De road trip con Damián Alcázar


Domingo por la mañana, San Miguel de Allende. De pronto, en una esquina, aparece Damián Alcázar. Es el Juan Vargas de La ley de Herodes, no hay duda: la misma mirada de pícaro, el bigote tupido y la sonrisa enorme. Pero hay algo diferente: es más tímido y su voz es melodiosa, como un susurro.

Una comitiva de siete personas lo esperamos apretujados en una camioneta bajo el sol del Bajío: el fotógrafo, dos asistentes, la productora de fotografía, la coordinadora de moda, el maquillista y yo. Damián, armado con un portatrajes y tres sombreros, saluda a todos mientras se acomoda en el asiento del copiloto. Lo primero que nos confiesa es que vive en San Miguel de Allende desde hace ocho años, pero viaja tanto que apenas ha pasado unos cinco meses efectivos aquí. Luego mira por la ventana. A la salida de San Miguel hay una rotonda con zócalos vacíos. “Los panistas los pusieron”, explica. En adelante se referirá siempre a los panistas con cierto desdén y odio contenido.

Nos dirigimos a Mineral de Pozos, un pueblo fantasma al norte de San Miguel de Allende. Durante el trayecto, el equipo entero no deja de hacer preguntas. Damián responde a todo afable y hasta emocionado. Es natural: El infierno (2010), la última parte de la trilogía del poder de Luis Estrada, se exhibe por todo el país con un éxito abrumador. “Es raro que El infierno continúe en cartelera, porque las películas mexicanas no duran nada: al rato te cambian por Un novio formidable o Mi tía tiene gota…”, bromea. Mientras el paisaje guanajuatense se torna árido y seco a medida que avanzamos, alguien hace la pregunta clave: ¿tuvieron problemas para hacer El infierno? Damián explica que, originalmente, la película se grabaría en Zacatecas, pero la entonces gobernadora Amalia García tuvo dudas. Entonces se cambiaron a Durango, donde la presencia de trocas rondando la producción, aunque sin intimidaciones, les hizo tomar la decisión de terminar de filmar en San Luis Potosí.

Al llegar a la primera gasolinera, ya nos enteramos que la película iba a ser distribuida por Televisa, con la idea de apropiarse de los festejos del Bicentenario. Sin embargo, luego de la proyección para ejecutivos, de un alto mando llegó la noticia de que no se iba a distribuir. “Casi casi no sale”, dice Damián. Una empleada con el uniforme de Pemex se acerca. “¿Me podría dar un autógrafo”, pregunta, apenada. “Claro, pero vaya a ver El infierno”, le responde Damián. La mujer asiente y se va muy contenta. “Luis Estrada, con sus propios medios y un poco de ayuda de Videocine, distribuyó la película con 314 copias”, continúa cuando emprendemos la marcha otra vez.

En las primeras dos semanas de exhibición, El infierno recaudó más de 30 millones de pesos, una cifra impresionante para una película mexicana. Y no sólo eso: una cinta sobre el narcotráfico, el tema más sensible de los últimos tiempos. Pero la película gusta y ahí sigue, ganándole en popularidad a churros hollywoodenses como Resident Evil Wall Street.

Se hace un silencio. Una voz pregunta: “¿Y el Cochiloco?”. Damián ríe. Hasta antes de El infierno, la gente identificaba a Joaquín Cosío por su papel de “Mascarita” en Matando cabos (2004). Hoy goza de una fama que parece haber llegado para quedarse. “Joaquín y yo hablamos hace unos días por teléfono, no nos vemos seguido pero tratamos de estar en contacto”. La camaradería entre ambos actores es notable dentro y fuera de la pantalla.

Han pasado cuarenta minutos y la ciudad más turística de Guanajuato ha quedado atrás. Frente a nosotros, una carretera de dos carriles larga y gris, casi vacía. No hay árboles, salvo algunos cactus rodeados de pasto seco. Montañas despintadas a lo lejos. El escenario recuerda al pueblo de San Pedro, de La ley de Herodes. Damián confiesa que es una de sus películas favoritas, por muchas razones: salió en un momento preciso, es divertida y no deja de ser relevante, porque la situación del país es tan ridícula como entonces. O tal vez más.

Por fin llegamos a Mineral de Pozos. La entrada es una calle blanca y deslavada. Nació como un pueblo minero en 1576, alguna vez se llamó Ciudad Porfirio Díaz, y parecía condenado al olvido. Conserva el casco original, con callejones que suben y bajan a espaldas del desierto, una casa miserable tras otra. Sin embargo, el pueblo revive cada fin de semana, atrayendo a turistas lo mismo de la capital del estado y Querétaro que extranjeros. La plaza principal es el punto neurálgico, rodeada de una cantina tradicional, media docena de hoteles y un par de restaurantes. El lugar no está del todo muerto. Un artículo de Los Angeles Times en 2008 confirmó su creciente popularidad, resaltando la vibra bohemia de sus calles.

Pero nuestro destino no es el centro del pueblo, sino una carretera a las afueras, donde el equipo instala la cámara y las luces. Tienen dispuesto para él un hermoso traje Etro de rayas, que le luce espléndidamente. Le comento a la productora de foto que Damián tiene un porte envidiable. “¡Sí! ¡Es divino!”, me responde. Ésta es la opinión general de las damas y hasta de algunos caballeros, que lo ven como a un compadre potencial: divertido, relajado y entrón. Sin embargo, hay algo más detrás.

Damián y yo nos apartamos del resto, grabadora en mano. La conversación fluye. Pienso entonces que Damián es adorable. No hay otra forma de describirlo. Tiene esa calidez que te hace perderle el miedo al minuto de conocerlo. Sí, es una estrella. Sí, ha actuado en más de setenta películas. Sí, ha ganado cuatro Arieles y lo han homenajeado en varios festivales de cine por todo el mundo. Es, con toda seguridad, el mejor actor mexicano de este momento. Pero al mismo tiempo, y contra todo pronóstico, es un tipo simpático y modesto. Bromea con todos y sigue indicaciones sin el mínimo asomo de divismo.

 “La violencia es una elipse que va hacia abajo. Se recrudece con el paso del tiempo y no tiene buen fin”, me dice al empezar a hablar de El infierno. El contraste es extraordinario: su preocupación inmediata es ésta y no otra.

Mientras posa como un soldado bajo el rayo del sol, sin quejarse lo más mínimo, sus palabras vuelven. Por un lado, está el actor clave en el resurgimiento del nuevo cine mexicano: de Dos crímenes (1995), dirigida por Roberto Sneider y basada en la famosa novela de Jorge Ibargüengoitia, a Bajo California: el límite del tiempo (1998), de Carlos Bolado. Uno de los actores mexicanos con más presencia en la escena internacional, alejado de la fama más bien trivial de algunos de sus compatriotas, pues él, antes que una estrella, es un actor. Pero también es un mexicano más, preocupado y conmovido por lo que ocurre en un país que atraviesa una de sus crisis más grandes. Entonces, pienso, su opinión sobre la violencia tiene sentido.

 

¿La musa de Estrada?

La primera vez que Damián Alcázar colaboró con Luis Estrada no fue en La ley de Herodes (1999), como muchos piensan, sino algunos años atrás, con Bandidos (1990). La película ya contenía algunos elementos que distinguirían el cine de Estrada. Ambientada durante la Revolución Mexicana, cuenta la historia de unos niños que se convierten en bandidos por venganza. Le siguió Ámbar (1994), de corte más bien fantástico, pero a partir de ese momento el director se dio cuenta de que quería trabajar con Damián siempre. Así fue: desde entonces no ha dirigido una sola película que Alcázar no protagonice. Me explica, en charla por teléfono desde las oficinas de Bandidos Films, que escribió toda la “trilogía del poder” con él en mente.

“Es un colaborador importantísimo no sólo como actor, sino en todas las áreas: se involucra por completo en su trabajo y en el de los demás, tiene opiniones técnicas y jamás te niega la posibilidad de hacer otra toma”, me dice. Es tanta su compenetración que Estrada incluso comparte con él los distintos tratamientos del guión. Sabe que La ley de Herodes los marcó profesional y personalmente, casi por una causalidad, pues al principio había escrito otro papel para Damián.

Pero la suerte estaba echada: juntos recorrieron el mundo exhibiendo la película, que ganó tantos reconocimientos como aplausos de la crítica. A pesar de sobrevivir a un veto, o precisamente por eso, La ley de Herodes fue la primera cinta que recibió publicidad involuntaria y se convirtió en un hito en la historia de la industria fílmica.

El éxito parecía evidente: hartos de una dictadura “perfecta” –como la definió el ahora premio Nobel Mario Vargas Llosa–, los mexicanos nos maravillamos y horrorizamos por igual con la fábula del despistado Juan Vargas, que descubre las bondades del priísmo más prehistórico (corrupción y mordidas mediante), y termina por ser linchado. Luis Estrada no imaginó que, diez años después, la realidad panista se antojaría más trágica. Después de Un mundo maravilloso (2006), la mancuerna vuelve con un retrato crudo y realista sobre el narcotráfico.

“Hay una guerra en este momento: a cien años de la Revolución, hay un movimiento armado en las calles”, dice Damián. Esta es la piedra angular de El infierno: la idea de que la guerra contra el narco es, en realidad, una guerra civil que ha dejado en México cerca de 28 mil muertos. La cifra aparece, aunque recortada, en la película.

Hay una explicación para que Damián y Luis se entendieran tan bien. Ambos son ciudadanos comprometidos, aunque la palabra haya perdido su significado. Pero lo son. No les interesa hacer películas sólo para entretener ni para generar dinero. Están interesados en mostrar la realidad de México como lo que es: una compleja red de corrupción, violencia y poder. Lo han logrado con tanto tino que sólo hace falta echarle un vistazo a los comentarios del trailer en YouTube: “El que piense que México no es así no vive en México o no sabe nada de él”, escribe uno de los millones que vieron El infierno, cifra histórica para una película mexicana.

“Luis y yo nos entendemos perfectamente: yo leo su historia y sé qué quiere”, dice Damián, sonriendo. “Me falta convencerlo de que me deje hacer muchas cosas, como en La ley de Herodes, donde me dejó enloquecer. En la segunda me detuvo un poco. Y en ésta se recortó todavía más. Pero creo que hacemos un muy buen trabajo juntos. He aprendido muchísimo con él, sobre todo a tener una postura respecto a mi gente. Hablo de Latinoamérica en general. Creo que para eso sirve mi trabajo: para acercarme a ellos”.

Es cierto: todos los proyectos en los que Alcázar se involucra tienen algo en común. Son, de alguna manera, reflejos de una realidad inmediata. Ya sea como ex combatiente colombiano atormentado por su pasado en Vietnam, un indocumentado mexicano cruzando la frontera o un revolucionario sandinista nicaragüense, sus personajes enfrentan al hombre con su circunstancia. Elige estos proyectos porque, sencillamente, cree en ellos.

Mientras lo dice me pone uno de sus sombreros en la cabeza, para protegerme del sol abrasador. Es un gesto amable. Entiendo entonces de qué está hecho este hombre, o al menos alcanzo a intuirlo. Me cuenta luego anécdotas sobre la contra nicaragüense, que entrenó a un niño de doce años para sacar ojos con un lápiz. O los campesinos pobres del Valle del Cauca, en Colombia, que ante la violencia se convirtieron en asesinos y violadores.

“Todas las guerras pueden hacer de una persona extraordinaria el peor asesino, el peor sicario, el peor vengador”, dice. Sabe de lo que habla. Los personajes de la trilogía del poder son, en todo caso, hombres buenos corrompidos por la vida.

 ¿Qué opinas de que llamen a Damián tu musa?, le pregunto a Estrada. Se ríe y luego lo piensa bien. “Sí, algo de eso hay, si tomamos la definición literal de la musa en el sentido de que es quien te inspira: en tal caso, sí, Damián es mi musa”.



La condición del pato

La vida de Damián, según la cuenta, parece turbulenta. Nació en Michoacán, en Jiquilpan, el mismo pueblo del que provienen los Cárdenas. Sin embargo, su familia lo llevó a Guadalajara de meses. A partir de ahí inició una vida de nómada que aún hoy no cesa. Cuenta que ahí vio su primera película, en las clases de catecismo, cuando tenía menos de tres años. Durante la secundaria se fue de pinta durante todos los miércoles de un año para ver tres películas por un peso. Es el tercero de seis hermanos y se confiesa taciturno y ensimismado. Cosa rara porque, desde entonces y a la par que descubría la literatura fantástica, su gusto por el showbiz quedó inoculado.

“En una plática con mi papá cuando tenía doce años me pregunto qué quería ser de grande. Yo le contesté: hacer películas. Y mi papá, me acuerdo muy bien, levantó su dedo y dijo: ‘eso se llama arte dramático’”. El recuerdo me enternece. Le pregunto a qué se dedicaba su papá y Damián suspira, como recordando. “Él hizo de todo, creo que en eso me parezco a él: bombero, boxeador, futbolista, cartero, guardabosques, policía…”

A los seis años llegó a vivir al Distrito Federal y al crecer sus intereses se diversificaron: quiso ser torero, cirquero, alambrista, payaso o músico. Todas profesiones relacionadas al espectáculo. Durante la adolescencia, Damián dibujó y escribió. Más tarde consideró convertirse en veterinario –dice que le encantan los reptiles y lo creo, pues mientras yo vigilo nerviosamente los cactus donde charlamos, él se siente a sus anchas en el desierto.

Luego me dice que más tarde se dio cuenta de que estaba sucumbiendo a la condición del pato, que explica así: “El pato nada, corre, vuela y canta, pero ni nada como delfín, ni corre como venado, ni vuela como halcón ni canta como jilguero”.

Pero su vocación terminaría por encontrarlo. Dejó la escuela y trabajó en fábricas de plásticos, troqueles y perfumes. Se fue a vivir a Tlaxcala. A los dieciocho años, una novia lo llevó al grupo de teatro del Seguro Social y Damián lo supo al instante. Esto era lo suyo. Empezó a hacer teatro de aficionados y luego estudió la carrera de actuación en Bellas Artes. También tomó clases en el Centro Universitario de Teatro, e incluso estaba listo para irse a la entonces Unión Soviética a estudiar actuación. Era el tiempo de los camaradas y el bloque socialista, con los sucesos del 68 recientes. Sin embargo, el maestro Raúl Zermeño lo invitó a unirse a la Facultad de Teatro de la Universidad Veracruzana, que en ese entonces era la única universidad con una licenciatura del estilo. “Las clases eran de siete de la mañana a diez, once de la noche: era formidable”, recuerda.

Después de hacer mucho teatro, sobre todo en Veracruz, Damián volvió al DF para hacer una carrera en cine. Su primera parada fue la televisión y varios cortometrajes de los alumnos del Centro de Capacitación Cinematográfica y del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la UNAM. Al respecto, me cuenta que ha hecho dieciséis óperas primas. Confía en los nuevos directores y siempre queda maravillado con los resultados.

Luego de pertenecer al Centro de Experimentación Teatral, bajo la tutela de Luis de Tavira, la carrera cinematográfica de Damián despegó a principios de los noventa. Trabajó entonces con Arturo Ripstein, Francisco Athié, José Luis García Agraz y Roberto Sneider. Desde entonces, no hay fuerza que lo pare.

Como actor, Damián es disciplinado. Su método va en etapas: una primera lectura del guión, una charla con el director y una investigación de fondo. Si su personaje es salvadoreño o colombiano, se va un mes antes para vivir como ellos: estudia a la gente, la mira y la escucha. No imita. Se pone la piel del personaje, como un taxidermista que procura cada detalle. “Cuando llegas frente a cámara ya no hay manera de trabajar. Si no está ahí, estás perdido”, dice. Pero la magia ocurre, en todos los casos. Su trabajo es tan notorio que lo ha llevado a participar en producciones de toda Latinoamérica, interpretando magistralmente personajes disímbolos. Incluso fue invitado a interpretar al manipulador Lord Sopespian en Las crónicas de Narnia: el príncipe Caspian (2008), que grabó en Praga y Eslovenia, aprendiendo a montar a caballo y portando una armadura de veinte kilos.

“Trabajar con él es de lo mejor que te puede pasar”, dice Joaquín Cosío. “Lo digo sin halago fatuo: es un actor muy generoso que no duda en trabajar a tu lado”. Recuerdo entonces las palabras de Luis Estrada, que lo describen con la misma palabra: generosidad. ¿Qué hay en Damián que invita a tenerle confianza? Debe ser la sensación de que es asequible. Puedes tocarlo. No existe en una esfera aparte, la del actor consagrado. Tal vez por eso lo llaman un hombre en plena madurez como histrión.

Sin embargo, no le tira a Hollywood. No es ese su objetivo. Tampoco tiene planeado escribir y dirigir en el futuro, como parece dictar la moda. Piensa siempre en términos actorales, porque lo tiene en la sangre: no podría imaginarse de otra manera. Le gustaría, eso sí, trabajar con Jorge Fons y Guillermo del Toro, o con los Coen y Scorsese. Pero sus favoritos son, lo dice siempre, Cazals y Estrada. “Son absolutamente opuestos: Felipe es muy puntual y disciplinado, tanto que no tenemos una hora extra en el set porque él lo organiza todo. Con Luis, en cambio, es un día de campo y una fiesta; todo mundo está feliz y jugando, porque resuelve todas las dificultades con una sonrisa”.

¿Qué hay en el futuro?, le pregunto. A mitad de la sesión de fotos, el equipo entero nos metemos a un restaurante del pueblo. Damián pide una cerveza y ordena lo que la mesera disponga, tan flexible es. Por eso me resulta difícil imaginar que un actor tan ecléctico como él tenga objetivos inalcanzables. Está más preocupado por un país menos violento que por conseguir una estatuilla dorada. Por eso me responde, mientras come con gusto: “Seguir trabajando”.

No esperaba menos de él.


 “Esta vida, y no chingaderas, es el verdadero infierno”

En una parte de El Infierno, Benny García le pregunta a su sobrino qué quiere ser de grande. Decidido, el adolescente contesta: “¿Pus qué otra cosa? ¡Un chingón como mi papá!”

El papá es un narco al que mataron “como a un perro”. Pero eso poco importa, porque gran parte de El infierno se va en enaltecer, de boca de quienes lo conocieron, las virtudes del Diablo García.

Ésta es la quintaesencia del mexicano. Poco importa si uno es muy sensible o muy listo, siempre que tenga muchos huevos. Así, el nivel de chingonería es más apreciado que las cualidades morales o intelectuales del individuo. Tal vez por eso nos maravillamos tanto con un personaje como el Cochiloco, que ha revertido su suerte a punta de balazos. Su lema: no más miseria, cueste lo que cueste.

¿Pero es El infierno una apología al narco? De lejos, casi lo parece. Los dos personajes principales, a pesar de ser asesinos a sangre fría, resultan entrañables. Se avientan frases de antología que ponen el dedo en la llaga y retratan todo lo que sabemos, pero como por encima: de los cuerpos “pozoleados” a los bautizos de pistola, de la presión de los presidentes municipales a los actos cívicos de los narcos que ponen escuelas y hospitales en los pueblos donde viven. Pero así mirados, los narcos parecen hacerlo sólo por su familia. Por la promesa de una vida mejor.

 “Los jóvenes que se meten de sicarios ya no volverán a trabajar en una fábrica porque les van a pagar una mierda. Y ellos saben que la vida es corta, pero no importa, porque van a tener mujeres, nave y la mamá no va a sufrir de pobreza”, explica Damián. La película es tan fuerte que la pregunta vital surge: ¿Cómo logró ser financiada por el Conaculta y aparecer en el paquete de películas que celebran el Bicentenario, si su sentencia es clara: “no hay nada qué celebrar”?

“Hay una explicación. Hubo un certamen en el que se podía competir libremente por los temas, Luis metió su historia y ganó. Después hubo reticencias para darle el apoyo porque, según ellos, no tenía nada que ver con el Bicentenario ni con el Centenario. Yo creo que todo lo contrario: se habla de un México doscientos y cien años después”. Además, dice, siempre habrá gente crítica y consciente en estas instancias gubernamentales que lucharán por estos proyectos. Las circunstancias recuerdan a las del estreno de La ley de Herodes, que gracias al veto obtuvo una publicidad maravillosa. Esta vez, decidieron darle luz verde tal vez con el objeto de ufanarse de la libertad de expresión de la que ya Fox se enorgullecía tanto. Pero la película continúa en cartelera, sin publicidad más constante que la que se da de boca en boca.

Al romper la tarde nos dirigimos a las ruinas de una hacienda. Al llegar nos encontramos con un grupo de bandoleros revolucionarios. Están grabando en el lugar bajo la dirección de Roberto Gómez Fernández. Consienten compartir la locación una vez que miran a Damián. “¡Benny!”, gritan emocionados. Luego nos lo roban para tomarse fotos con él. Es fácil darse cuenta de que Alcázar, aunque lo niegue, es una estrella. Entre toma y toma, mientras le arreglan un cabello desacomodado o le ciñen algún botón, me pregunta a qué me dedico. Tiene interés por todos, sin importar de dónde vengan.

La confianza me hace preguntarle, a bocajarro, si votó por López Obrador. “Sí voté por AMLO, pero de ninguna manera soy perredista. Aquellos términos de derecha e izquierda están en desuso, pero si tú eres consciente del país en el que vives, de la situación por la que está pasando la gente, no tienes otra opción más que inclinarte hacia la ayuda y el apoyo a las mayorías desprotegidas. A eso le llaman izquierda y, si eres sensible, no tienes otra opción”.

En más de una cosa Damián se identifica con el político tabasqueño. En la política de austeridad, desde luego. En la lucha persistente de los ideales, cualquiera que estos sean. Y sobre todo, en la opinión de que los panistas, ese hato de villanos, acabaron con la autonomía del pueblo. “El PAN nos sorprendió por lo voraces. El día que ganó este señor grandote no supe si alegrarme o mentar madres. Ahora me pasa lo mismo: qué bueno que se va el PAN, pero qué pena que regresen estos otros hijos de la chingada”.

Al final del día, luego de tirar fotos en el desierto, exhaustos, todos somos grandes amigos. Damián no quiere que nos vayamos.

“Quédense; vamos por unas chelas, damos una vuelta por el pueblo”, nos dice por la noche, cuando vamos a dejarlo a su departamento. Para ser honestos, hay que decir que Damián vive austeramente. Renta un departamento modesto y no tiene coche. Otro detalle que recuerda a López Obrador y su incondicional Tsuru. Al día siguiente, Damián partirá a Costa Rica para hacer promoción y planea llegar al aeropuerto internacional en autobús. De pasada, nos comenta que tiene que ir a recoger su ropa a la lavandería. Esto es lo que no se dice con frecuencia sobre él: lo cotidiano, lo que no se ve. Su estilo de vida, congruente con su forma de pensar. La pasión con la que trabaja, cada día, todos los días.

Entonces me acuerdo del culto a la chingonería. Y pienso que Damián, con todas sus contradicciones, su talento, su personalidad generosa y hasta elegante, su buen tino de comediante y su sensibilidad extraordinaria, no es otra cosa que un chingón. Uno de los buenos.