Quería escribir de la semana pasada, el día en que ocurrió, y luego ya no lo hice y los días se fueron desdoblando. Pero siento que debo consignarlo, por la diversión de consignarlo nada más. Esto: le pegué a una señora en el metro. La frase me sorprende ahora tanto como el hecho mismo ese día.
Pero el contexto: el viernes, por ejemplo, que fue el día que subieron el metro a cinco pesos. Una semana en la que, para colmo, mi tarjeta (con más de 50) fue inexplicablemente invalidada y en la que pasé como tres veces gratis haciendo mis prudentes reclamos a los polis de los torniquetes, que me recomendaron ir a la oficina de Juárez a reponer mi dinero. Lo pensé demasiado. Pero el tiempo es dinero, concluí. El sólo hecho de desviarme al salir del trabajo a reclamar 50 mugrosos pesos era más costoso que esos mismos mugrosos mugrosos, robados, 50 pesos.
Y llegó el viernes y yo no tenía ni un boleto, no había hecho mis providenciales compras de pánico, pero estaba tranquila porque era el #posmesalto (nota para el futuro, para otro lugar: la protesta ciudadana contra la alza) y podía aprovechar para unirme al acto subversivo y liberador. Pero llegué a Chapultepec y la gente pagaba sumisamente y sumisamente, en fila, introducía su boletito o pasaba su tarjeta en el torniquete. Resignada, me formé en la taquilla y ¡cuatro boletos por veinte pesos! Cuando llegué -o volví- al DF en 2008, con 20 pesos podías comprar 10 boletos. En cinco años, un aumento del ¿150%? ¡Maligno! Lo que antes alcanzaba para una semana de traslados ahora se gasta en dos pinches días. Lo peor, lo más humillante, lo más Murphy del día: al bajarme en Miguel Ángel de Quevedo, reducida otro poco, siempre reducida después del metro (no sólo la incomodidad y lo indigno: lo que ves, lo que entiendes), había muchachos con cartulinas vociferando nuestro derecho a pasar gratuitamente, y la gente se saltaba, torpe y gozosamente, los polis viendo (los muchachos diciendo ¡poli!, ¡poli!), la algarabía que no me tocó, el acto liberador del que no pude ser parte.
Entonces llego el lunes, primer día del aumento, esperando en lo íntimo, no una mejora instantánea ni un servicio de primera, sino ya aunque sea menos gente, por pura lógica de mercado, ¡y Barranca del Muerto, inicio de estación, primera parada de la línea siete, siete con treinta minutos de la mañana, ATASCADA! El andén, intransitable. Los trenes que llegan no abren las puertas sino hasta la siguiente estación, Mixcoac, ahora rebasada por el flujo que viene de la nueva línea dorada, y puedes estar ahí minutos, minutos, minutos eternos, esperando tontamente, como ciudadano pisoteado. Después de muchos trenes, llegó uno que abrió las puertas justo frente a mí y, momento: soy rápida, soy ágil, soy veinteañera. Conozco los pormenores del transporte público, ¡pocos hacen operaciones de traslado a dos pies más rápido que yo! Y en el momento en que ponía el pie por delante, una señora detrás de mí sencillamente dejó caer su humanidad de manera violenta, atrabancada, BESTIA.
En la operación me machucó un dedo. Pero un machucón. Un Señor Machucón. Una aplastadura que me dejó la uña chata. Y el dolor fue tan intenso, tan rápido, tan mortal, que mis sentidos se obnubilaron y no hubo raciocinio, premeditación ni planeación alguna: con una fuerza que no conocía en mí, levanté el brazo y lo dejé caer con dolorosa furia sobre su espalda, al tiempo que lanzaba maledicencias varias. Todo esto en menos de un segundo. Recuerdo vagamente que la señora -su rostro es una mancha- volteó la cabeza sorprendida, pero leo su sorpresa como la del malhechor que, habiéndose salido con la suya todas las veces, recibe el castigo no con culpa o arrepentimiento, sino con inesperada catarsis. Sabía que se lo merecía y que se lo venía mereciendo desde hace mucho, pues seguramente ese era su modus operandi cotidiano.
Luego de haberla golpeado, fui a sentarme en una silla que milagrosamente estaba vacía. Tal vez me la reservaban, pues de pronto era la hembra Alfa de ese vagón. A mi alrededor se hizo como un círculo. Sentí que me veían, que me temían, que era a la CRAZY EYES del lugar. En cuanto me senté, temblorosa y adolorida (el dedo me palpitaba), empecé a sentirme avergonzada. Le pegué a una señora. ¿Quién, yo? Soy la persona más cortés y ciudadana por no decir pendeja de la vía pública: cedo todos los lugares, dejo pasar a toda la gente, digo gracias compermiso de nada buen día vaya con dios, ¡todo! En circunstancias normales no le pegaría ni a mi reflejo. La verdad, me sentí mal. ¿Tenía que pegarle? ¿Cuál era la edad de la señora? ¿Le dolió? ¿Me pasé? ¿Volverá por mí y me agarrará del pelo por detrás y me obligará a enfrentarme a ella y ahora, sin la adrenalina y ofuscación del dolor, no sabré cómo responder y si me pega me quedaré ahí sentadota recibiendo sus arañazos o por el contrario me levantaré y desquitaré en ella y en su cuerpo de señora la frustración, impotencia y coraje por las condiciones de traslado y vida a las que me obliga esta ciudad de mierda?
Por eso, hundí la cara en mi libro durante seis estaciones. Y en Auditorio me levanté de un brinco y corrí a la puerta siguiente y caminé lo más rápido que pude entre los ríos de gente, subí las escaleras con trote seguro y emergí del túnel subterráneo bañada en vergüenza y extrañeza de mí misma, repitiéndome que huir de esa forma era lo más ruin del acto, pero que debía salvaguardar mi pellejo y mi poca dignidad y después, en el trabajo, a lo largo del día, en el tráfico o cuando me fui a cortar el pelo, relaté la anécdota con pena y orgullo secreto: sí, le pegué a una señora. Chingue su madre.