Publicado originalmente en Página Salmón.
En la primera imagen, cinco niños se dirigen a jugar pedradas por un canal que sube al río. Son cinco, con un líder que los guía entre el pantano. En el lenguaje hay un augurio: los niños se preparan para una batalla, conforman una tropa, están dispuestos a inmolarse y ninguno de ellos confesaría que siente miedo. Entre las aguas encuentran un cadáver, “una máscara prieta que bullía en una miríada de culebras negras, y sonreía”. Con el cadáver se revela un crimen, y la novela avanzará como una investigación polifónica que reúne testigos, cómplices y objetos que son pistas o huellas recurrentes. Esto no alcanza, sin embargo, para clasificarla en el género de lo policiaco, pues Temporada de Huracanes (2017) aspira a algo más, está plenamente al tanto de la geopolítica y la corpo-política de su enunciación (o, mejor, de su canto): los niños que marchan como soldados tienen impresa en el cuerpo la marca de aquello que los espera al crecer, las opciones mínimas con que cuentan los hombres que habitan los márgenes tropicales: sicarios, militares, consumidores. Colaboradores, obreros, de una economía narca que ya no tiene que nombrarse, explicarse, justificarse: se funde en lo vivible.
El asesinato de La Bruja es la espina dorsal de la segunda novela de Fernanda Melchor (Veracruz, México, 1982). El texto apunta, desde el epígrafe, a su genealogía literaria y al procedimiento mismo de escritura: “Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios”. La advertencia es de Jorge Ibargüengoitia en Las muertas (1977), que pasa por el tamiz de la ficción el caso de las hermanas González Valenzuela, Las poquianchis, tratantes de personas y asesinas seriales a mitad del siglo XX. Fernanda Melchor, para su novela, se basó en algunas historias tomadas de la nota roja veracruzana.
Con distintos posicionamientos y niveles de profundidad, la crítica mexicana lleva tiempo discutiendo la importancia o la banalidad de retratar la violencia: su ética, su incidencia estética. La narcoliteratura se publica desde los años noventa, pero su mera existencia y ya no su valoración se ha convertido en un tema central desde que, en 2006, la guerra contra el narcotráfico promovida por el sexenio calderonista devino guerra civil, y la violencia se recrudeció en múltiples zonas de México. Entonces la pregunta por el reflejo surgió nuevamente: ¿puede la literatura nombrar la realidad violenta de un país? O quizás no, quizás la pregunta era otra: ¿cuáles serían, en adelante, los temas del realismo, su materia prima? A medida que las plazas se calentaban, las mesas de novedades se llenaban de novelas y libros periodísticos sobre el narcotráfico, y si lo que se cuestionaba era su calidad u oportunismo, la pregunta verdadera por el reflejo quedaba en pausa ya que, probablemente, es un debate que no puede resolverse, ni siquiera desde la crítica literaria marxista. Ya Raymond Williams, en Literatura y marxismo (1980), argumentaba que las realidades sociales no se reflejan simplemente, sino que pasan por un proceso de mediación que termina por modificarlas: “El arte no refleja la realidad social; la superestructura no refleja la base directamente; la cultura es una mediación de la sociedad” (1980: 119). Es necesario preguntarnos, con Williams, si el arte refleja el mundo verdadero, no sus apariencias, así como la manera en la que pensamos hoy una categoría estética como realismo. En el siglo XIX, recuerda el teórico galés, se la pensaba como una respuesta al arte que se consideraba falsificador. ¿Podemos elaborar una distinción tan tajante y binaria de lo material –la realidad real– y el lenguaje –lo que, tradicionalmente, implicaría una función simbólica– en lo que respecta a las condiciones de existencia?
No es ocioso preguntarnos esto: Fernanda Melchor es periodista, y al tiempo que publicaba Falsa liebre (2013), su primera novela, aparecía simultáneamente una colección de sus crónicas periodísticas que abordaba la violencia del narcotráfico en Veracruz, Aquí no es Miami (2013). Se espera, pues, que la autora trabaje con el realismo y, sin embargo, Temporada de Huracanes, también pensada como novela negra, es una obra salpicada de elementos fantásticos.
Su realidad, en todo caso, está localizada: municipios marginales del trópico, una región asociada, por su confluencia histórica, con los rituales de santería. La muerte de La Bruja no es obra del narcotráfico (o no del todo); el descubrimiento de su cadáver no se asemeja, así, a los hallazgos monstruosos de cadáveres en la vía pública: descabezados, descuartizados, mujeres violadas y cercenadas. La historia de Temporada de Huracanes, al igual que la de Falsa Liebre, parece suceder momentos antes del azote de la violencia, una instantánea fijada durante los segundos previos a la develación del horror, lo que equivale a decir su revelación pública, su asunción como problemática social discutida colectivamente. Pero el narcotráfico está ahí, en los hechos, como estructura omnisciente: como la ley verdadera del pueblo (el comandante y los policías están a su servicio, no metafórica sino utilitariamente: forman parte de su planilla de empleados) y como el proveedor (de trabajo, de experiencias, de un nuevo orden). No hace falta, entonces, dedicarle la novela al tema del narcotráfico, porque éste ya está incorporado de raíz. ¿Hay realismo mexicano sin narco, hay realismo cosmopolita sin la violencia del capitalismo?
No el tratamiento estilístico del tema, como en Trabajos del reino (2004), de Yuri Herrera, una novela que parece haber conseguido el consenso de la crítica, ni una obra más convencionalmente comercial, como Perra brava (2010), de Orfa Alarcón, por nombrar dos libros que entran en la clasificación de narcoliteratura. En Temporada de Huracanes se trata de una realidad que ya viene abastecida con el tópico de la violencia, y agrega otros más, desprendidos de ella: el transfeminicidio, los crímenes estructurales e institucionales contra las mujeres, las cárceles de la educación y la religión. Lo que Fredric Jameson, en Una modernidad singular (2004), llamaría lo dominante, a su vez imbricado en lo determinante, es decir, las formas de producción.
Pero, ¿qué significa esto? ¿No se trata de distinciones poco productivas? Me interesa detenerme aquí un momento. Conceder la tesis de la desautorización de lo narcoliterario, argumentada por el escritor Heriberto Yépez en dos ensayos académicos disponibles en su blog. Si la crítica y la narrativa avanzan de manera paralela, si entre lo que se publica y lo que se dice sobre lo publicado hay un diálogo, una muestra muy acotada de la narrativa mexicana con más presencia en los medios y en el boca en boca sugeriría una consigna, una elección frente al hartazgo del narcotráfico y la violencia: la indiferencia, no ante la violencia, sino a su tratamiento como material literario. El escritor Gabriel Wolfson, precisamente en su crítica a Temporada de Huracanes en la revista Crítica, lo resume como la opción a hablar sobre lo que pasa. Entonces, si atendemos esta categorización de lo publicado por los contemporáneos de Melchor, nos encontramos con las obras que hablan sobre lo que pasa (que intercambian dudosas estrategias con el periodismo, como La fila india, de Antonio Ortuño, de 2013), y las que se ocupan de otros problemas, teóricos por ejemplo (pienso en la colección de cuentos de Daniela Bojórquez Vértiz, Óptica sanguínea, de 2014, que dialoga con Barthes y Bazin), o que transcurren en atmósferas reconocibles –ciudades mexicanas en la segunda década del siglo XXI– donde la violencia no hace mella (En medio de extrañas víctimas, de Daniel Saldaña París, de 2013; Conjunto vacío, de Verónica Gerber, de 2015). A grandes rasgos, éste podría ser el problema que enfrenta la nueva narrativa mexicana: su toma de postura ante el conflicto que ofrece lo material, la base de la que participamos como habitantes de un territorio. El viejo conflicto: si hay un deber. Si hay un reflejo posible. Si es responsabilidad del arte dar cuenta de lo que pasa.
A la vez, hay una preocupación ante obras como Temporada de Huracanes, donde la piedra de toque es la miseria, un apego descarnado a la ruindad en todos sus aspectos que corre el riesgo de espectacularizar lo marginal. Hay muchas observaciones que pueden hacerse al respecto, pero una que me parece pertinente, aunque su objeto es otro muy distinto, es la que elabora Silvia Rivera Cusicanqui en su reflexión sobre sociología de la imagen y sus primeros trabajos en video. En un artículo sobre historia oral en la revista ecuatoriana Chasqui, donde refuta a aquellos que creen que se trata de un ejercicio pasivo, Rivera Cusicanqui se refiere a la “vulgarización de la práctica de la historia oral (que es) moneda corriente en muchas ONG que practican una suerte de “populismo” retrospectivo, donde la memoria de viejas sumisiones se canaliza hacia un discurso del lamento”. Traigo a cuenta a Rivera Cusicanqui porque me parece que la pregunta que habría de plantearse no es si ciertas obras tienen un compromiso ante la realidad, sino si poseen una postura descolonizadora, es decir, si están interesadas en constituir nuevos sujetos. Además, siempre puede argumentarse que lo político no está ahí, en los temas. En El autor como productor (1934), Walter Benjamin ya había hablado, en un contexto igual de urgente, sobre la tendencia política correcta de una obra, que no necesariamente se encuentra en las opiniones de un autor, sino en la técnica de la obra, en su resistencia al sentido.
Hasta aquí el planteamiento de una pregunta, para mí, sin respuesta. Al fin y al cabo, lo que me interesa señalar es el lenguaje de la novela, una oralidad que amenaza con volverla ilegible. Una postura que, más allá de su compromiso con retratar la realidad, se compromete con trastornar la lengua. Melchor no inventa un estilo del modo en que lo hizo un escritor como Daniel Sada, que se nos aparece como nuevo y original y delirante con su mezcla de habla coloquial y arcaísmos y culteranismos, y cuya invención acercaba sus obras a la poesía. Pero sigue su senda.
Temporada de Huracanes se compone de ocho capítulos que son, a su vez, larguísimos párrafos sin puntos y aparte, que manan con una cierta cualidad líquida, sin interrupciones. Pero la voz transita, y el discurso directo e indirecto libre alterna con la primera persona y aun con el narrador omnisciente, en una escritura coral que en los cuatro capítulos intermedios se concentra en la perspectiva de cuatro personajes: la Lagarta, el Munra, Norma y Brando. Antes de conocerlos, como la puesta en escena del territorio que acogerá la tragedia, el segundo capítulo parece narrado indistintamente por las voces de las prostitutas que llegaron a conocer a La Bruja y por los primeros hombres que se sirvieron de ella, pero también –y ya desde aquí hay un desvío– por la memoria del territorio donde está asentado el pueblo de La Matosa, por las tierras y las brumas cenagosas, las yerbas que crecen en el cerro y las viejas ruinas que son las tumbas de los antiguos, los habitantes primigenios, anteriores a los gachupines. Aquí están los restos, el detritus, no de la colonización, sino del “huracán del 78” que arrasó la tierra y enterró todo. Este territorio devastado es el escenario donde ocurre el crimen que inaugurarán o acompañarán otros, que predice con su brutalidad una devastación de otro orden.
Barthes anotó que la palabra hablada es irreversible: lo dicho no puede desdecirse si no es por adición. Los personajes hablan, chismean y testifican: la ley, así, se produce en el hecho de hablar. Pero la frase estricta como sentencia o palabra penal se eleva al ritual que es el canto en la que, para mí, es la escena clave de la novela: el descubrimiento de que lo que sucede al interior de la casa de La Bruja, donde se reúnen varios adolescentes para consumir drogas y a veces, a cambio de ellas, efectuar actos sexuales. Se trata de una actuación de extrema sencillez, de extrema inocencia y de extrema grotesquidad: La Bruja se disfraza y canta. Canta para un público narcotizado y a esas alturas indiferente, que simplemente la tolera. Pero no es este canto el importante, sino otro. En su conceptualización de las sirenas, en Fantasmas (2009), Daniel Link habla del canto que encanta, su poder de seducción. Tras la actuación de La Bruja, Luismi toma el micrófono. Así Brando, su amigo, se entera de que el apodo no es una cruel broma por su aspecto (mejillas roñosas, flacura, pelo encrespado), sino por el parecido de su voz con la del cantante Luis Miguel.
Pero lo más cabrón vino después, cuando el choto se cansó de ladrar sus canciones culeras y el que se paró a cantar al micrófono fue el pinche Luismi, y sin que nadie le dijera nada, sin que nadie lo obligara a hacerlo, como si el bato hubiera estado esperando toda la noche aquel momento para tomar el micrófono y comenzar a cantar con los ojos entrecerrados y la voz algo ronca por tanto aguardiente y tantos cigarros, pero aún a pesar de eso, no mames, pinche Luismi, ¿quién iba a decir que ese güey podía cantar tan chido? ¿Cómo era posible que ese pinche flaco cara de rata, hasta el huevo de pastillo, tuviera una voz tan hermosa, tan profunda, tan impresionantemente joven y al mismo tiempo masculina?
Las sirenas arruinan a quien las mira o, mejor dicho, a quien las escucha. “Las primeras representaciones de las sirenas las muestran con garras y apariencia de buitre o aguilucho (siempre como criaturas hostiles)” y, según recuerda Link, a veces se las asoció con los Tritones por estar descritas con barbas o por sus cantos de voces masculinas. De cualquier manera, en ese breve paréntesis del horror continuamente descrito en Temporada de Huracanes, en ese espacio que no admite la alegría, la compasión, el humor, incluso el descanso, hay un atisbo de amor o por lo menos de enamoramiento y deseo. Y después de las pistas que son objetos, detalles recurrentes, queda una última presencia, fantasmal: la madre, la maternidad podrida, el matricidio. Aquello en falta.
He pensado que la glosa no le hace ningún favor a Temporada de Huracanes: una suma de arquetipos (o ya directamente estereotipos: la prostituta, el drogadicto, la niña violentada), un resabio de realismo sucio que coquetea con la magia negra, la delectación en el espanto, la violencia, el efecto, es decir, lo que pasa. La realidad más cruda. Podemos leer, o más bien escuchar, otra cosa, sin embargo: un género revolucionado por la oralidad que no transige ante la ilusión de la legibilidad, de la traducción, de la circulación por una región aplanada por un castellano pretendidamente neutro. Un canto grotesco de sirenas, una palabra que parece hablada pero está escrita, fijada, y aún así es irreversible. Un iris bien loco, dice Brando, o más bien canta, cuando recuerda el terror que le producía la Bruja cuando era un niño. Hay un canto. A veces no podemos entenderlo, pero nos horroriza y, todavía más, nos seduce.
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