Ya teníamos café en la oficina. ¿Cuánto tiempo de no venir por aquí si ya hasta habíamos poseído una cafetera y luego la perdimos, porque se rompió? ¿Un mes, dos meses de buen café? De un café que comprábamos entre todos, es decir, dentro del grupo de compañeros y amigos y adictos al café en el que me muevo. Un día uno veracruzano, otro día un oaxaqueño, hasta hubo un guanajuatense, y otros adquiridos de emergencia, algunos mejores que los demás, pero al menos era llegar en la mañana y preparar la jarra o, si ya estaba preparada, tomar la taza del estado de Nevada que cambia de color con la temperatura y servirse y beber frente al monitor donde los correos iban descargándose poco a poco y el día podía al fin desenrollarse como un listón feliz. Pero otra vez estoy donde empecé, habiendo saboreado la felicidad del café disponible y ahora nuevamente sometida al Punta del Cielo cuya calidad es caprichosa e inconstante.
Eso más muchos horrores domésticos. Pero esos ahora qué.