He estado pensando, otra vez, en el feminismo. Y aunque he estado pensando en él -en ellos, en los feminismos- con frecuencia en las últimas semanas, a raíz de diversas polémicas y sucesos, es poco lo que he logrado articular, salvo ideas sueltas que no puedo zurcir y que dejo así, abiertas, distendidas, flotantes.
No todo, pero algo comenzó con el texto de Valeria Luiselli en El País, “Nuevo feminismo” (un singular que en principio, como ya se ha apuntado, abona a la desconfianza). Sí, me escandalizan los bostezos y la burla, pero sobre todo aquella noción de que una idea tenga que intercambiarse por una postura, como si una postura no fuera una idea y un pensamiento, como si todo -incluso, el rechazo mismo a la ideología- no fuera ideología. “Pensamiento complejo” básico: todo es ideología. Y, sobre todo y de manera más peligrosa, aquéllo que abjura o descree de la ideología.
Lo otro que leo es un rechazo a la terminología feminista. Lo que solían ser categorías para pensar y plantear los feminismos posibles -heteropatriarcado, descolonización, interseccionalidad, deconstrucción- se ha convertido, al uso, en mero slang y, en el peor de los casos, en memes. La trivialización de las categorías es decepcionante, abona a la ridiculización y la mofa, hace pensar en un movimiento, una causa, una “tribu” que no aspira a lo universalista, que excluye a quien no es ducho con los términos, o que exige una adscripción cuasirreligiosa. Y por eso dan ganas de revitalizar el lenguaje, infundirle nueva vida a las palabras. Pero éste es un momento en que los términos se vacían de su significado, y la consecuencia de la crítica a Luiselli -que fue de lo tibio a lo imbécil y lo inteligente: una crítica variada que no deja de ser eso: una crítica esperable, necesaria, saludable, normal– lo confirmó de la peor forma: se le llamó censura, linchamiento y quema de brujas.
Pero hay otra cosa en la que he estado pensando.
Recuerdo mucho que en el prólogo de Ensayos impertinentes de Jean Franco, Marta Lamas dice que si bien se acepta como feminista a quien se asume como tal (como sucede en una identidad sexual como la bisexualidad, tan trivializada últimamente), hay distintas formas y grados de serlo. Y precisamente en ello he reflexionado a últimas fechas, en la necesidad de asumir un feminismo diferente, enojado.
Jessa Crispin acaba de publicar un libro con el título provocativo de I am not a feminist. En la reseña de la New Yorker:
The point of “Why I Am Not a Feminist” isn’t really that Crispin is not a feminist; it’s that she has no interest in being a part of a club that has opened its doors and lost sight of its politics—a club that would, if she weren’t so busy disavowing it, invite Kellyanne Conway in.
(La cuestión de “Por qué no soy una feminista” no es, en realidad, que Crispin no sea una feminista; es el hecho de que no tiene ningún interés en ser parte de un club que ha abierto sus puertas y ha perdido la perspectiva de su política: un club que, si ella misma no estuviera tan empeñada en rechazarlo, invitaría a Kellyanne Conway.)
Creo que Crispin apunta a la misma necesidad de revitalizar las palabras: que ya no es posible llamarse feminista cuando marcas como Dior y Taylor Swift han cooptado el término para su explotación comercial, cuando su estética se ha transformado en mercancía y, al igual que un término repleto de tantos significados simbólicos como linchamiento, puede usarse a la ligera, sin implicaciones reales, sin compromisos políticos visibles.
Pero algo dentro de mí no está del todo de acuerdo con esto: como Benjamin, creo en el potencial revolucionario de la cultura pop. Y sin embargo me resisto al feminismo de chocolate de Zara, de Buzzfeed, de Beyoncé, de Twitter y sus figuras de sololoy que explotan sus convicciones políticas para llevar agua a su molino, que repiten consignas y canibalizan experiencias y discursos. Trato de entender, entonces, a los que se disocian del feminismo porque lo asocian a dichas figuras repelentes, pero de todos modos no puedo evitar sentir, ante sus abismos intelectuales, ante textos tan perfectamente idiotas como éste, algo en el estómago, una náusea, un sentimiento de injusticia extremo, como cuando éramos niños y veíamos expresiones fulgurantes de racismo en el cine.
Pienso entonces que no es un nuestro trabajo hacerles el pensamiento más digerible a quienes prefieren vadear las aguas superficiales de la discusión, y que no necesitamos más ese feminismo dulce e inofensivo. Me interesa, por eso, la postura de Crispin: contradictoria y encabronada, hipercrítica y beligerante, radical en cuanto a su rechazo por la dinámica capitalista de tajo. En su conversación con Madeleine Davies en Jezebel, ésta le dice:
“Self-care” is another one of those ideas that’s been bastardized. It started off as an Audre Lorde philosophy that addressed the struggles of activist women of color and now it’s applied to, I don’t know, getting a blowout.
And pedicures.
(El “autocuidado” es otra de esas ideas que se han trivializado. Empezó como una filosofía de Audre Lorde que se enfocaba en las luchas de las mujeres activistas de color y ahora se aplica a, no sé, un tratamiento capilar.
Y pedicures.)
E Indiana Seresin, en un texto en The Harvard Advocate contra lo que algunos creen que es el “nuevo feminismo” (en itálicas, en comillas, todo con pincitas), que en realidad es una demoledora reseña sobre un libro de Kate Zambreno, Heroines, sobre esposas, escritoras y figuras (o no) del modernismo, dice:
There need to be standards for what counts as valuable writing, just as there need to be standards for what counts as valuable feminism.
(Es necesario que haya estándares para lo que se cuenta como una escritura valiosa, tal como es necesario que haya estándares para lo que cuenta como un feminismo valioso.)
Por eso vuelvo a las ideas pendencieras, no del todo agradables para ese remedo de feminismo que busca volvernos amigos de nuestros enemigos, de Crispin en Jezebel:
It’s just that now, the people who are actually very regressive and retrograde are embracing the word “feminist,” whereas in the second wave, you had mainstream women’s culture refusing to use the name, horrified by the name, and actively getting in the way of the feminist movement.
(Es sólo que ahora, gente que en realidad es reaccionaria y retrógrada está adoptando la palabra “feminista”, mientras que en la segunda ola, la cultura popular femenina se rehusaba a usar el término, se horrorizaba de él, y bloqueaba enérgicamente el movimiento feminista.)
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Creo, entonces, que no se trata de las mujeres y los hombres que no saben o no les interesa conocer lo que son los feminismos, sino de los que se asumen feministas y “aliados”, y convierten un movimiento político en una preferencia, una cualidad, una aptitud o, incluso, una esencia. Y los que celebran a los -oh, perdón por el terminajo- falsos profetas y contribuyen a la bastardización de lo que tanto trabajo ha costado construir. Porque nos matan, nos golpean y, encima, se orinan en nuestro pensamiento. Yo sí quiero tomar mis cartulinitas, destaparme el torso y asustar a los que prefieren una protesta pacífica, buena onda y recatada. Quiero estar enojada y que ese enojo se reconozca. Y si no, si lo que me sale es escribir, opinar, pensar, contribuir, como dice muy sabiamente Gabriela Damián, hacerlo con imaginación compasiva.
Amo leerte. Te leía hace años en la isla a mediodía y luego me olvidé que lo hacía y paseándome por los bookmarks del navegador encontré otra vez tu blog y estoy contento por eso.