle que llaman The Restaurant Row. Los niños que se mojan en una fuente de Millennium Park. La gente que sale a comer y beber una copa. Las calles limpias, arregladas, amplias. Las chicas de turismo, que ven a Chicago no como la ciudad en la que Al Capone alimentó su mafia sino como ‘esa ciudad linda que lo tiene todo’. No le das la espalda a tu pasado violento, caótico, de divisiones sociales. Hubo un tiroteo días antes de que llegara, en un barrio de personas mayoritariamente negras. En el Chicago Tribune que luego leí, en primera plana, estaba la historia del niño de tres años que recibió un balazo en la mejilla, que sobrevivió, que era el rey del hospital, que nunca quiso quitarse sus tenis Nike.
Me dieron un día libre. Vi a Pau, mi amiga de la prepa que vive allá, y a Emilio (cuya bella prosa no recordaba, aquí), y conocí a su novia, y charlamos en el bar universitario de Hyde Park, por donde además caminamos en una tarde perfecta que se desvanecía sobre el lago. Al volver al hotel, no quise entrar sino caminar por las calles desiertas de la madrugada; el viento me envolvía, me golpeaba también, el recordatorio persistente de la windy city que está en medio de una planicie, con las corrientes fuertes del lago Michigan desde el este. Fue una despedida de los edificios del downtown, esas moles altas de metal y vidrio que impresionan y marean y que tal vez no sean la esencia verdadera de la ciudad, pero sí una prueba de la mano majestuosa del hombre, de su ambición y deseos de inmortalidad. Ya había escrito antes un par de apuntes sobre Chicago, cuando la visité hace tres años (esto y esto), pero es cierto que las ciudades, como las personas, pueden no conocerse una primera vez, sino que permanecen inmóviles dentro de ti como un germen que luego crece y explota y se hace vivo. Al fin atisbé Chicago. La entendí un poco. La entendí en su grandeza y naturaleza inabarcable y también en su imposibilidad de ser comprendida.
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Busqué allá, primero sin éxito, The Plan of Chicago, Daniel Burnham and the Remaking of the American City, de Carl Smith, en parte para el texto que debo escribir, y resultó que Emilio lo tenía y me lo regaló. Leí los primeros capítulos en el avión de regreso. For some time, visitors’ accounts had claimed that the best way to describe the city was to deem it indescribable, dice en una parte. El estado de la ciudad antes de que mentes visionarias como la de Daniel Burnham se encargaran de reconfigurarla me recordó al del DF hoy en día, la ciudad con la que mantengo el romance más atormentado que he tenido. Pienso entonces que hay esperanza. Que un buen proyecto de estructura urbana puede salvarnos de esta ciudad. Los hombres de entonces pensaban que just as a bad urban environment brought out the worst in people forced to inhabit it, a grand one that expressed the values of civilization and order would inculcate these ideals and thus elicit the best. El caos, el tráfico, los barrios bajos (slums), la pobreza y la línea divisoria entre el blue y el white collar, la inoperatividad, la ineficiencia, la basura y el crecimiento desordenado pueden resolverse. Chicago, cien años después: una versión edulcorada, remendada, maquillada de sí misma, pero innegablemente mejorada. Una versión habitable. Todavía, creo, indescriptible.
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