Brasil, una crónica en negativo

Estuve en Brasil a finales de junio. Por mi trabajo en una revista de viajes, me invitaron a la renovación de un resort en Río das Pedras, a hora y media de Río de Janeiro. Eran los días de las semifinales y la final de la Copa Confederaciones, en medio de las protestas. Para entonces había seis muertos en las manifestaciones extendidas en Río de Janeiro, Brasilia, São Paulo, Minas Gerais y otras 349 ciudades. Miles de manifestantes y policías acababan de enfrentarse a pedradas, balas de goma y gases lacrimógenos en Belo Horizonte. Hubo saqueos de almacenes, heridos, fogatas callejeras y bloqueos viales. Y todo lo que vi fue la renovación de las instalaciones de un Club Med. Pintaron los cuartos de morado y verde. Tienen lámparas nuevas y una “piscina calma” para adultos. Puedes pedir caipiriñas y rodar por la arena hasta que sea la hora de la cena y dirigirte al bufet y servirte cinco platos en un plato y luego, otra vez, beber más caipiriñas hasta rodar por la arena.

Me transportaron por TAM hasta São Paulo. Ocho horas y media de turbulencias. De ahí volé a Río de Janeiro. El aeropuerto, todo de concreto, tiene el estilo arquitectónico del segundo piso del Periférico. Nos recogió un coche que se zambulló en el tráfico espeso. Era junio. Llovía. Una especie de zopilotes sobrevuela en círculos las cumbres de algunos edificios altos, estilo arquitectónico caja de cereal. Muchas paredes, sobre todo en la zona industrial, están cubiertas de trazos de graffiti que son, vistas de cerca, firmas rápidas (de lejos, mosquitas aplastadas). Luego, la carretera. Entre la selva, salones de belleza, casas en obra negra, bodegas de materiales de construcción, lanchas abandonadas. México, en portugués. Casi dos horas después, un resort como cualquier otro. Llovía.

El día de la final me la pasé sentada en mi cuarto transcribiendo entrevistas. Cuando fui al restaurante a ver qué pasaba, Brasil era campeón y el Club Med estaba desolado. Llovía, de nuevo. En los pasillos que apenas la noche anterior estaban atestados de gente en atuendo de coctel bebiendo de unos vasitos de vidrio, ahora no caminaba nadie. En una pantalla del bar los brasileños celebraban.

En el coctel, un argentino me empezó a hablar de lo que hacía. Era periodista también, conocía Taxco y Oaxaca, escribía aquí y allá. Luego me dijo que nos metiéramos al mar (era de noche, había luna, traíamos copas de más). Le dije que él se metiera primero y que yo lo alcanzaba. Se quitó los pantalones y la camisa y caminó decidido a donde las olas rompían sin estruendo contra la arena. Se metió primero con miedo, y con frío, pero al final resuelto. Cuando el agua le llegó a la cintura, alzó una mano y me dijo que el agua estaba bien, que ya me metiera. “Hace mucho frío”, le dije con señas. Recogí mi vasito de vidrio de la silla y me fui a mi cuarto sin sentir que era demasiado horrible, o demasiado grosero, o demasiado peliculesco lo que hacía.

Fuimos a Río de Janeiro un solo día. Nos dieron vueltas por Ipanema y Copacabana. Había esculturas de arena en forma de palacios con la bandera de Brasil, Cristos de Corcovado y mujeres con falsas tangas sin caras, con letreros que informaban los materiales utilizados -arena y fijador-, los autores y el tiempo de construcción, y que si de favor ayudaras para que no tuvieras que esconderte a la hora de sacar fotos. Pero si tomabas la foto y no arrojabas una monedita, te respondían con altisonancias en un portugués incomprensible.

El sábado hubo sol y toda la manada de periodistas, operadores turísticos, socialités y colados se asoleaba en la playa, en la alberca, en el bar al aire libre. Hacían cola para el esquí acuático. Se amontonaban en el jacuzzi del spa. También yo. Como si hubiera desayunado un coctel de esteroides, nadé en el mar, hice kayak, le di dos vueltas a la alberca, intenté mantenerme sobre los esquís, no lo logré, me senté en el vapor, me tomé muchas caipiroskas, observé al argentino en una silla reclinable, que me miraba con odio bajo la sombra de una palapa.

Esperaba ver las protestas. La parte de mí que aún, con el trabajo de oficina aparte, desea hacer periodismo de corresponsal de guerra. Pensaba si no sería maravilloso toparme con una manifestación y unirme a su marcha, con los oficinistas en corbata y los jóvenes anarcopunks y la clase media, y sacar fotos y quizás ver algo violento. No deseaba que sucediera algo violento, pero si sucediera, ¿no sería maravilloso? Caminé por Copacabana con la esperanza de observar algo, escuchar un clamor, unas consignas tímidas por lo menos. Luego cerraron la avenida y aparecieron unos policiais vestidos de café, hablando por sus walkie-talkies. El tráfico se detuvo y pasaron desfilando un par de policías en motocicletas, a los que seguieron tres o cuatro coches negros con los vidrios polarizados. Cuando la retaguardia de motopolis terminó de pasar, el tráfico se reanudó y a nadie se le movió un pelo. ¿Era un político, un funcionario, una estrella de televisión? Quién sabe. No era la manifestación que venía. No era el Pueblo.
Después, cuando recorrí el malecón de ida y de regreso, un autobús pintado de verde y amarillo cruzó una calle. Unas muchachas gritaron y empezaron a sacar fotos con gestos maniáticos (seguro sus fotos, entre los gritos, salieron movidas, manchadas de lluvia). Era un equipo. Nunca sabré qué equipo. Tampoco era el Pueblo.
Volvimos al Club Med a otro coctel.

Un ejecutivo de Club Med hablaba con su amiga francesa, también ejecutiva, con una mezcla de español, portugués y francés. Ella acababa de leer en el jornal que en Brasil se estaba armando la revolución. Él, que era muy cómico, le respondió que los franceses de todo querían revolución. Luego le recordó que ya le habían cortado la cabeza a Marie Antoinette. Al brindar, sus copas hicieron clinc clinc.

El domingo se fue la mayoría de los huéspedes que venían a enterarse de la renovación. Amaneció lloviendo. Toda la mañana fue un ir y venir de taxis y shuttles con destino al aeropuerto. Las instalaciones se iban quedando vacías. En el bar de la piscina calma estaba un chico sentado, aburrido, leyendo un periódico. El argentino entró a su taxi, tenía otra vez su mirada enojada, en realidad más fastidiada que otra cosa. Me fui a mi cuarto a transcribir.

Los G.O.s son los chicos que fungen como anfitriones, concierges y animadores en todos los Club Med. Están obligados a bailar y armar fiesta cada noche. El domingo de la final, noche blanca, todos vestidos de blanco, sólo ellos bailaban.

 

Esto salió en La Semana de Frente.

Favors

Ya, Mad Men es impresionante. Sus capítulos son como el cuento típicamente carveriano, todo va sucediendo con la normalidad esperada, pero después, en la historia paralela apenas sugerida, son también piglianos e incluso, algunas veces, asestan el puñetazo final como trilladamente recomendaba Cortázar.

En el último, una serie de sucesos que van escalando como una pirámide, algunos triviales, conducen a un momento doloroso y brutal: Sally observa a su padre cogiéndose a otra mujer.

Cogiéndose: con los pantalones enrollados en los pies y la camisa arrugada a medio abrir, en la cama de servicio, con la vecina de abajo. La imagen es humillante y violenta. El padre sorprendido en actitud animal (el padre que, para la hija, era bueno, puro, intachable). La niña que, sin ser mujer, pierde su inocencia para siempre. La línea que jamás debe cruzarse en la relación filial. Hay reglas no escritas, demasiado tabú, como la de ver a nuestros padres, o ser visto por nuestros hijos, durante el sexo. Además, hay algo que duele muchísimo: el descuido del padre. La negligencia que permite que ella observe eso, aunque la culpa no parezca recaer en él por entero. Pero recae, absolutamente. Tú me has permitido verte en ese estado y en ese momento humillante para ambos, y te has avergonzado, avergonzándome en el proceso. El descubrimiento, para ambos, se convertirá en recuerdo doloroso e ineludible.

Después del incidente, Don busca a Sally alzando la voz, con el tono altanero y hasta condescendiente con el que se dirige a sus hijos. Luego desciende en el elevador, el motivo constante. Esta vez, a un infierno sin retorno.


Ah, Don se quiebra de nuevo, pero este quiebre es ahogado, contenido: el descubrimiento de un nuevo abismo.

(Jon Hamm es un Actor: la ira se convierte en un sufrimiento que despierta tanta simpatía que es imposible no llorar con Don al comprender, como él, todo lo que acaba de perder.)

En el lobby, titubea. Pero no sucede, como leí en algunas reseñas, que por primera vez Don no sepa qué hacer. Es otra cosa. Don entra en una nueva dimensión, tan desconocida y hostil que una parte de él se divide en dos. No es la división entre Don y Dick: es la verdadera escisión de su ser.

Y Jonesy, que ha vivido un desdoblamiento similar:

…lo mira mientras Don, separado para siempre de la vida, se pierde en el caos de la ciudad (que, más bien, lo traga o absorbe).

Este reflejo imperceptible no es coincidencia. Mad Men sabe de subtexto. Abusa de él a veces. Y el tema de la temporada ha sido resumido en el poster:

…cuyo fondo -la ciudad y la presencia constante de policías- se sugiere mientras Sally anda en el taxi:


**Nótese que Sally, rumbo a su descubrimiento, asciende en el elevador.

(Paréntesis necesario: el episodio fue coescrito por Semi Chellas, coautora también de Far Away Places y The Other Woman, y dirigido por Jennifer Getzinger, directora de episodios tan fundamentales y complejos como The Suitcase y A Little Kiss).

Más momentos desgarradores suceden a continuación.

El primer encuentro entre Don y Sally. La mirada avergonzada, inocente, sometida:

La tensión, la incomodidad, la humillación y luego, lo peor: la ruptura de todos los paradigmas masculinos. A Don lo felicitan y lo adoran por ser como es (un traidor, un animal), de modo que la pérdida de la inocencia se convierte en una bofetada de realidad, de la verdad sobre los roles de los hombres y las mujeres.

Cuando Don la busca, la esperanza de que hable como un hombre y no como un padre, que se deje conocer por su hija, se va al inodoro cuando, otra vez, reacciona con su this never happened attitude (Hamm dixit). Con la condescendencia del padre, transfigurándose en mi padre, en el padre de todos. Don es la figura paterna universal.
(o: aquí)

Después, la puerta se cierra para siempre.

El post de Triquis, más personal, es obligatorio. Dice cosas que yo quisiera decir pero con un valor que no tengo.

On the road

De aquí originalmente.

On the road (Walter Salles, 2012) es la historia de Sal Paradise y su amigo Dean Moriarty, quienes caminan por Estados Unidos como si las dimensiones de ese país se zanjaran fácilmente, una y otra vez, a finales de la década de los cuarenta. La adaptación cinematográfica de la novela de Jack Kerouac es digna, es larga, es graciosa, es lenta, es bella, es conmovedora incluso, pero no arde, arde, arde como velas romanas. Al final deja una sensación de promesa apenas cumplida, como una fiesta que estuvo divertida a secas. Una fiesta con todos los elementos: luz, locaciones, belleza en todas las personas que asisten (todos son bellos, hasta Steve Buscemi con sus ojos de huevo cocido y su cuerpo rancio y flaco), momentos de lucidez y reflexión. Pero una fiesta sin, ¿qué será?, ¿espíritu?, ¿locura?, ¿huevos?

Hay que detenerse en la belleza de la película: un coche corriendo sobre una carretera en una pradera nevada, o Sal de pie frente a la tumba de su padre, de simetría perfecta, o la luz que cae sobre el sudor en las caras de los personajes: todo es muy hermoso, como una serie de fotografías  con una paleta de colores cálidos. También hay actuaciones luminosas: Garrett Hedlund (Dean Moriarty) es salvaje, guapo, brutal y vulnerable a la vez; Viggo Mortensen (Old Bull Lee) es una presencia fúnebre e imponente; Tom Sturridge (Carlo Marx) se roba todas las escenas; Amy Adams -en sus breves apariciones- es la Amy Adams que ha maravillado en cada película, y hasta Kristen Stewart (Marylou) hace otra voz, se desnuda sin pena, mira a Dean desde el fondo del coche con tristeza y abandono, y sus ojos se humedecen sin esfuerzo, y es fácil saber lo que piensa y siente.

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Flujo de conciencia playero

Fui a Costalegre, la costa de Jalisco. Todo fue tensión, al principio. Mis crisis de ansiedad se agudizan. Los aviones, que antes me resultaban indiferentes, ahora me ponen nerviosa. Una falla minúscula en el despegue y la caída libre. Me senté y abrí mi libro, con el aire acondicionado en la cara. Era un avión pequeño. Una pareja, con su niño gritón insoportable, hacía tanto ruido, estaba tan empeñada en ostentar su alegría pre-playa, que cerré los ojos y apreté los puños y sólo al final miré por la ventana la sierra madre occidental. Llegué a Puerto Vallarta. Hacía calor. Entré al baño y no encontré mi maleta en la banda de equipaje. Apareció después. El delegado de turismo pasó por mí, nos detuvimos en un Oxxo por un café. Unos militares con metralletas entraron. En la carretera 200, me fue diciendo cosas: que en una playa se ahogó un periodista, que en esta propiedad vivía el Chapo Guzmán, que una vez vio en la madrugada cómo una avioneta aterrizó en la carretera y luego se dio la vuelta entre la maleza. Me dijo que iríamos a ver caimanes. No quise. Le dije de mi fobia. Se trababa cuando decía ‘innombrables’. Buen tipo, el delegado. Fuimos a comer al Hotelito Desconocido, del que luego escribí, en mi papel profesional, ‘un pedazo de Bali en México’. Hay reptiles por todos lados. Iguanas de estas que abren unas crestas en las cabezas. Vi varias entre los senderos. Me comí mi aguacate relleno con el cerebro ablandado, deseando en silencio: que no haya innombrables, que no haya innombrables. Vi un gatito, quise llevármelo. Salimos de ahí. El delegado manejó, me dormí con el sol en la cara. Llegamos a Alamandas. Un pequeño paraíso. Nadé, conocí a una pareja, católicos de Guadalajara de deliciosa actitud ambigua. Un tejón se robó mi cosmetiquera. Lo buscamos entre la bruma del atardecer. Por la noche todo es oscuridad. Estuve más tiempo en el agua, en el silencio. El mar es salvaje. Se escucha su bramido. El delegado me dijo que había unas iguanitas transparentes que se metían a los cuartos y se comían a los bichos y los alacranes. En un librero encontré Fear & loathing in Las Vegas. Me la pasé leyendo, a carcajadas. Recorrí el terreno. Tiene su pista de aterrizaje y 600 hectáreas de nada: territorio salvaje, seco, playas vírgenes, línea de mar infinita. Silencio.

Lo demás fue menos interesante. En Alamandas el mar era intenso, pero después, en Careyes, me metí una tarde a él. Era una bahía segura, Playa Rosa se llama. Hay barquitos flotando, como abandonados. Aunque la arena tiene piedras y el pie se hunde en ella como lodo, la ausencia de oleaje da una confianza que después es trastocada: es hondo, hondo, como para flotar de muertito sin hacer esfuerzo, porque a veces llegan corrientes heladas que se envuelven en las piernas como anillos de metal.

Después estuve en un hotel que solía ser nudista. Me dicen que hay “swingers aferrados” que de pronto regresan. Era la única persona sola en un hotel lleno de parejas que me miraban con una rara mezcla de lascivia y curiosidad. Me hicieron tomar un tour por un manglar. Estaba tensa en espera del caimancito, que bien podría ser una innombrable. No sucedió nada. Después llegó el chofer del delegado, Juan Carlos, muy amable hasta cuando, agarrado en confianza, me dijo de esas “nalgas que se obligó a olvidar”. Fuimos a ver los caimanes. ¿Grité? Sí, grité. Caminé por los puentecitos colgantes del estero con la cámara en la mano temblorosa y grité mucho, pero también me obligué a ver. Y vi. Los vi.

Comí un sashimi de huachinango con el delegado, ya en Barra de Navidad. Fue una conversación que, sin ser íntima, tuvo una nota agridulce. Me llevó al aeropuerto de Manzanillo. La primera vez que volé, cuando era niña, fue allí. En Taesa.

El avión era uno de esos pequeños con una fila de dos asientos y otra individual. Antes de mi periodo ansioso había tomado uno así, que no sentí. Atardeció en el camino. Las nubes estaban esponjosas. Hubo turbulencias. Fear & loathing se me acabó en el aire. Entramos a la nata gris del DF. Llovía.

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Aventuras culinarias en Francia

El año pasado que fui a París por primera vez, el presupuesto era evidentemente reducido. Todos los presupuestos son reducidos en París. Olga (y Jordy, los dos días que estuvo) y yo íbamos al Carrefour o al Mono Prix y comprábamos el cliché parisino, en barato: baguettes, quesos semi-añejos, charcutería de quinta, papas fritas sabor barbacoa o vinagre, los vinos más baratos del mundo, que no rebasaran los cinco euros ni bajaran de los dos, porque eso ya era sospechoso. Cuando tenía mucha hambre comía kebabs con mayonesa y papas a la francesa grasosas. Fui dos o tres veces a los dos mismos restaurancitos árabes sucios, por casualidad o por comodidad, en la Bastilla y cerca del Canal de St. Martin. Cuando llegábamos al estudio de Olga, le poníamos salsa Valentina (que le llevé) a todo lo que colocábamos en un plato. En resumen, esa estadía en París, la capital de la gastronomía, fue un desastre culinario.

Ahora tengo un trabajo que me permite viajar y comer de formas inaccesibles para mi presupuesto. Entonces, fui a Francia. A la región de Aquitania, en el suroeste, donde está el País Vasco francés. El otro sur. Cinco días sin los traslados. En esos días comí mejor de lo que he comido nunca en mi vida. Atisbé brevemente la grandeza, la tradición y la innovación de la gastronomía francesa. Fue nada, una prueba rápida. No fue comer con lujo (¿Qué se entiende por lujo? Alguna vez leí que es solamente la ausencia de mal gusto). El lujo no es el precio, la elegancia o la presentación de la comida. Lo importante para mí era comer desde una tradición, pero también desde la creación de una mano en particular (el trabajo de un chef).

Relevante: comimos en tres restaurantes con estrella Michelin.

El primer día fue en un pueblo cerca de Biarritz, St. Jean de Luz, en el corazón vasco francés. Zoko Moko tiene un chef de 26 años, Remy Escale. El restaurante podría ser condesero, con paredes de piedra, mantelitos blancos, espacio rectangular sin mayor fanfarria. Empezó con una sopa fría de chícharo y menta, que he visto replicada en un montón de lugares. Luego, un generoso, redondo y grasoso pedazo de cerdo con papa rellena y mancha de salsa de mango. Reniego de las manchas, pero están en todas partes. Como postre, un cheesecake que tenía apariencia de milhojas: tres pisos crujientes y crema pastelera de queso.

Simple pero aún no, dijeran, jaw-dropping.

 

Langostinos

Esa misma noche cenamos en La Rotonde, el restaurante con una estrella del Hôtel du Palais (antiguo castillo imperial de Napoleón III y su esposa Eugenia, ahora convertido en hotel categoría palais, donde pasamos dos noches). Lucie, la chica de PR del hotel, nos dijo que el chef, Jean-Marie Gautier, está frustrado porque no alcanza la segunda estrella, cosa entendible porque también tiene que supervisar los otros dos restaurantes del hotel. Comimos langostinos y un pescado llamado Pez de San Pedro, o Saint-Pierre, de la zona. En el postre, un arreglo decimonónico, había compota de ruibarbo, un raro vegetal devenido en fruta que parece un apio rojo.

Postre vestido de niña quinceañera.

Después escribiré del viaje. Después otros detalles. Ahora, la comida.

Llegamos a Bordeaux. Gwenaëlle, la encargada de turismo, nos llevó a una calle que prácticamente le pertenece a un excéntrico señor llamado Pierre Xiradakis, que tiene cinco restaurantes ahí (un bar, una marisquería, un bistrot con influencia española, un café y uno de comida tradicional del sur de Francia) y un hotel con cinco habitaciones que él mismo decoró con muebles comprados en bazares y mercados de pulgas. Comimos en La Tupiña, el tradicional. Una crítica de restaurantes escribió de él que si Disney recreara la comida del suroeste de Francia, luciría como este lugar: una cacerola de cobre sobre las brasas, una canasta con vegetales frescos, un montón de quesos, una chimenea, un olor a grasa de animal y hierbas. Comimos, sin tiempos ni orden: cordero, faisán, foie gras, frijoles blancos, jamones y embutidos, pescado fresco, papas fritas en grasa de pato.

DISNEY DREAMWORKS.

Estuvimos en dos châteaus viñedos. Tomamos vino. Más papas fritas en grasa de pato. Pain perdu: el pan francés, en Francia (que se hace con pan viejo, perdido). Pastel vasco, relleno de crema. Montones de macarons, de los que más bien parecen pedazos redondos de pan y que son típicamente vascos, hasta los parisinos que son como de una materia tersa y transparente. Preparados de chiles rojos de Espelette, que un tipo peculiar cultiva y comercializa…

Verdaderas PAPAS A LA FRANCESA.

Pastel vasco

Variedad de postres en un lugar cuyo nombre no recuerdo de Bordeaux.

Escupidera no opcional.

Quesos muy rancios

Luego fuimos a París. Un día y medio. Menos, casi. Llegamos un viernes por la tarde, pero sólo pude salir, ver el Arco del Triunfo (estábamos a dos cuadras) y regresar al hotel, porque teníamos actividades y actividades y actividades. Cenamos en el restaurante del hotel (La Cuisine de Le Royal Monceau), que tiene otra estrella Michelin. Empezó simple, unos ceviches, unas entraditas, y luego trajeron ternera con espárragos y hongo Morchella. Oh. Oooh. Aquello. Quise llorar. Tal vez fueron los vinos, tal vez ya estábamos entonados y el pequeño grupo empezaba a sentirse cómodo (al fin, después de tantos días), o tal vez eso es lo más hermoso que he comido. Los meseros y las meseras son bellos. El sommelier es tan distinguido. Los quesos vinieron y más vinos también. Luego hicimos nuestro propio postre con el chef repostero. Ya eran casi las dos de la mañana cuando abandonamos el lugar.

BELLEZA

Mi postre en equilibrio.

Al otro día tuvimos un pequeño lunch por la mañana y después cada quién hizo lo que quiso. Entonces, fui con Olga y David a caminar por París. Nos sentamos en el pasto cerca de Les Invalides y sacamos nuestras bolsas de Carrefour: charcutería de quinta, quesos de quinta, papas sabor queso y dos botellas de vino barato.

Cenamos hamburguesas de dos euros en un Quick.

 

Man with a plan

Don Draper/Jon Hamm en Man with a plan.


Don pierde el control de todo. Así pretende recuperarlo. Hasta la voz le cambia. Es detestable. No es el Don que amas, sino una copia terrible.

Pero luego…

Es otra vez un niño que implora.

Es tristísimo ver a Don desamparado. El hombre que es abandonado: si la llegas a ver, esta imagen no se borra nunca.


Otra vez la mirada hacia Megan como la de este capítulo. Algo bello y lejano que se mira con desapego, como una pintura.

Me encanta que Don ha sido testigo de los dos últimos asesinatos políticos del año con la mente concentrada en Sylvia. Además, ya está viejo.

No es este Don, que en este capítulo apareció de nuevo, como un recuerdo:


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Anna Karenina

De aquí originalmente.

No se puede adaptar Anna Karenina al cine y triunfar. En el intento está la derrota: ninguna adaptación (que es también una mutilación) puede contener la inmensidad de la novela. Así, todas las versiones estarán defectuosas, se convertirán en resúmenes torpes de una sucesión de hechos, perderán el genio de Tolstoi, su descripción exhaustiva de la psique de cada personaje, la materia verdadera del libro.

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La muerte detrás del umbral

El capítulo se llama The Doorway: un portal, una puerta, una ventana, un puente.

Finally you go through one of these things, you realize that’s all there are: doors, and windows, and bridges and gates. And they all open the same way. And they all close behind you. Look, life is supposed to be a path, and you go along, and these things happen to you, and they’re supposed to change your direction. But it turns out that’s not true. Turns out the experiences are nothing. They’re just some pennies you pick up off the floor, stick in your pocket. You’re just going in a straight line to You Know Where.
Roger

Hay dos clases de muerte en este episodio: la que sucedió de manera natural y transcurre en la paz y la tranquilidad, una muerte casi-casi zen, como colofón de una larga vida, privilegiada y aparentemente llena de amor (si bien, como sucede a menudo, este amor corría en una sola vía). La otra muerte es mucho más angustiante, a la manera de los rusos: es la muerte temida, la muerte que es a la vez una certeza (todos moriremos) y un temor anidado en lo más humano y vulnerable (y también: primitivo). Tolstoi escribió, en La muerte de Iván Ilich:

Antes había luz aquí y ahora hay tinieblas. Yo estaba aquí, y ahora voy allá. ¿A dónde? (..) Cuando yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada. Entonces ¿dónde estaré cuando ya no exista?

Cuando Don da su pitch, The jumping off point, con la imagen de la ropa tirada en la arena -que además está en grises, tonalidad mortuoria de por sí-, sentí escalofríos: era tan evidentemente una referencia al suicidio que lo más sorprendente era el hecho de que Don no pudiera verlo y que, al presentarlo, volviera tan transparente un deseo (pero no deseo, tal vez idea, tal vez intuición) que Hawaii le despertó: la muerte.

Don, de pie frente a su ventana, recto, inmóvil, lo que mira es el mar que a él lo alivia (edificios, el caos de la ciudad); por eso escucha el océano. Pero es otra cosa también: un abismo. Del otro lado sólo es posible la muerte. Se lo revela al doorman que atravesó también una puerta -la última puerta- y regresó a la vida: escuchaba el océano. Don estaba muriendo en ese momento. Don está muriendo.

(Pero todos morimos. Todos estamos muriendo mientras vivimos. Cada día vivido es uno menos a la cuenta final. Es esa muerte pero, también otra, más específica.)

Regreso entonces a la escena con el fotógrafo y el encendedor. Don lee con atención una frase que parece anodina: In life, we often have to do things that are just not our bag. Y después, el fotógrafo le dice: just be yourself. Hay, obviamente, una reflexión (más bien, una iluminación repentina, un Eureka personal) en ese momento. Empieza a acariciar una idea, o a asumirla: Don Draper no es Don Draper. Don Draper es Dick Whitman.

Recuerdo en la memoria defectuosa de las lecturas digitales, algunas entrevistas con Weiner que sugieren que Don podría dejar la publicidad. Aunque es algo que claramente ama, o que amó en algún momento, siempre está latente la posibilidad de que abandone su profesión. Y no sólo eso: que abandone su vida, la vida de Don Draper, que no está en su saco. Megan, la firma, el departamento: no son su responsabilidad. Son la vida de Don Draper. Y él, como hombre (como hombre anónimo, como héroe anónimo), ha sabido renacer, ha escogido qué tipo de vida vivir.

En esta vida (pero seguramente en la siguiente también) está distanciado del mundo. Por eso en Hawaii no habla. Está ausente. Y mira esta vida a través de un cristal, o en un cuadro: algo bello y feliz, pero distante.

A diferencia de Megan, que en su juventud puede seguir atravesando puertas, cada vez más luminosas (al menos en su promesa):

Megan tiene la vida por delante mientras que Don, de espaldas, mira la muerte.

¿Qué piensa Don Draper? Siempre me ha intrigado. La imagen es poderosa porque él está de espaldas, su rostro no se ve. ¿Cuál es el gesto, cuál es la determinación? Don es inaccesible. Don es el hombre sin rostro de los créditos, cayendo por un precipicio. En su separación del mundo está la soledad, la convicción de que el hombre nace y muere solo. Esto, que él ha rumiado a lo largo de los años, se hace más evidente porque, en verdad, resulta que se ha quedado solo: Peggy era la última persona que realmente lo conocía y ahora no está (tampoco Adam, tampoco Anna). Megan no lo conoce. No parece importante, nadie lo menciona, pero es Navidad y no ve a sus hijos. Llega borracho al funeral de la madre de Roger y vomita cuando atisba un vínculo del que carece: Roger no sólo tiene una familia sino un linaje con toda clase de símbolos y tradiciones (las aguas del Jordán en que fueron bautizados él y su hija) y además fue amado con ese amor filial e incondicional que Don, sencillamente, no conoce.

¿Qué queda, entonces? Ah, la búsqueda, cada vez con menos posibilidades. Don ha agotado muchas. Ha alcanzado tantos picos, con el trabajo y la pasión, con el dinero y el reconocimiento, con las mujeres y la familia (sus hijos, que intentó proteger al casarse con Megan), que más bien las cosas van a la inversa: vas perdiéndolo todo hasta morir solo.

And now I know that all I’m going to be doing from here on is losing everything.

Anecdotario mortuorio de The Doorway:

La muerte desde la perspectiva del que está a punto de atravesarla.

La muerte como referencia persistente, cotidiana.

Don es un cadáver.

Megan cierra sus ojos como se hace con los cadáveres.

Y Don mientras lee:

 Midway through our life’s journey I went astray from the straight road and awoke to find myself alone in a dark wood.

Fiction is the lie through which we tell the truth

Ayer que tembló estaba viendo The Phantom, el último episodio de la quinta temporada de Mad Men. Estaba tan concentrada, tan embebida en la reflexión y admiración que me inspiraba, que no me di cuenta del temblor, hasta que Pau abrió la puerta y me dijo: está temblando, y yo me puse las chanclas, y dejé el celular sobre el buró, casi a propósito, como pensando: no voy a salvar esta cosa, no soy tan ruin, y bajamos las escaleras hacia el patio, donde los vecinos esperaban, nerviosos y pasivos. El corazón latiendo aprisa. Las manos empapadas con un sudor helado, viscoso. Nuestro tercer piso, agrietado. ¿Quién le teme a los temblores porque son temblores? Le temes al derrumbe, a los escombros, al hotel Regis. Carajo, ¿hay que tener menos dos dedos de frente para entenderlo?

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Pensaba en Mad Men, en la fuerza que tiene gracias a que es una historia contada en temporadas, con ciertas reglas narrativas que le permiten no ir contando nada (no hay historia: hay un hombre) y sin embargo determinar su tema con fuerza y contundencia. No me refiero a la famosa “narrativa a largo plazo” (¿qué es eso?), sino al hecho de que Don tropieza con diversos obstáculos en cada temporada, ‘resolviéndolos’ para avanzar como en un juego de mesa, pero que quedan ahí, colgando como una tela de araña invisible. Luego, jamás superados, aparecen de nuevo, como en The Phantom. El tema general sería la búsqueda de un hombre a través de los años, y en cada año nuevas aventuras que prueban ser las mismas, y al final de cada una, entendimientos que también están equivocados. Rebobinar. Otra búsqueda. Error. Rebobinar.

Un Sísifo.

Es un personaje muy hermoso, con el objetivo manifiesto de ser un mejor hombre, que siempre se queda en el camino: actúa con egoísmo, con avaricia, con estulticia incluso, y en el tormento no hay iluminación o avance, sino la piedra enorme que es la vida.

Al fin, entendí lo que pensaba mientras ve el reel de Megan. La primera vez que vi la escena, que transcurre en silencio salvo la música, el humo del cigarro iluminando el haz del proyector, la hermosa cara de su esposa en blanco y negro en la pantalla, la mirada, la expresión de Don me parecieron muy enigmáticas. Qué pensaría ese hombre, pensaba yo, y no saberlo me intrigaba tanto como me seducía. Pero ayer, mientras temblaba sin darme cuenta, creí entender esa mirada. La ternura hacia ese algo hermoso (at last, something beautiful you can truly own) y a la vez el desapego, la distancia, una breve comprensión: la felicidad no es una persona. La felicidad no está en la belleza.

Otra cosa: Don Draper es tan cabrón porque es Jon Hamm. Y Jon Hamm es tan cabrón porque es Don Draper. Jon Hamm es un tipo tan relajado, tan chistoso, tan poco consciente de su belleza y talento, tan barrio… Es fácil querer a Jon Hamm. Un tipo fiel a su novia/esposa de años, concentrado, poco glamouroso. Pero como Don Draper, es sofisticado, adúltero y atormentado.

Y concluir: además de esta búsqueda, tan genuina y humana, Don Draper genera una devoción inusual, pues es un hombre privilegiado con El Mojo. Es maravilloso asistir a su angustia mientras se admira algo que pocos tienen. La última secuencia: Don saliendo del set, de la nueva vida que creyó le proveería felicidad, caminando a un bar, Nancy Sinatra cantando ‘You only live twice’, dos mujeres preguntándole si viene solo, y entonces, otra vez, su mirada impenetrable.

Im-pe-ne-tra-ble.

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Hoy en el metro, en el pasillo de Auditorio, había mucha gente leyendo la portada del periódico Metro: era una tragedia.

Vuelvo a mirar a la gente, a convivir con ella (“la gente”, como una masa) por periodos cortos e incómodos: en el camión, en el metro, en los cruces peatonales. A veces siento cariño por personas desconocidas, pero también, con frecuencia, ciertas cosas me llenan de ira: su conducta estúpida e impráctica en las escaleras eléctricas, la rudeza, la vulgaridad (entiendo la vulgaridad de una forma literaria, con esa intención la escribo), la conducta gandalla, la torpeza, la lentitud. La circunstancia es ésta: el DF es cada vez más inhabitable. La gente sobrevive. Y a la gente que sobrevive ya no le importa nada.

Antes me asaltaba una inquietud: todas las caras anónimas que veo en la calle son nuevas. Esta novedad obliga originalidad. ¿Será cierto que cada cara nueva es diferente de la última cara que vi? Tantas combinaciones y posibilidades. Adivino los rasgos de la gente que camina delante de mí: el tipo de nariz, el tipo de mirada, qué expresión y gesto hará y con qué intenciones. Todo es diferente siempre, excepto que nunca será recordado: la gente es una masa.

Ahora también debo aprender a convivir con muchas personas nuevas. Y esperar a que se vea y se conozca una parte de mí. Después de un periodo de reclusión y escaso contacto humano, me cuesta trabajo. Vuelvo a estar dentro de mí, pero no como antes. Habito un cuerpo desconectado, zombificado. El regreso a la vida es penoso y prolongado.

 

 

 

Acabo de ver lo más triste que veré esta semana: una mujer, con la cabeza rapada, empujaba un carrito de supermercado. Yo iba atrás de ella. Sus pants tenían manchas secas de sangre en el trasero. No era sangre derramada. La imaginé sangrando cada mes, sin que le importara.

Hay cosas que, de tan tristes, resultan intolerables.

 

 

Palmas, a cierta hora, se convierte en un vórtex del que es difícil salir. Esta parte de la ciudad te traga. No hay forma de salir de aquí con dignidad: ni en automóvil ni en transporte público, no hay forma de ganar. Si cometes un error de cálculo y aún permaneces aquí cuando los ríos de claxons chorrean por la avenida, estás perdido.

Pero ahora, aquí, siento que vuelvo a participar en el mundo.

 

Yoani Sánchez: dinero, internet y Fidel

Me da la impresión de que ahora tienes más acceso a internet que antes, le dije a Yoani Sánchez en la entrevista que le hice a ella y a su esposo, el periodista Reinaldo Escobar, en el Hotel Inglaterra de La Habana, el 1 de enero pasado. En la biografía de Yoani en Ecured, el proyecto de Wikipedia del Estado cubano, se indica que “pocas personas se explican cómo puede Yoani escribir en su blog día tras día”. Luego, menciona la vez que los periodistas acreditados para la Feria Internacional de Turismo, en el Hotel Nacional, la vieron sentada en el vestíbulo conectada al wi-fi del hotel, unos 10 euros la hora.

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Ruairi

En París fui una tarde al cementerio de Montparnasse. Es casi una obligación que la ciudad impone. Al bajarme del metro me perdí muchas calles, hasta que llegué a una avenida donde me atreví a preguntarle a un hombre: Excusez moi, le cimetière?, con mi acento estúpido. Estaba a media cuadra.

Le tomé una foto al mapa de la entrada para poder hacer mis visitas sin perderme demasiado. Hice todas las ridiculeces que se esperan en este lugar: fui a ver a mis escritores, a mis poetas. Me senté en sus tumbas, hice anotaciones solemnes en mi cuadernito, me reí en silencio viendo sus nombres en las lápidas; me senté en otras, anónimas, sintiendo la piedra caliente de las cuatro de la tarde. En un pasillo, un tipo que empujaba un carrito con una escoba y un bote de basura me preguntó algo en francés, le respondí alzando las cejas y haciendo la cara de siempre, el je ne parle pas français o el más rápido parle pas français, que me avergonzaban profundamente (mi año perdido en clases de francés, en la preparatoria).

El tipo, un rubio altísimo, con los dientes podridos, ojos azules intensos, cambió al inglés. Me explicó cómo llegar a la tumba de Guy de Maupassant, en la otra sección del cementerio, a la que llegabas por una puertita que salía a una calle angosta, donde el cementerio se replicaba. La parte descuidada, oscura; la tumba de Guy (“Guí”) entre maleza.

Me lo encontré otra vez. Amigable, el tipo. Con buen inglés para ser francés, pensé, hasta que me dijo que era irlandés. Ruairi, gaélico puro. Quiso mostrarme una escultura antiquísima de una pareja fundida en un beso. Me puse el gas pimienta en la mano, fuimos, la vimos. Nada, no era peligroso. Sólo alguien que quería perder el tiempo en horas de trabajo. Siguió hablando. Así, sin dejar de empujar el carrito, Ruairi me llevó a rincones insospechados del cementerio.

La tumba que cuidaba con mayor empeño era la de Beckett, the best writer of the century, decía, y el amor por su coterráneo me hizo quererlo un poco. Me dijo que limpiaban las tumbas cada tres meses con unas máquinas especiales. Así, nada del ñoño vandalismo en la de Cortázar, por ejemplo, cubierta de rayuelas dibujadas con plumas y plumones, quedaría después. ¿Los boletos de metro? Borregada. Cada sesenta años, si no se renueva el contrato, sacan los restos de la gente y los tiran a una fosa común. Hay espacio disponible casi siempre. En ese momento pasó un servicio. Oh, someone died, dijo al ver la carroza fúnebre, como si le sorprendiera. El limpiador de tumbas.

Me enseñó una lápida que decía: Mort? Pas encore – Dead? Not yet, con fecha de muerte en 2039. Me arrastró a las tumbas de Serge Gainsbourg y a las de Man Ray y su esposa. Hablamos de Porfirio Díaz. De Dublín. De la guerra contra el narco. Me preguntó cuánto costaba un boleto a México o a Estados Unidos. Escribió su mail en mi cuaderno y nos despedimos; aún desde la avenida, detrás de los árboles, Ruairi agitaba el brazo.

Vi después lo que escribió.

 

 

 

 

 

 

 

An unpleasant and unpatriotic truth has here to be faced. No English novelist is as great as Tolstoy -that is to say, has given so complete a picture of man’s life, both on its domestic and heroic side. No English novelist has explored man’s soul as deeply as Dostoevsky. And no novelist anywhere has analysed the modem consciousness as successfully as Marcel Proust. Before these triumphs we must pause. English poetry fears no one -excels in quality as well as quantity. But English fiction is less triumphant: it does not contain the best stuff yet written, and if we deny this we become guilty of provincialism.

E. M. Forster – Aspects of the novel