Siempre he tenido muy buen olfato pero ahora se me ha vuelto más intenso y esto es una especie de condena. En la ciudad abundan los malos olores. Cuando llueve las alcantarillas rebosan, y en las calles de la Narvarte y la Condesa se levantan los humores de la orina de los perros que se detienen a descargarse en cualquier sitio. En el metrobús, un señor algo mayor despide una acidez indescriptible de sudor. Manteca, grasa reciclada. Dentro del metro, rumbo a La Raza, todos sudamos y boqueamos el poco aire que circula dentro del vagón. Un perfume dulce, excesivamente dulce, se desprende de una mujer que camina muy lento. Llueve, llueve todas las tardes. Lodo, un desagradable olor a tierra mojada (no es la tierra mojada del campo, del bosque, sino el lodo citadino, manchado de aceite de automóvil). El olor que ciertas personas desprenden, que no pueden controlar, que lastima mi nariz pese a mí misma y las consideraciones que pueda o no sostener respecto a ellas. Ya no quiero que mi nariz funcione (tan) bien. Quiero ser como el asesor colegiado Kovaliov que despertó un día sin nariz.
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