Una obra verdadera

(Publicado originalmente en La Tempestad)

Resulta difícil pensar que Abdelladif Kechiche, director de La vida de Adèle, es un tirano. Tras ganar la Palma de Oro en Cannes, una polémica desagradable lo persigue: si efectivamente explotó a sus actrices principales, Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux. En algunas entrevistas, ambas se han quejado de las condiciones en que filmaron la película: más de cien tomas para la escena en que se cruzan por la calle y se miran por primera vez; una semana para filmar la principal escena de sexo; cinco meses de rodaje en lugar de los tres previstos; humillaciones y cansancios a fuerza de la repetición excesiva, etcétera. Kechiche, perteneciente a la tradición del cinema verité, buscaba autenticidad, intensidad, la verdad misma. Pareciera que la única manera de conseguirlo ha sido arrastrar a sus actrices a un estado máximo de vulnerabilidad.

No hay distancia crítica, lo admito, ¿pero cómo es posible que Kechiche sea un tirano cuando ha creado una obra de esta belleza y verdad? No es una discusión sobre la moralidad del creador, que es distinta de su obra, sino de la sensibilidad con la que Kechiche mira: el amor, sí, pero también la juventud, la niñez y los paisajes cambiantes de una cara. Resulta difícil creer su tiranía, pero de ser así, el tirano Kechiche ha creado una de las obras más significativas de este año. Su mirada es invasiva y de una honestidad incómoda: Kechiche no ha contado una historia de amor, sino que se ha permitido, en el espacio de tres horas, plasmar y reconstruir la vida misma.

El título original, La Vie d’Adèle – Chapitres 1 & 2, designa de algún modo los periodos de juventud y primera adultez de la protagonista. En la primera parte, Adèle estudia la preparatoria, tiene quince o dieciséis años y vive con sus papás en un modesto suburbio de Lille, una ciudad industrial al norte de Francia. Adèle escribe un diario (la vemos en su cama, llenando páginas, levantando a veces la mirada hacia la ventana para tomar aliento o reflexionar sobre lo que escribe). La sinceridad o nivel de evocación en estos diarios es la estructura invisible de la historia. Filmada con mucha luz natural y una cámara que tiembla y sigue a Adèle, la película inicia con breves fragmentos de su vida diaria: sentada en clase, caminando al autobús, comiendo espagueti con sus papás, dormida. Hay tal insistencia en el close-up que, con el tiempo, los hábitos y gestos de Adèle se vuelven tan familiares como los propios: el modo voraz de comer, la boca abierta mientras duerme, la fijación nerviosa con el pelo y, sobre todo, los ángulos de su cuerpo, las reacciones de su cara y la mirada que cambia ante el pudor, la emoción o el dolor. La mirada de Kechiche está basada en la subjetividad, al punto de habitar la carne de su protagonista. A su alrededor se teje un escenario preciso y actual: en La vida de Adèle se encuentran las tensiones raciales y de clase de la Francia contemporánea, las expresiones de homofobia en la juventud conservadora, la trivialización del mercado cultural y hasta el contraste entre el elitismo intelectual y el pragmatismo de la clase trabajadora; las pinceladas son breves pero delinean una Europa contemporánea. Sin embargo, Kechiche decide no detenerse en las dificultades de asumirse gay o pertenecer a la comunidad, porque define a Adèle desde numerosos ángulos, y al contar su historia de amor no lo hace como si contara una historia de amor gay (curiosamente, al desechar las convenciones del género, consigue un retrato realista y espontáneo del enamoramiento).

Hay una intertextualidad con la novela de Pierre de Marivaux, La Vie de Marianne, que describe a su heroína con gran minuciosidad y también es una obra incompleta (Marivaux nunca llegó a escribir el final). El vacío que sucede al flechazo del amor a primera vista entre Marianne y un joven insinúa una pregunta dentro de Adèle. Camino a la cita con un chico de la escuela que no deja de mirarla, Adèle se cruza con una mujer de pelo azul que camina con su novia y que de pronto, de un modo enigmático, la mira también. Más tarde, durante un sueño erótico, el pelo azul aparece entre sus piernas. Adèle despierta agitada y mira por la ventana, pero lo que piensa permanece oculto y privado. La idea de habitar Adèle es más hermosa las veces en que es imposible, y ella se aleja de nuevo y se vuelve inasible. De todas maneras, su vida abarca otras experiencias que moldean su educación sentimental: empieza y termina con su primer novio, y después vive una primera decepción amorosa cuando una compañera la besa jugando.

Una vez que el espectador se involucra con Adèle, atado a ella por detalles singulares, aparece Emma de nuevo (en un lugar poco extraordinario: un bar gay). A través de los ojos de Adèle, es fácil entender el poder que ejerce sobre ella, el encanto misterioso de Emma, una estudiante de arte asumida y experimentada. El amor es intenso y carnal; las escenas sexuales, que a algunos parecen excesivas, son un paciente (e invasivo) estudio de la naturaleza caníbal de su relación, de la importancia del vínculo basado en el sexo. Hasta ahora, Kechiche ha construido en Adèle una relación oral con el mundo: come, fuma, bebe, ríe, besa, devora. Emma, asistida por la razón, es una mentora, al principio luminosa pero luego cada vez más encerrada en sí misma: entre intelecto y emoción, Kechiche parece preferir la última, y ensaya en ambas una discusión entre teoría y praxis.

Kechiche se permite pausas poéticas: los azules que brillan en la composición de cada cuadro; Adèle en una marcha estudiantil, exaltada; Adèle en una marcha gay, lejana y confundida, pero en las nubes, porque camina del brazo de Emma. Después, las condiciones inevitables de su relación: las diferencias entre sus padres, amigos y carreras. Antes de que la lenta erosión del amor aparezca, una elipsis nos lleva a la Adèle que ahora trabaja como maestra en un jardín de niños y que vuelve a casa para cocinar y poner la mesa. Hay algún comentario social entre el ambiente en el que Emma se desenvuelve, que trata con alguna condescendencia a Adèle, y la labor fundamental que ella emprende con niños a los que enseña a leer y escribir.

El segundo capítulo trata sobre la pérdida, el momento fatal en que el amor se transforma en otra cosa. La violencia de la ruptura es equiparable a la violencia del amor cuando existía. Lo que sigue es un duelo amoroso desgarrador, que Kechiche reconstruye con una sensibilidad admirable al tiempo que su ojo capta la inocencia de la niñez (la pulsión de lo terrenal y humano). Al final, cuando Adèle logra entender que Emma ha tomado una decisión basada en la razón y la certeza de la imposibilidad de una vida juntas, el vacío que deja el amor es tan pesado  como su presencia. Adèle cambia y se reconoce a sí misma, y después, mientras camina por una calle, lejos de la cámara, es como perderla. Entramos y salimos de su vida, y en la salida queda como un vacío.

Esta entrevista con las actrices principales y con Kechiche me gusta. Lo que realmente sucedió en la filmación queda ambiguo, si es que tiene alguna importancia sobre el resultado final, y sin embargo me parece que una experiencia cinematográfica de este calibre requería un sacrificio mayor en su creación, como toda gran obra (y ésta es una obra verdadera). En el espectador también hay un sacrificio: se trata de una experiencia fílmica agotadora, que –como Emma sobre Adèle– deja un vacío difícil de superar.

 

Peeeeeta

En el hostal de Londres había un chico que era Peeta el de The Hunger Games. Era él, pero no lo sabíamos. Su cara me resultaba vagamente familiar. Mis años de consulta religiosa en imdb.com no me habían llevado a su perfil. Era un muchacho del staff del hostal, con la cara idéntica a la de un actor que no identificábamos, J porque no se acordaba aunque ya había visto la película, y  yo porque no la había visto. Y lo mirábamos fijamente y decíamos: es él, ¿pero quién? Es un actor juvenil, ¿pero cuál? Mientras tanto él llevaba a cabo sus actividades normales de empleado y habitante de hostal, esa vida que parece idílica vista desde afuera, si eres joven y quieres pasártela bien un rato: limpiar la cocina, poner los panecitos en un plato, el cereal en un bol, la leche en una jarra, las mantequillitas y mermeladitas en un recipiente; limpiar baños y áreas comunes, colocar recaditos y compartir la clave wifi, pasar la noche en recepción cuando te toca, sentarte en las áreas comunes charlando y bebiendo cervezas.

Meses después, cuando por fin vi The Hunger Games, descubrí que el actor al que se parecía (no sólo se parecía, era él) se llama Josh Hutcherson. Ahora nos gusta Josh Hutcherson. Peeeeta. Lo vimos en Saturday Night Live y convenimos en que es muy guapito. ¿Nos gustaba al mismo tiempo el chico del hostal de Londres?

La semana pasada, un chef que admiro me saludó convencido de conocerme. Otra vez. El asunto de mis dobles no terminará nunca. ¿Tengo una cara común? ¿Algún rasgo que se repite? Supongo que es otra cosa. Mi Doppelgänger de cara se repite, allá afuera.

 

El fin estuve leyendo los procesos creativos de un músico que admiro. Es tan bella la creación artística holgada, libre y con posibilidades.

 

Jueves 1:48 pm

Llega un momento de la tarde, antes de salir a comer, en que nada tiene sentido. Ninguna lectura tiene sentido. Los periódicos latinoamericanos, sobre todo, dejan de tener sentido. Entras a una realidad paralela con las noticias de Venezuela, Argentina o Perú. Se abren los mundos simultáneos.

 

El fin pasado estuve sola y encerrada. Era el fin de la distensión, pero curiosamente todo fue acomodado como con relojito. Hubo algo que no hice y quería hacer (un texto que hasta hoy debo), pero los puntos importantes de mi lista fueron tachados. Dormí. Soñé con una orgía prometida y nunca concretada, otra vez. Soñé otras cosas. Leí (leí mi Adán Buenosayres, y un cuento de Onetti, otro de Felisberto Hernández -ah, el conor sur- y otros de Carlos Fuentes). Vi capítulos arbitrarios de: Ally McBeal, Portlandia, Roswell, Parks & Recreation y 30 Rock. Eso vi. El sábado decidí no trabajar, sino ver televisión por la mañana, y leer y escribir por la tarde y  noche. Eso hice. Me desvelé. Al otro día trabajé (un freelance de correcciones). ¿Vi algo más? No me acuerdo. Cosí un suéter. No salí ni al pasillo. Las dimensiones del departamento, el calentador prendido, la lluvia y el frío afuera, el té y las colillas de cigarro amontonándose en el cenicero, todo constituyó un anhelado viaje al interior.

 

 

Domingo en soledad

Dicen, leí, que soñar demasiado es signo de estar necesitado de sueño. Que estás durmiendo poco. También dormirse rápido, en menos de cinco minutos. Y soñar en pequeñas siestas. Todo me sucede. Pero es peor, porque ahora no recuerdo mis sueños. El del viernes lo recordé al otro día, pero una imagen o una sensación corta en relación con las horas y horas de material de sueño. El de hoy lo tenía aún mientras iba despertándome, sintiendo ya las sábanas y la cama y el rayo de sol que me caía en la cara, y vi la hora, cerré los ojos y volví a él, como dejarse caer en agua tibia. Después se fue. Era luminoso, color violeta, suave como el peluche. ¿En tierra o en aire? Sé que en un sueño anterior, más profundo, estaba mi papá; leí Don Draper y la activación de relaciones se encendió. Don Draper es tu papá. Don Draper: Jon Hamm, atractivo y encantador. Alarmas, alarmas, recuerdos de otros sueños, el catálogo de la memoria compuesto por igual de recuerdos oníricos y recuerdos reales. Absurdo separarlos, de todos modos. Archivo visual interno. Pero todavía trabajo con mis sueños. Pienso en él el resto del día, al rato aparecerá la clave, el tema o el motivo, y recuperaré sensaciones e imágenes, jamás la historia completa. Los sueños, los sueños, el lugar misterioso.

 

 

Recuerdo

En la primaria todos los años eran muy diferentes: transcurrían en salones diferentes, con maestras diferentes (tercero y quinto Concepción, que tenía una casa bonita de dos pisos, como de cuentito, rumbo al panteón; algunos sábados nos invitaba a nadar en una pileta que tenía en su terreno, profunda como alberca; una vez, en época lluviosa, estaba tan sedimentada, turbia y llena de ramas que podíamos sentir, o tal vez imaginábamos, las ranitas abajo; yo tenía menos miedo, dominaba que vivía en el campo, que había animales) (cuarto fue una maestra de cuyo nombre no me acuerdo: cruel, amarguetas) (sexto con Lulú, mi favorita: éramos cuatro idiotas en su salón, tres niñas demasiado diferentes y un niño de entorno familiar delicado; dos de ellos eran mis primos, si bien lejanos y con quienes me unía más la constante y larga convivencia escolar desde primer año que el lazo familiar: de los quince que entramos sólo cuatro sobrevivimos a ese experimento escolar que resultó al final la mejor educación que he tenido, mi amado Colegio Regional Villa Ilustración) (Lulú nos conocía bien, nos hacía imaginar una muñeca cualquiera y luego adivinaba cómo la había imaginado cada uno; confirmaba mi romanticismo y a qué me dedicaría; era una mano cálida y comprensiva hacia la adolescencia; nos confesaba que fue fan de New Kids on the Block, vivía en Aculco, en el bello Aculco; no sé dónde está ni qué fue de ella).

Ahora la casa donde estaba la escuela volvió a ser la casa que era antes: un terreno con cuartos, pasillos y grandes jardines, una construcción de pueblo antigua, de los tiempos en que por alguna razón se acostumbraba que los cuartos no estuvieran conectados. Ahora viven ahí mis tíos y algunos fines de semana se reúnen los otros tíos, y ahí es la tradicional cena de Año Nuevo Camberos, a la que hace dos años no voy, y en los salones donde cursé primero, segundo, tercero y quinto, ahora están las camas y las cosas de mis primos. Mi salón de sexto ahora es el comedor, sin la tablarroca que antes nos separaba de la cocina: la cooperativa. La cocina tiene una ventana hacia el pasillo donde nos formábamos a comprarle dulces a Juanita (mi mamá se llama Juanita, nunca podía decirle Juanita a Juanita, ¡no podía! Era osado pronunciar tan fresca el nombre de tu mamá). La dirección ahora es el estudio de uno de mis tíos, con su chimenea que antes siempre estaba apagada, y el cuarto lleno de archiveros, y diplomas, y un pequeño librero: ahora las paredes están más bien pelonas. Había una fuente en el primer claro del pasillo, casi siempre con agua. Ahora ahí juegan los hijos de mis primos y a veces hay basura (claro: hay basura, pasa todo el tiempo). Donde nos formábamos a veces mis tíos ponen mesas. Vamos hombres y mujeres por igual al baño de las niñas (con regadera: ahí Juanita guardaba algunas cosas de limpieza). Casi nadie quiere ir al medio baño al final del pasillo, oscuro y estrecho, donde Julio decía que le salía la mano peluda. Atrás de ese bañito hay un tragaluz con lavadero, donde ahora mis tíos colocan los productos de limpieza: antes era un cubo vacío en el que te escondías, o comías, o ibas a ponerte nada más, a estar ahí, donde nadie más estaba. Y la cancha de básquet (con canastas que dobleteaban en su base como porterías), permanece, sin pintura, con plantitas y pasto creciendo desordenadamente alrededor. Podaron el árbol que hacía cuevita, ¡tantas cosas vergonzosas pasaron ahí! (no aguantarse la pipí). Y todavía detrás de la cancha había -y hay- mucho arbusto salvaje, carrizos y pasto, y en la esquina un tronco gruesísimo (¿qué sería? ¿Un roble? Un árbol raro para la escasa vegetación de mi pueblo, alto y algo desértico, salvo en época de lluvias). El tronco sigue. Y los árboles detrás de la construcción, asomándose por encima del muro, que nunca logro ubicar o no he podido ver del otro lado. La vida siempre ocurría fuera de los muros de tabique amarillo pálido, muros de escuela (de escuela particular de pueblo, experimento de breve duración). Al sur (en mi mente, al norte, porque al centro le llamábamos y le llamamos arriba) se divisaba la punta de la cúpula de la iglesia, cuando todavía era blanca. Ahora la iglesia entera está pintada de un color mamey encendido, horroroso. Todo lo que ha cambiado en el pueblo ha cambiado para mal: el color blanco obligatorio de las casas, con una franja vino hasta el piso, no existe más: la gente pinta sus casas de verde marcatextos, azul cielo, amarillo huevo y a veces con el mismo vino reglamentario, pero de punta a punta (como la mía, también fallamos) (encima: la lluvia, el viento, la pintura barata pero a la vez poco accesible: las paredes están descascaradas, los jirones de pintura revuelta con cal se resbalan, el pueblo es un álbum de estampitas a medio arrancar); cambiaron los antiguos faroles por postes verdes de alumbrado público, como de colonia de interés social; quitaron la antigua balaustrada de cantera que rodeaba la iglesia y pusieron herrería entre las columnas. Nada es como antes. Ya secuestran y matan. Antes la gente moría de otras formas. La muerte estaba siempre ahí, llevándoselos en grupos de dos o tres. Cada muerte se sabe y se comenta, todavía. Siempre hay una muerte próxima, también se sabe.

Nada es como antes: claro que nada es como antes, pero qué difícil aceptarlo.

Todo lo anterior sólo porque vi una foto de los libros de primaria y tuve la sensación de que los años de la primaria eran antes un color diferente. Ese era el método de clasificación de los recuerdos. Y lo recuperé fácil:

Primero, gris.

Segundo, verde.

Tercero, azul.

Cuarto, morado.

Quinto, amarillo.

Sexto, café.

 

En secundaria, prepa o universidad nada tuvo colores. Se hace todo más impreciso y apresurado. Sobre todo al final de la universidad fue cuando los años empezaron a pasar demasiado rápido. Antes sentía intensamente cada época del año: el ánimo, los colores, las actividades, los rituales, todo tenía la marca de su mes. Ya nada se siente marzo o abril o diciembre. Hay un clima y un color general. Las diferencias se miden de otra manera.

La entrada de mi pueblo en Wikipedia, en inglés, es más contundente que la que está en español (aquí). Ahora quiero saber, tengo que saber, quién la escribió. Quién será. 

 

 

 

Si la muerte entrara por la puerta

El sábado por la noche se me subió el muerto. Es decir, tuve parálisis del sueño, pero en la versión asfixia, que es como si se te subiera el muerto. Como si se te trepara la muerte encima. Sientes un peso muerto y denso sobre ti, apretándote las costillas, el pecho y la garganta, sin dejarte respirar. No puedes respirar. No te puedes mover. Y la oscuridad te envuelve.

Estaba en mi pueblo, en mi cuarto, en la casa en la que crecí, con la ventana de piso a techo que da a la milpa y al campo, donde ahora se atraviesa una carretera y algunas casas -que antes no existían- encienden sus luces amarillas por la noche. Había estado leyendo Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, una lectura ligera y un tanto decepcionante. Antes de apagar la luz tuve un pensamiento terrorífico, que ahora ni siquiera puedo recordar. Estaba relacionado con un cuento de horror que lleva meses en mi mente. Hasta me dije: no pienses en eso ahora. Luego soñé. Toda clase de sueños, incluido uno erótico y otro apocalíptico, y con gente real e irreal, y de pronto, en el departamento donde hacemos nuestro taller post-Fonca, a oscuras, veía una sombra desconocida, sin dueño. Me llenaba de terror dentro de lo que ya claramente era una pesadilla. Y de pronto esa misma sombra salía del espacio del sueño y se ponía al pie de la cama y poco a poco iba subiendo hasta tenderse de frente y entonces, plaf, se dejó caer. Fue eso: dejarse caer. Sentí el golpe del peso y el agarrotamiento con una fuerza que, lo juro, me hizo echar la cabeza para atrás. Eran muchos kilos encima. Mi primer pensamiento, confundida sobre dónde estaba, fue que era J, que se subía sobre mí, pero luego entendí que estaba en casa de mis papás y que estaba experimentando otra vez la parálisis del sueño, pero esta pequeña variación que nunca me había ocurrido: la genuina subida de muerto.

Como comprendía lo que era, procedí a calmarme contando números. Hasta el 18. Y no se iba. Y, como no podía respirar, aunque se supone que de todos modos respiras, porque la respiración es mecánica, tranquiliza Wikipedia, empecé a desesperarme, ensayando otras formas de liberarme. Rezar es el antídoto perfecto según don Simón, papá de mis amigas de infancia, a quien siempre se le subía el muerto. No me sabía ninguna oración (no recordaba ninguna, alguna vez recité el Credo más rápido que nadie en la catequesis). Y en la lucha por recordar una oración, el Ave María o lo que fuera, sentí una bocanada de aire y rodé al lado izquierdo de la cama.

Estuve despierta dos horas más, con la luz prendida, extrañamente calmada, sin miedo. No sentí lo sobrenatural, pero en medio de la asfixia repentina me pregunté lo que sentiría alguien que nunca leyó la entrada de Wikipedia sobre la parálisis del sueño y simplemente una noche, en medio de una pesadilla, sintió una presencia que se le subía encima y lo aplastaba y no lo dejaba respirar. Puedes llegar a creer que estás muriendo. Qué desesperación.

La única variante de la parálisis que había sentido es la que involucraba un miedo repentino y absoluto, y alucinaciones visuales y auditivas. De alguna manera, con todo lo horrible que eso es, me parece mil veces mejor que el muerto genuino. Tal vez deba relajarme. No pensar en el horror. Y si llegara de nuevo, aceptar al muerto con su peso y ponerme floja y dejarlo ser.

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Intrincadas redes de Wikipedia

En el trabajo:

Escribí y leí extensamente sobre la arquitectura de Chicago. El tercer edificio más alto (ahora me sé de memoria el ranking) es el Aon Center, una torre blanca y delgada, parecida a las Torres Gemelas.

También hago un reporte de Fórmula 1 (puede que cubramos el tema el próximo año). Vi hace unas semanas Rush y luego, una noche, la mitad del documental sobre Ayrton Senna. De Lauda no sabía nada: todo fue una sorpresa. De Senna me había quedado en que era muy talentoso, elocuente y guapo, guapo como James Franco cuando posa para Gucci (también: una breve nota sobre el perfume de Gucci del que Franco es imagen). Hace rato, porque es mi costumbre, porque siempre caigo en el fatal accidents porn, descubrí lo que pasó con Senna.

Leo sobre la temporada actual de Fórmula 1. En los debuts del año, figuran jóvenes guapos. Clic a uno, Max Chilton. Su padre es el multimillonario Grahame Chilton, chairman de Aon Center. Con oficinas en Chicago (tercera torre más alta, blanca, estilo Torres Gemelas).

Dato en la entrada de Aon Corporation: tenía oficinas en los pisos 92, y del 98 al 105, de las Torres Gemelas. Después del primer avionazo, los ejecutivos lograron evacuar a la mayoría de sus empleados, pero varios se quedaron tiesos en sus lugares debido a las propias recomendaciones de seguridad y de los guardias. 176 de los 1,100 empleados murieron, incluido un ejecutivo que alcanzó llamar al 911.

 

-no disponible-

Hasta el 20 de noviembre, y aún después, porque ninguna respuesta será automática, no viviré en forma.

Ahora sobrevivo, con el pensamiento éste fijo, ni siquiera in the back of my mind, sino ahí enfrente, en primera fila, protagónico y enorme y absoluto. Todos los temores se materializan.

Y si todo pasara, si todo lo bueno llegara, ¿cuántos años quedan?

Vuelvo al consuelo (la evasión) de la escritura, la ficción y la lectura. Largas pláticas sobre otros temas. Una esquina oscura de un cine, el pensamiento en la esquina de la pantalla, latiendo, latiendo, agrandándose como un punto de luz convertido en resplandor, y otra vez no respirar, o respirar mal, tener esta sensación en la garganta de una pastilla mal tragada. Llorar mucho y no hacer nada. Permanecer en la evasión y la distancia, y remover lo que deba ser removido alguna vez cada mes, sabiendo que la distancia es grande aunque tal vez no difícil de superar, si hubiera voluntad.

Si tuviera hijos, ¿sentirían eso por mí? Y si los tuviera, ¿qué sentiría yo si siento esto ahora? Mejor no tenerlos. Evitarle esta clase de sufrimientos a otra persona, evitármelos a mí.

Hay siempre algo de exhibición en esto. Y un consuelo torpe cuando ya no se tienen (o se tienen mal) diarios personales.

Me quedo a la espera.

 

NY cares

Nunca he estado tan pobre como ahora y nunca he viajado tanto como este año. Apunte rápido, antes de continuar con mi tortura bloqueada de Chicago: fui a Nueva York un par de días, a un evento de Grey Goose. Íbamos diez sujetos, de distintos medios, cosa que suele terminar en desastre. Sin embargo, otra vez, como en Chetumal, hubo una buena onda general. Llegamos a la 1 de la madrugada, al hotel de ventanas redondas que siempre se me ha figurado una lavadora gigante, a una cuadra del Chelsea Market. Salimos a caminar por la Novena, la Octava, la Séptima, con algún fin que nunca se concretó; terminamos en un deli, comiendo un bagel tostado de cream cheese. En una mesa, un uruguayo gordo dijo que era adivino y que vivió en Madrid, nos contó toda su vida y era tan intrusivo que por ratos lo ignorábamos y luego volvíamos a escucharlo. A mí me gustaba que fuera uruguayo.

Tenía sentimientos encontrados, seguramente es una estupidez, pero estaba con el humor de Chicago, pensando en Chicago, meditando sobre Chicago, y había puesto en mi lista de prioridades a Chicago como ciudad, incluso sobre Nueva York. Ir a Nueva York una semana después, por tan corto tiempo, era una contradicción y un despropósito. A las ciudades siempre las he visto como personas: tienes romances con ellas, piensas en ellas, debes darles su lugar y su momento, y yo estaba ahora enamorada de otra, similar, una que de hecho tiene una rivalidad manifiesta con Nueva York, que es distinta de ella en muchos sentidos y similar en otros. Vamos: no quería ir a Nueva York y comprobar que, acaso, es mejor. Que es más bella e interesante. Dejarme enamorar con tan poco, con unos besos. Era una infidelidad.

Pues fui. Y fue extraño, porque no deseaba realmente ir. Pero, ¿quién no desea ir a Nueva York cuando sea, como sea? Sentí un desapego absurdo al caminar por sus calles, a las que comparaba con Chicago, como si algo en mí me recordara no emocionarme demasiado porque mi corazón -ay, ingenuo- estaba en otra parte.

Por fortuna (o no), lo poco que tuve tiempo de ver, al convertirme en guía desinteresada de una chica que conocí y con quien logré formar una amistad que yo sentí auténtica en tan poco tiempo, fue lo que denominé pretenciosamente el tacky New York. Lo que cualquiera que no ha visto la ciudad quiere ver, porque es lo lógico: la Quinta avenida, Times Square, trozos de Central Park. Por la noche convencí al grupo de ir a cruzar el puente de Brooklyn de madrugada. No hay nada más impresionante que ir acercándose al skyline nocturno por el puente, con el agua a ambos lados, infinita y palpitante y oscura, entre cables de acero y columnas de tabique y soportes de hierro oxidado, y de nuevo sentir lo que sentí en Chicago: de estas ciudades no impresiona la mano de dios sino la del hombre. La ingeniería inmortal.

Sólo había ido dos veces antes de ésta, pero durante ambas la recorrí intensamente. Mi plan era, al volver (en un viaje personal), ir a Queens, al Bronx, tomar el ferry a Staten Island, reducir las dimensiones de una ciudad que me parece infinita. Esto fue un baje de pretensiones. No hay forma de conocer Nueva York. Pensé también que no me gustaría vivir allá, aunque siempre creí que era un deseo no formulado. Mi nueva amiga me dijo: es como vivir frente al mar. Nueva York siempre deberá ser un descubrimiento.

 

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Siempre que me dan la oportunidad de escribir de algo que me gusta o que me importa, no puedo. No logro el desempeño adecuado. No doy. Me bloqueo y empiezo a sentir que todo está en mi contra, que el tiempo o los momentos o las circunstancias no eran los adecuados, y que de otra manera -lo clásico, la excusa clásica- podría hacerlo mejor. Siempre imagino un texto al que nunca llego. Mi bloqueo es acendrado y repetitivo, y siempre pasa, ¡siempre pasa! Todo lo que entrego es una versión dificultosa, incómoda y llena de tensiones, que invariablemente me deja insatisfecha. Todo son textos imaginarios. Un perfeccionismo idiota e inalcanzable (un perfeccionismo al que no tengo derecho, además). Todo es una pelea y una falta de confianza. Todo se problematiza. No hay placer. Sólo hay placer aquí. Sólo hay placer en lo que no me importa, en lo que tecleo porque mecanografío con rapidez, porque me gusta cómo se siente poner los dedos -todos los dedos- sobre las teclas suaves de la computadora y empujar la barra espaciadora con el pulgar derecho, en realidad el único dedo un poco inútil es el pulgar izquierdo, ese rara vez lo uso, y en cambio los meñiques son muy útiles porque ahí están los acentos, las as, las eñes, las pes, las qus, las zetas, las comas; eso es placentero, escribir y llenar el bloque blanco de WordPress y sentir que algo saldrá inmediatamente y que será al calor del momento y que no importa, no es ‘obra’, no es ‘publicable’, no es un texto urgente, no es lo que se escribe en un lugar, con un nombre, con unos lectores, tal vez con un prestigio; no es nada, es lo tuyo, es lo que escribes porque es placentero, porque los dedos sobre las teclas se sienten bien y porque siempre siempre hay ganas de poner los dedos sobre las teclas.

 

 

Ella

Tal vez Buenos Aires es más bella en el recuerdo que adentro. No dejo de pensar en ella, como si fuera una mujer -un hombre, una abstracción- que me hubiera enamorado de manera definitiva, en la distancia. En esa Sudamérica 2010, tal vez fui más feliz -de manera concreta, cuantificable- en otros lugares, en Colombia, por ejemplo, pero Buenos Aires es Buenos Aires. Sólo pienso en ella. En volver. En vivir en ella. En establecer una relación seria. Ahora de pronto recuerdo detalles insustanciales, nada que merezca escribirse o rememorarse (por eso es más bello recordarlo, porque es real, es materia real de vida, es rutina y normalidad). Nunca voy a recordar qué hice cada día de ese mes (casi un mes) que estuve ahí, pero las imágenes han estado apareciendo tan nítidas que a lo mejor se puede intentar un rompecabezas desordenado. Resisto la intención de contenerlas aquí (cuando Billy me acompañó a comprar una mochila nueva: la mía se había roto de la base; cuando entré a un café cerca de Puerto Madero y comí unos huevos con mucha pimienta, añoraba un desayuno en forma, algo sólido que no fuera panecitos y café, un desayuno mexicano, contundente, llenador; una pizzería horrenda donde leí unos cuentos de Ambrose Bierce que compré en una librería de viejo de Corrientes; una mesera de dentadura lamentable; la puerta del partido comunista de la Boca a la que fui con el primer chileno, no El Chileno, sino el otro chileno de pelo largo con el que paseé durante el primer día; el ecuatoriano que se nos unió al día siguiente; la carne, las papas, la carne, las cervezas, la carne otra vez; la lluvia de la tarde que conocí a Billy, los dos en una rendija, mojándonos los pies; Parque Patricios y la bodega de DHL; una tiendita, mi falda de puntitos, la blusa de flecos que dejé en un hostal después; la vez que la odié tanto como al DF, el tráfico y el “subte” lleno y los bancos interminables y las llamadas en los locutorios y los parques y los insectos y las paredes de los edificios que se veían desde la ventana del baño de Esteban, que miraba mientras me bañaba con toda tranquilidad, el elevador de reja de su edificio, la vez que se fue la luz en el edificio, la vez que Esteban y su novia llegaron después de ser asaltados, Maxi, El Chileno, Billy, su hermana: todo). Debo resistirlo. Debo conservarlo. Demasiado tarde. Ojalá regrese. Ojalá pueda vivir ahí y desenamorarme un poco, para no añorarla como la añoro ahora. Ojalá no la extrañara. Está tan lejos. Buenos Aires, las casas desde el tren hacia Tigre. Buenos Aires, de regreso de mis side trips, como una novia conocida, como una esposa que me espera, ojalá fuera menos difícil estar aquí y no allá.

 

 

Chicago, that somber city

Hay que ir a Estados Unidos. Hay que empaparse de su cultura: revolcarse en ella. Hay que ir, a veces, y ver de cerca todo lo que ves de lejos, aquí, en una tele, un cine, en una revista, en internet. Hay que ir y prender la televisión y sentir una extraña incomodidad, una inquietud que no sabes de dónde nace, y entender luego, caminando por las calles, por los Walgreens y los 7-Elevens, que es la obsesión por los precios, por el precio más bajo, por el 9.99, por el catorce pequeños pagos de cuarenta dólares cada uno, por el dólar y los centavos. Hay que hablar con los gringos. Sentir y querer y agradecer y luego cansarse de su amabilidad, de su acento de entrevista de televisión, de su -lo dijo bien J ayer- condescendencia. Son buena gente, los gringos. Son gringos.

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Estuve en Chicago, por la revista, pero fue un viaje muy distinto de los otros, más rico, más complejo, más divertido incluso. Digamos que ‘me alivianó’. ‘Me sacó del track‘. Me dio un descanso de todo. Estuve en otra parte, con otra disposición mental (lo que sería el ‘frame of mind’). Además, iba a Chicago. Chicago era la protagonista. Chicago y su arquitectura (y también, para otro texto más adelante, su comida). Los edificios y los hombres detrás de ellos. El trazo de la ciudad y los hombres que lo concibieron. La historia de la ciudad. La gente que la ha habitado. La gente que todavía la habita. Los indigentes de Michigan Avenue. Los meseros de la calle que llaman The Restaurant Row. Los niños que se mojan en una fuente de Millennium Park. La gente que sale a comer y beber una copa. Las calles limpias, arregladas, amplias. Las chicas de turismo, que ven a Chicago no como la ciudad en la que Al Capone alimentó su mafia sino como ‘esa ciudad linda que lo tiene todo’. No le das la espalda a tu pasado violento, caótico, de divisiones sociales. Hubo un tiroteo días antes de que llegara, en un barrio de personas mayoritariamente negras. En el Chicago Tribune que luego leí, en primera plana, estaba la historia del niño de tres años que recibió un balazo en la mejilla, que sobrevivió, que era el rey del hospital, que nunca quiso quitarse sus tenis Nike.

Me dieron un día libre. Vi a Pau, mi amiga de la prepa que vive allá, y a Emilio (cuya bella prosa no recordaba, aquí), y conocí a su novia, y charlamos en el bar universitario de Hyde Park, por donde además caminamos en una tarde perfecta que se desvanecía sobre el lago. Al volver al hotel, no quise entrar sino caminar por las calles desiertas de la madrugada; el viento me envolvía, me golpeaba también, el recordatorio persistente de la windy city que está en medio de una planicie, con las corrientes fuertes del lago Michigan desde el este. Fue una despedida de los edificios del downtown, esas moles altas de metal y vidrio que impresionan y marean y que tal vez no sean la esencia verdadera de la ciudad, pero sí una prueba de la mano majestuosa del hombre, de su ambición y deseos de inmortalidad. Ya había escrito antes un par de apuntes sobre Chicago, cuando la visité hace tres años (esto y esto), pero es cierto que las ciudades, como las personas, pueden no conocerse una primera vez, sino que permanecen inmóviles dentro de ti como un germen que luego crece y explota y se hace vivo. Al fin atisbé Chicago. La entendí un poco. La entendí en su grandeza y naturaleza inabarcable y también en su imposibilidad de ser comprendida.

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Busqué allá, primero sin éxito, The Plan of Chicago, Daniel Burnham and the Remaking of the American City, de Carl Smith, en parte para el texto que debo escribir, y resultó que Emilio lo tenía y me lo regaló. Leí los primeros capítulos en el avión de regreso. For some time, visitors’ accounts had claimed that the best way to describe the city was to deem it indescribable, dice en una parte. El estado de la ciudad antes de que mentes visionarias como la de Daniel Burnham se encargaran de reconfigurarla me recordó al del DF hoy en día, la ciudad con la que mantengo el romance más atormentado que he tenido. Pienso entonces que hay esperanza. Que un buen proyecto de estructura urbana puede salvarnos de esta ciudad. Los hombres de entonces pensaban que just as a bad urban environment brought out the worst in people forced to inhabit it, a grand one that expressed the values of civilization and order would inculcate these ideals and thus elicit the best. El caos, el tráfico, los barrios bajos (slums), la pobreza y la línea divisoria entre el blue y el white collar, la inoperatividad, la ineficiencia, la basura y el crecimiento desordenado pueden resolverse. Chicago, cien años después: una versión edulcorada, remendada, maquillada de sí misma, pero innegablemente mejorada. Una versión habitable. Todavía, creo, indescriptible.

 

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Foes

De todos los viajes que he logrado hacer este año, el que ha permanecido más intensamente conmigo fue el de Acapulco. No he podido determinar de forma total el estremecimiento que me produjo la visión de un Acapulco devastado, el Acapulco dorado de la niñez. El regreso a ese sitio hermoso del recuerdo y, de pronto, aunque con conocimiento de causa, las ruinas. Mi hermano fue este año con su esposa y su hijo. Si mi mamá había insistido en volver, sencillamente porque ama el puerto, tenía al menos la delicadeza de no salir del hotel, atenerse a la porción de playa, alberca, restaurante y sol que ese pequeño espacio, cercado por los límites del mismo hotel y de los militares que se plantan a un lado y otro, restringe. Pero mi hermano, nostálgico de marca, no podía hacer lo mismo. No podía quedarse encerrado en el hotel. Impelido por esta añoranza de la que yo misma no pude abstenerme, salió de su todo incluido porque lo que en realidad le interesaba no era tanto la evasión del mar y la arena sino el conjunto de lo que es Acapulco. Y se fue al zócalo. Y a la cancha de basquetbol donde antes, en tardes hermosas, para siempre evaporadas del mundo, jugaba cascaritas con mi otro hermano mientras los demás los veíamos, sentados en las gradas. Hay fotos de ellos. Viajaban con sus bermudas, sus tennis, su balón de basquet.

Antes, Acapulco se disfrutaba de punta a punta y sus atracciones eran de variado carácter. Veíamos el atardecer en Pie de la Cuesta y a los clavadistas de La Quebrada, nos subíamos en la lancha con piso de vidrio para ver a la virgen enterrada y pasábamos, antes de partir, al mercado por la Diana Cazadora a comprar cocadas y dulce de tamarindo y ceniceros y plumas con cordel que regalabas entre los amigos.

Al tercer día de su viaje mi hermano cayó enfermo, con fiebre terrible y vómito, según parece por algo que comió. Tuvo que adelantar su regreso algunos días. Él no lee las noticias. No sabe lo que sucede en Acapulco. Me contó el estado de las cosas, la fealdad de todo, entre incrédulo y conmocionado. Supe que su enfermedad fue la respuesta de su cuerpo al horror de lo que vio. Una nueva pérdida de la inocencia, otra institución de la infancia derribada. Nadie lo había preparado para esa devastación que yo, al menos, intuía.

Esta última vez nos quedamos en un hotel de medio pelo, en la Condesa, con los ruidos del bungee y de las cantinas entrando por la ventana. Pasamos al mercado, con las conchas de mar grabadas con palmeras y sirenas, y las playeras, y las alcancías de cocos vacíos, y los trajes de baños montados en maniquís de unicel. Cuánta desolación sentí al caminar por los escombros de Acapulco. El mar es tan bello como antes. Apenas en el sueño comprendí todo esto. Sólo íbamos a la playa, pero Acapulco se impuso en su totalidad. El sentimiento generado por aquella experiencia fue tan fuerte que aún pergeño un cuento al respecto, sobre el Acapulco dorado de la infancia. Eso no se va.

 

Todo

Soy obsesiva. Mi papá es obsesivo. A veces sólo piensa, habla y come puentes, o cierta música, o un ejercicio, o pon cualquier monotema. La manzana no cae lejos del árbol. Cuando hay un tema que logra interesarme, me interesa y ya no me interesa nada más. Pasa: hay una cosa en la que pienso constantemente, medito mucho en ella y hasta logro introducirla en todas mis conversaciones (tengo tanto encanto que nadie se da cuenta). Lograr ese nivel de ensimismamiento es complejo, no sé cómo llego a él, pero es mi forma de drogarme. ¡Evasión de la realidad para todos! Pienso en este objeto, esta canción, este libro, este programa, esta idea, esta película, esta actividad, incluso a veces, muy raras porque en general soy fría y desapegada, esta persona, y todo desaparece. 

Todo.

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Brasil, una crónica en negativo

Estuve en Brasil a finales de junio. Por mi trabajo en una revista de viajes, me invitaron a la renovación de un resort en Río das Pedras, a hora y media de Río de Janeiro. Eran los días de las semifinales y la final de la Copa Confederaciones, en medio de las protestas. Para entonces había seis muertos en las manifestaciones extendidas en Río de Janeiro, Brasilia, São Paulo, Minas Gerais y otras 349 ciudades. Miles de manifestantes y policías acababan de enfrentarse a pedradas, balas de goma y gases lacrimógenos en Belo Horizonte. Hubo saqueos de almacenes, heridos, fogatas callejeras y bloqueos viales. Y todo lo que vi fue la renovación de las instalaciones de un Club Med. Pintaron los cuartos de morado y verde. Tienen lámparas nuevas y una “piscina calma” para adultos. Puedes pedir caipiriñas y rodar por la arena hasta que sea la hora de la cena y dirigirte al bufet y servirte cinco platos en un plato y luego, otra vez, beber más caipiriñas hasta rodar por la arena.

Me transportaron por TAM hasta São Paulo. Ocho horas y media de turbulencias. De ahí volé a Río de Janeiro. El aeropuerto, todo de concreto, tiene el estilo arquitectónico del segundo piso del Periférico. Nos recogió un coche que se zambulló en el tráfico espeso. Era junio. Llovía. Una especie de zopilotes sobrevuela en círculos las cumbres de algunos edificios altos, estilo arquitectónico caja de cereal. Muchas paredes, sobre todo en la zona industrial, están cubiertas de trazos de graffiti que son, vistas de cerca, firmas rápidas (de lejos, mosquitas aplastadas). Luego, la carretera. Entre la selva, salones de belleza, casas en obra negra, bodegas de materiales de construcción, lanchas abandonadas. México, en portugués. Casi dos horas después, un resort como cualquier otro. Llovía.

El día de la final me la pasé sentada en mi cuarto transcribiendo entrevistas. Cuando fui al restaurante a ver qué pasaba, Brasil era campeón y el Club Med estaba desolado. Llovía, de nuevo. En los pasillos que apenas la noche anterior estaban atestados de gente en atuendo de coctel bebiendo de unos vasitos de vidrio, ahora no caminaba nadie. En una pantalla del bar los brasileños celebraban.

En el coctel, un argentino me empezó a hablar de lo que hacía. Era periodista también, conocía Taxco y Oaxaca, escribía aquí y allá. Luego me dijo que nos metiéramos al mar (era de noche, había luna, traíamos copas de más). Le dije que él se metiera primero y que yo lo alcanzaba. Se quitó los pantalones y la camisa y caminó decidido a donde las olas rompían sin estruendo contra la arena. Se metió primero con miedo, y con frío, pero al final resuelto. Cuando el agua le llegó a la cintura, alzó una mano y me dijo que el agua estaba bien, que ya me metiera. “Hace mucho frío”, le dije con señas. Recogí mi vasito de vidrio de la silla y me fui a mi cuarto sin sentir que era demasiado horrible, o demasiado grosero, o demasiado peliculesco lo que hacía.

Fuimos a Río de Janeiro un solo día. Nos dieron vueltas por Ipanema y Copacabana. Había esculturas de arena en forma de palacios con la bandera de Brasil, Cristos de Corcovado y mujeres con falsas tangas sin caras, con letreros que informaban los materiales utilizados -arena y fijador-, los autores y el tiempo de construcción, y que si de favor ayudaras para que no tuvieras que esconderte a la hora de sacar fotos. Pero si tomabas la foto y no arrojabas una monedita, te respondían con altisonancias en un portugués incomprensible.

El sábado hubo sol y toda la manada de periodistas, operadores turísticos, socialités y colados se asoleaba en la playa, en la alberca, en el bar al aire libre. Hacían cola para el esquí acuático. Se amontonaban en el jacuzzi del spa. También yo. Como si hubiera desayunado un coctel de esteroides, nadé en el mar, hice kayak, le di dos vueltas a la alberca, intenté mantenerme sobre los esquís, no lo logré, me senté en el vapor, me tomé muchas caipiroskas, observé al argentino en una silla reclinable, que me miraba con odio bajo la sombra de una palapa.

Esperaba ver las protestas. La parte de mí que aún, con el trabajo de oficina aparte, desea hacer periodismo de corresponsal de guerra. Pensaba si no sería maravilloso toparme con una manifestación y unirme a su marcha, con los oficinistas en corbata y los jóvenes anarcopunks y la clase media, y sacar fotos y quizás ver algo violento. No deseaba que sucediera algo violento, pero si sucediera, ¿no sería maravilloso? Caminé por Copacabana con la esperanza de observar algo, escuchar un clamor, unas consignas tímidas por lo menos. Luego cerraron la avenida y aparecieron unos policiais vestidos de café, hablando por sus walkie-talkies. El tráfico se detuvo y pasaron desfilando un par de policías en motocicletas, a los que seguieron tres o cuatro coches negros con los vidrios polarizados. Cuando la retaguardia de motopolis terminó de pasar, el tráfico se reanudó y a nadie se le movió un pelo. ¿Era un político, un funcionario, una estrella de televisión? Quién sabe. No era la manifestación que venía. No era el Pueblo.
Después, cuando recorrí el malecón de ida y de regreso, un autobús pintado de verde y amarillo cruzó una calle. Unas muchachas gritaron y empezaron a sacar fotos con gestos maniáticos (seguro sus fotos, entre los gritos, salieron movidas, manchadas de lluvia). Era un equipo. Nunca sabré qué equipo. Tampoco era el Pueblo.
Volvimos al Club Med a otro coctel.

Un ejecutivo de Club Med hablaba con su amiga francesa, también ejecutiva, con una mezcla de español, portugués y francés. Ella acababa de leer en el jornal que en Brasil se estaba armando la revolución. Él, que era muy cómico, le respondió que los franceses de todo querían revolución. Luego le recordó que ya le habían cortado la cabeza a Marie Antoinette. Al brindar, sus copas hicieron clinc clinc.

El domingo se fue la mayoría de los huéspedes que venían a enterarse de la renovación. Amaneció lloviendo. Toda la mañana fue un ir y venir de taxis y shuttles con destino al aeropuerto. Las instalaciones se iban quedando vacías. En el bar de la piscina calma estaba un chico sentado, aburrido, leyendo un periódico. El argentino entró a su taxi, tenía otra vez su mirada enojada, en realidad más fastidiada que otra cosa. Me fui a mi cuarto a transcribir.

Los G.O.s son los chicos que fungen como anfitriones, concierges y animadores en todos los Club Med. Están obligados a bailar y armar fiesta cada noche. El domingo de la final, noche blanca, todos vestidos de blanco, sólo ellos bailaban.

 

Esto salió en La Semana de Frente.