Estaba leyendo ahora El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel. Apenas lo compré hoy en un arrebato consumista, pero también de lealtad, pues desde que leí su maravilloso cuento La vida en otro lugar me hice su fiel. Recuerdo la sensación de leer ese cuento por primera vez, una pieza perfecta, de prosa elegante y suave, con un final tan sutil e irónico que casi quise llorar. Pensé que hay algunos escritores a los que te atas con un solo texto, como las personas que te atrapan con un gesto. Desde entonces, leo todo lo que Guadalupe escribe.
La novela -un recuento autobiográfico de la niñez de la autora- empieza con muchos párrafos reciclados de este otro texto (una primera versión de la novela, se diría, con el mismo título). No sé si eso me convenció del todo, así como ciertas partes que se regocijan en la miseria (Nettel nació con un lunar blanco en el iris que devino en catarata y luego en la pérdida de la visión del ojo derecho), a pesar de jamás mencionar la fortuna de nacer en una familia de clase privilegiada que hizo todo lo que pudo por corregir el defecto:
Todos nosotros (los niños con discapacidad) compartíamos la certeza de que no éramos iguales a los demás y de que conocíamos mejor esta vida que aquella horda de inocentes que, en su corta existencia, aún no habían enfrentado ninguna desgracia.
Mis padres y yo visitamos oftalmólogos en las ciudades de Nueva York, Los Ángeles y Boston, pero también Barcelona y Bogotá…
Fuera de mis prejuicios frente al texto (otro: todo el tiempo le habla a un lector extranjero, explicando desde qué es Locatel hasta ciertos aspectos de “México, su país”), lo demás es una narración profundamente honesta sobre una infancia marcada por padres tan liberados como confundidos durante los años setenta, el abandono que Guadalupe y su hermano sufrieron cuando estos dos decidieron llevar otro tipo de vidas, la rigidez cruel de su abuela y hasta el descubrimiento de la masturbación.
Pero lo que me mató de la risa son las descripciones de ciertas prácticas de los padres de familia de sus compañeros en el Montessori donde estudió (uno de los primeros en el DF): los hippies que no creían en la privacidad, viviendo en una casa con tapancos que fungían como dormitorios, sin paredes ni puertas, y que solían coger frente a sus hijas, el perro y sus amigas como si cualquier cosa, y la compañera llamada Clítoris que, por desgracia, no tenía apodo. Hay cosas horribles y cosas graciosas, cosas que generan coraje y empatía, cosas hermosas, como la voz de Guadalupe (su voz como escritora).