Lunes, 30 de noviembre, 6:29 am. No logro dormir. Yo quería escribir aquí esta noche, pero no terminé, no me dio tiempo, sucesos anodinos inesperados, pensé que el sueño me había derrotado, tuve mucho tiempo los ojos cerrados, exhausta, mi cuerpo exhausto, pero no logré ir al otro lado, no atravesé el pasaje. Ansiedad, miedo, nerviosismo (café cargado, de tardenoche; Speed, bebida energética poco recomendable, tiempo después). No arreglé mi maleta, no terminé mis pendientes. Debo ir a buscar una cosa al rato. Después, aeropuerto. Siete horas en Lima, sin entrar a la ciudad donde nunca llueve. Miguel, nuestro amigo peruano, quien me alojó en la verdegris Lima, la barrancuda Lima, con su familia y sus amigos y su vida, pocos días hace unos años, irá a México a fines de diciembre, de todos modos. Luego: Bogotá. Instrucciones para llegar a casa de mis amados Maria y Rafael, tras cinco años de no verlos. Eran novios entonces y ahora están felizmente casados. Recién casados. En realidad esto empezaba diferente, otra idea. Tengo miedo de no volver. Y de volver. No es tan peculiar lo que yo siento. Es la experiencia del migrado (del migrado feliz, hay que admitirlo). He sentido la necesidad de fijar los acontecimientos de estos días, las aventuras. Quizá sí tengo una interioridad alterdirigida, como observó Paula Sibilia. Debo construirme hacia afuera, por la escritura pública que aquí es como dejar el diario sin el candado. Ya pasaron días de aquella madrugada. Sigo escribiendo en diciembre, en el D.F.
Desde el jueves 26 de noviembre las horas se apresuraron. Una noche húmeda, el cielo blanco de tan cargado. Fue entonces que empezó el affaire amistoso (descubrí que a veces se tienen, como los románticos o sexuales: aventuras y momentos felices con personas que llegan y se van abruptamente). Las cosas que vi. Sentí. Platiqué. Reí. Brinqué. Cómo brincan aquellas brasileñas, Mar Selly y Jhenifer. Retorno a estados infantiles: bromearnos, molestarnos, asustarnos, jalonearnos, golpearnos tanto que el domingo por la noche, cuando llegamos a Montserrat tras bosques de Palermo, Jardín Japónes, Costanera Sur, reserva ecológica, Río de la Plata, paraguayo con pareja de Luján, nubes, río, buquebús a Uruguay, inmensidad, niño que fue mi amigo (“Señora, no meta los pies que el agua está contaminada”, “Pues ya ni modo” y más tarde, cuando me preguntó de dónde era, y le dije, y le pregunté si sabía dónde quedaba, él dijo que en la Concaf y yo le dije que no, que estaba en América pero hacia el norte, y el niño: “Pero yo lo vi en el Fifa World Cup 2014 que está en la Concaf”: conversación con él, un gran niño argentino, y malo para tirar piedras que hicieran circulitos, a diferencia del joven adulto que tiraba piedras mientras su novia lo miraba), tras esa caminata calurosa en un camino pantanoso, los pelirrojos que todo el día vimos (el pellizco de la buena suerte que, para mi mala suerte, instauré), el tereré, el atardecer, un hermoso atardecer, el río, las aguas sobre el río, el oleaje, un grito repentino, “oooola”, y después una ola, que nos empapó y se llevó mis tennis, el cielo apagándose durante la larga caminata para salir de la reserva ecológica, el calor que sigue en la oscuridad, la feria en la Costanera, un puesto ahí, de tarjetas con significados de nombres, me pasa siempre como Bart con Bort, hay parecidos pero nunca el mío, extrañamente me encontré, Lilián, de origen latino, “la que es pura como un lirio y es simpática con toda la gente”, un maestro de Geografía en la secundaria ochenta me lo había dicho, que significaba “mujer graciosa”, de todos modos es posible, tengo muchos amigos pero no soy simpática con toda la gente, hay alguna que me enerva, pero es cierto lo otro, lo he pensado, que me adapto a todas las personas y con cualquiera hago amistad, si está destinado y si no, no; después los puestos, las artesanías, los objetos inútiles, el ruido y el calor de tantas personas, niños que jugaban futbol, parrillas olorosas y humosas, Puerto Madero, caminata hasta la Casa Rosada, el bondi que nos dejó en Congreso, caminar por Entre Ríos, el súper, un domingo soleado, por la noche despejado, el último en rigor en Buenos Aires, después, cuando llegamos por la noche, y la Jhen se fue a su departamento a limpiar y hacer de cenar para nosotras, como cada quién hizo para las otras, su pollo strogonoff me supo a gloria, mientras nos preparábamos para cruzar de la calle Estados Unidos a la calle Carlos Calvo al 1600, yo me di un segundo, añorado baño, con la piel marcada por el sol y los músculos cansados de tanto caminar, y el cuerpo agotado de una noche de trabajo, tres horas de sueño, tras las cuales, por la mañana, Jhennifer nos tocaba la puerta e instaba al cumplimiento del deber, del plan estipulado, que yo respeto y observo, como el viernes por la noche que comimos enchiladas con los Zapata Jaramillo, evento acordado y planificado, el regreso en el 12, Entre Ríos confundiéndose con Eugenia, los planes y la concreción de esos planes sociales, entonces el domingo, por la noche, la felicidad de recargar fuerzas y después cruzar una calle y prolongar la reunión, la charla, el tiempo compartido, alegría que he tenido esporádica pero intensamente en mi vida: mis amigas Leticia, Laura y Araceli, hermanas, que vivían en la calle atrás de mi calle en Polo; el tiempo que, en Querétaro, viví en La Hera a cuadras de la casa de Fanny; los cortos meses que María fue nuestra vecina del departamento de abajo en Coyoacán, esa amistad que no tiene punto y aparte sino una sucesión de puntos y seguidos, de verse a horas y deshoras, domesticar la vida en conjunto, ir de un lado a otro como de cuartos en una casa, dónde vamos a comer esta vez, platicar, pasar el rato, ayudarnos y acompañarnos y echar relajo y no hacer nada, brincar y golpearnos; en ese baño dominical nocturno descubrí moretones y raspones y heridas que eran el mapa del affaire amistoso que en su expresión más pura se disolvía en conductas infantiles, pero infantiles profundas, del kinder y los primeros años de la primaria, cuando el cuerpo se involucraba entero en la amistad, y había patadas, carreritas, abrazos espontáneos, coscorrones.
Lunes 30 de pendientes. El shopping Abasto y el McDonalds kosher, la charla con Facundo y Ayelen y Meir, y las cosas que pasaron mientras tanto y que yo observaba, y anotaba, no puedo quemarlas ahora pero la señora nacida en Cape Town, criada chilena, rubia, un poco racista, sin embargo chistosísima, que llegó a comprarle una hamburguesa a su hijo a quien visitaría esa noche, en otro país, con la que hablé de restaurantes judíos, “en tal restaurante la comida es buena, pero el servicio está para la mierda, para la mierda, y a ver tú -a Meir- dime dónde puedo conseguir alfajores kosher”, para ser fijada aquí y no en otro lado, y después el subte, y Corrientes y el Obelisco, y escuela y usos latinoamericanos de Barthes, y la ponencia del amigo F.: leer al mundo como un texto. Como un texto. Regresé a pie a Montserrat, con el café grande que más tarde, aunado a la taurina, me daría insomnio y conatos de ataque de pánico, pero entonces, aunque cansada, disfruté de la caminata y el clima caluroso y los pensamientos y la despedida poco apresurada, y el anaranjado del cielo crepuscular, y en la calle México leí en un cartel la palabra sangre, y en un telo (un motel) vi a un hombre y una mujer de la tercera edad, modestos pero elegantes, pagando en el mostrador, y en la calle Estados Unidos pasé por el restaurante dominicano llamado Quisqueya al que siempre quise ir pero nunca lo hice. Una noche inesperada, de muchos matices; Dani descubrió un jazmín en una maceta, hablamos de temas místicos pero aunque empujé hacia allá, por lo de la flor que no floreaba en años, no se replicaron las reflexiones de la noche anterior, cuando estuvimos platicando, Jhen, Mar Selly y yo, y compartimos experiencias familiares, migratorias y de todo tipo, y hablamos de los espíritus de los perros y los gatos y cómo reconocen las almas o el estado de las almas (afuera del Jardín Japonés conocimos a una pitbull cariñosa, llamada Alma) y luego de la luz y la oscuridad y del bien y el mal y en un momento de conversación sombría entró un insecto horrible al departamento, una especie de alacrán con alas; yo me acordé de un texto de Bifo Berardi sobre el papa Francisco que Guillermo Núñez me había compartido, que compartí otras veces, les mostré la foto que me hipnotiza, de los cuervos atacando a las palomas, y después charla derivada, la tradición popular en Argentina, la exclusión y el elemento corruptor, el oasis que son las personas, la familia, las cruces que se van cargando; y esa noche reímos, charlamos, lloramos y jugamos sobre la cama con los perritos, Mallu y Hachi, y Mar Selly se quedó dormida y la Jhen (nacida en 1996) me contó su historia romántica, de final agridulce, con un argentino del conurbano que conoció en Tinder y sobre la que conjeturamos juntas; después nos dormimos y despertamos tarde, de vuelta a Estados Unidos y tras baño y recalentado salí otra vez a la calle (primera parada: subte Carlos Gardel). Después las hamburguesas kosher. Después el mundo como texto. Después la caminata. El jazmín. El ataque de pánico. Mail. Amanecer. Un breve y accidentado sueño.
Martes, 1 de diciembre. Arreglar maleta. Arreglar caja porteña. Una última comida, con feijão. No pensemos en esto, en la despedida. Debía ir a recoger un encargo a la calle Venezuela al 3900, y antes dificultades financieras, planes be de emergencia, cajeros cercanos, pero a las tres en punto (eran 2:58) los apagaban y les ponían dinero, quedarían una hora inútiles, el policía argentinísimo del banco, la señora que tardaba mucho tiempo, hacía una operación y otra, contaba y guardaba su dinero, la angustia chusca, merecida, por hacer todo a la mera hora y aventureramente y confiando en una estrella inmerecida. Fui por el encargo y regresé. Hacía calor. Ya no me pondría sentimental. Apenas pude tirar las cajas y bolsas de basura. Ecilla, transporte a Ezeiza. Ecilla, agradables coincidencias: carioca migrada a Buenos Aires hace 21 años más o menos, se enamoró de un argentino, sus hijos son argentinos, su acento es argentino, pero ella es brasileña, nacida en la misma cidade maravilhosa, y Brasil, su cultura, su lenguaje, su calor, su rareza habían sido la atmósfera del último mes. Por eso era bello ser llevada, con dulzura y comprensión, por ella que había vivido en México en el año 1989: en el D.F., en Acapulco, en Monterrey, recordaba todo con alegría, con emoción, con nostalgia; sus impresiones de la Ciudad de México a tramos devastada por el terremoto; el terremoto de verdad que padeció en el Radisson Acapulco, las impresiones incontaminadas que conserva de Acapulco: las luces de la Costera y los boliches, la felicidad y la juventud, una primera experiencia laboral en el ramo turístico, amigos y atardecer, los tacos al pastor y los cocteles de camarón; su forma de regresarme, de devolverme.
Creo que me dormí rumbo a Lima. Y en Lima, en su aeropuerto, ya había esperado allí, llegada y salida de Sudamérica, una romantización latinoamericanista, todavía es el gran puerto de América Latina, los acentos de Centro y Sudamérica y el Caribe se entremezclan, me acosté en una sala al azar, en un vuelo que iba a Santa Cruz, Bolivia; me tapé con la chamarra y puse la cabeza en mi mochila, y temblé un poco por el aire acondicionado, y no logré dormirme, y caminé y caminé y me comí un envuelto de pollo con salsa criolla de paquetito, y una Inca Kola, y vi los cinco autores estelares del estante de libros de su Britt Shop: Vargas Llosa, Bryce Echenique, José María Arguedas, Jaime Bayly, Santiago Rocangliolo.
Desenchufé el cuerpo a Bogotá. Antes de las siete de la mañana el avión descendía sobre las verdes, frondosas, agrestes montañas colombianas, también un país de sierras y cordilleras, la necesidad de la montaña plenamente aliviada. Eso fue el miércoles 2 de diciembre. Pero hace unas frases que escribo en Polotitlán, de madrugada, con mucho frío. Ayer saqué la cabeza por una ventana y vi estrellas demasiado nítidas, brillantes y espectaculares, no había visto unas así en todo el año; pero hoy otra vez está opaco. Mi hermana dice que hubo lluvia de estrellas (domingo 13 de diciembre). Los días pasan y los detalles se olvidan más y más, pero no importa, es inútil pelear con el deseo, la compulsión: no me importa lo largo y lo aburrido, el exceso de detalles.
En El Dorado: guardaequipaje, subir arrastrando la maleta reducida a 27 kilos por el elevador, el cajero, los miles de pesos colombianos, los buenos recuerdos de los ceros múltiples, la negociación con el guardaequipajero, el arreglo de la mochila para el día y medio en la ciudad, el tinto grande y el espeso jugo de lulo, el inicio del trayecto en Transmilenio a Cedritos, una hora y media aproximada de viaje, con cuatro cambios de autobús, un baño público (500 pesos), instrucciones que seguí al pie de la letra, una de ellas: en el punto más alto de un puente peatonal caminar hacia las montañas; un local debajo de aquel puente, antes del último autobús desde el que logré ubicarme gracias a las rampas de skate, un “guardabocas” de fresa o membrillo, la ruta por SITP anaranjado, una ciudad con problemas similares al D.F. pero con voluntad de ordenar su sistema de transporte público, más bicis en las calles, cerros y verde rodeando la ciudad, una modernidad interrumpida, yo recordaba el ladrillo rojo de los edificios bogotanos, algunas marcas y anuncios de comida, caminé perdida por el barrio, con la mochila perforándome los hombros; avistamiento de dos Oxxos, orientación posible gracias a las carreras y las calles numeradas; llegada al departamento, a los gatos, Mau y Moe, una siesta larga, reparadora, un baño hirviente, caminata en busca de un jugo, de lo que fuera: en una panadería-fonda uno grande de moras, que tomé en dos tragos. Después pasé a una tiendita y compré una Pony Malta y un Postobón de manzana, color rosa. Regresar a aquel país, por fin. La primera vez un mes en Colombia, siempre me digo que lo conozco casi todo, de Ipiales a Barranquilla, pero no es cierto, falta tanto, y ahora, con más ganas que antes, lo habito menos de treinta horas.
Más tarde: la amistad. La conversación. El paseo en bicicleta. En la tele, Santa Fe y Huracán se disputaban un partido de futbol, Colombia contra Argentina, el sabor colombiano en Argentina, más Colombia que México en Argentina, las frutas y la arepa de queso con mantequilla y sal, en un puesto a algunas calles, la cena (bici), las fotos de la boda, Buga en fotos, el hermoso valle colombiano, un capítulo de Pablo Escobar, un cansancio pertinaz. Sueños recortados. Jueves 3 de diciembre. Un baño. No había desayunado papaya en varios meses. Tengo una fijación por las frutas colombianas. Despedida de mis amigos, despedida de Mau y Moe. Mochila. Más pesada, con curubas, feijoas, lulos y mamoncillos, y otros encargos. Caminata a la parada. Chica (guapa, alternativa) que leía una novela de Laura Restrepo (¿cuál?) en el 18-3, anaranjado, atravesando la séptima carrera al pie de un cerro verde, y coches, y tráfico, y puentes, y edificios, sentada en el piso, de pie, otra vez en el piso, durante hora y media. La señora del jugo en estación Universidades, pero váyase con cuidado, el acento cantado que se me va pegando, se me va montando, el eje ambiental, la librería Lerner, Cárdenas y González, las frutas sobrantes en una bolsita, para regalar, una caminata a solas que yo había dado en compañía hace seis años, con Maria, con Rafa, con Andrés y Lina, con el alemán, del Museo del Oro a la Plaza Bolívar, era enero, también había un arbolito de Navidad, grande, en medio de la plaza; yo tenía veintitrés años.
Operé milimétricamente, calculé los minutos, fui concentrada y eficiente, cargué la mochila con resignación, muchos kilos amarrados a la cintura con un cinturón extra que me distribuía el peso, para entonces todo me dolía, cuatro días de esfuerzo físico, déficit de sueño, en realidad eso también me daba miedo, la noche de la crisis, someterme a un viaje tan cansado sin haberme preparado para ello; pero de todos modos caminé, di unas vueltas, saqué unas fotos, luego ya ninguna, solamente contemplé, caminé unas treinta cuadras por la séptima peatonal, llegué a la estación subterránea del Museo Nacional, recorrí todo el andén, volví sobre mis pasos y me adherí a la fila del K86, daban la 1:35, yo tenía que estar en el aeropuerto a las 2:15 a más tardar, tenía que recoger maleta, redistribuir con mochila, arrastrarla por todo el aeropuerto en un carrito, debía pesar menos de 25 kilos, la revisión exhaustiva, la fila de migración, el oloroso, finísimo café con los últimos 60 mil pesos, que perdí en algún momento entre el avión y aduana (las frutas, envueltas en aluminio, ocultas entre la ropa, descubiertas por la tal Senasica, que revisa con rayos equis los vuelos procedentes de Sudamérica únicamente), el agua llamada Renacer, la búsqueda de la sala, en un mezzanine, solitaria, mexicanos, el acento, la encuesta del Ministerio de Turismo, el vuelo, la lectura, el cansancio, el atardecer, el sueño, la agitación.
Todo lo demás es mío, es otra cosa. No alcanzo a registrar, ya no hay forma, queda fijado sin ser fijado. Nuevamente el afuera es diferente, retomé una vida social diferente, atiborrada, diciembre y popularidad por la distancia, reuniones, fiestas, cenas, visitas, conversaciones, no he visto a todos, ¿cuántos son los míos?, bastantes, por lo menos alguien en cada vida nueva, sin duda allá -ahora es allá- tengo una vida, más modesta, menos sociable, pero una vida, que me ha fragmentado una vez más, debo recomponerme, fui trasplantada, aquello ahora es el pasado, un post escrito de manera intermitente durante tres semanas, todavía se siente poco tiempo, rebobinarse al invierno, otra vez un invierno, calor y sol escasos, apenas empezaban, luces de la Navidad, las luces parpadeantes, la Navidad siempre me deja un poco triste. Hace dos semanas conocí a un niño, Sebastián, que nació el mismo día que yo, 26 de mayo. Le dije que yo soy de 1986. Me dijo, entre otros temas, que él es de 2008. Estuvo mucho rato en la casa y cuando se fue, en el refri, dejó estos versos:
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