Escribo en esta casa, vacía casi todos los días del mes, a la que vengo a trabajar, a leer y a estar sola. Recorro los pasillos. Durante los años noventa, la casa fue sede de un colegio particular de corta duración en los anales de Polotitlán de la Ilustración. Aquí transcurrió mi vida de 1992 a 1998 y aquí, por cierto, adquirí todas las habilidades que ocupo para sobrevivir hoy en día: aprendí a leer, a escribir, a hablar inglés, a usar los procesadores de textos. Aquí fui alentada, estimulada, desafiada y lastimada también, en este sitio recibí las primeras heridas. Recorro la casa, que salvo algunas remodelaciones está casi igual a esa época en que para mí representaba LA ESCUELA. Los salones son habitaciones cerradas con llave, a las que no tengo ni busco acceso; el territorio libre se compone de la estancia donde se ubican la sala con su chimenea, el comedor y la cocina; además de los corredores, el jardín en el que camino por la tarde, pensando; en el que leo, bajo el durazno o la buganvilia, y donde hace rato me encontré a un gato anaranjado majestuoso, de ojos amarillos.
Aquel jardín es tan grande que alberga una cancha simultánea de futbol rápido y basquetbol. La portería-canasta, de fierro, tiene la pintura oxidada y desflecada. Pero el rectángulo de cemento, formado de cuadrados más pequeños, está intacto y solo a medias invadido por la hierba. Al fondo se extiende un tupido bosque de carrizos, las paredes de adobe centenarias, el misterio salvaje.
Allí encontré al gato, en una caminata vespertina. Encontré el hoyo en la barda por el que se mete y luego seguí su paseo; su cabeza atenta, como una antena, perseguía los graznidos de las aves en los muchos árboles del jardín. Pero al volver al corredor, en una pared, vi una lagartija tan grande que parecía una iguana.
Esta entrada lleva meses a medio escribir. No los párrafos anteriores, esos los he forjado con la rapidez con la que mecanografiaba (otra habilidad adquirida en la época a la que me refiero, pero en otra escuela más odiosa, el Plancarte). Sin embargo hace un rato, mientras leía en el sillón de la sala, cada vez más a oscuras, encontré la respuesta de lo que a continuación intento terminar.
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De un artículo que leí hace unos meses en la New Yorker, titulado, aburridamente, “How social media shapes our identity”, sobre nuestro derecho a olvidarnos, a prescindir de la documentación digital –generada unilateralmente, si quien leyere fuere un chaval nativo digital, por sus propios padres– y la ¿máscara azogada? de nuestras identidades en línea, en fin, la idea que más quedó conmigo, la que sigo rumiando, es aquella de que les niñes hoy en día –con sus canales de YouTube, por decir– se han apoderado de los medios de producción. La niñez crea y consume contenidos sin mediación de los adultos.
Y hay algo ahí, algo que me inquieta. La maravilla de contar con audiencia, les niñes creadores. El laberinto del contenido sin supervisar, para quien se pierde en esa fortaleza. Contenidos no curados, contenidos mediocres en su mayoría. El vasto desierto del entretenimiento, y lo cierto es que casi cualquier cosa entretiene. Distrae. Quisiera que mis sobrines descubrieran a Gógol y se carcajearan con sus cuentos, que leyeran una novelita erótica a escondidas, que hojearan los poemas de Sor Juana, y no como ocurre ahora que miran durante horas a un chileno barbón jugar un videojuego, o consumen sagas enteras de GachaLife de la peor calidad. ¡Bah!
Pero:
Ellos y ellas crean. Dibujan, escriben, tocan música. Elaboran sus videos pacientemente, que luego suben a sus canales de YouTube.
Pensar, entonces, en la dimensión ética de cuidar niñes artistas. ¿El deber de alentar sus talentos, y procurárselos, de no solamente celebrárselos sino facilitarles los medios para ejercerlos? Claro que parece lo más lógico. Alentar artistas. Pero, ¿qué se hace con el talento, cómo se lo administra, qué bienestar puede proporcionarle a quien lo cultiva? En pocas palabras, ¿cómo ser artista en esta época, en este país? Entonces siento una comezón molesta, una pregunta simplona que me repta por la piel hasta formarme un coágulo en la garganta. ¿Para qué? No, tampoco es eso. No es solamente eso. Por un lado, para evitar el mal gusto de la retórica de los sueños –abstractos– que se persiguen –se padecen–. Por otro, porque tendríamos que ser capaces de más, de traer un poco de contexto, condiciones materiales, POLÍTICA a la situación.
Pero la pulsión de crear es más fuerte, y si aparece en la niñez echa raíces profundas. Si la legitima el aparato o no, si se transforma en oportunidad de negocio o no, si la crítica la celebra o la ignora, si llega a las masas o si no llega jamás, nada de esto la determina. Si han de crear, crearán. Si han de entregar sus vidas a la creación, que así sea.
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Acá había un párrafo con anécdotas uruguayas, que suprimí. Pero se refería, como Tiranos Temblad, o por lo menos a la manera en que se originó, a lo que denomino la creación por pura onda. Esa circunstancia tan frecuente en Montevideo de cruzarte cada dos por tres con artistas, con músicos, con escritores, con místicos delirantes. Artistas sin audiencia, o con audiencias limitadas. Crear por crear, por lo bonito y lo posible de crear, y de compartir lo creado, sin buscar ni esperar nada más allá del modesto acto de intercambiar sensibilidades, es decir, esa relación entre el que crea y el que recibe, pero también interpreta y disfruta.
Últimamente he pensado en uno de estos sitios ideales del internet, escondidos a plena vista del gran mall-tendedero digital, Archive of Our Own. La lógica de Wattpad, ponele, al que ni he entrado por lo feo que es, y este otro lugar qué ejemplo de limpieza y elegancia, y de ecos revolucionarios. Nuestro propio archivo.
En ese lugar solamente se escribe (y se lee, que es otra forma de escritura). O, más bien, se reescribe. Intertextualidad pura. Cualquiera puede entrar, adueñarse de personajes o tramas o escenarios o palabras o ideas protegidos por la propiedad intelectual, y crear. Crear para otras personas, para su disfrute y su entretenimiento y hasta su placer sexual. Es un intercambio de atenciones: escribir por pura onda, leer por pura onda. Acompañarse. Los puentes entre almas.
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El tema concreto, la duda que me perseguía, sobre qué hacer con mis sobrinas y mis sobrinos, cómo ayudarlos a gestionar su talento, y si es eso lo que debía hacer, si es que debía hacerse algo, se despejó (o agrandó) aquella tarde en la que escribía los primeros párrafos de este post.
No había leído nunca a Natalia Ginzburg y mi amada M me envió Las pequeñas virtudes.
“En relación con la educación de los hijos, pienso que se les debe enseñar, no las pequeñas virtudes, sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia respecto al dinero; no la prudencia, sino el valor y el desprecio del peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor a la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber”.
Quisiera ir más allá. Quisiera profundizar. La otra noche estuve platicando con mis sobrinas de 10-casi-11 y 12-casi-13. Oh… Al otro día, en el jardín de esa casa, recordaba fragmentos de la conversación y las lágrimas me venían a los ojos. A veces aquí en mi pueblo, en donde puedo vivir con la tranquilidad que en esta época necesito, me siento sola. Me siento intelectualmente sola, vaya. Lo dejaré simplemente así. Entonces, en esa soledad que me procuro, que busco y busco, pensaba que en ellas, en esta cuestión del crear y del no crear, tengo las mejores interlocutoras. Que con ellas puedo hablar de lo que escribo, de lo que quiero escribir, de lo que he escrito. Y ellas, a su vez, pueden hablarme de sus proyectos y hasta de sus deseos de vivir sin proyectos, de elegir no tener la obligación o la deuda que impone la creación.
El hermoso libro de Natalia termina de esta manera:
“Y si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos traicionado, si hemos continuado a través de los años amándola, sirviéndola con pasión, podemos mantener alejados de nuestro corazón, en el amor que sentimos por nuestros hijos, el sentido de la propiedad. Si, por el contrario, no tenemos vocación, o si la hemos abandonado o traicionado, por cinismo o por miedo a vivir, o por un mal entendido amor paterno, o por cualquier pequeña virtud que se ha instalado en nosotros, entonces nos agarramos a nuestros hijos como un náufrago al tronco de un árbol, pretendemos vivazmente de ellos que nos restituyan todo lo que hemos dado, que sean absolutamente y sin fallo tal como nosotros queremos que sean, que obtengan de la vida todo lo que a nosotros nos ha faltado; acabamos por pedirles todo lo que puede darnos solamente nuestra propia vocación; queremos que sean en todo obra nuestra, como si, por haberlos procreado una vez, pudiéramos continuar procreándolos a lo largo de toda la vida. Queremos que sean en todo obra nuestra, como si se tratase, no de seres humanos, sino de obras del espíritu.
Pero si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella o la hemos traicionado, entonces podemos dejarles germinar tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y del espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Ésta es la única posibilidad real que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación: tener una vocación nosotros mismos, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida engendra amor a la vida”.
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