Nunca he estado tan pobre como ahora y nunca he viajado tanto como este año. Apunte rápido, antes de continuar con mi tortura bloqueada de Chicago: fui a Nueva York un par de días, a un evento de Grey Goose. Íbamos diez sujetos, de distintos medios, cosa que suele terminar en desastre. Sin embargo, otra vez, como en Chetumal, hubo una buena onda general. Llegamos a la 1 de la madrugada, al hotel de ventanas redondas que siempre se me ha figurado una lavadora gigante, a una cuadra del Chelsea Market. Salimos a caminar por la Novena, la Octava, la Séptima, con algún fin que nunca se concretó; terminamos en un deli, comiendo un bagel tostado de cream cheese. En una mesa, un uruguayo gordo dijo que era adivino y que vivió en Madrid, nos contó toda su vida y era tan intrusivo que por ratos lo ignorábamos y luego volvíamos a escucharlo. A mí me gustaba que fuera uruguayo.
Tenía sentimientos encontrados, seguramente es una estupidez, pero estaba con el humor de Chicago, pensando en Chicago, meditando sobre Chicago, y había puesto en mi lista de prioridades a Chicago como ciudad, incluso sobre Nueva York. Ir a Nueva York una semana después, por tan corto tiempo, era una contradicción y un despropósito. A las ciudades siempre las he visto como personas: tienes romances con ellas, piensas en ellas, debes darles su lugar y su momento, y yo estaba ahora enamorada de otra, similar, una que de hecho tiene una rivalidad manifiesta con Nueva York, que es distinta de ella en muchos sentidos y similar en otros. Vamos: no quería ir a Nueva York y comprobar que, acaso, es mejor. Que es más bella e interesante. Dejarme enamorar con tan poco, con unos besos. Era una infidelidad.
Pues fui. Y fue extraño, porque no deseaba realmente ir. Pero, ¿quién no desea ir a Nueva York cuando sea, como sea? Sentí un desapego absurdo al caminar por sus calles, a las que comparaba con Chicago, como si algo en mí me recordara no emocionarme demasiado porque mi corazón -ay, ingenuo- estaba en otra parte.
Por fortuna (o no), lo poco que tuve tiempo de ver, al convertirme en guía desinteresada de una chica que conocí y con quien logré formar una amistad que yo sentí auténtica en tan poco tiempo, fue lo que denominé pretenciosamente el tacky New York. Lo que cualquiera que no ha visto la ciudad quiere ver, porque es lo lógico: la Quinta avenida, Times Square, trozos de Central Park. Por la noche convencí al grupo de ir a cruzar el puente de Brooklyn de madrugada. No hay nada más impresionante que ir acercándose al skyline nocturno por el puente, con el agua a ambos lados, infinita y palpitante y oscura, entre cables de acero y columnas de tabique y soportes de hierro oxidado, y de nuevo sentir lo que sentí en Chicago: de estas ciudades no impresiona la mano de dios sino la del hombre. La ingeniería inmortal.
Sólo había ido dos veces antes de ésta, pero durante ambas la recorrí intensamente. Mi plan era, al volver (en un viaje personal), ir a Queens, al Bronx, tomar el ferry a Staten Island, reducir las dimensiones de una ciudad que me parece infinita. Esto fue un baje de pretensiones. No hay forma de conocer Nueva York. Pensé también que no me gustaría vivir allá, aunque siempre creí que era un deseo no formulado. Mi nueva amiga me dijo: es como vivir frente al mar. Nueva York siempre deberá ser un descubrimiento.
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